EL ESTUDIANTÓN
ROILÁN ESCOBAR, alias Estudiantón y Aligator, murió de hambre, lo cual cae dentro de la lógica inmanente de las cosas. Él mismo debió de vislumbrar el desastrado fin que le aguardaba, pues entre las notas y apuntes que dejó a su muerte leí esta sentencia: «El que consagra sus días a la busca y ejercicio de la Verdad, el Bien y la Belleza, es incompatible con la vida; por lo menos, con la vida tal como se nos ofrece en la sociedad presente. La vida moderna es la negación de la Verdad, el Bien y la Belleza; y, recíprocamente, la Verdad, el Bien y la Belleza son la negación de la vida moderna. De consiguiente, el que profesa en esta tres categorías, o renuncia a vivir, o se le tomará como revolucionario y anarquista». Realmente, quien hubiera visto a Escobar, tan desgraciado de formas plásticas, tan desarrapado y cochambroso, jamás pudiera adivinar que el insigne Aligator había profesado en la categoría de la Belleza. Cierto que el infeliz aludía a la Belleza suprasensible y espiritual, que no a la física y perecedera. En fin, que fatalmente se tuvo que morir de hambre. Pero lo extraño, lo paradójico, es que se murió en casa de un carnicero, llamado Serapio, que le había recogido por caridad. El matachín le daba gratis un camaranchón, con un camastro, en donde cobijarse, y unas caídas, desechos o piltrafas de carne, especie de cordilla, para que comiese. Por desdicha, Escobar era herbívoro, y repugnaba la carne a tal extremo, que antes que comerla se dejó morir de inanición. ¡Qué contraste Escobar y Serapio! El carnicero, tan rollizo y colorado que parecía una res desollada, era la incorporación más corpórea del cuerpo humano en lo que tiene de más material. Escobar, amarillo, azuloso, vibrátil, casi etéreo, era la proyección más espiritualizada del espíritu humano en su tránsito a través del barro corpóreo.
Al morir, Escobar dejó gran caudal de escritos, la mayor parte notas y esbozos. Tuve la suerte de verlos y examinarlos, antes que Serapio los arrojase al cajón de la basura. Algunos de los pensamientos, expresados en forma escueta, me sorprendieron y llenaron de perplejidad. Por ejemplo:
«Los dos hechos históricos más nocivos para el progreso de la ciencia pura y el imperio final de la cultura fueron la invención del papel y la invención de la imprenta».
«Si en lugar de escribir en resmas de papel se escribiese en un menguado folio de pergamino, entonces merecería leerse, porque no se escribiría sino lo que mereciera escribirse».
«Todas las bibliotecas públicas debieran cerrarse».
«La mayor estupidez que he leído es esta frase de Carlyle: La mejor universidad de estos tiempos es una biblioteca. Yo replico: la mejor universidad sería un cuartel. Quiero decir: una cultura socializada e impuesta al modo de la disciplina militar. La disciplina militar es abominable porque es inculta. La cultura moderna es abominable porque es indisciplinada. Nadie tiene derecho a poseer más cultura que la que le corresponde, según sus facultades y función social en que ha de emplearse. En el estado actual de la cultura hay generalísimos que son simples rancheros, y, por el contrario, hay miserables rancheros dotados de la chispa genial, hombres frustrados y menospreciados, que hubieran sido generalísimos por propio derecho, de existir la apropiada organización cultural cuartelaria».
Se me figura que, al escribir las líneas anteriores, Escobar pensaba en Belarmino y Apolonio.
Según yo iba leyendo los borradores del Aligator, no pude menos de recordar al excelente don Amaranto de Fraile. ¡Qué unidos y qué opuestos los dos personajes! Estaban en la relación de los dos polos de un eje. Uno era el autodidacto; otro, el dogmático. Los dos estaban aquejados de libido sciendi, concupiscencia de saber, lujuria científica.
Si menciono aquí los papeles póstumos de Escobar, no es porque me hayan recordado a don Amaranto, sino porque en ellos se habla de Belarmino y Apolonio, y señaladamente que me proporcionaron un documento curioso y útil, del cual puede aprovecharse asimismo el lector.
Copiar todo lo que a Escobar se le ocurrió acerca de los dos zapateros, sería enfadoso. Trasladaré solamente algunas opiniones peregrinas. «Belarmino hubo de inventar su lenguaje porque carecía de instrucción, de lecturas. De haber leído desde la infancia variedad de autores clásicos, ¿cómo habría llegado a hablar y escribir Belarmino? Max Muller repite incontables veces, y lo prueba otras tantas, que pensamiento y lenguaje son idénticos. Por el estilo del autor se viene en conocimiento de su inteligencia: Estilo metafórico, estilo engolado, estilo arcaico, estilo recortado, estilo desnudo, estilo llano, estilo exquisito, estilo colorista, estilo abstracto, etc., etc.; todos ellos, cada uno de por sí, denotan inteligencia limitada y escasez de pensamiento. La totalidad y fusión de todos ellos, predominando cada manera según la razón del pensamiento: Cervantes, el primer pensador español».
Y más adelante:
«La cualidad primordial del dramaturgo (léase Apolonio) es la aptitud para la simulación eficaz. Esta simulación no es sólo externa y de superficie. El dramaturgo, desde el fondo de su propia alma, comienza a simular para consigo mismo; pero el ego más recóndito y personal permanece siempre ausente e inhibido de la emoción. Por eso el dramaturgo es incapaz de amar verdaderamente. Hay una paradoja del dramaturgo; es la misma que Diderot llamó paradoja del comediante. La emoción no se comunica, sino que se provoca. Para provocar una emoción hay que mantenerse frío. Hacen llorar los actores que saben fingir el llanto. Los que lloran de veras, hacen reír. Lo mismo con el dramaturgo. La dramaturgia creó el tipo del hombre que provoca amor en todas las mujeres, porque él finge amar, pero a ninguna ama: don Juan. El dramaturgo va por la vida inventando dramas, descubriendo dramas. Diríase que este don de invención (inventar significa descubrir) proviene de que el dramaturgo vive los dramas. Al contrario. El que vive un drama no ve el drama; ve su drama individual. Y si por caso al dramaturgo le acontece ser víctima en un drama vivo, él permanece ecuánime, sereno. Finge ser actor siempre; y siempre es espectador, espectador de sí mismo. Tal es la paradoja del dramaturgo. Todo el que se conduce en la vida con ademanes de énfasis patético es un simulador, un dramaturgo en potencia. Estos hombres son necesarios en el mundo, porque sin esa fracasada voluntad de pasión, naturalmente contagiosa, la humanidad se acabaría, de apatía y de sapiencia. Mas, ¡ay!, si predominasen estos hombres, cuyo tuétano íntimo es una ausencia, un hueco, una burbuja, como la que se ve en los niveles, burbuja que difícilmente se logra centrar…; si esta especie de hombres predominase, la humanidad, cada vez más hinchada y vacía, reventaría, como la rana que quiso igualar al buey. Providencialmente, frente al dramaturgo está el filósofo (léase Belarmino). El filósofo se halla constituido a la inversa del dramaturgo. Por de fuera, serenidad, impasibilidad; en lo más secreto, ardor inextinguible. El filósofo es un energúmeno conservado entre hielo. Porque el hielo es el gran conservador, así para las pasiones como para las cosas comestibles, que en cuanto se las saca al aire y a la luz se ponen rancias, manidas. El filósofo vive todos los dramas; jamás es espectador. El dolor ajeno lo siente como dolor propio; el dolor propio lo multiplica por todos los dolores ajenos; y así en el dolor propio como en el ajeno experimenta el contacto de esta y aquella brasa de la gran hoguera que es el dolor universal, el drama de la vida. El dramaturgo, aquejado de su último y vergonzoso vacío interior, se precipita hacia la superficie, se manifiesta con amplitud enfática, como taumaturgo, y hace conjuros a la pasión y al frenesí. Busca en la pasión imaginada el correctivo de la apatía íntima. Además, como por dentro no puede llorar, por fuera no acierta a sonreír. El filósofo, por su parte, busca en la apatía, en la serenidad, en la sapiencia, correctivo a la abrumadora pasión recóndita. Esa es la sofrosine. El filósofo llora por dentro y sonríe por fuera. Cuando al filósofo le llega la hora de su drama, su drama es tan intenso que siente como que se destruye, no ya su propio corazón, sino todo el universo, y nada existe ya. Es la máxima apatía e indiferencia; la ataraxia. Pero el filósofo necesita del dramaturgo, para no ser estéril ni perecer. Y el dramaturgo necesita del filósofo, para no ser vano ni desaparecer. Sófocles necesita de Sócrates, y Sócrates necesita de Sófocles. Los diálogos socráticos tienen forma dramática y los diálogos sofóclitos tienen fondo filosófico».
Algo parecido a esto de Sócrates y Sófocles se lo dijo Apolonio a Belarmino, en el asilo y en coyuntura bastante dramática; lo cual me hace suponer que Escobar y Apolonio habían llegado a ser amigos, y que el zapatero estaba inspirado por las teorías del Estudiantón. Se observará que estas teorías son enteramente opuestas a las de don Amaranto. Para don Amaranto, el dramaturgo es el que penetra en el drama individual; y el filósofo, el que se aleja de él. Para Escobar, el que penetra en el drama es el filósofo, y el dramaturgo es el que permanece a distancia. ¡Desconcertante disparidad y contraposición de los humanos pareceres! La doctrina de don Amaranto es refutable, y no menos defendible; y otro tanto la de Escobar. Y en resolución, todas las opiniones humanas. El error es de aquellos que piden que una opinión humana posea verdad absoluta. Basta que sea verdad en parte, que encierre un polvillo o una pepita de verdad. Cuando un buscador de oro dice que ha encontrado oro, no da a entender que se haya apoderado de todo el oro que guardan las entrañas de la tierra, sino eso, que ha encontrado oro, un poco de oro. Tan verdad puede ser lo de don Amaranto como lo de Escobar; y entre la verdad de Escobar y la de don Amaranto se extienden sinnúmero infinito de otras verdades intermedias, que es lo que los matemáticos llaman el ultracontinuo. Hay tantas verdades irreductibles como puntos de vista. Yo he querido presentar, acerca de Belarmino y Apolonio, los puntos de vista de don Amaranto y de Escobar, porque entre ellos cabe inscribir todos los demás, ya que por ser los más antitéticos, son los más comprensivos. Y singularmente he apelado a la ciencia y doctrina de estos caballeros, por disimular que frente a Belarmino y Apolonio, ni tenía ni tengo punto de vista determinado. Belarmino y Apolonio han existido, y yo los he amado. No digo que hayan existido en carne mortal sobre el haz de la tierra; han existido por mí y para mí. Eso es todo. Existir, multiplicarse y amar.
Más arriba he aludido a un documento curioso y útil que Escobar dejó entre sus papeles póstumos: es un léxico completo de todas las voces y términos de que se servía Belarmino, acompañados de la acepción en que él los usaba. Yo he entresacado, para mayor comodidad, aquellos que el lector ha oído ya a Belarmino, los cuales van como apéndice del presente volumen.
El vocabulario recogido por Escobar lleva las siguientes líneas preliminares:
«Max Müller dice que colocando las veintitrés o veinticuatro letras de los abecedarios en todas las combinaciones posibles, se obtendrían todas las palabras que han sido empleadas en todos los idiomas del mundo y todas las que se hayan de emplear. Tomando veintitrés letras como base, el número de palabras sería: 25.852.016.738.884.976.640.000; y con veinticuatro como base: 620.448.401.733.239.439.360.000. Belarmino no llegó a usar de tanta riqueza léxica; ni siquiera se aproxima a Dante, Shakespeare y Cervantes, que utilizaron miles de palabras. Belarmino se quedó alrededor del medio millar. Recuerdo haber leído en alguna parte que Racine en sus escritos no pasó de 400 voces, con ser su lenguaje tan dúctil, fino y matizado».
FIN