EL DRAMA Y LA FILOSOFÍA
S TRADICIÓN milenaria que en el equinoccio de septiembre el seráfico y mansueto pastor San Francisco se siente malhumorado por una vez; descíñese el cordón, lo blande sobre el cielo a guisa de honda, acuden los rebaños de nubes, revientan los odres donde se guardan los vientos, rómpense las esclusas de las aguas celestes, se embravecen los mares, zozobran las barcas pescadoras, huyen las aves trashumantes, corren las bestias a sus cubiles, guarécense los hombres en el hogar y el corazón se empapa en una tristeza que es como el llanto de las cosas perecederas.
Llevaba ya lloviendo un cuarto de luna. Entre el bosque innumerable de menudos y apretados chorros de agua, desde la tierra al cielo, y cuya tupida y abovedada ramazón eran las nubes grises y cárdenas, el tembloroso lamento de las campanas basilicales se extraviaba y desfallecía.
Era un domingo, noche ya. Apolonio mensuraba la longitud y la latitud del comedor, paseando y sollozando el «Spirto gentil», de La favorita. Con el ímpetu ascendente del musical deliquio, las pupilas habían subido a escondérsele detrás de las bambalinas de los párpados superiores; mostraba unos ojos blancos como los de las estatuas antiguas, y el alma en blanco también, al modo de página virginal que espera recibir con trazo indeleble los conceptos más sublimes. Apolonio, en aquellos instantes, flotaba sobre la tristeza del mundo y sobre las nubes luctuosas, como el espíritu melodioso de Jehová sobre el caos primieval.
—Señorito, que las alubias se pasan —rezongó con acritud la asistenta, asomando el morro por una puerta—. Son ya las diez de la noche.
—¿Qué habla usted ahí, incivil criatura? —replicó Apolonio, con sobresalto.
—Digo que son las diez, y que si se cena hoy…
—No se cena hasta que no venga don Pedrito.
—Pero es que don Pedrito no cena hoy en casa.
—¿Quién se lo ha dicho a usted?
—Mira qué caracho, él mismo; y ainda mais le dejó a usté una carta.
—¿Una carta? ¿Dónde está esa carta?
—Delante de sus mesmas narices, en la mesa y sobre su plato.
Apolonio leyó la carta. Decía: «Padre, perdón. No he nacido para cura. Me voy con la mujer a quien adoro. Nos casaremos, y confío que, a pesar de todo, usted bendecirá nuestra unión. —Pedro».
Y ahora sí que Apolonio quedó como una estatua, no ya en los ojos, sino en todos sus miembros, y con el alma pálida y vacía. Cuando al fin le volvió la sangre a circular, dijo a la fámula:
—No se cena hoy. Tú puedes marchar ya a tu casa. Dame el impermeable.
Se dirigió a casa de la duquesa de Somavia, que había vuelto el día anterior a Pilares, huyendo de la inclemencia, melancolía y tedio de la aldea. Llevaba la carta en la mano, sin protegerla de la lluvia.
—¿Qué te sucede, Apolonio? —preguntó la duquesa, alarmada ante aquel hombre como de piedra—. ¿La catástrofe, la quiebra, el embargo? Me lo presumía.
—¡Pluguiera a Dios! —murmuró cavernoso Apolonio. Y tendió la carta.
—Chico, este papel es una sopa. Se ha corrido la letra y no puedo leer.
—¡Pluguiera a Dios cegarme, antes de haberla yo leído! Pero ya, ¿qué he de hacer? ¡Ah! Resignarme y perdonar la mano que me ha herido. Apuraré esta copa hasta las heces, y leeré la carta por dos veces.
Y leyó la carta a la duquesa. En el fondo, tan en el fondo que ni él mismo se daba cuenta, Apolonio se sentía orgullosísimo, creyéndose en aquellos momentos un personaje trágico de verdad e imaginando inspirar a la duquesa fuerte interés patético.
—¡Bah! Temí, al verte, que se trataba de algo grave. Siéntate. Aunque hay que resolver de prisa, para resolver de prisa hay que pensar despacio. Siéntate.
«Siéntate»; que fué lo que le dijo Napoleón a la reina de Prusia, en ocasión que la soberana, por conseguir un tratado menos infamante, quiso conmover al corso, representándole una escena dolorosa y teatral.
Bien sabía Apolonio que la tragedia exige hablar en pie y con coturno. Al sentarse, comprendió que estaba peor que en ridículo, humillado, como un ídolo al que derriban. Dejó caer la cabeza, vergonzoso.
—Vamos por partes. Tú, de seguro, no sabes quién es la mujer a quien adora el desmandado don Pedrito. —Apolonio denegó con la cabeza. —¿Qué has de saber tú, si no vives en la tierra? Ni sospecha tendrás. —Nueva denegación. —Pues chico, te lo voy a decir yo: es la hija de Belarmino.
—¡Eso no, eso no! Antes la muerte —rugió Apolonio, poniéndose en pie, ahora realmente enfurecido—. Yo ya estaba dispuesto a perdonar, a bendecir. Hasta pensaba en los nietecitos…, Pero eso, ¡jamás!
—A buena parte vas…, Que ya pensabas en los nietos, en seguida te lo calé. Pero, siéntate. Claro que no sabes ni sospechas cómo, cuándo, a qué hora y por dónde se han fugado, ni se te ocurre el medio de averiguarlo. —Denegación muda. —De modo que yo soy quien tengo que hacerlo todo. Discurramos con calma. Que Angustias es la raptada, no me cabe duda. Sé que al pícaro don Pedrito le gustaba la niña, que se veían a menudo en vacaciones, y hasta que le escribía desde el Seminario; pero, la verdad, no creí que iba a perder el sentido hasta ese punto. ¡Cosas de chicos! ¿Quién les pudo ayudar en la fuga? A mí no se me ocurre sino una persona: Felicita, la Consumida.
—¡Infame alcahueta!
—No digas palabras malsonantes. Eso de la alcahuetería es cosa muy relativa. Todas las mujeres, en llegando a cierta edad, si son amorosas todavía, como no están en sazón de que las amen y ellas no aciertan a vivir sino en la atmósfera del amor, se perecen por proteger y concertar amores ajenos. Es una debilidad disculpable, y más en el caso de Felicita, que, aunque acecinada, ama, la aman, pero no se le logra la satisfacción de sus deseos. Angustias iba a cada paso de visita a casa de la solterona, y, si no iba, la solterona enviaba a buscarla. Es público en la calle. Tu hijo iba de visita a casa de la solterona. ¿Tampoco sabías eso? —Negativa muda. —Pues, átame esos cabos. La idea de la fuga ha sido inspirada, alentada y en resolución favorecida por la solterona. Ella lo sabe todo. ¿Cómo sacárselo? Antes de responder, es preciso que declares cuál es tu propósito y voluntad. Si te avienes con lo ocurrido, y consientes en el matrimonio.
—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás! —interrumpió Apolonio, poniéndose en pie.
—Siéntate, hombre, siéntate. Soy de tu opinión. El alocado don Pedrito tiene por delante un hermoso porvenir. Sería una estupidez echarlo a rodar de esa manera. ¿Qué iba a hacer él, sin oficio ni beneficio, casado con una pitusa, hija de un remendón que no tiene sobre qué caerse muerto? Yo no podría aprobar semejante desatino. Queda la cuestión de conciencia, la moral. Yo me río de lo que la gente suele entender por moral. Eso de la moral debe de ser cosa de herencia, como la escrófula y el herpetismo; yo, por más que me palpo, no encuentro haber recibido con la sangre de mis antepasados esa moral gazmoña de que otros hacen gala. Reconozco que la chica va a quedar en situación molesta por algún tiempo, ante los ojos de la gente. Pero vendrá el olvido, y vendrá muy pronto. El tiempo borra más de prisa los surcos de la memoria que las cicatrices de la carne. Si vamos a medir con cuidado, más pierde tu hijo en su reputación que la hija de Belarmino en la suya. Pero existe una consideración, de la cual debemos hacernos cargo. Impidiendo el matrimonio, ¿decretamos que Angustias sea una desgraciada? Yo digo que no; eso es pan de todos los días. Sobre todo, si es desgraciada será por culpa suya, por no tomar la cosa naturalmente. Pero, aun así y todo, estoy convencida que mucho más desgraciada sería casándose en tales circunstancias, y que diría infinitas más veces: «¿por qué me habré casado?», de las que ha de decir: «¿por qué estorbaron que me casase?». Con eso, mi conciencia se queda tranquila, y no tengo inconveniente en desbaratar ese desatentado casorio. Ahora vamos a sacar a Felicita todas las noticias necesarias. Hemos discurrido despacio, y es ya tiempo de proceder de prisa.
La duquesa tiró de un cordón de la campanilla y movilizó la servidumbre. A un criado le ordenó que enganchasen al punto el landó, para ir de jornada, quizá toda la noche; a otro le envió a la fonda del señor Novillo a buscarle, que viniese apercibido con saco de viaje, a fin de ponerse sin dilación en camino (la duquesa sabía que Novillo era hombre inútil si no llevaba consigo los tintes y adobes de tocador); a Patón le dijo que se vistiese; a otro criado le pidió recado de escribir, y en escribiendo una esquela sucinta (decía: «Muy señora mía: por informes indubitables y reservados, sé que no es usted ajena a la fuga de Pedrito Caramanzana y la hija de Belarmino. Don Anselmo Novillo sale ahora mismo a la captura de los prófugos. No dudamos que usted nos proporcionará los detalles imprescindibles. Si usted, debido a otras preocupaciones, no recordase estos pormenores que necesitarnos, tendremos sumo gusto en requerir al juzgado para que, sin pérdida de momento, le refresque a usted la memoria. Suya afectísima, Beatriz, duquesa de Somavia»), le despachó con la misiva a casa de Felicita. Este criado volvió antes que ningún otro, con la respuesta. Estaba escrita con letra vacilante y temblona, y rezaba: «Ilustre señora: Pedrito y Augustias salieron en un coche para Inhiesta, a las cinco de la tarde de hoy. Se idolatran. Quieren casarse. Yo creí ejecutar una acción generosa ayudándoles. Llevan cincuenta duros que les presté; y no es que los reclame. Perdónelos y perdóneme, si nos equivocamos, por haber amado tanto. Su sierva, Felicita Quemada».
—¡Qué tía chiflada! —exclamó la duquesa—. Ese Cupido es el gran enredador. Si yo pudiese, hacía con él lo que se hace con los gatos y con los bueyes… —Y soltó un ajo enérgico.
Llegó Novillo cuando la duquesa se hallaba en aquella disposición antitaurina y antiamorosa; llegó el criado anunciando que el coche estaba dispuesto; llegó Patón, vestido de jornada, con botas altas y capote.
—¿Qué dispone mi señora? —preguntó Novillo, inclinándose ceremoniosamente, en la mano un saquito que contenía impenetrables secretos de alquimia cosmética.
—¿Que qué dispongo? Estaba diciendo que si de mí dependiera, dispondría que no hubiese más novillos y todos fuesen bueyes; son más útiles a la agricultura. No pongas en vibración el hocico. No había reparado que te apellidas Novillo. No se trata de una alusión personal, sino de una apreciación de orden general. Tú eres un novillo inofensivo y adorable. Y ahora, en marcha a Inhiesta.
Iréis, Apolonio, como padre, y Novillo, en representación de mi autoridad. Como el don Pedrito es mozo de empuje y más fuerte que vosotros dos, y además, se hallará demasiado encalabrinado y consentido para que le separen del pesebre cuando apenas se ha acercado a él, con vosotros va Patón, que es más bruto que un mulo, y le sujetará si se desmanda. Conque derechos a Inhiesta, y me traéis aquí al fugitivo; yo le tendré a buen recaudo los pocos días que restan hasta que comience el curso en el Seminario. Y, cuidado, Apolonio; nada de amonestaciones ni reprimendas. Eso me toca a mí. Andando, antes que los fugitivos tomen el tren que pasa mañana por Inhiesta.
Partió la cuadrilla, como dispuso la duquesa. Llovía, llovía. En el pescante iban el cochero y Patón. Dentro, Novillo y Apolonio, tiesos, sin cambiar palabra, como dos fetiches llevados a extender el culto a nuevos territorios. Así transcurrió una hora; una hora prolongada, estirada, adelgazada en una hebra interminable y perezosa, como si estuviese hilada con ritmo lentísimo por las yemas de unos dedos rígidos y entumecidos: los cascabeles de las yeguas. Tras, tras, tras, sonaban los cascabeles, con lento giro, consumiendo en forma de hilo moroso la abultada y sucia madeja de las horas nocturnas, que forzosamente había que hilar y devanar.
Después de lo que Apolonio calculó como una eternidad de silencio, se atrevió a decir:
—No conozco la topografía de la provincia, porque no soy indígena. Ignoro a que distancia está Inhiesta.
Novillo sacó el reloj y encendió un mixto.
—Son las doce. Llegaremos a Inhiesta a las siete de la mañana.
—Tan lejos…, Pues es cosa que nos acomodemos para descabezar un sueño.
—Estoy inquieto, amigo Apolonio. La humedad y el frío me sientan malísimamente. He olvidado traer una manta de viaje. Pero, ¿qué le hemos de hacer? Procuremos dormir.
Novillo, a tientas, abrió el maletín; extrajo de él un tarro que había sido de aceitunas y que estaba lleno de agua clara; se sacó con disimulo la dentadura postiza y la metió en el tarro. No podía dormirse con aquellos dientes ajenos, porque le mordían, a pesar suyo, la lengua, como si el antiguo propietario viniese, a favor de las tinieblas del sueño, a vengarse del macabro usufructo. Es decir, Novillo se figuraba que, así como los pelos de su peluquín pertenecían, sin duda, a un difunto, que otro tanto acontecía con los dientes. A veces, bajo el influjo de una gran contrariedad, o acongojado por la timidez amorosa, estaba cierto, puesto que recibía la sensación, de que se le erizaban los cabellos del peluquín. ¿Qué podía ser esto, sino que el espíritu del difunto montaba en cólera contra el profanador de sus restos mortales? Pero Novillo, con ánimo decidido y corazón entero, afrontaba estas escalofriantes escaramuzas con lo sobrenatural y suprasensible, con tal de no aparecer calvo y desdentado a los ojos de Felicita.
Despojóse Novillo también del peluquín; extendió por la cara un «Ungüento pompeyano», para preservar la piel sin arrugas, y se dispuso a dormitar. Adormiláronse Apolonio y Novillo sobre el traqueteo y el cascabeleo. Despertóles un silencio, como si de un tirón les hubiesen arrancado la almohada.
—¿Qué pasa, que se ha parado el coche? —preguntaron entrambos a la vez, y tendieron el oído.
—¿Quién eres, chacho? —gritaba el cochero.
—Soy Celesto, el zagal de Cachán —respondió una voz. Este Celesto había sido oficial de Belarmino años atrás.
—¿De dónde vienes, hom?
—De Inhiesta.
—¿A quién llevaste?
—A dos amigos míos.
—¿Puede saberse quiénes son?
—No se puede saber. Conque adiós, y arrea palante.
Y oyóse un revuelo de cascabeles, que se dividían en dos bandadas, y cada cual volaba en dirección opuesta. Novillo y Apolonio recobraron la almohada de ruidos y vaivenes, y se adormecieron de nuevo. El primero en despertar fué Novillo. La luz de la mañana se desleía ya en el agua turbia de la lluvia. Novillo, antes que Apolonio despertase, retrajo a su lugar correspondiente las apócrifas excrecencias capilares y óseas. Un escalofrío se le difundió entre cuero y carne: «Malo —pensó—; he cogido un resfriado. Tanto como me afectan…». Estornudó, y al ruido del estornudo Apolonio abrió los ojos.
Llegaron a Inhiesta a las ocho de la mañana, y detuvieron el carruaje en la única posada del pueblo.
—Esos palomos estarán en lo mejor del sueño —dijo Novillo—. Se me parte el corazón, considerando que tengo que cortar un idilio en flor. Pero yo no soy la voluntad; soy el brazo que ejecuta. Hay que concluir cuanto antes y volver a Pilares sin tardanza. Yo acabo de atrapar un resfriado y no quiero que pase a mayores.
Una criada de la hospedería, acompañada de Patón, subió al cuarto de los novios. Llamó en la puerta con los nudillos.
—¿Quién va? —preguntó el seminarista.
—Señorito; alguien le espera abajo.
—Que espere; yo no bajo.
La criada insistió. Después de un rato, el seminarista, a medio vestir, salió a la puerta, a fin de despedir airadamente a la criada. Patón lo trincó, le tapó la boca, y, en vilo, lo bajó y lo metió en el coche. Novillo pagó la cuenta a la posadera; y no hubo más. Arriba esperaba Angustias. Apolonio no quería pensar en ella. Novillo, con su resfriado, no podía pensar en ella.
A las cinco de la tarde, la cuadrilla cazadora, con el cautivo, estaban de vuelta en el palacio de Somavia. Novillo fué derecho a su fonda, con un fuerte dolor de costado. La duquesa hizo encerrar al seminarista, diciéndole previamente con cierto dejo irónico:
—Aquí te estarás a buen recaudo, hasta que comience el curso. Medita, hijo, medita, en quietud y a la sombra, la burrada que ibas a cometer, dejando el servicio de Dios y su pingüe soldada, por el servicio de una criatura mortal, hija de un zapatero remendón, que ni tú ni ella tenéis para llevaros un mendrugo a la boca.
Don Pedrito, deshecho en amargura, se atrevió a murmurar:
—Pero en el Seminario no querrán admitirme.
«Vaya con el monigote —pensó la duquesa—. Eso no se me había ocurrido a mí. ¿Que no te admitirán? Te admitirán, o yo no soy Beatriz Valdedulla». Avisó que no desenganchasen el coche, y se hizo conducir al palacio episcopal. Al llegar la duquesa a la portalada, salía el Padre Alesón. «Esos mastuerzos se me han adelantado».
Se le habían, en efecto, adelantado los Padres dominicos, a cuya Orden pertenecía el obispo.
—Pero a mí no se me encoge el ombligo —murmuró en voz audible la duquesa, según subía las escaleras, par a par de un familiar de Su Ilustrísima, clérigo bisoño y doliente, el cual, oyendo esta expresión extraña y para él inexplicable, fué víctima de un ataque de turbación tan intenso, que tropezó en un peldaño y a poco cae de bruces.
«¿Qué habrá pasado aquí? ¿De qué talante encontraré a ese Facundo, tan estrecho, el infeliz, de mollera?».
Angustias, al huir, no atreviéndose a dejar cuenta de sí a Xuantipa, por temor, ni a Belarmino, por amor, había usado de subterfugio y largo rodeo, adoctrinada por Felicita. El día de la fuga, Angustias dijo a Belarmino y Xuantipa que cenaría con la solterona y se quedaría en su casa a dormir, como otras noches. A la mañana siguiente, el Padre Alesón, sin saber cómo ni de dónde, recibía un anónimo, escrito en caracteres que simulaban letra de imprenta. El anónimo era creación literaria de Felicita; pintaba, con recargada sensiblería, los amores desgraciados de don Pedrito y Angustias, hasta el instante en que la pasión avasalladora les arrebataba en un torbellino y les impelía al rapto; refería que unos perseguidores desalmados iban a los alcances de los amantes evadidos, con propósito de destruir su felicidad; esbozaba, con trazos al carbón, el cuadro venidero de una doncella sin honor, de todos despreciada, y de un sacerdote indigno, caso que no se les permitiese casarse; y, por epílogo, suplicaba de los Padre dominicos y de los marqueses de San Madrigal que intercediesen con el obispo, con el cual tenían notorio metimiento, para que obligase al descarriado seminarista a cumplir como hombre cabal con la chica. Un sacudimiento vertiginoso y profundo, a modo de terremoto, recorrió la vasta humanidad del Padre Alesón. Angustias era algo de la casa; vivía a la sombra de la robusta Orden dominicana, como las rosas a la sombra de los cipreses, en los claustros conventuales. Las órdenes religiosas conservan la clausura, ese fuero interno de paz egoísta, muro defensivo, inexpugnable fortaleza; gozaron un tiempo el sagrado derecho de asilo, que era como el foso exterior de la clausura, universalmente respetado, y no se resignan a reconocer que lo han perdido, que ya no son inviolables cuantos se acogen a su protección y amparo. Para el Padre Alesón no tanto había sido raptada Angustias cuanto la Orden de Santo Domingo; y, más señaladamente, los miembros de la residencia pilarense habían sido violados y escarnecidos. Se imponía la justa sanción, la reparación adecuada, que no podía ser otra sino que don Pedrito perdiera la carrera y se casase con Angustias. El voluminoso dominico, con el anónimo de manifiesto, fué a ver a don Restituto y doña Basilisa, que, en su sentir, también habían padecido una pequeña violación. Los señores de Neira habían hecho poderosas dádivas a la diócesis, y el obispo les estaba obligado. De común acuerdo, el matrimonio y el fraile determinaron pedir al obispo, con humildad, pero con energía, que obligase al seminarista a cumplir la ley de Dios y la ley de los hombres. Hasta la hora de comer, Belarmino y Xuantipa no supieron nada de la fuga. Xuantipa, que se había convertido en una beata rabiosa, venía de pasar tres horas en la iglesia de San Tirso. El Padre Alesón les contó el suceso y les infundió esperanza en el desenlace feliz. Belarmino se llevó las manos al corazón, dobló la cabeza y sollozó. Xuantipa, con alegría diabólica en el semblante, dió libertad a la hiel que tenía almacenada:
—La hija del pecado vuelve al pecado, que es su elemento. A mí tanto se me da que se case como que no se case. Es más: digo que Dios no querrá que se case.
—Calla, lengua de escorpión —dijo, irritado, el fraile—. ¿De qué te aprovecha la frecuentación del templo?
—Aprovéchame —respondió Xuantipa, descarada— para conocer la justicia de Dios.
—Aviados estaríamos —replicó el fraile— si los fallos divinos se ajustasen a tu jurisprudencia.
Esto de la jurisprudencia fué como una losa de plomo que cayese sobre la lengua de Xuantipa.
Por la tarde, el Padre Alesón visitó a Su Ilustrísima. El obispo se mostró en todo conforme con el dictamen de su hermano en religión. El fraile salió radiante. Cuando él salía, la duquesa entraba.
—¿A qué debo el honor de ver a mi señora la duquesa por esta humilde casa? —dijo el obispo, con galantería, haciendo un paso de pavana, que le sentaba muy mal.
—Por lo pronto, que se retire este joven cacoquimio, que no quiero testigos de vista —dijo, nerviosa, la duquesa, señalando al tímido y doliente familiar.
—Manolín, auséntate. Y ahora, ¿a qué debo en esta humilde casa…?
—Déjate de resabios de fraile y lugares comunes. ¿Qué hablas ahí de humilde casa, si es una de las mejores de la ciudad?
—Bien, pero la humildad la habita.
—Eso lo veremos bien pronto.
—¿A qué debo la honra…?
—¿Y tú lo preguntas? ¿No lo adivinas? Pues debieras saberlo, puesto que acaba de salir de aquí ese cachalote…
—No sea usted cruel, señora; el pobre Manolín un cachalote…
—No te hagas más tonto de lo que eres; me refiero al Padre Alesón.
—¡Ah!
—¡Ah! Te has quedado boquiabierto. Pues yo vengo a lo mismo que el fraile. ¿Qué habéis hablado?
—Señora, no olvido mi pasado, mi niñez. En lo que yo pueda servirla, como hombre, la serviré. Como pastor, como prelado, cumpliré con mi deber, con entera independencia. Si usted me pregunta cosas de mi vida, le responderé; si cosas de mi ministerio, me veré obligado a desairarla, y la culpa no es mía.
—Pide el báculo y dame cuatro palos; ya no te falta más que eso. Pastor naciste y pastor eres, ¿gracias a quién?
—Al duque, su esposo; no lo niego.
—Como pastor te conduces, y todos, al parecer, para ti somos borregos. ¿No quieres decirme lo que has hablado con el fraile? Te lo diré yo, que a mí no me duelen prendas, Facundo. Habéis hablado de don Pedrito y Angustias. Queréis casarlos. ¡Qué monstruosidad, qué aberración, qué…! —y soltó un ajo mondo, lirondo y sonoro—. Lo que no podrás negarte es a darme razones.
—Mi señora duquesa: las razones son clarísimas. De una parte, ese mancebo ya no está en condiciones de ser un buen sacerdote. De otra parte, una muchacha honesta ha sido seducida, deshonrada, ha perdido su virginidad, y el que se la arrebató debe devolverle la honra.
—Voy a contestarte por lo último, que es lo que me hace más gracia. ¡Qué risa! Hablas de la virginidad como los niños hablan de las hadas o como las personas mayores hablan de tesoros escondidos. Tú que eres un sabio naturalista, ¿qué me dices de la virginidad de los insectos? ¿Qué me dices de la virginidad del draco furibundus? ¿No se llama así?
—No se trata de insectos, sino de cristianos.
—¡Ay, Facundo! Tú, como vives en las Batuecas, no te has enterado de que el mismo valor tiene la virginidad entre cristianos que entre insectos.
—¡Ave María Purísima! No desvaríe, señora.
—Afirmas que a esa muchacha le ha sido arrebatada la virginidad. ¿Lo jurarías? ¿La has examinado tú, antes del rapto? ¿Has presenciado el despojo?
—Calle, calle, señora; se lo ruego.
—Qué he de callar…, Me gustan las cosas claras. ¿Es que la verdad te asusta?
La duquesa aguardó. El obispo no supo qué contestar. Comenzaba la dama a dominar al prelado. La táctica era la de siempre; aturdirlo, aturullarlo. Fray Facundo miraba a la señora, con pupilas recelosas y enconadas, resuelto a no entregarse.
—¿Quién ha empleado primero esa palabra? ¿Has sido tú o he sido yo? Tú has dicho que a esa chica le había sido arrebatada la virginidad. Y lo has dicho con tanto aplomo y firmeza como si hablases de un timador a quien hubieses visto robando la cartera a un transeunte. ¿Y si resultase que no hay tal timador ni tal robo, sino dos amigos, y que uno, del todo libre y con la mejor voluntad, le da la cartera al otro? ¿No se te ha ocurrido esto?
—Se me ha ocurrido, señora, lo que se le habrá ocurrido a toda persona pura y religiosa: que se han ido solos un hombre y una mujer, y que, en consecuencia, el hombre ha deshonrado a la mujer.
—Los que la deshonráis sois vosotros, las personas puras y religiosas. De manera que vuestra pureza se acredita mediante la facilidad con que inventáis actos impuros; vuestra religiosidad se cifra en la aptitud maliciosa para imaginar el pecado. ¡Qué grosero materialismo! ¡Qué cabeza tan atormentadas y lúbricas debéis de tener las personas puras y religiosas! Parecerá uno de esos reservados que hay en las barracas de feria, con figuras de cera, para hombres solos. De manera que en vuestra cabeza no tiene cabida la idea de que un hombre y una mujer viajen juntos muy limpiamente y muy decorosamente. Ya me libraré de que me acompañes tú en un viaje. ¡Qué horror!… Te estoy viendo como un sátiro…
—Señora duquesa… —suplicó el prelado, casi con lágrimas en los ojos.
—No te atortoles, Facundo. He ido demasiado lejos; pero era en chanza. Ya sé que se te puede dejar impunemente en el serrallo del Gran Turco o en el coro de las once mil vírgenes. Vamos al grano. Quiero concederte que esa chica ha sufrido cierta modificación, y que después del viaje no es la misma que antes del viaje. Pero, ¡hombre de Dios!… Esa es una modificación insignificante. Si le hubieran cortado el pelo se le notaría más. Y luego, y es por lo que no paso, a esa ligera modificación la llamas deshonra ¡Qué exageración y qué absurdo! Mis antepasados poseían el derecho de pernada, y aquellas doncellas sobre las cuales ejercían el derecho lo tenían a mucha honra. Y tus antepasados, quiero decir los obispos de entonces, sancionaban aquel derecho, sin escandalizarse ni hacer melindres.
Fray Facundo se tapó los oídos y exclamó en un arranque de coraje:
—Con todo respeto, señora duquesa…, Yo no puedo oír tales cosas…
Aguardó la señora a que el obispo descubriese las orejas, y dijo:
—No me vengas, Facundo, con escrúpulos de monja. Si no quieres oírme, rebáteme con razones sensatas, y yo me callaré. De lo contrario, tendré que pensar que eres un estúpido o que estás obcecado.
—Señora: reconozco que usted es mucho más lista que yo y que pone las cosas de manera que no acierto a responder; pero, como la respeto y la estimo, estoy seguro que usted, en su conciencia, reconoce que yo tengo razón y que usted defiende, con mucha habilidad, una mala causa.
—¡Adiós con la colorada! Zahorí me saliste, Facundo. Chico, no he venido a que me echases las cartas y me adivinases el pensamiento. He venido, óyelo bien, a impedir ese matrimonio. Por todos los medios; por las malas, si no lo logro por las buenas.
—¿Por las malas, señora? ¿Qué puede temer un siervo de Dios?
—Si tú fueras solamente un siervo de Dios, quizás no tendrías nada que temer. Pero eres también siervo de tu vanidad y de tu ambición, y por lo tanto, eres siervo de los demás, sobre todo de mi marido y mío.
La duquesa esperaba ver inquietarse a fray Facundo; por el contrario, el obispo respondió con calma:
—Es verdad; siervo, esclavo, en tanto no se me ordene algo contra mi conciencia.
—Quieres que tu sobrino salga diputado. Eso no va contra tu conciencia. Pues no saldrá. Y agárrate bien la mitra, que corre peligro de caérsete, o, si te parece mejor, te enviaremos a que la escondas en la República de Andorra, o en una diócesis in partibus, en donde estarás como Quevedo, o como el alma de Garibay.
La duquesa llevaba la de perder, habiendo perdido ya la serenidad.
—No concibo que la señora duquesa sea capaz de tomar esa venganza mezquina, máxime cuando al negarme ahora a complacerla, estoy evitando que la señora duquesa se haga responsable de una acción indigna.
—Chico, te desconozco. Me has atacado ahora por el punto vulnerable. Tienes razón. Yo sería incapaz de tomar una venganza mezquina; mezquina por lo que a mí respecta, que, en lo que te atañe, tú no la considerarlas mezquina. También creo que siempre que está en tu mano te tomas la venganza. Yo no. En eso nos diferenciamos los nobles de los que no lo son. Pero no tienes razón en calificar de acción indigna el impedir ese matrimonio. Lo he pensado bien. Es lo más conveniente, para él y para ella, que el matrimonio no se realice. Es lo más conveniente en todos los sentidos, incluso el religioso. Dijiste al principio que el muchacho ya no está en condiciones de ser un buen sacerdote. En eso estás equivocado. Ahora sí que está en condiciones; ahora, que ha gustado el dulzor y el dolor de la vida. Dios prefiere a los pecadores arrepentidos. Recuerda a San Pablo, a San Agustín. ¿Quién te dice que, cooperando a ese matrimonio disparatado, no destruyes en germen un futuro padre de la Iglesia? Y ahora se me viene a las mientes una gran idea. ¿No podríamos meter a la chica en un convento? ¡Qué solución tan santa daríamos al conflicto!… En tu mano está, Facundo, un gran beneficio o un gran daño. Decide.
—Qué gusto me da, señora duquesa, oírle razones que yo entiendo. Me hace usted vacilar…
El prelado permaneció pensativo. La duquesa dijo entre sí: «Esta pieza está cobrada. Cuidado que me dió guerra. La amenaza fué el balín que le hirió en mitad de la pechuga». El prelado meditaba, bajos los ojos, dando vueltas con una mano a la cruz de topacios que pendía sobre su morado pecho. Cuando alzó los ojos, pronunció estas palabras:
—Ese matrimonio tiene que consumarse. Si no es conveniente, Dios lo impedirá.
—¿Es tu última palabra, Facundo?
—Es mi última palabra.
—Buen chasco me has dado…, Salgo volada.
—Ya se presentarán ocasiones sobradas de complacerla.
—¡Quia! Beatriz Valdedulla no te volverá a pedir un favor. No te incomodes en salir a despedirme.
En medio de su contrariedad, la duquesa experimentaba una sensación aplaciente y alegre. «Esta visita —iba pensando al bajar las escaleras del palacio episcopal— me ha servido para apreciar mejor a Facundo. Es un hombre de voluntad y obra conforme a su conciencia. Lástima que tenga tan poca sal en la mollera. Antes, le compadecía; ahora, casi le admiro». De todas suertes, la duquesa estaba resuelta a no consentir el matrimonio, convencida de que resultaría desdichadísimo. Entretanto, mantuvo prisionero a don Pedrito, y dió tiempo al tiempo.
Angustias, al verse sola y desamparada en Inhiesta, escribió a su padre: «No te dejé porque no te quisiese, padre. Escapamos sólo para estar seguros de casarnos, padre. Queríamos que usted viniese luego a vivir con nosotros, padre. Pedro le quiere a usted tanto como yo le quiero, padre. Padre, me lo robaron. No sé lo que me pasa, padre. Quiero volver con usted, padre». Esta carta se cruzó con otra que Xuantipa había escrito a Angustias de sobremesa, fresca aún la noticia de la fuga y en el primer impulso de la iracundia:
«No vengas a manchar esta santa casa. Esconde tu vergüenza en donde nadie te encuentre ni te conozca ni nos conozca». Cuando Belarmino recibió la carta de Angustias, rompió a llorar y a reír. Besaba el papel con ahinco, y sollozaba: «Hija de mis entrañas, hija de mis entrañas», como las madres. Subió a ver al Padre Alesón, a preguntarle si vendría Angustias.
—¿Pues no ha de venir? Viene a casarse. Mañana mismo, a primera hora de la mañana, iremos a buscarla yo y otro Padre de la comunidad.
—Vendrá, vendrá —sollozaba Belarmino sin dejar de sonreír y con los ojos mojados.
Al llegar los frailes a Inhiesta, Angustias había desaparecido. La dueña de la hospedería les entregó un papel que la niña había olvidado en la habitación. Era la carta de Xuantipa.
—Si esa mujer está aquí —dijo el Padre Alesón después de leer la carta—, le juro a usted, Padre Cosmén, que la estrangulo entre mis manos; tanta es la cólera a que me mueve su infame proceder. ¡Pobre niña, pobre criatura; perdida ya para siempre! Y esto mata a Belarmino, a nuestro loco inofensivo y seráfico. Tendremos que inventar un engaño caritativo. Dios no nos lo tomará en cuenta, en gracia a la buena intención. —Y en el rostro de aquella mole ingente, que era el Padre Alesón, se difundía una ternura húmeda, lacrimosa, así como el sol derrite la nieve en la cima de las altas montañas.
El engaño caritativo del Padre Alesón fué decirle a Belarmino que Angustias, por el bien parecer, se alojaba en un convento, hasta el día del desposorio, y que, por lo pronto, para evitar situaciones difíciles, lo más prudente era que no se viesen padre e hija.
El Padre Alesón llamó a Xuantipa a solas, la hizo sentarse, e inclinándose sobre ella, para amedrentarla por la masa y como si fuese a anonadarla, le dijo:
—Mujer infernal, está usted condenada sin remisión. No le ha bastado a usted martirizar sin piedad a su marido. Ahora ha precipitado usted en el abismo a una criatura inocente. ¡Gócese usted en su alegría satánica! Está usted condenada sin remisión.
Al Padre Alesón, para ser todo lo imponente que él pretendía, le faltaba la voz tonante. Pero como la Xuantipa tenía tanto miedo al infierno, oía la voz de flautín del fraile como si fuese una trompeta del juicio final.
—Señor, perdón… —balbucía, temblorosa.
—Cállese usted, boca sulfúrea. Para que su gran delito le sea perdonado, tendrá usted que hacer firmísimo propósito de enmienda y prometerme que nunca, nunca, con ningún motivo, dirá usted a Belarmino una palabra desabrida ni le mentará la hija, más que hija, aunque no lo sea de la carne que usted le ha hecho perder.
Xuantipa salió, en efecto, anonadada, con el espanto metido en el cuerpo para lo que le restaba de vida.
Y llovía sin cesar en la vieja ciudad de granito, y había pesadumbre, lágrimas y duelo hasta en las almas empedernidas. Conque ¿qué sería en las almas tiernas y sensibles?
Felicita llevaba ya tres días sin ver a su adorado Novillo; los tres únicos días seguidos de ausencia en muchos años. Por mucho que lloviese, Novillo no dejaba de venir a la Rúa Ruera, bien provisto de chanclos de goma, polainas de cuero, un impermeable con capucha y, además, un paraguas abierto. Se guarecía en un portal, y allí montaba la centinela a la soberana de su corazón. ¿Qué habría sucedido ahora? Felicita, arropada en una toquilla de estambre y con zapatillas de orillo, se pasaba horas y horas, del día y de la noche, inmóvil, reseca, ósea, color de cera, en el mirador de cristales; parecía una momia en la vitrina de un museo, entre flores ajadas, como de trapo, y pajarillos inmóviles por el frío, como disecados. De vez en vez, transitaba una mujeruca, con el refajo de bayeta amarillo limón levantado, a modo de mantellina, sobre la cabeza, calzada con almadreñas, que levantaba en las losas un eco funerario, como si caminase sobre tumbas vacías. ¿Qué le sucedería a Anselmo? ¿Estaría enojado? ¿Sería contrario al matrimonio de don Pedrito y Angustias? ¿Habría averiguado que el anónimo al Padre Alesón era obra de Felicita? ¡Dios mío, Dios mío, qué incertidumbre congojosal! Felicita lloraba silenciosamente, deseando la muerte. No dormía; no comía.
—Coma algo, siquiera un huevo pasado por agua —le decía Telva, la sirvienta—. Mire que ya está demasiado flaca, y si no come, los huesos le agujerearán la piel.
—Ojalá me la agujereen como criba y el alma se me salga como trigo pasado. ¿Para qué quiero el alma en el cuerpo? ¿Para qué me ha servido? ¿Quién ha querido comprarla, como buena simiente?
Estas retóricas desoladoras dejaban a Telva perfectamente fría. Decía para sí: «La señorita está más loca que un vencejo».
Al cuarto día de ausencia, Felicita no pudo resistir más, y envió a Telva a la fonda del Comercio, a que averiguase discretamente qué era de don Anselmo Novillo. Al volver, soltó de sopetón y sin preámbulos lo que sabía.
—Pues don Anselmo está muy malito con pulmonía.
Felicita cayó con un soponcio. Al recobrar el sentido, aunque casi sin fuerzas para sostenerse, pidió el abrigo, la mantilla, las botas…
—¿Qué va usté a hacer, señorita?
—Volar a su lado.
—Repare que es un hombre soltero y usté una mujer soltera, y lenguas ociosas murmuran si ustedes tienen o no tienen.
—Es mi prometido. No reparo en el qué dirán. El corazón tiene sus fueros, por encima de todos los respetos humanos. No puedo dejar al hombre a quien amo morirse solo y abandonado en la triste habitación de una fonda.
—Si es por eso, no se moleste. Don Anselmo está bien atendido. Tiene una sierva de Jesús, y la señora duquesa y el señor Apolonio no se separan de su lado. Además, no se trata de morirse, por lo que yo pude entender. Siéntese, sosiegue, tome algo; una taza de tila.
Felicita se tendió, desmadejada, sobre un sofá; los ojos, dilatadísimos, clavados en el cielo raso.
—Telva.
—Señorita.
—Anda a ver cómo sigue.
—Señorita, si acabo de venir de allí…
—Obedece. Vete a ver cómo sigue. Pregunta todos los detalles.
Telva se fué, refunfuñando.
—¿Qué ruido es ése? —murmuró Felicita, incorporándose estremecida—. Parece que clavan un ataúd. Parece que cavan una fosa.
Pero eran unas almadreñas, en la calle. Felicita se tendió nuevamente en el sofá.
—¿Qué ruido es ése? —murmuró Felicita poniéndose en pie, transida de terror—. Parece que moscardonea un enjambre de espíritus. Parece que se oyen voces del otro mundo.
Pero era el viento en las rendijas. Felicita volvió a acostarse en el sofá.
—¿Qué ruido es ése? —murmuró Felicita, cayendo de rodillas, desvariada—. Se oye murmurio de preces. Se oye chisporrotear de cirios. Rezan la recomendación de un alma. Anselmo ha muerto. Anselmo ha muerto.
Pero era el ruido de la lluvia en los cristales.
Al entrar Telva, Felicita oraba, de rodillas.
—Don Anselmo sigue un poquito mejor.
Felicita palpaba a la sirvienta:
—¿Sueño? ¿Eres tú? ¿Soy yo de carne? ¿No somos fantasmas?
Telva respondía mentalmente: «¿Tú de carne? Puro hueso, y ya muy duro. ¿Pantasmas? No estás mala pantasmona…».
Felicita proseguía:
—¿Has hablado? ¿Me figuré oír una voz? ¿Qué me has dicho?
—Que don Anselmo sigue un poquito mejor.
—Trae aceite, todo el aceite que haya en la cocina…
—Al fin se decide usted a comer algo.
—Trae una gran fuente. Trae la caja de lamparillas. Trae las velas que haya en casa.
Encima de la cómoda había una imagen de la Virgen de Covadonga. Felicita encendió una gran iluminación delante de la imagen. De rodillas, rogaba:
—¡Señora, sálvalo! Tú fuiste virgen sin mancha, pero te casaste. ¡Sálvalo, Señora! ¡Señora, tú estuviste casada y tuviste un hijo! ¡Sálvamelo, Señora, para que nos casemos, aunque yo continúe virgen y no tenga ningún hijo!
Felicita sintió que el pecho se le llenaba de confianza. Volvió al sofá. Inclinó la cabeza, pensando: «La Señora me lo salvará, y nos casaremos. Es una bobada que continuemos así». Pausa mental. «He ido demasiado lejos al decir ala Virgen que no me importa no tener hijos. Me gustaría mucho tener hijos. La verdad es que, lo que se dice prometer, no le he prometido a la Virgen no tener hijos. La Señora me habrá entendido».
—Telva, vete a ver cómo sigue don Anselmo.
—Señorita, si acabo de venir de allí…
—Obedece. Vete a ver cómo sigue.
Telva partía ya, refunfuñando.
—Telva, no te vayas, no me dejes sola. Tengo miedo.
Después de una pausa:
—Vete, sí, Telva; vete. Sacaré fuerzas de flaqueza…, No te vayas. Tengo miedo, tengo miedo…
—Bueno, ¿qué hago? Como no me parta en dos.
Felicita se echó a llorar.
—Yo qué sé, yo qué sé. Párteme en dos a mí; deja una parte muerta aquí, y lleva la parte viva contigo. Llévame en brazos, escondida, como una criatura…
—Señorita, está usté perdiendo la chaveta. Vaya, tranquilícese. Llore, que el llanto le hará bien.
Era ya de noche. Felicita, llorando, cada vez con desconsuelo más dulce, resignado e inconsciente, se adormeció como un niño. Estaba tumbada en el sofá. Telva no quiso disturbarle el sueño, y la dejó a solas, rezongando: «Cuando despierte, ya se meterá en la cama. ¡Jesús con el señorío, y qué afición a los pantalones!…».
Felicita despertó de madrugada. Por el balcón se efundía una claridad lívida e inanimada, como aurora de ultratumba. Las velas sobre la cómoda se habían consumido. Las pocas lamparillas que todavía alumbraban se extinguían con un estremecimiento incorpóreo, al modo de leve recuerdo dorado.
Felicita sintió que una mano invisible le apretaba el corazón. No podía respirar. Cantó un gallo. Una voz de timbre increíble resonó en la cabeza de Felicita: «Es la hora en que Lucifer cae al averno y las almas de los justos vuelan a Dios».
Felicita lanzó grandes alaridos. Acudió Telva, a medio vestir.
—De prisa, de prisa, acompáñame.
La sirvienta dudó si sujetar por la fuerza a su ama; pero era tal el brillo que fosforecía en los ojos de Felicita, que Telva obedeció.
Salieron a la calle. Llovía reciamente. Iban resguardadas bajo un enorme paraguas aldeano, de color violeta.
—Pero, ¿adonde vamos a estas horas? Es pronto aún para misa de alba.
Felicita no la oyó. Telva insistía. Felicita dijo, como hablando para sí:
—Anselmo está agonizando.
Llegaron a la fonda del Comercio. Estaba abierta y había un camarero de guardia.
—Don Anselmo se muere —dijo Felicita.
—Sí, señora, espicha sin remedio —respondió el camarero.
—Voy a su habitación. Enséñeme el camino —ordenó Felicita.
—Es el caso que no se consiente que entre nadie. No está el horno para bollos.
—Yo entro porque tengo títulos para entrar. No hay quien tenga más derecho que yo. Enséñeme el camino. O no me lo enseñe. No necesito guía. Iré derecha a su lado.
—Aguarde, señora. Voy con usté, para avisar y anunciarla. ¿Quién digo que es usté?
—Felicita, nada más que Felicita.
Novillo se hallaba en las últimas. De una parte, a la cabecera de la cama, permanecían, en pie, Apolonio y Chapaprieta, el capellán de la casa de Somavia, en la mano, y con un dedo entre los folios, el libro donde había leído la recomendación del alma. De la otra parte, una monja le enjugaba el sudor que resbalaba a hilos de la frente y de la calva. El peluquín se veía suspendido en un boliche de la cama. La dentadura postiza estaba sumergida en un vaso de agua, sobre la mesilla de noche. Sin dentadura ni peluquín, la piel flácida, verdosa, negruzca, color de corambre, los ojos soterrados, barba y bigote blancos, Novillo no conservaba traza de su pretérita fisonomía. Lo único que le quedaba del añejo esplendor era el abultado abdomen, enarcándose bajo las sábanas. Aquel hermoso corazón, tan trabajado por el amor contenido, no quería seguir rigiendo. Novillo se asfixiaba. Un practicante, junto a la monja, le daba a respirar de un balón de oxígeno; y en verdad, no se sabía si el balón estaba inflando a Novillo o si Novillo estaba inflando al balón. Novillo no había perdido la conciencia. De tiempo en tiempo levantaba los brazos y los dejaba caer pesadamente. Otras veces entreabría con esfuerzo los carnosos párpados, y enviaba de sus ojos, profundos y tristes, miradas de agradecimiento a los que le rodeaban.
Cuando el camarero repicó a la puerta, la duquesa buscaba una medicina entre los frascos del tocador. Había tomado en la mano un pomo que decía: «La onda del Leteo. Tinte indeleble para el cabello», y pensaba: «Voy a probar yo este tinte. Probablemente se lo ha enviado el carcamal de mi marido». Al oír el repique en la puerta, hizo un ademán a los otros para que no se movieran, y salió ella a abrir.
—¿Quién es?
—Felicita —respondió el camarero.
La voz con el nombre llegó a oídos de Novillo. Le acometió un temblor intenso. Con movimientos torpes e inútiles tendía las manos hacia el peluquín y la dentadura postiza. La duquesa, que había cerrado de golpe la puerta, observaba a Novillo.
—Que no me vea así… —tartamudeó Novillo, con soplo delgado y apenas perceptible.
Entonces, la duquesa salió, cogió por un brazo a Felicita, la arrastró lejos, hasta una habitación vacía, le hizo sentar de golpe, y dijo:
—Usted se está quieta aquí.
—Mi puesto es a su cabecera, para recoger su postrer suspiro. Que nos casen in articulo mortis. Se muere.
—Por desgracia, así es. Y si usted le quiere, lo menos que puede hacer es dejarle morirse en paz.
—No morirá en paz si no me tiene a su lado.
—Se engaña usted. Anselmo no quiere que usted le vea en este trance.
—¡Falso! ¡Calumnia! ¿Lo ha dicho él?
—Él lo ha dicho.
—Imposible, imposible… —gritó Felicita con frenesí—. Articulo mortis. Articulo mortis.
—Señora, no levante usted escándalos, que están durmiendo los huéspedes; ni me haga perder más tiempo. Ya le explicaré más tarde.
Y salió la duquesa, dejando encerrada a Felicita.
Novillo murió una hora después. Antes de morirse, llamó por señas a la duquesa, y ya con lengua moribunda, dijo:
—Felicita… perdón… no casarme… amado, amo… muero… amo… ella.
Cerraron los párpados a Novillo, le sujetaron la mandíbula con un pañuelo, le entretejieron los dedos de las manos, y todos de rodillas, condolidos, tocados de lástima y simpatía, rezaron brevemente. La duquesa, con acento profundo y unción de responso, pronunció lentas palabras, como si meditase en alta voz:
—El duque no volverá a encontrar un servidor político tan humilde y, al propio tiempo, tan osado. Parece mentira que este hombre temible en las elecciones, que a todos sacaba ventaja en maquinar un chanchullo y sacarlo adelante por redaños, fuese, en el fondo, la criatura más simple, candorosa, sentimental y asustadiza. ¡Cosas de la vida… —y, después de una pausa, añadió —y de la muerte! ¡Descansa en paz, Novillo bueno; Novillo fiel; Novillo amante!
La duquesa fué a comunicar la triste nueva a Felicita. En ausencia de la duquesa, una idea singularmente brillante y afilada se había hecho presente, con viva luz y penetrante dolor, en el alma de Felicita. «Anselmo ha atrapado la pulmonía, o mejor dicho, la pulmonía ha atrapado a Anselmo…», y aquí la imaginación de Felicita se figuraba materialmente la pulmonía como un vampiro o ave nocturna que volaba en la tiniebla, entre lluvia y viento. Proseguía pensando: «La pulmonía ha atrapado a Anselmo cuando iba a Inhiesta en persecución de don Pedrito y Angustias. Si éstos no se escapan, la pulmonía no sorprende a Anselmo. Yo les preparé la escapatoria. Luego yo soy la culpable de la muerte de Anselmo. Yo soy la asesina; yo le he matado a traición. Yo misma…, Debo presentarme al juez. Yo le he matado; sí, le he matado…».
Acercóse la duquesa y, antes de que abriese la boca, Felicita se le adelantó:
—Ya sé lo que me va a decir, señora duquesa. Lo sé y no quiero oír de fuera la acusación. Estoy convicta y confesa. Llévenme a la cárcel, denme vil garrote. Yo le he matado…
—No delire, pobre mujer. Revístase de fortaleza para escucharme. Le traigo un manjar amarguísimo; pero con un granito de dulzura y de consuelo.
—No hay consuelo para mí. Yo le he matado y él me acusó del crimen; por eso no quiso recibirme antes de morir.
—Si Anselmo no quiso recibirla, fué por amor a usted, porque deseaba que usted guardase de él un recuerdo grato y atractivo, y no la imagen deplorable y triste a que la enfermedad le había reducido. Esta fué la razón. Antes de morir me confió para usted un mensaje: que le perdonase por no haberse casado, que la había querido siempre y que moría en el amor a usted. Estas fueron sus últimas palabras.
Unos instantes de estupor. Felicita quedó como congelada, yerta. Perdió voluntad y continencia. La carne, tan flaca y reseca, se le agrietó, y, por las hendeduras, se derramó en clamorosos raudales lo más secreto del alma, lo que rara vez se escapa del misterio de la conciencia: el tuétano del espíritu, que tiene miedo a la luz y a las palabras.
—Me apetecía, y yo le apetecía… —gritó Felicita, desbaratando el peinado y dando suelta al cabello, caudaloso y negro, lo único joven y hermoso que poseía—. ¿Por qué no habló? ¿Qué hablar? Un gesto, un solo gesto, un movimiento de ojos, el ademán de un dedo, la seña más leve, y yo me hubiera arrojado en sus brazos, me hubiera entregado a él, me hubiera abrasado y anonadado de amor, me hubiera deshecho en besos apasionados…
—Felicita, repare usted que, en las habitaciones vecinas, hay huéspedes y le están oyendo a usted.
—Lo proclamo a la faz del mundo. Que me oigan los cielos y la tierra; Dios y Satanás. Enviaré un comunicado a los periódicos. Todo, todo, todo; la vida, la fortuna escasa que tengo de mis padres, el bienestar, la honra, todo lo hubiera dado por un segundo, nada más que un segundo, de amor. ¿Para qué quiero la vida? ¿Para qué la fortuna? ¿Qué bienestar es el mío? ¿De qué me sirvieron la honra y la doncellez?
La duquesa meditó: «Felicita piensa de modo distinto que el obispo acerca de la doncellez. Me gustaría que el pobre Facundo la oyese».
—Repórtese, Felicita —amonestó la duquesa—. Tiene usted razón; pero nada se enmienda con lamentaciones tardías.
Felicita cayó en una especie de alelamiento, que duró poco.
—Quiero ver a Anselmo —dijo, poniéndose en pie.
—No apruebo el capricho —comentó la duquesa—. Recibirá usted una impresión demasiado desagradable.
Obstinóse Felicita, y la duquesa cedió. De camino, Felicita iba diciendo:
—El suelo huye bajo mis plantas. Las paredes ondulan. El mundo se descuartiza y los trozos van rodando por el aire.
Estos raros fenómenos o alucinaciones en que Felicita se veía envuelta, a causa, tal vez, de la debilidad, se exageraron cuando entró, en el cuarto mortuorio. Parecióle que la descomposición y descuartizamiento de que era víctima el mundo se verificaban con mayor saña y absurdidad, como obedeciendo a un designio diabólico, en el cadáver de Anselmo Novillo. El cabello se le había despegado del cuero y se balanceaba sobre un boliche de la cama. Los dientes, parejos y pulquérrimos, habían saltado, con encías y todo, desde la boca hasta un vaso de agua. El vientre, enorme y pavoroso, ascendía, a punto ya de romper las amarras que le unían al resto del cuerpo.
Felicita dejó escapar un ¡ay! desgarrado, y se cubrió los ojos. Como el duque de Gandía ante el cadáver de la emperatriz, Felicita decidió allí mismo no volver a enamorarse de imágenes mudables, perecederas, y consagrar a Dios su doncellez.
El alma humana es grande porque, como todo lo grande, se compone de pequeñeces sin número. Por eso, en las crisis de dolor, en que el alma gira necesariamente sobre sí misma, sucede acaso que el eje de rotación es una pequeñez ridícula. Felicita, a los pocos días de su doncellil viudez, fué a visitar al Padre Alesón, a fin de instruirse en lo atañedero a la regla monástica de las diversas órdenes religiosas femeninas, y también de una ridícula pequeñez, que era para ella extremo de suma importancia: los hábitos que visten cada cual. Felicita sabía que algunos hábitos eran preciosos, y aun elegantísimos, si es lícita esta expresión profana. De estos dos puntos, la regla y el hábito, dependía la elección de Felicita.
Al entrar en casa de los Neira, extrañó no ver a Belarmino en su cuchitril.
¿Dónde estaba Belarmino?
El Padre Alesón había dicho a Belarmino que Angustias viviría, hasta el día de la boda, en el convento de las Carmelitas, en las afueras de Pilares. Belarmino solicitó permiso para ir por las tardes a pasear en torno al convento.
—Siempre que usted me prometa no intentar ver a su hija, yo le concedo permiso.
Belarmino prometió y cumplió. Los primeros días llovía irremisiblemente. Belarmino llegaba chapoteando en las charcas, cubierto de lodo, se guarecía en el porche del convento, y allí, encuclillado, como filósofo, dejaba pasar las horas. Oíase el trémolo de un harmonium. El sonido descendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él, a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra. Oía los cantos monjiles. Belarmino se aplacía en el canto religioso: ne impedias musicam, dice la Escritura. «Quizás Angustias canta también; le habrán enseñado» —pensaba Belarmino. Y hacía esfuerzos por desenredar la voz azul de Angustias de entre la madeja polícroma del coro. No, no cantaba Angustias. Si cantase, el rayo único de su voz hubiera penetrado en el alma penumbrosa de Belarmino, como penetra un solo haz de los rayos del sol a través de la ojiva en una iglesia.
Luego, serenóse el tiempo. Era la sazón otoñal, de color de miel y niebla aterciopelada y argentina, a manera de vello, con que la tierra estaba como un melocotón maduro. Por encima de las tapias del huerto conventual asomaban los negros y rígidos cipreses, que eran como el prólogo del arrobo místico, el dechado de la voluntad eréctil y aspiración al trance; y los sauces anémicos y adolecientes —en la región los llaman desmayos—, que eran la fatiga y rendimiento, epílogo dulce del místico espasmo; y los pomares sinuosos y musculosos, las ramas, de agarrotados dedos, mostrando rojas y pequeñas manzanas, que no sugerían la imagen del pecado, sino a lo más de un pecadillo. Para los ojos, todo era paz en el huerto conventual; para el oído, la querellosa algarabía de los gorriones vespertinos.
Belarmino se sentaba al pie de las tapias y contemplaba las praderas, de velludo amarillento, que vahaban un aliento tenue y opalino. También él tenía un alma rasa y suave de pradera, esfumada en neblina. Entre la neblina interior pensaba y sentía, sin usar ya de palabras ni signos representativos. Sentía que su hija no había estado antes en el convento, que le habían querido engañar, por caridad. Es decir, no le habían engañado; se había engañado él mismo, y se habían engañado los demás. Pero, ahora, su hija estaba ya en el convento. ¿Cómo así? Fuera de él —pensaba— no existía nada. El mundo era una ilusión de los sentidos, un espejismo de la imaginación. El mundo de fuera era creación aparente y engañosa del mundo de dentro. Belarmino, entonces, resolvió poner en orden de paz y hermosura su mundo interior, y, por lo tanto, el mundo exterior, que no es sino eco o imagen sensible del otro. Ahuyentaría o ignoraría los espectros recónditos, que, de vez en cuando, se entrometen a perturbar el buen concierto de las potencias del alma y anublar la cálida luz del corazón; esos espectros que, aunque ofuscaciones de la imaginación, se proyectan sobre el mundo exterior en forma de figuras odiosas y agresivas, como si de veras existiesen en carne y hueso, y son sólo alucinaciones. Belarmino resolvió que Xuantipa ya no existía; que no existía Bellido, el usurero; que no existían Apolonio, ni su hijo, el seductor de Angustias; que no había existido el rapto —¡cuánto trabajo le costó suprimir de su alma esta pretendida alucinación o realidad ilusoria…!—. Angustias, ésa sí que existía; como que la había concebido y creado él; era la hija de su alma y de sus entrañas: ¿no había de existir? Existía y estaba, por libérrima y unánime voluntad, suya y de su padre, recoleta en las Carmelitas, adonde la habían conducido el desprecio del mundo exterior y aparente, en el cual ella tampoco creía, y el ansia de una absoluta y perfecta serenidad. Por algo Angustias era hija de Belarmino.
Y Belarmino acudía todas las tardes a pasear alrededor del convento de las Carmelitas, a comunicarse, por vías misteriosas e inefables, con su hija imaginaria, enteramente engendrada por él, en su alma paternal, tierna y creadora.
Entonces fué cuando Belarmino abandonó la profesión filosófica, y ya no remendó más zapatos. Antes, cuando se veía a Belarmino, había que pensar: San Francisco, el de Asís, debía de ser una persona semejante, en el rostro. Ahora, Belarmino era cabalmente el remedo animado del San Francisco, de Luca de la Robbia; puras y pueriles facciones, ojos vitrificados, anchas las sienes. También Platón tenía las sienes anchas. Los frailes y los señores de Neira dejaban a Belarmino en libertad, que viviese a su gusto, como inocente criatura de Dios que no podía hacer daño a nadie. Una de sus últimas enseñanzas consistió en un a manera de apólogo, muy breve, que confió a Escobar, el Aligator, y que éste tuvo la suerte de poder traducir en lengua vulgar. Dice así: «Una vez era un hombre que, por pensar y sentir tanto, hablaba escaso y premioso. No hablaba, porque comprendía tantas cosas en cada cosa singular, que no acertaba a expresarse. Los otros le llamaban tonto. Este hombre, cuando supo expresar todas las cosas que comprendía en una sola cosa, hablaba más que nadie. Los otros le llamaban charlatán. Pero este hombre, cuando, en lugar de ver tantas cosas en una sola cosa, en todas las cosas distintas no vió ya sino una y la misma cosa, porque había penetrado en el sentido y en la verdad de todo; al llegar a esto, este hombre ya no volvió a hablar ni una palabra. Y los demás le llamaban loco».