EL FILÓSOFO Y EL DRAMATURGO
ON RESTITUTO y doña Basilisa, los señores de Neira, marqueses de San Madrigal, constituían un matrimonio bien avenido y estéril. Él lucía una nariz tumefacta, roja y compleja, de esas que con tan afectuosa minucia gustaban de analizar los pintores flamencos. Ella conservaba perpetuamente la expresión satisfecha, candorosa y benigna que suelen llevar aparejada los rostros de facciones vulgares cuando el estómago está sano y bien repleto. Era mucho más joven que el marido, mantecosita, frescota y en sazón todavía de hacerles la boca agua a los aficionados a manjares suculentos y a la Venus pingüe. Vestían los dos de negro. Vivían rodeados de servidumbre, compuesta toda de varones y vestida también de negro. Todos los criados tenían un aire común de seminaristas famélicos o de mandaderos de monjas; actitudes humildosas, ademanes de «todo sea por Dios», caras largas, huesudas, amarillas. Todos, hasta el cocinero. Y eso que se les echaba de comer con largueza.
Don Restituto y doña Basilisa, o la señora Emperatriz, como la llamaba el Padre Alesón, el políglota, eran lo que se dice dos almas de cántaro, incapaces de causar mal a nadie a sabiendas, ni tampoco de hacer bien a sabiendas, por eso, porque no sabían exactamente lo que era el mal ni el bien ajenos. El bien sumo a que ellos aspiraban era a salvar el alma; y de una manera secundaria, cuando surgía la oportunidad, cooperaban a que el prójimo se pusiese en vía de salvar la suya. No se conformaban, claro está, con que todos, el prójimo y ellos, salvasen el alma de la misma suerte, pues también en el cielo, como en este valle de lágrimas, hay capas sociales, hay coros, dominaciones, tronos, etc., etc.; en suma, categorías. Don Restituto se servía de una comparación. El cielo es como un teatro. El público lo forman los bienaventurados, los que se salvan. El protagonista es Dios. Luego, en el escenario, hay otros personajes, comparsería, orquesta, coros; la misma Iglesia asegura que hay coros. Pues bien: es absurdo pretender que en un teatro se acomode todo el público en palcos y butacas. Estas localidades son para los espectadores distinguidos, y las galerías y cazuela para la plebe. Y prueba de que la cazuela es también paraíso la ofrecen los mismos teatros de este mundo, en los cuales se dice indistintamente paraíso y cazuela. El purgatorio es como el vestíbulo del celestial coliseo, lugar de los que deben esperar con la natural impaciencia. Don Restituto no podía conformarse con que a él y a su Basilisa les diesen una entrada general de galería para contemplar de lejos la gran apoteosis de la eternidad, puesto que él pagaba el billete tanto como el que más y más que casi todos. El alma de don Restituto y de su consorte era tan simple e ilusionada, que Dios hubiera pecado de cruel si en el momento de llevarlos de este mundo y abrirles la puerta del cielo no hubiese ordenado a San Pedro, acomodador en jefe, que les situase en una platea proscenio, desde donde pudieran ver bien y que los vieran bien a ellos.
Por lo pronto, en esta vida disfrutaba ya la piadosa y optimista pareja de un anticipo, casi garantía, de lo que había de ser su futura posición en el empíreo. Curas, frailes y hasta el señor obispo los visitaban, los adulaban, los mimaban, y, en definitiva los trataban como a presuntos bienaventurados de la clase más distinguida. Si don Restituto pretendía títulos mundanos, no era por vanidad, sino por una especie de sentimiento de clase, por decoro, como si dijéramos, de aquella categoría de bienaventurados de platea y butaca a que él pertenecía, y por justificarse, en algún modo, con los de galería y cazuela.
Provenía don Restituto de una familia humilde de la Montaña, y en este accidente del nacimiento fundaba su crédito a cierta nobleza titular, pues para él todos los montañeses llevan algo de sangre hidalga. Había ido de niño a Cuba, y allí, en treinta años de reclusión y trabajos forzados, había amontonado un fortunón. Y, sin embargo, don Restituto desmentía prácticamente la sentencia de la duquesa de Somavia, que todo rico es un ladrón. Don Restituto jamás había robado; o si había robado, robó sin enterarse, que para el caso es lo mismo. Había llevado en Cuba una vida de monje sobrio y asiduo, sin contaminarse con la corrupción general de aquella isla verdiaurina y voluptuosa; o, como él decía, pregonando ingenuamente su austeridad: «no he conocido mulata, ni menos negra». De las blancas no hablaba.
Y así vegetaba ahora, a la vera de doña Basilisa, siempre unidos, transmitiéndose templadas corrientes de mutuo afecto conyugal, pensando en salvar el alma, y no descuidando ayudar a salvar otras.
—Padre Alesón —dijo don Restituto—, ese Belarmino me trae… nos trae muy preocupados. ¿Verdad, Basilisa? No oye misa, y eso que ningún trabajo le costaba, puesto que podría oírla sin salir de casa. ¿No será un hipócrita? ¿No continuará tan apóstata como antes? ¿Salvará su alma?
—Mi señora Emperatriz y mi señor don Restituto —respondió el Padre Alesón—, ¿les merece confianza mi dictamen? ¿Sí? Pues helo aquí, por lo sucinto: Belarmino es un cuitado; Belarmino carece de alma racional.
—¿Quiere usted decir que es una bestia, un hombre peligroso? —preguntó don Restituto, alarmado.
—Más bien un niño. Posee, evidentemente, un alma racional, como criatura humana que es; pero es un alma racional que no es racional. ¿He desnudado mi pensamiento? Su alma se halla todavía en el período infantil, o de idiotez, si ustedes quieren. No piensa, no discurre, sino de una manera torpe y rudimentaria. Como está bautizado, cuando muera se salvará. Si no estuviese bautizado, iría al limbo de los niños. Este es mi dictamen, meditado con mucha gravedad e ilustrado con el parecer de autorizados teólogos. Belarmino es un idiota de nacimiento y no ha podido pecar nunca. Belarmino, cuando andaba suelto, era un hombre de cuidado, porque de cuando en vez le atacaban ramalazos de locura, y la locura es contagiosa, sobre todo la locura impía, que es la que a él le aquejaba. La de Belarmino, como ustedes no ignoran, era de frenético arrebato, se propagaba como fuego, causaba escándalo a los corazones sensibles, inducía al desprecio de las cosas santas y amenazaba provocar mayores daños. Este frenesí ya se le pasó, gracias a la caridad de ustedes. ¿Qué más podemos desear? El Belarmino terrible ha dejado de existir. Queda el otro Belarmino: el dulce, el idiota, el maniático. ¿Que no va a misa? ¿Qué falta hacen los niños en misa?
—¿Y no teme usted, Padre Alesón, que le vuelvan los ramalazos?
—Él ahora dice que es un filósofo; sea. Un filósofo no estorba, ni molesta, ni perjudica, siempre que no se le tome en serio. Sobre todo, a los filósofos atarlos con longanizas. Mientras Belarmino continúe recogido en esta mansión hospitalaria; mientras nada le falte pare cubrir sus necesidades; mientras no se le estorbe en su manía de leer lo que no entiende y de comunicarse con algunas personas, aliviando por eliminación el peso de los disparates que se le acumulan en la cabeza; mientras dure esta situación presente, todo irá a pedir de boca.
—¡Oh, qué sabio es usted, Padre Alesón, y cómo se me aclaran las cosas más turbias oyéndole! Veo a Belarmino leyendo librotes y escribajeando papelorios lo más del día, y creía que esto no podía por menos de martirizarle los sesos y volverle más loco de lo que está. Yo juzgaba por mí, que no leo más que el libro de misa. Pues no puedo leerlo sin que se me levante dolor de ojos y de cabeza. ¡Dios me perdone! Y cuanta más atención pongo, peor. Pero acaba usted de decirnos que a Belarmino no le perjudica tanta lectura porque es de libros que no entiende. ¡Quién lo dijera! Lo natural parece lo contrario. Pues, ve ahí; tiene usted razón. Ahora caigo en la cuenta que cuando leo las oraciones en latín, que no entiendo jota, no me duelen los ojos ni la cabeza. —Así habló doña Basilisa. Añadió: —¿Y la otra, la Juana, su mujer? Me parecía algo, vaya, algo así… una tarasca.
—Tarasquísima —afirmó el dominico—; pero está totalmente domesticada. Su domestidad, y más todavía su ausencia, contribuyen no poco, en mi sentir, a que Belarmino viva en paz octaviana.
La Juana, por orden nuestra, no aparece por el zaquizamí de la portería; se está en la habitación que les dieron ustedes de vivienda, y cuando no, de paseo por la calle o de novena en alguna iglesia. La hija, Angustias, ésa sí hace compañía frecuente a su padre, como ustedes habrán visto. Es decir…, Voy a revelarles un secreto: Belarmino no es padre legítimo de Angustias…
—¿Cómo? —interrogaron a la par don Restituto y doña Basilisa, un poco escandalizados. Prosiguió solo don Restituto—: ¿hija espúrea acaso? ¿De él o de ella? De manera que… ¿nos la han estado pegando?
—Calma, señores míos. No hay novela y sí hay novela. La niña es hija legítima de una hermana de Belarmino, mujer infeliz, viuda de recién casada, que murió de sobreparto, dejando ese recuerdo vivo, esa niña. Belarmino se hizo cargo de ella y la crió con biberón. Por eso él dice, y es de las ocasiones contadas en que habla lengua inteligible, que la ama más que como padre: como padre y como madre juntamente. Respondo que eso es verdad: la quiere con delirio.
—Y eso que es idiota… —dijo doña Basilisa.
—Sí, señora; lo cual demuestra que Dios hizo a los hombres naturalmente buenos, y que todos los delitos de la voluntad y fealdades de la conducta son instigados por la inteligencia rebelde y la razón soberbia. Por eso, en la doctrina cristiana se nos advierte que los pobres de espíritu verán a Dios.
Lo verán desde la cazuela, y sin sacarle punta a la función, pensó don Restituto.
El Padre Alesón proseguía:
—Esa paternidad putativa y seudomaternidad de Belarmino ocurrió un año antes de casarse con la Juana. La Juana, por el momento, no soltó prenda; pero ya casada, y así que sacó el genio, declaró que no se dejaba engañar por Belarmino, y que Angustias era una hija de tapadillo. No hay manera de convencerla de su error. Digo error, porque yo hube de comprobar la certidumbre de la historia que antes referí; hay testigos fidedignos que la acreditan. Pero la Juana es obstinada y de cortas entendederas. Y vamos al grano. El furor de Juana contra Belarmino, siempre que se irritaba, y el motivo que la hacía irritarse tan a menudo, derivábanse de la existencia de esa niña. Que la Juana no ve con buenos ojos a la muchacha, se cae de su peso. Si los señores, tan generosos siempre, decidiesen darle educación, enviarla a un colegio y hacer ver a Juana que se interesan por la niña, no sería extraño que esta mujer, en parte por egoísmo, en parte por vanagloria, cambiase de sentimientos y concluyese muy pronto por alardear de tener una hija que va para señorita.
—Así se hará —se apresuraron a decir, a una, marido y mujer. Prosiguió solo don Restituto—: Es usted un pozo de ciencia y un santo varón.
—¿Y le sigue armando caramillos la Juana a Belarmino? —inquirió doña Basilisa.
—Ya no. La procesión andará por dentro; se repudrirá, dejará escapar una que otra pulla; pero, en general, se comprime.
—Eso será catequización de usted, padre Alesón —dijo doña Basilisa, con enérgica persuasión—. Le ha enseñado usted la práctica de la paciencia, esa virtud tan necesaria para salvarse.
—Mi señora Emperatriz —replicó el enorme dominico—, yo no enseño nada a nadie, ni siquiera idiomas, que es de lo único de que se me alcanza un poquito. La paciencia, y otra porción de virtudes, son necesarias para salvarse; no sabría decir cuál más y cuál menos. Pero si la Juana se ha orientado por el camino de perfección, y comienza a ejercitarse en la paciencia y otras virtudes, débese, ante todo, a una circunstancia en apariencia insignificante y en rigor importantísima, la cual ustedes han procurado, que no yo. Para salvar el alma, lo más esencial es tener la mesa puesta a hora fija. Nosotros, los religiosos, lo sabemos bien; como que la idea de las órdenes religiosas es ésa precisamente. Hacemos voto de pobreza; es decir, nos libertamos, ya para siempre de la preocupación económica, y nos consagramos a la contemplación, a la predicación, a la caridad, ora pasiva, ora activa, mendigando y dando ocasión a los demás para que se muestren caritativos, como hace la Orden franciscana, o bien socorriendo y mostrándonos nosotros mismos caritativos, al estudio, a la enseñanza, a la misión apostólica y conversión de gentiles, a un sinfín de obras largas y duras, egoístas y a la par desinteresadas, que nos absorben de la mañana a la noche, gracias a que estamos seguros de que tenemos siempre una cama, aunque dura, so un techo, y la mesa, aunque sobria, aparejada a hora fija. Yo hice voto de pobreza y profesé en la santa Orden dominicana. Pues vean ustedes lo que son las cosas; en el acto mismo de adoptar la pobreza, me encontré con que poseía más riqueza que los más opulentos ricachos y potentados de la tierra. Dondequiera que voy, no digo ya por las ciudades de estos reinos, sino a otras naciones, pues que he viajado largas tierras, Inglaterra, Rusia, Francia, Alemania, Italia… y no digo ya estas naciones europeas, sino otros continentes, África, Asia, América, Australia, dondequiera que voy tengo una casa mía, ¡y qué casas!, mayores que un palacio, y mesa puesta, y lecho apercibido, y jamás me falta dinero para ir hasta el fin del mundo. Díganme ustedes si no es idea ingeniosa la de instituir la pobreza como norma de vida…, Un rey de Francia quería que todos sus vasallos pusiesen a diario gallina en la olla, porque de esta suerte serían felices y no se verían en tentación de cometer delitos contra el Estado. Yo quisiera que todos los hombres de toda la tierra tuviesen mesa abundante a hora fija, porque así se suprimirían casi en absoluto las tentaciones de renegar de Dios. ¡Oh, qué bien estaríamos si, por último, la humanidad se desembarazase de la preocupación del pan de cada día y las naciones se organizasen al modo de grandes monasterios, en donde no hubiera pobres y ricos, y a nadie le sobrase ni a nadie le faltase la casa y la mesa, y la obediencia fuese una blanda ligadura que a nadie impidiese dedicarse con alma y vida a aquello para que Dios le dió vocación…! ¡Con qué devoción, con qué unción, con qué sinceridad se rezaría entonces el Padrenuestro! Entretanto llega eso, que dudo que llegue, ¡benditos sean los ricos, como ustedes, que administran en beneficio de los pobres la riqueza, como si no les perteneciese, ya que sólo a Dios pertenece!
El padre Alesón emitió un suspiro que, a causa de lo aflautado de la voz, parecía más de monja que de fraile. Continuó en diapasón agudo:
—Amados y respetables señores míos: No sé si les habré chocado, a causa de mi franqueza, o si les habré aburrido con tan larga plática. A fuer de riojano, hablo en plata; y como fraile, debo hablar en tono grave, a pesar de mi voz de tiple. Quedamos, pues, en que la Juana y la niña van muy bien, aunque pudieran ir mejor; y Belarmino no puede ir mejor, aunque no oiga misa.
Y el voluminoso fraile se levantó de un asiento que antes se creyera que era un butacón, ya que el Padre lo llenaba de brazo a brazo; pero, así que se hubo levantado, resultó ser un sofá, y no de los pequeños.
Belarmino no podía ir mejor. Tenía mesa puesta a hora fija, cama limpia en sitio fijo también, y la seguridad de que ni la una ni la otra sufrirían zarandeo o zozobrarían, según el vaivén de los negocios. Ya no le aquejaba a Belarmino la congoja del mañana. Trabajaba lo que quería y cuando quería, más por cumplir con los señores de Neira y con los frailes que por necesidad de ganárselo o por ambición de añadir algún dinerillo para antojos. Sus únicos antojos eran los de su hija, y a éstos solían acudir con mano longánime los señores. Al pasar de zapatero con tienda puesta a zapatero de portal, era para él como si después de un largo viaje por mar, y tras inquietudes, amenazas y agonías, llegase a puerto, y, ya desembarcado del grande y temeroso navío, hubiera ido a cobijarse definitivamente en una de esas lanchitas que, asentadas quilla arriba sobre la playa, sirven de vivienda a los marineros retirados. Belarmino continuaba siendo zapatero; su nuevo cuchitril continuaba siendo zapatería; no de otra suerte que la lancha quilla arriba sobre la playa continúa siendo una embarcación. Lo de ahora era como lo de antes; pero al revés. ¡Con qué fruición beatífica, acogido ya a seguro, contemplaba Belarmino el airado mar del mundo! Ahora Belarmino reposaba. Apolonio comenzaba a engolfarse en el negro ponto de las empresas mercantiles. Cierto que iba viento en popa; pero Belarmino, viendo navegar la nave de su afortunado rival, pensaba, con sentimiento lastimoso: «¿Cuánto durará la bonanza? Un guiño de ojos. Te embestirán las tormentas. Te veré vacilar y bailar sobre las olas, como un cojo sin muletas. Te hundirás, sin que te sirvan de nada tu pie ario y tu pie semita. ¡Ay de ti si entonces no sabes ser filósofo!». Contribuía en medida considerable a la serenidad presente de Belarmino haberse libertado, en el transbordo, de no floja impedimenta. Xuantipa ya no le pesaba a todas horas del día; habían cesado las visitas cotidianas del usurero Bellido y de Felicita la solterona. El rubicundo y jovial Colignon perseveraba fiel en el afecto a Belarmino, y el zapatero le correspondía cordialmente.
El menaje profesional de Belarmino se reducía a los más indispensables utensilios de zapatería, de los cuales don Restituto le había hecho graciosa donación: unas pinzas, un rebote de correderas, una gubia, un desborrador americano, un rodillo de picar, un sacabocados, varias leznas y un torno de montar con horma de hierro. El torno era remedo y trasunto fiel de un caballejo; recordaba a Clavileño, si bien de correspondencia equina más semejante que la volátil cabalgadura del manchego. El tronco era realmente un tronco, un leño robusto, asentado sobre cuatro patas, más ancho por la grupa que por los pechos, y sobre ellos se levantaba una tabla ancha y delgada, a manera de cuello, en donde encajaba, con juego articulado y la planta hacia arriba, una horma de hierro, que vista de perfil era enteramente una cabeza de caballo. Montado sobre este diminuto caballete, Belarmino se pasaba la vida. Primeramente, de recién instalado en su cuchitril, hacía alguno que otro par de borceguíes para los criados de la casa y para los frailes. Luego fué abandonando poco a poco este linaje de trabajo y se dedicó a composturas. Un día se dijo: «Ya soy remendón de portal», y se le llenó el alma de gozo, como si hubiera conseguido al fin una posición firme, largo tiempo anhelada. Trabajaba con intervalos: los ratos de trabajo, cada vez más leves, y los intervalos, cada vez más largos. En estos intervalos leía, apoyando el libro sobre la horma de hierro, y tomaba notas en el cuadernito de hule. Su lectura favorita era el diccionario de la lengua. En ocasiones meditaba, ajenado de la realidad externa, siguiendo con los ojos formas sólo visibles para él, que cruzaban por el aire. Leía a su modo, conforme a un método original. El diccionario, en su opinión, era epítome del universo, prontuario sucinto de todas las cosas terrenales y celestiales, clave con que descifrar los más insospechados enigmas. La cuestión era penetrar esa clave secreta, desarrollar ese prontuario, abarcar de una ojeada ese epítome. En el diccionario está todo, porque están todas las palabras; luego están todas las cosas, porque la cosa y la palabra es uno mismo; nacen las cosas cuando nacen las palabras; sin palabras no hay cosas, o si las hay, es como si no las hubiese, porque la cosa no existe por sí ni para otras cosas —por ejemplo, una mesa no sabe que existe, ni la mesa existe para una silla, porque la silla no sabe de la existencia de la mesa—, sino que existe solamente para un Inteleto que la conoce, y en cuanto que la conoce, le da un nombre, le pone una palabra. Conocer es crear, y crear conocer. Todo lo anterior es un fragmento de las especulaciones belarminianas. ¡Lo que hace la prolongada actitud sedentaria y el ocio discursivo!… Los filósofos son hombres en cuclillas, incluso el peripato, que, si explicaba paseando, encuclillado edificó su sistema. Prosigue. Dedúcese que si el diccionario es todo aquello que hemos dicho, diccionario vale tanto como cosmos. Belarmino, en virtud de la reciprocidad de entrambos vocablos, y para evitar confusiones, había fijado a la inversa, para su uso, el empleo y significación de cada uno de ellos, y cuando decía el cosmos, quería decir el diccionario, y cuando decía el diccionario, quería dar a entender el universo. Si le pedía a Angustias que le diese el cosmos, la niña, por experiencia, ya sabía que le tenía que entregar aquel libraco, el cual, para ella, era tan lógico que se llamase cosmos como que se llamase diccionario. Pero —prosigue la especulación belarminiana— así como la mayoría de los hombres viven en el diccionario, —es decir, en el mundo—, sin enterarse de que viven, así también consultan y leen el cosmos —es decir, el diccionario—, sin enterarse de lo que leen. Vivir es conocer, y conocer es crear, dar un nombre. Cuando un hombre llama árbol a un árbol porque le ha oído llamar así, ese hombre no conoce el árbol ni sabe lo que dice; si conociese al árbol, lo hubiera creado él mismo, le hubiera dado un nuevo nombre. Y ahora viene lo más sutil de la especulación belarminiana. En el cosmos —es decir, en el diccionario— están los nombres de todas las cosas, pero están mal aplicados, porque están aplicados según costumbre mecánica y en forma que, lejos de provocar un acto de conocimiento y de creación, favorecen la rutina, la ignorancia, la estupidez, la charlatanería gárrula y el discurso vulgar, vacío y memorista. Están los nombres en el cosmos —es decir, en el diccionario— como aves en jaula, o como vivos narcotizados y escondidos en sepulcros con siete sellos. Belarmino hallaba una manera de placer místico, un a modo de comunicación directa con lo absoluto e íntima percepción de la esencia de las cosas cuando rompía los sellos sepulcrales para que se alzasen los vivos enterrados, y abría las jaulas para que las aves saliesen volando. Leía las palabras del cosmos —es decir, del diccionario—, evitando, con el mayor escrúpulo, que rozasen sus ojos la definición de que iban acompañadas. Leía una; en rigor, no es que la leyese; la veía, materialmente, escapándose de los pajizos folios, caminar sobre el pavimento, o volar en el aire, o diluirse nebulosamente en el techo. Unas veces eran seres; otras eran cosas; otras, conceptos e ideas; otras sensaciones de los sentidos; otras, delicadas emociones. Tal vez se producían resultados que, para un espíritu superficial, pudieran parecer cómicos; pero, en el fondo, todo era muy serio. Camello, decía el cosmos —es decir, el diccionario—; y Belarmino veía, en efecto, brotar de la página el dicho cuadrúpedo rumiante, aunque muy mermado de proporciones, y salir andando despaciosamente por el piso; pero a los pocos pasos, el perfil de la bestia, ya de suyo sinuoso, se deformaba más todavía, evolucionaba, se transformaba; el animal se ponía en dos pies, aparecía vestido con uniforme; la cabeza, sin perder la expresión primitiva, tomaba rasgos humanos; las jorobas[25] se convertían en alforjas, que colgaban al pecho y espalda, y de una de las bolsas salía un gran cartapacio. Belarmino acababa de comprender un ser del diccionario —es decir, del mundo sensible—, y, por conocerlo, había creado una nueva palabra. Camello, de allí en adelante, significaría para él, ministro de la Corona. Dromedario significaba sacerdote o ministro del Señor, después de un proceso evolutivo semejante. No se crea que en el léxico belarminiano las voces dromedario y camello entrañaban intención[26] contumeliosa o despectiva; antes al contrario, implicaban admirativa comprensión. Aludían al desierto de indiferencia en que se mueven así el gobernante como el sacerdote, a la sobriedad que practican o deben practicar, a la pesada carga que conducen a hombros, y, finalmente, la joroba simbolizaba la responsabilidad que llevan adherida a la propia espina dorsal, y que en el gobernante es doble, para con Dios y para con los hombres, y en el sacerdote sencilla, sólo para con Dios. Y de aquí, joroba = responsabilidad; un nuevo acto de creación en el cosmos —es decir, en el diccionario— de Belarmino. Otras palabras le producían únicamente sensación de cualidades físicas. Pero las palabras que con mayor ansiedad perseguía, las que le transían de entusiasmo en comprendiéndolas y creándolas, eran aquellas que a él se le antojaban términos filosóficos y que, por ende, expresaban un concepto inmaterial: metempsícosis[27], escolástico, escorbútico, etc., etc. Después de una revelación no poco difícil de interpretar, Belarmino había definido así aquellos tres términos: metempsícosis es lo mismo que intríngulis indescifrable, lo incognoscible, das ding an sich de Kant, y viene de psicosis, o sea intríngulis, y mete, introduce, esconde; meter intríngulis en las apariencias sencillas. Escolástico[28] es el que sigue irracionalmente opiniones ajenas, como la cola de los irracionales sigue al cuerpo. Escorbútico[29] vale tanto como pesimismo, y viene de cuervo, pájaro sombrío y de mal agüero. ¡Era mucho hombre aquel Belarmino!
El cuchitril en donde Belarmino filosofaba y remendaba zapatos estaba bastante por debajo del nivel de la calle. Se descendía desde el portal por unos escalones de piedra. Las paredes, encaladas, con caprichosos arabescos verdinosos, de la humedad. Recibía la luz por un ventano apaisado, con barrotes de hierro, que por la parte de dentro lindaba con el cielo raso y por fuera arrancaba a ras de la calzada; por allí se metía un raudal compacto de claridad cenizosa, como en los cuadros que representan apariciones, y se derramaba, a modo de bautismo, sobre el costado izquierdo de Belarmino. A través del ventano se veían pasar las piernas de los transeuntes, de rodilla abajo, haciendo un ruido acompasado sobre las losas. Belarmino pensaba hallarse providencialmente metido en la entraña de la tierra, colocado en la raíz y cimiento de las cosas, y que para conocer a los hombres lo mejor era verles nada más que los pies, que son la base y fundamento de las personas. Pero, hundido en aquella penumbrosa covacha, oficina en donde se destilaban y clarificaban los enigmas del pensamiento y de la existencia, de continuo a horcajadas sobre su torno de montar, que era Clavileño y era Pegaso, Belarmino se eximía de la gravitación y esclavitud de la materia, volaba libremente por los espacios fantásticos, se cernía en las esferas uranias, contemplaba el diccionario —es decir, el mundo— desde perspectivas tan remotas, que acaso se mareaba y se le ponía la carne de gallina. Como Belarmino, aunque el Padre Alesón le reputase insensato, era un hombre muy sensato, se dió cuenta del daño irreparable que le amenazaba, y era, elevarse tanto, que un día se extraviase más allá de las nubes y no pudiera volver al comercio y relación con los demás hombres. Cada vez que se despojaba de una palabra muerta y creaba una palabra viva, era como si arrojase lastre por la borda y adquiriese nueva cantidad de fuerza ascendente. «Puede llegar un momento en que no pueda hablar con mi hija, porque no la entienda ni me entienda y hasta me tome por loco», y el corazón se le quedaba en suspenso. ¿Qué hacer? Al punto dió con la solución. Debía conservar el lastre, bien que procurase seguir aumentando la energía ascendente; debía esforzarse, costase lo que costase, en no ir olvidando el idioma vulgar, a fin de usar de él con su hija y con alguna otra persona de su afecto, si fuese menester. Pero ¿cómo evitaría olvidarlo, si estaba a solas casi siempre? El Inteleto le cuchicheó algo dentro del cráneo, y Belarmino salió a la calle, fué andando hasta la aldea, y en el primer caserío encargó que le buscasen una urraca y se la llevasen al cuchitril. Había oído que a las urracas, con paciencia y buen vino, se les enseña a hablar. Hubiera preferido un loro, pero no tenía dinero y dudaba que se encontrasen en el mercado. Llegó pocos días después el aldeano con la urraca, blanca y negra como los Padres dominicos. «Ahora, a enseñarle el idioma más vulgar posible», se dijo Belarmino, no sin cierto desconsuelo y perplejidad, porque no se le ocurrían vulgaridades ni le tentaba ingeniarse en inventarlas. Mirando melancólicamente a la urraca y su lustroso plumaje dominicano, por asociación de imágenes se le ocurrió que el Padre Alesón podía sacarle del apuro, y fué a pedirle que le prestase un libro de poesías y algún discurso. Belarmino consideraba la poesía y la oratoria como las formas más vulgares de dicción. El dominico le prestó un tomo de Selgas y un folleto con discursos de don Alejandro Pidal y Mon. Belarmino cortó al pájaro las guías de las alas y lo metió en el fondo de un barril oscuro. Allí le daba sopas en vino blanco fuerte, e inclinándose sobre el tonel le leía, separando bien las palabras, versos de Selgas y párrafos de Pidal. Como cierta vez leyese esta frase de Pidal: «Jáctome de ser escolástico», Belarmino se dijo: «Te lo había olido; también Bellido se jactará de ser escorbútico…». La urraca no aprendía a hablar, pero Belarmino no se impacientaba, y resistía resignado aquel baño abundante de vulgaridad, más por su conveniencia y para no soltar las amarras con el mundo, que por interés didáctico hacia el avechucho. El señor Colignon echó de ver, aunque ignorase la causa, que Belarmino le hablaba más en cristiano, y así se lo declaró una tarde. Belarmino, esmerándose en expresarse en romance paladino, lo cual le ocasionaba más engorro todavía que a Apolonio expresarse en prosa, le respondió:
—Por muchas intenciones —intenciones = razones—. Primera: porque le quiero a usted. Le quiero a usted porque usted me quiere. Segunda…, No sé como decírselo para no ser macilento y evitarle pesos desagradables. —Macilento = violento, cruel; peso = sentimiento. Belarmino hizo una pausa, a la rebusca de locuciones explícitas y amables. —Usted es la materia; yo soy el espíritu. Usted se alegra con las cosas; yo, alejándome de las cosas. Usted es el sí, y yo el no. O, si usted quiere, usted es el no y yo el sí. ¿Soy yo superior a usted? Nada de eso. Ni el sí es superior al no, ni el no es superior al sí; pero el sí y el no son superiores al qué sé yo. Comprendo que usted es tan filósofo como yo, aunque de una manera beligerante. —Beligerante = contrario, opuesto. —En cambio, la mayoría de los otros hombres no son el sí y el no, sino el qué sé yo; que no saben, ni sienten, ni viven, ni importan. ¿Qué tengo yo con ellos? ¿Por qué he de hablar el idioma de ellos? Usted es otra cosa. Yo desearía que usted entendiera mi idioma. Pero, como usted es filósofo beligerante, y yo le quiero, y además me instruyo con usted y me sirve de piedra de toque, porque es usted el no de mi sí, o el sí de mi no, y los dos nos completamos, pues por eso me afano en hablar para que usted me entienda.
—Épatant, épatant, mi querido Belarmino —replicó el confitero con regocijado pasmo—. Te entiendo. Yo soy un epicúreo y tú un estoico, ¿no es esto?
Belarmino aprisionó en la despensa de la memoria las dos palabras: epicúreo y estoico, a fin de transmutarlas más tarde por la alquimia de la especulación y hallarles su verdadero sentido.
Un día se presentó en el cuchitril de Belarmino Froilán Escobar, alias el Estudiantón y también Aligator, a que le pusiese palas y medias suelas a un par de botas, que para llegar a ser un verdadero par de botas no necesitaban, además de las palas y de las medias suelas, sino refuerzo en el contrafuerte, unos trozos de la caña y unos cuantos botones. Justamente, la única afición de Belarmino al arte zapateril consistía en restaurar calzado viejo, cuanto más viejo mejor, y con unos miserables despojos crear un par flamante. Era una afición pareja a su vocación filosófica. Y así, acogió aquellas valetudinarias botas del Estudiantón o Aligator con marcada reverencia y afectuosidad.
Los apodos son, cuándo biografía sucinta, cuándo retrato en miniatura. Los dos apodos de Froilán Escobar le historiaban y le retrataban. Llevaba ya veinte años de estudiante en la Universidad, y no porque fuese inepto para aprobar los cursos, pues era de notable despejo natural. Decía: «El hombre que quiere conocer la vida es estudiante hasta que se muere. Nada hay tan repugnante como la ciencia que se adquiere para obtener un título académico y ganarse un sueldo con él. No hay más ciencia que la ciencia desinteresada, la ciencia por la ciencia, el amor al saber, el saber que nunca se sabe bastante para cobrar dinero por enseñar lo poco que se sabe». Y otra porción de máximas al mismo tenor. Como no quería comprar ciencia, no se matriculaba, y asistía por libre a las clases de diversas Facultades. De aquí que le apodasen el Estudiantón. Vivía con extremada pobreza y vestía desastradamente; un sombrerete, con dos dedos de enjundia; un gabancillo de color café con leche, que había estrenado al venir a la Universidad y que llevaba con el cuello subido, por disimular la ausencia de camisa; pantalones con flecos, y botas como las consabidas. Se asemejaba a los muertos por el color, como aconsejó el oráculo a Zenón, el filósofo, lo cual, bien entendido, quiere decir que de tanto estudiar en los libros había tomado la palidez de ellos. Era capaz de permanecer en un quietismo casi sobrehumano. Durante las horas de clase conservaba a veces la misma postura reservada y atenta, sin mover un músculo, sin pestañear, empañados los ojos por una telilla opaca al modo del segundo párpado de los lagartos. Y de aquí que le apodasen Aligator. Otras veces le acometían inquietudes convulsivas de sabandija y retorcimientos de sibila, según la materia y el modo de explicarla el catedrático, y en tales casos tomaba notas taquigráficas, agitando fieramente el pupitre. Los estudiantes le estimaban, le respetaban y se aleccionaban con él. Era como el espíritu familiar de la Universidad, la Palas Atenea de aquel amurallado recinto del saber; una Palas Atenea vestida de máscara. También la ciencia oficial del establecimiento se envestía, con harta frecuencia, disfraces de mamarracho.
No pudo presentarse el Estudiantón a Belarmino con carta de recomendación más eficaz ni credencial más honrosa que aquel mal llamado par de botas, pues en rigor era un cuarto o un octavo de unas botas. Sustentaba Belarmino amorosamente en sus manos los tales residuos, que para él eran gérmenes o embriones de un flamante porvenir, y miraba al Aligator con tierno interés, cuando de pronto uno y otro notaron que les faltaba unos cuatro metros cúbicos de aire respirable, que era poco menos de lo que contenía el cuchitril; había entrado el Padre Alesón, desalojando el volumen de aire correspondiente a su volumen de carne y hueso.
—Buenas tardes, Belarmino —habló el dominicano, modulando las notas más nítidas y cariciosas de su flautín laríngeo—. Entraba y salía. Entraba en tu aposento y salía de mi residencia. Salía de mi distracción y entraba en mi acuerdo. —El Padre Alesón hablaba ahora en este estilo conceptuoso y envuelto, para dar por el gusto a Belarmino y granjearse su afecto. —Quiero decir, en lenguaje vulgar, que al salir a la calle recordé que don Telesforo Rodríguez, el profesor del Seminario, me ha pedido un libro que hace tiempo te presté: Nicolai Garciae; tractatus de beneficiis. ¿Lo has leído ya? ¿Puedo llevármelo? Porque si no lo has leído todavía, no me lo llevo. Tú has de sacar más provecho que don Telesforo, seguramente.
Belarmino descabalgó su Clavileño y entregó al Padre Alesón un gran volumen, en cuarto mayor, aforrado en pergamino.
—Ya lo he leído. Me ha sido muy instrumental[30].
—Vaya, me alegro. Hola, hola —exclamó el dominico, volviéndose hacia el barril en cuyo fondo rebullía y graznaba la urraca—. Ya me ha referido Angustias…, De suerte que, ¿los versos de Selgas y los discursos de Pidal que te has llevado era para enseñárselos de memoria a esta parlera avecilla? ¿Y qué? ¿Va aprediendo algo?
Belarmino respondió que había adquirido la picaza para enseñarle a que hablase del único modo que lo entienden el común de los hombres. Pero como Belarmino, para responder esto, no empleó el idioma que entienden el común de los hombres, el Padre Alesón le rogó que se explicase. Así lo hizo Belarmino. El padre Alesón creyó entonces entender.
—Ya, ya… —dijo el dominico, sonriendo con guasa—. Has buscado en esta urraca a Diógenes; has creado tu Diógenes, el cínico, el que hablaba con claridad odiosa, y para que nada falte, le has encerrado en su tonel. Y tú, ¿qué eres: socrático, platónico, peripatético, sofista?
—Estoico —respondió con maravillosa dignidad y orgullo Belarmino, a quien repentinamente se le había revelado el sentido de aquella palabra, oída de labios del señor Colignon.
El Padre Alesón se quedó frío. Pensó: «A ver si este pobre hombre posee más sindéresis de lo que yo sospechaba». Se despidió.
—Ea, Belarmino; contra mi gusto, tengo que abandonar tu compañía. Tal es mi misión: andar, andar de un lado a otro, con una grave responsabilidad sobre los hombros.
Ya volvía la espalda el fraile, cuando Belarmino murmuró:
—Naturalmente, como usted es un dromedario…
El Padre Alesón se volvió de cara, la expresión en entredicho.
—Hombre, hombre… —tartamudeó, con voz deficiente—. Eso es ofender.
Pensaba el dominico que acaso Belarmino estaba resentido con él, porque antes le había hablado irónicamente.
—He querido decir que usted es un sacerdote —replicó el zapatero.
—Pues, peor que peor. Mientras me llamabas dromedario, a mí, en persona, podía pasar. Creí que aludías a mi tamaño. Pero ahora resulta que soy dromedario por ser sacerdote…, La verdad; eso, Belarmino, es una grosería, impropia de ti.
Belarmino hizo un gesto conmiserado, resignado, como diciendo: tendré que metérselo en la boca con cuchara. Y explicó la ya conocida alegoría del dromedario y el camello, dejando boquiabierto al fraile. Concluyó Belarmino, ya en su jerga privativa.
—Yo acaricio[31] a los camellos y a los dromedarios, pero no los beso[32]. Riego[33] el tetraedro[34]; encarcelo[35] y parafraseo[36] el tetraedro; pero permanezco indumentario y analfabético al tetraedro. Mi horario[37] es el espasmódico[38] de la intuición recreada.
Salió el dominico lleno de perplejidad y de preocupación. Froilán Escobar, el Aligator, no se había movido durante la anterior escena. Creía estar soñando. «¿Es realidad? ¿Es ilusión?» —decía para sí—. «Si no fuera por el testimonio irrecusable de ese par de botas, tan mías y tan ajenas a mí como las excrecencias callosas de mis pies; si no fuera por ese hecho flagrante que me pone en contacto con la realidad objetiva, creería que lo visto y oído eran entelequias de mi razón adormecida y ofuscada. Y esto sucede a doscientos pasos de la Universidad…, Y yo llevo veinte años en la Universidad sin haberme enterado…, Este hombre desconcertante e inaudito, ¿es un humorista? ¿Es un genio lóbrego, en bruto, como la piedra diamante escondida en el seno de la tierra? ¿Es un loco?». Y el buen Estudiantón se hacía un lío.
—¿Le enojaré, señor Belarmino —dijo al despedirse— si vengo por las tardes, de vez en cuando, a conversar un rato con usted?
—Tendré un gran espasmódico —respondió Belarmino, impasible.
Escobar no sabía qué decidir. Aquel gran espasmódico que Belarmino iba a tener, caso que Escobar viniese de visita, ¿en qué consistiría? ¿Le recibiría bien, o le despediría con cajas destempladas? Volvió a probar. Belarmino le acogió con inequívoco contento y le obsequió con una larga e incomprensible disertación sobre el tole tole y el tas, tas, tas[39]. El Estudiantón le escuchaba fascinado, sin sacar nada en limpio, pero con la esperanza cierta de llegar a dominar algún día el tecnicismo de aquel moderno filósofo de portal, o estoico, como él decía, sin saber que en Grecia tanto valía estoico como filósofo de portal.
Escobar continuó asistiendo al portal de Belarmino y tomaba notas de lo que oía. Como quiera que el Estudiantón había, afortunadamente, comenzado por oír explicar a Belarmino la sinonimia de camello y dromedario, no le cabía duda que cada una de las voces usadas por el zapatero encerraba una representación fija; que las voces se sucedían las unas a las otras con ilación gramatical y lógica; y, en definitiva, que esta ilación formal contenía un fondo de pensamiento original. Por consejo de Escobar acudieron a oír a Belarmino muchos estudiantes y hasta profesores. Los juicios y opiniones acerca del estoico discrepaban, naturalmente; los ánimos se apasionaron. Muy pronto se establecieron diferentes sectas: belarminianos y antibelarminianos; entre los belarminianos había disidencia: unos sostenían que Belarmino estaba loco, y otros que cuerdo; los partidarios de la cordura divergían en estimar si el lenguaje belarminiano era o no descifrable; por último, los que se inclinaban por la presunta inteligibilidad de los discursos de Belarmino, disentían en lo tocante al fondo de dichos discursos: quiénes afirmaban que, una vez vertidos al castellano, resultarían curiosos e interesantes; quiénes que, de seguro, se trataba de boberías sin interés, y que lo único curioso era la forma de expresión. Con todo esto, el portal de Belarmino estaba tan concurrido como la escuela de un filósofo de la antigüedad. Después de escuchar sus incógnitas enseñanzas, éstos, reventando de risa; aquéllos, hostigados por la comezón de averiguar una charada dificultosa, salían a la Rúa Ruera, movían airadas trifulcas, polemizaban y casi se iban a las manos. Apolonio, desde el umbral de su zapatería de lujo, en actitud estatuaria y de fingido tedio e indiferencia, presenciaba aquel vivo y animado tumulto, con la misma envidia y nostalgia con que los inmortales en el Olimpo ven a los humanos agitarse a impulsos de ideales y pasiones que hacen la vida sabrosa y digna de vivirse. Los inmortales se aburren tanto en su serenidad inacabable y de tal suerte envidian los conflictos y combates del mundo, que, a veces, no pudiendo resistir la tentación, descienden convertidos en nubecillas leves y flúidas a pelear entre los hombres, según cuenta Homero. Esto lo sabía Apolonio, desde Compostela. Para Apolonio, algunas disputas humanas han sido hostigadas por misteriosa intromisión divina; son aquellas disputas merecedoras de la dignidad dramática y trágica. Siempre que Apolonio veía dos dándose de puñadas y revolcándose por el suelo, si se levantaba alguna polvareda, decía: «Ha llegado el punto trágico; eso no es polvo blanco, son las divinidades violentas, envidiosas de la vida ligera de los hombres, diluidas en el aire fino». ¡De qué buena gana se hubiera diluido Apolonio en el aire fino para ir a mezclarse en las disputas enzarzadas a causa de su afortunado rival, como la guerra de Troya por Helena; intervenir por modo invisible y aniquilar a todos los secuaces de Belarmino!… La venganza es el placer de los dioses. Se dirá, ¿qué sentimiento vengativo cabe que los pobres humanos inspiren a los dioses majestuosos? Pues sí; les inspiran el sentimiento más vengativo, el de la envidia.
Belarmino era remendón de portal. Apolonio poseía un establecimiento lujoso y cobraba por par de botas hasta cinco duros, precio exorbitante por entonces en Pilares. Esto no obstante, Apolonio se hubiera cambiado por Belarmino. Apolonio contaba con una buena parroquia. Pero no le interesaba tener parroquia. Lo que él quería era tener público, gente que le escuchase, que le celebrase y aun que le rebatiese. Apolonio se relacionaba con personas distinguidísimas. La de Somavia le invitaba alguna vez a su tertulia. Por la zapatería caían de visita, periódicamente, Pedro Barquín, el cura Chapaprieta, el magistrado don Hermenegildo Asiniego, y otros claros varones de la urbe. El señor Novillo acudía a diario al establecimiento y se dilataba allí varias horas, gran parte del tiempo en el umbral, mirando con disimulo, rendimiento y rubor al balcón florido y pajarero de Felicita Quemada. Pero la relación de personas distinguidas le tenía sin cuidado a Apolonio; lo que él echaba de menos era el trato de personas ilustradas, el ambiente académico y artístico. Y aquel infame Belarmino, sabía Dios merced a qué socaliñas y malas artes, le hurtaba, sin dejar una migaja siquiera, el aplauso y atención que a él en justicia se le debían, puesto que Belarmino era insensato charlatán y prevaricador de la lezna y el cerote, en tanto él, Apolonio, por don natural, componía los más primorosos artificios, así zapateriles como poéticos. «No hay justicia, ni sentido, ni plan en el mundo» —pensaba Apolonio—. «Bien lo presumía yo, aunque todavía inexperto, cuando escribí mi Cerco de Orduña o Señor de Oña».
Apolonio se hubiera despeñado en la negra desesperación, a no estorbárselo, de una parte, la compañía habitual del señor Novillo, con que se distraía de los sombríos pensamientos y se le deparaba coyuntura de explayar la exuberancia del lastimado pecho, y de otra parte, más principalmente, el amor a la duquesa de Somavia, un amor cada día más exaltado, más puro, más imposible, más delicioso y novelesco. «Con estas dos vejigas —decíase Apolonio— me mantengo a flote sobre las borrascas de mi espíritu».
Llegaba a la zapatería el señor Novillo, con su empaque reservado, catadura sombría y venerable vientre de ídolo; la piel bronceada, barba y bigotes pardos, entrecanos en la raíz. Había cierta similitud corporal entre Apolonio y el señor Novillo. Los dos recordaban las efigies de Buda, por la hinchazón. Ahora, que la cabeza de Apolonio se enderezaba con cierto alarde confiado y olímpico, y, en cambio, la del señor Novillo pesaba sobre el pestorejo y el cuello, abombándolos en redor, y de los ojos se rezumaba una tristeza irracional. Apenas si hablaba el señor Novillo; de tarde en tarde se sonreía, enseñando unos dientes de blancura irreprochable, que, rodeados del hirsuto contorno, parecían una estría de carne de coco asomándose entre la cáscara pardusca y crinada; pero la mitad superior de la cara y los ojos seguían parados y tristes.
Así que llegaba, el señor Novillo se sentaba en un largo diván de piel verde, debajo de un espejo, velado por un tul, verde también, y dejaba caer el vientre entre las piernas, a que se reposase sobre el diván. Apolonio, abandonando el mostrador, donde, con ademán lento y religioso, trazaba diseños y cortaba pieles, venía al lado del señor Novillo y dejaba asimismo caer el vientre sobre el diván. Oíanse en la trastienda ahogados martillazos, alguna canción femenina y el repiqueteo de unas máquinas de coser. Apolonio, sin doblar la cabeza a mirar al vecino, rompía a hablar:
—Estoy abrumado, don Anselmo, estoy abrumado. ¿Qué me falta?, preguntará usted. Tengo un taller, montado con los últimos adelantos de la ciencia y de la industria; tres máquinas, una Wilson y otra Wheeler, para coser la caña, y una Johnson para hacer ojales, que puede que no haya media docena como ellas en toda la península. Mi clientela, la espuma de la sociedad; y todos satisfacen sus facturas a tocateja. ¿Qué más puedo pedir?
¡Ay mi amada! ¡Oh dolor! Lágrimas mías: ¿por dónde estáis que no corréis a mares?, |
como cantó el poeta. Unos amores desdichados, sí. Pero no quiero mentarlos. ¿Cúya es la culpa? ¿De ella? Jamás, jamás, jamás. La culpa es mía. Me enamoré de una beldad tan alta como la blanca Beatriz. Merecida es mi pena, y yo la acepto con júbilo infinito.
El señor Novillo oía el runrún con la indiferencia con que las imágenes talladas en madera de ciruelo oyen himnos y plegarias. Proseguía Apolonio, sin dignarse, por su parte, mirar a Novillo:
—He pintado en un poema alegórico la exacta posición de estos amores disparatados, horribles y delincuentes. Delincuentes, sí, delincuentes, porque…, Pero tente, lengua liviana y maldecida. He aquí el poema: un monstruo de esos que llaman gárgolas, porque vomitan la lluvia con un ruido peculiar, de donde viene la frase hacer gárgaras; digo que ese monstruo de piedra, que está en la cornisa de una catedral, se ha enamorado de la veleta, que figura una paloma, y que se asienta, ni que decir tiene, en lo más alto de la torre. Y ese es el destino cruel del enamorado monstruo, que soy yo; estar petrificado, a una distancia infranqueable de la amada y haciendo gárgaras. Esto último constituye un rasgo humorístico, que cierra la composición. Lo cómico es siempre chabacano y despreciable. Lo humorístico es un modo poético. ¿Que cuál es el nombre de la dama? Jamás lo declararé. Antes dejo que me desuellen vivo…
Novillo, presa de sus propias ansiedades amorosas, se levantó sin haber escuchado a Apolonio, y fué hacia la puerta, a mirar desde allí furtivamente a Felicita. Apolonio le seguía, declamando con el brazo extendido y la mirada flamígera:
—Jamás lo declararé. Antes pasarán sobre mi cadáver. Y si después de muerto lo declaro, conste que no soy yo, sino un espíritu maligno que habla por mi boca. —En habiendo eyaculado este apostrofe, Apolonio, apaciguándose súbitamente, volvió detrás del mostrador y se aplicó a cortar suela.
Al cabo de media hora de vergozante contemplación, Novillo retornó al diván, y al punto Apolonio acudió a su vera y reanudó el hilo de su palique.
—No son estos amores desdichados, no, lo que me trae mustio, melancólico y descontento. Los amores son la esencia de mi vida y los guardo en mi corazón como si fuesen una perla del Oriente. Estoy abrumado, estoy tan pronto rabioso como desmadejado, estoy que me llevan los demonios, porque, ante todo y sobre todo, soy un artista, y aquí, en esta ciudad, no se me comprende ni hace justicia. Por lo pronto, soy un maestro artista en zapatería. Mi clientela alaba, en el calzado que yo hago, la resistencia y flexibilidad del asiento, lo suave y duradero del material, lo cómodo y bien conformado del corte; y por eso, nada más que por eso, me pagan bien. Pero las dichas cualidades son secundarias. Un zapato, un brodequín, un botito son obras de arte. ¿Y quién aquí, salvo contadas excepciones, sabe apreciar el calzado como una obra de arte? ¿Quién aquí concede al calzado la enorme importancia que tiene? Se imaginan que el calzado sólo sirve para cubrir el pie, resguardarlo de la humedad, por temor a los reumas, y evitar que se lastime sobre el mal piso; todo lo que piden al calzado es que no críe callo. Pues si el calzado no cumple otro fin más que ése, mejor sería que los hombres echasen casco o pezuña, lo cual se conseguiría fácilmente por procedimientos científicos. Y no es que yo me refiera a esta localidad. Hablo, en general, de toda España. Un amigo mío muy erudito, Valeiro, estudiante compostelano, me contaba haber leído en un libro de un Fray no sé cuántos Guevara, obispo en alguna diócesis de Galicia, que los españoles, en los tiempos del gran Carlos V, cuando el tal obispo escribía, andaban en zancos por las calles, a causa de los lodos. ¡Qué barbaridad! Pues, ¿qué? ¿No se usan todavía en nuestra península almadreñas, zuecos, abarcas y las asquerosas alpargatas? ¡Qué poco dice esto en pro de la cultura de los españoles, y cuánto de su salvajismo! Para mí la alpargata es un insulto a la divinidad, una blasfemia, porque es negar y desconocer la obra más perfecta de Dios, o sea el pie humano. ¿Por qué es el hombre superior al mono y a todos los demás animales? Porque es el único que tiene pies, lo que se dice verdaderos pies. Si el pie fuera menos humano y noble que la mano, los hombres tendrían cuatro manos y los monos tendrían cuatro pies, y no que tienen cuatro manos. Por no ver mujeres con almadreñas preferiría vivir entre chinos, porque al menos los chinos conceden al pie de las mujeres más importancia que a ninguna otra parte del cuerpo.
Novillo salió nuevamente a la puerta, sin haber escuchado ni una sola palabra de la ingeniosa disertación de Apolonio, y éste volvió a trabajar detrás del mostrador. Al cabo de otra media hora, Novillo reincidió en reposar sobre el diván su vientre, agitado ahora por apasionado estremecimiento: era que sus ojos se habían cruzado al acaso con los de Felicita, y ella le había enviado una sonrisa arrobada y etérea. Novillo se sentía feliz, expansivo, y al acomodarse Apolonio a su lado le dió una palmada en el muslo al zapatero, preguntando:
—¿No dice usted nada hoy, querido Apolonio?
—Le decía a usted, don Anselmo —Apolonio respondió sin mostrarse herido por la ausencia mental y material de su amigo—, que los chinos conceden al pie la importancia debida. Este es mérito común a los asiáticos. No en balde estuvo el Paraíso terrenal en el Asia. En la Grecia antigua, las cortesanas y también las castas matronas apetecían los zapatos venidos del Asia, zapatos al parecer preciosos, adornados con pinturas de mucho mérito y figuras cinceladas en metal. Los antiguos, como más próximos al origen de la creación, distinguían con mayor acierto la jerarquía, utilidad y belleza de los miembros; a todos los miembros anteponían en dignidad el pie; después de éste seguía la cabeza; luego, algo que no quiero nombrar; en cuarto grado, la mano siniestra, la del escudo; en quinto, la diestra que empuña el arma; y así sucesivamente. Todos aquellos pueblos, dotados de una gran sabiduría infusa y revelada, que poco a poco se fué olvidando y desvaneciendo, rendían culto al pie y se excedían en fabricar con apropiado decoro el tabernáculo del pie, o sea el calzado. Entre los hebreos, el calzado era tenido en tanta reverencia que no se permitía que lo usasen sino los nobles y los levitas, y aun éstos apenas si se atrevían a ponérselo, como no fuera para entrar en el templo, sino que unos servidores especiales, a modo de acólitos, iban detrás de los sacerdotes y señores llevando el calzado sobre un cojín de terciopelo. Los egipcios colocaban en el calzado placas labradas de oro y plata. El calzado de los sátrapas persas era una joya valiosísima. Los patricios y senadores romanos usaban botas de piel encarnada, con una media luna de plata, la luna patricia. Pasemos a tiempos más próximos a los nuestros y recordemos a los papas, a los emperadores, a los duques venecianos. El calzado de estos grandes dignatarios de la Iglesia y de las repúblicas era de telas tejidas con metales preciosos y recamados de las más ricas piedras: esmeraldas, rubíes, zafiros, diamantes del tamaño de nueces casi siempre. Tengo entendido que el Santo Padre todavía usa ese calzado los días que repican gordo.
—¡Caracho, lo que usted sabe, amigo Apolonio! —exclamó Novillo, sinceramente deslumbrado.
—Pues ya sabe usted tanto como yo, don Anselmo. Y si usted desea más detalles, le dejaré unas cuartillas manuscritas, tituladas «Podotecología estética, o historia del calzado artístico», que para mí escribió mi amigo Valeiro, y que es de donde yo he tomado los datos. En media hora escasa se las aprende usted de memoria. En lo que yo insisto es en que, como español, me abochorno de que los españoles no hayamos contribuído con ninguna invención al progreso del calzado. No hay una ciencia y un arte zapateriles propiamente españoles. No habrá oído usted decir punta a la madrileña, tacón Isabel II o hechura española, como se dice punta a la florentina, zapato Richelieu, tacón Luis XV, hechura inglesa.
—Hombre, hombre… —objetó el señor Novillo, que era muy vidrioso en su patriotismo, y como apoderado local del cacique y cacique él mismo de aldea, consideraba que menoscabar el buen nombre de la patria equivalía a reprobarle encubiertamente su posición política—; eso que usted dice no debe importarnos un rábano. ¿Que no hemos descubierto una punta o un tacón? Pero hemos inventado cosas de más provecho y sustancia —colocando las manos extendidas sobre el abdomen—: el pote gallego, la fabada, el bacalao a la vizcaína, la paella valenciana, la sobreasada mallorquina, el chorizo y la Compañía de Jesús. Y ¿dónde me deja usted el descubrimiento del Nuevo Mundo? Aparte que, si no recuerdo mal, cuando estudié en el Instituto, el profesor de Historia nos decía que no sé cuál emperador romano había adoptado para el ejército el calzado que usaban los españoles.
—Fábulas —replicó, despectivo, Apolonio—. Los españoles sólo han inventado la alpargata, que es, ya lo he dicho anteriormente, un insulto a la divinidad, un sacrilegio zapateril. Yo, maestro artista, repelo la alpargata con sacrosanta indignación.
—No sigamos por ese camino, Apolonio, porque tendríamos un disgusto. Como presidente de la Diputación y, por tanto, representante del Gobierno legítimo, no puedo consentir que nuestra invicta bandera se ponga en tela de juicio. No le digo a usted: zapatero a tus zapatos, porque no quiero provocarle.
—Pues de zapatos estamos discutiendo, mi querido don Anselmo.
Novillo se levantó a repetir la operación contemplativa, y Apolonio reanudó sus operaciones profesionales. Después de media horita, que para Novillo fué una eternidad de inefables congojas, porque se verificaron varios choques meteóricos de miradas, halláronse otra vez par a par el zapatero y el político.
—¿Decía usted…? —comenzó Novillo.
—Decía que aquí, en general, no se aprecia el valor artístico del calzado. Yo, se le digo a usted con toda reserva, me creo postergado. No se me hace justicia. Ni como zapatero, y no digamos como poeta dramático. ¿Por qué se figura usted que soy zapatero? Porque soy poeta dramático. ¿Por qué se figura usted que soy poeta dramático? Porque soy zapatero. Los ignorantes piensan que no tiene relación lo uno con lo otro. Pues son dos cosas inseparables. Hay conflictos dramáticos entre los hombres y no entre los animales, porque los hombres observan la postura eréctil; y los hombres observan la postura eréctil porque andan sobre los pies. Póngame a los hombres en cuatro patas, o hágamelos usted paralíticos, como los árboles; ya no hay drama. ¿Es esto claro? Pero, señor, si el drama no es más que cuestión de calzado, cuestión de ponerse en dos pies y levantar la cabeza todo lo posible, en son de desafío, hacia el cielo, en donde se oculta el destino de los hombres… ¿Es verosímil que los hombres inventasen así, a secas, el drama? ¡Qué desatino! Los hombres inventaron una especie de calzado, el coturno, que les alzaba más de un palmo sobre la tierra; pues con esto, ya estaba inventado el drama. Pues si le dice usted a cualquiera de esos estudiantillos hambrientos que yo soy zapatero y autor dramático, se reirán. En cambio, no se asombran de que un zapatero pueda ser filósofo. Yo soy el que me río…, Ja, ja, ja…, Filósofo lo puede ser el último gato. Todos los filósofos son unos farsantes, charlatanes de feria. ¿Para qué sirve la filosofía? Ya lo dijo Saquespeare —pronunciado así—: «la filosofía no sirve ni para curar un dolor de muelas».
—Hombre, hombre… —objetó el señor Novillo—. El arte dramático tampoco sirve para curar dolores de muelas.
—Pero el dolor de muelas sirve para hacer dramas. Todos los dolores son experiencias dramáticas.
Esta escena se repetía a diario durante largo tiempo, si bien la elocuencia ubérrima de Apolonio desenvolvía variadísimos temas. Novillo llegó a sentir curiosidad por conocer el drama que había escrito Apolonio, el cual se lo leyó una noche con tanto énfasis y pathos, que subyugó y conmovió al oyente.
—En efecto; es usted un gran artista —murmuró Novillo, enjugándose unas lágrimas; era sobremanera sentimental—. Como presidente de la Junta de abonados que soy, le prometo que haré estrenar su drama por la primera compañía dramática que venga a Pilares.
Apolonio hubiera abrazado a Novillo; pero no quería descomponer la majestad de la figura.
Por desdicha, pasaban los meses y no venía ninguna compañía dramática.
La poesía fué estrechando más y más la amiganza entre Novillo y Apolonio. Novillo celebraba mucho los poemas amatorios de Apolonio, y siempre que componía uno nuevo se lo pedía para «empaparse» en él, decía, leyéndolo a solas.
Una mañana, Felicita entró en la zapatería de Apolonio, cosa acostumbrada; pero aquel día, la solterona llevaba desencajado el rostro, con expresión que pretendía ser colérica, y, sin embargo, dejaba recelar un placer oscuro. «¿Qué tripa se le habrá roto a esta vieja vestal?» —pensó Apolonio.
—Apolonio, ¿nos oye alguien? —preguntó Felicita, inclinándose sobre el mostrador, con delgado aliento y ojos de espía.
—Si usted conserva ese tono, nadie nos oirá.
—Apolonio…, Es usted un miserable, un traidor, un ingrato. Se lo digo a usted en voz baja, aunque con toda energía, porque quiero evitar espantosas complicaciones, incluso la efusión de sangre.
—Pero, señora…; digo, señorita…
—Silencio, infame. He callado hasta hoy, porque lo tomé como una locura fugitiva. Pero ha llegado a tal extremo su atrevimiento, que he decidido escarmentar a usted para siempre, para siempre. —Sacó del seno un montón de papeles y los despidió, con ademán repulsivo, sobre el mostrador. —Le arrojo esos anónimos impertinentes e indecorosos. Yo pertenezco a un hombre, sólo a un hombre. Todos los demás pretendientes me inspiran aversión y asco.
Apolonio examinaba los papeles escritos.
—Estos son versos míos —bisbiseó.
—Ya lo sé.
—Pero estos versos no están escritos por mí. Son copias; y la letra es de don Anselmo Novillo.
—Agua —pudo apenas articular Felicita, en tanto se desplomaba exánime sobre el diván.
De buena gana Apolonio hubiera dado unos cuantos azotes a la vieja vestal, que así venía a turbarle y ponerle ante sí mismo en ridículo, obligándole a descomponer la majestad de la figura; corriendo azariento a entornar la puerta, porque los transeuntes no se percatasen del lance; trayendo un vaso de agua a través de las frívolas oficialas, que sonreían al verle en guisa de camarero: salpicando el rostro de la desmayada e intentando desabrocharle el corsé. Afortunadamente, Felicita se recobró antes de que Apolonio recurriese a este último extremo. Sorbió el agua; pidió los papeles; los restauró al cobijo del seno, no sin antes besarlos, y dijo a Apolonio:
—Por la memoria de su madre le pido juramento que no dirá nada a nade de esto que ha pasado. ¡Júrelo!
Apolonio, ante la prosopopeya de Felicita, ya se halló en su elemento, y juró con la solemnidad y unción de un pontífice.
«En medio de todo —reflexionaba Apolonio—, qué curioso drama el de Novillo y Felicita. Es algo así como el suplicio de Tántalo. ¿Por qué no se casan? No será porque no quieran ni porque nadie se lo impida. Y, sin embargo, no se casan. Luego negarán que existe una Némesis que traba y destruye las intenciones de los hombres. Yo escribiría este drama. Pero el señor Novillo es amigo y podría disgustarse».
Escribiría aquel drama y otra porción de dramas tomados de la realidad. Y la realidad de Apolonio, por entonces, no traspasaba los límites de la Rúa Ruera. Sin necesidad de levantar los tejados, como el Diablo Cojuelo, Apolonio adivinaba el drama oculto en cada casa, y con todos los pequeños dramas individuales formaba una gran tragedia, la tragedia de la calle, en que él era el héroe, la víctima, y Belarmino el traidor. En fuerza de imaginar luctuosas peripecias, el pecho se le colmaba de impulsos vehementes, a manera de necesidad perentoria de acción, y acción cruel. Era menester que se libertase de aquellas ansias agresivas, que cada día le hostigaban con redoblada tenacidad, o, de lo contrario, perdería en una mala hora la cabeza y haría una barbaridad. Entonces se le ocurrió una idea feliz: se dedicó a criar gallos de pelea. Como tenía dinero a mano, adquirió presto una regular gallera. Encargó buena parte de los gallos ingleses a Antequera, porque le informaron que allí cultivaban las sangres más finas y puras. Se adiestró en el cuido y preparación de los gallos para el combate. A todos sus animales les impuso nombres mitológicos y legendarios: Aquiles, giro; Ulises, colorado; Héctor, gallino; Hércules, negro; Roldán, dorado; Manfredo, cenizo; Carlomagno, negro también; etc., etc. En las otras galleras abundaban los nombres de toreros. Todos los domingos por la mañana, después de oír misa de once, porque creía en Dios y en la providencia, a pesar de que en este mundo no hay justicia, ni plan, ni sentido, Apolonio se encaminaba al circo gallista, seguido de un aprendiz con los capaces en donde iban los gallos que aquel día echaba a pelear. Intervenía en las diligencias preliminares del examen y peso de los combatientes, y escrutaba con tanto escrúpulo, seriedad y aparato la balanza, como si se estuviese decidiendo el porvenir de la humanidad. Luego, había que verle con qué religiosa pompa y taciturno talante, sentado detrás de la pista, limpiaba las espuelas del gallo con medio limón, para mundificarlas, por si estaban emponzoñadas, y las enjugaba después con el pañuelo, y, por último, depositaba levemente el gallo sobre el ruedo, como diciendo: alea jacta est, y ya no hay poderío terrenal que desvíe la voluntad de los hados. Y la voluntad de los hados era, indefectiblemente, que los gallos de Apolonio quedasen muertos o malferidos. A Ulises se lo mató Lagartijo; a Héctor, Bocanegra; Mazzantini hizo papilla a Roldán; Aquiles quedó ciego de unas puñaladas que le metió Frascuelo; y un gallo de sangre mestiza y ruin, color blanco, llamado Espartero, propiedad de un ebanista, aniquiló a Carlomagno, Manfredo, Hércules y otros seis héroes desgraciados. Cosa sorprendente: Apolonio asistía sin enojo, antes con orgullo, al vencimiento de sus gallos. Lo esencial era que nunca cantaban la gallina; morían porque debían morir, que el héroe muere siempre a la postre, y no a manos de otros héroes, sino por el vil puñal. Sus gallos daban siempre el pecho; los demás seguían una cobarde táctica de combate, simulaban huir en torno al ruedo, y cuando más confiado iba el héroe en su persecución, se volvían inopinadamente y le daban traidoras estocadas. Sus gallos, como los personajes de Sófocles, sabían morir con belleza, y por lo tanto con gloria, que viene a ser lo mismo. Ajax declaró: «vivir con gloria o morir con gloria; tal es el deber de los bien nacidos», y la palabra empleada para designar la gloria es [Griego: chalos], que significa también la belleza. ¡Y cómo se parecía Apolonio a sus gallos! Se les parecía en la silueta, en el aire de prestancia, en el énfasis, en la cresta, pero no en los espolones; se les parecía por fuera. Por dentro, Apolonio, aunque daba albergue y acariciaba con la imaginación las pasiones más destructoras, era incapaz de matar un mosquito, como decía de él su hijo. Y así, Apolonio veía en sus gallos la incorporación de algo necesario y deficiente en su propia personalidad; eran encarnación de su personalidad frustrada, porque el dramaturgo es el hombre de acción frustrado. De aquí que Apolonio asistiese sin enojo, antes con orgullo, y aun con satisfacción íntima, al vencimiento de sus gallos. Se verificaba en su pecho la perfecta frustración de su personalidad deficiente, una especie de catarsis. Si los gallos vencieran con frecuencia, pensaba Apolonio que la confianza en sí mismo, ya que los gallos eran en cierto modo prolongación de su persona, el espíritu agresivo, la necesidad de acción ejecutiva, se le hubieran comunicado fatalmente a él, y como era muy pusilánime, sólo ante la idea de cometer un gran disparate le daban escalofríos. Por último, las peleas de gallos influían en la vida y carácter de Apolonio en dos opuestas direcciones: una favorable, y adversa la otra. Favorable, porque se iba haciendo conocido y famoso, como personaje pintoresco e improvisador de aleluyas, en la ciudad y en otros pueblos de la provincia, en donde alguna vez se concertaban riñas de gallos interurbanas. Adversa, porque en las riñas mediaban apuestas, y como Apolonio perdía siempre, se le iba desnivelando el presupuesto mucho más de lo prudente. Apolonio no paraba atención en los descalabros económicos mientras su actividad pública, como gallero, le sirviera para ensanchar la nombradía; prefería la ruina y la inopia a la oscuridad. Todo lo aceptaba con tal de gratificar en alguna medida su vanidad inocente, con tal que se le conociese y se hablase de él. Su obsesión era aventajar la fama de Belarmino, humillarle algún día.
Belarmino ganaba cada vez más popularidad. En los periódicos se habían publicado artículos acerca de él; unos de burla, otros en serio, sosteniendo la tesis de que constituía un fenómeno mental, un caso de estudio, invitando al director del Hospital-manicomio a que hiciese con él experiencias científicas, y proponiendo que cuando muriese no se le enterrase sin antes haberle sacado el cerebro, a fin de analizarlo. Cuando Belarmino leyó esta halagüeña proposición, se le atragantó la saliva; pero se repuso a seguida, sonriendo beatíficamente. Adoptaba la propia actitud de indiferencia filosófica hacia las opiniones ajenas, mientras él conservase la vida y el pensamiento, como hacia los dolores corporales, en habiéndose muerto.
La polémica sobre si Belarmino sabía lo que se decía o, por el contrario, hablaba como un papagayo, repitiendo palabras vacías y sin trabazón, se enconaba y complicaba más y más, porque nadie había allegado todavía prueba concluyente, de una parte ni de otra. El Estudiantón no desesperaba de formar el léxico completo belarminiano con su correspondencia clara. Tomaba notas sin cesar, había interpretado ya bastantes vocablos y entendía el sentido de algunas sentencias; pero estos hallazgos fragmentarios no convencían a todos.
Por entonces llegó a Pilares el primer fonógrafo. Lo había traído de París, en uno de los periódicos viajes de compras, un quincallero apellidado Ortigüela. El mecanismo causó gran sensación. Ortigüela dió varias audiciones en casas particulares, en el Casino y en la Universidad. Oyéndolo, al Estudiantón se le ocurrió un ingenioso proyecto, que comunicó al punto a los belarminianos y antibelarminianos. Tratábase, nada menos, que de demostrar inequívocamente si Belarmino hablaba un idioma inteligible. Todos aceptaron la presunta demostración. El proyecto era el siguiente: Se le pediría a Belarmino que viniese a una casa cualquiera y explicase en breves palabras su sistema filosófico. Convenientemente encubierto, se le colocaría al lado el fonógrafo, y se impresionarían uno o dos cilindros con la disertación de Belarmino. Al cabo de un tiempo prudencial, se le diría que estaba de paso en Pilares un filósofo forastero, al cual le habían invitado a dar una conferencia en el Casino, y si él, Belarmino, quería oírla, puesto que era el único filósofo de la localidad, que le colocarían en una habitación contigua al salón, detrás de los cortinajes, desde donde escuchase sin ser visto. De todas estas diligencias se encargaría Escobar, el Estudiantón, por ser con quien Belarmino mostraba mayor confianza y estima. Nadie pensó que Belarmino pudiese reconocer su propia voz, porque, efectivamente, en aquel aparato todavía rudimentario, bien que se distinguiese con claridad las palabras, todas las voces sonaban con el mismo timbre homogéneo y ronquecino.
Cuando el Estudiantón requirió a Belarmino a que expusiese su sistema, el zapatero replicó con dulce ironía:
—¿Y qué es un sistema[40]? Quizás lo que usted llama sistema no es lo que yo llamo sistema. Yo, gracias a Dios, no tengo sistema. Lo que usted quiere decir es postema[41]. Tampoco, gracias a Dios, tengo postema.
—Bien, bien, Belarmino; confieso que no le entiendo a usted todavía. Por eso, precisamente, no me sacio de oírle, y deseo que usted nos dé una especie de abreviado conjunto o resumen de sus ideas. Si yo no le entiendo, usted me entiende, porque es bilingüe, y sabe lo que le pido. ¿Acepta usted?
—Sé lo que me pide, y no tengo inconveniente en aceptar. Pero necesito una semana de meditación.
Cumplida la semana, Belarmino se presentó en el lugar designado. Dijérase que había pasado, no una semana de meditación, sino muchos meses de ayuno; la noble y aguileña faz, tan enjuta, que casi era traslúcida; el cuerpecillo, tan reducido y descarnado, que apenas gravitaba sobre el suelo. Entró en la habitación sin inmutarse, sin mecer una mirada de curiosidad alrededor; se sentó donde le dijeron; inclinó la cabeza y habló tenuemente, sin accionar ni mudar de tono; concluyó y volvió con la misma serenidad y distracción imperturbables a su cuchitril.
Pasaron otras dos semanas. Según lo convenido, fueron dos estudiantes, socios también del Casino, a invitar a Belarmino si quería oír, desde un escondite, a un filósofo de paso.
—¿De dónde es ese filósofo? —preguntó Belarmino.
—De Kenisberga —respondió uno de los estudiantes, que era muy desenvuelto.
—¿Y cómo se llama?
—Cleo de Merode.
—¿Y en qué habla?
—Anda, pues en filósofo. Todos los filósofos hablan una lengua especial.
Belarmino quedó pensativo un punto. Que los filósofos hablaban una lengua especial, ya lo sabía él; pero le cabía la duda si cada filósofo hablaba una lengua distinta, inventada por él mismo, o si todos hablaban la misma. Si lo último, entonces los filósofos eran, evidentemente, seres privilegiados, que habían llegado a la verdad absoluta por medio de la revelación directa.
—¿Irá mucha gente? —preguntó Belarmino.
—Anda; y las señoras más guapas y elegantes de Pilares.
—¿Un filósofo para señoras guapas y elegantes? ¡Bueno será él! —exclamó Belarmino, decepcionado.
El despierto estudiante corrigió en un periquete:
—Caprichos de las señoras…, Han oído: un filósofo, y se han dicho, pues vamos a verlo; será un bicho raro.
—¡Ah, ya!
—Hay un cuartito que comunica con el salón de actos, desde donde se oye todo divinamente. A ese cuartito irán algunas personas que no gustan de mezclarse con el público, por razones dignas de respeto; por ejemplo: Escobar, el Aligator. ¿Cómo se iba a sentar él, con aquella ropa de pordiosero, al lado de las señoras? En suma: que usted viene con nosotros.
Belarmino, después de saber que el filósofo hablaría ante señoras, ya no tenía interés ninguno en oírle. Pero se dejó llevar, con resignada indiferencia.
Toda la tramoya había estado tan hábilmente desarrollada, que Belarmino, a pesar de su sagacidad instintiva, no sospechaba ser víctima de un engaño.
En el cuartito había unos veinte individuos; los más conspicuos del belarminismo y del antibelarminismo. Estaban entornadas las maderas del balcón, para que no se introdujese el ruido de la calle. Sentaron a Belarmino muy cerca de un gran cortinón de velludo, color oro viejo. Belarmino parecía sumido en completa insensibilidad, como amputado del mundo de las cosas vivas. Si alguno le cuchicheaba al oído, él no se daba por enterado. El Aligator, por su parte, atravesaba una de sus crisis galvánicas y se estremecía convulso, dando ya por anticipado que la experiencia iba a fracasar. El estudiantillo desenvuelto se acercaba de cuando en cuando al cortinón, detrás del cual estaba apercibido el fonógrafo; abría una rendija, inmiscuía la nariz, y se volvía a decir: «Se va llenando el salón», «ya está lleno», «el filósofo sube al estrado», «monsieur Cleo de Merode va a comenzar su conferencia». Oyóse el carraspeo del fonógrafo, precursor de la emisión de la palabra. El estudiantillo avispado dijo:
—Murmullos de aprobación.
Y a todo esto, Belarmino sin entrar en situación, ausente en remotos limbos del pensamiento.
Una voz metálica, ronquecina, nasal, gangosa, de beodo o de fonógrafo, rompió a decir: «Está el que come ante el Diccionario, en el tole tole[42], hasta el tas, tas, tas».
Belarmino, como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica, saltó sobre el asiento. Palideció mortalmente. En torno a los ojos se le abrió ancho y profundo foso de sombra; las pupilas se le desvariaron, abrasadas y resplandecientes.
Proseguía la voz, en un curso homogéneo, estridente, seguro, inexorable. Belarmino, casi desfallecido sobre el asiento, en arrobo, cara al cortinón, con los brazos abiertos, remedaba las imágenes de los santos que recibieron la gracia de los estigmas. Jadeaba con desmayo y acopiaba sus escasas fuerzas para suspirar de continuo: «Claro, claro; ¿qué duda coge?». Luego, con intermitencias, como un reloj arbitrario, producía enérgicamente, al concluirse las frases del invisible conferenciante, una a manera de rítmica onomatopeya: «tris-tras, tris-tras, tris-tras[43]». Cuando la voz catarrosa e incorpórea dijo, con la frialdad de una sentencia fatídica: «El sapo[44] no factura[45] la beligerancia, la inquisición[46], el pongo y quito[47] de los comensales[48]. El sapo rocia[49] con capullos[50] los globos[51] y zapadas[52] de los comensales. El sapo prohija[53] el tetraedros. El sapo desnuda[54] el tetraedro», Belarmino se oprimió las sienes con las manos, echó hacia atrás la cabeza, sacudiéndola con insensato y contenido entusiasmo, y murmuró entre dientes, mordiendo las palabras: «¡Qué razón tiene! ¡Qué razón tiene!».
Terminó la conferencia. Belarmino se hundió en una especie de marasmo o abstracción. El Aligator, triunfante, hacía guiños y visajes, preguntando por señas a los otros qué les había parecido la experiencia. De los demás, la mayor parte se retorcían, ahogando la risa; algunos enarcaban las cejas y fruncían el labio, remisos en aceptar el valor probatorio de la anterior experiencia.
Belarmino se incorporó, con las brumas del ensueño desparramadas todavía en las pupilas.
—¿Y dicen ustedes —preguntó— que ese filósofo se llama Meo de Clerode?
—Asimismo; Meo de Clerode —respondió, con cara dura, el estudiantino desenvuelto.
—Pues es un enormísimo sapo, mucho más grande aún que Salmerón.
Y Belarmino volvió a su cuchitril, cabizbajo y abismado en preocupaciones.
—Y ahora, ¿qué dicen ustedes? —preguntó Escobar, en un arrebato impropio de su natural modosidad.
—Que nos hemos reído la mar —respondió el estudiantillo desenvuelto.
—Esa es una contestación festiva, y el asunto es serio —replicó severamente el Aligator.
—Sin duda —entró a decir un dentista apellidado Yagüe—, ese zapatero sabe lo que dice y emplea siempre las mismas palabras para los mismos objetos. Esto me parece plenamente probado. Pero se me ocurren dos observaciones. Primera: lo que él dice, a su modo, ¿tiene alguna importancia; merece tomarse la pena de estudiar su idioma endemoniado, para averiguar lo que dice? Segunda: caso que lo que dice es de importancia, ¿qué necesidad hay de inventar un idioma ininteligible para expresarlo? Deseo que me responda a estas dos observaciones usted, señor Escobar, que es persona périta.
—Respondo. En cuanto a lo primero, me remito a su juicio de usted. Dice usted que yo soy una persona périta. ¿Qué quiere usted dar a entender con esta palabra?
—Hombre… —tartajeó, turbado, el dentista—, eso la misma palabra lo dice…, Périto es el que conoce una cosa.
—Entonces, ¿por qué no dice usted conocedor, como la mayor parte de las personas?
—Hombre, me pone usted en un aprieto. Périto es también el que conoce mejor una clase de cosas. Yo soy périto en odontología…
—Entonces, ¿por qué no dice usted especialista, como la mayor parte de las personas?
—Me envuelve usted, en lugar de aclarar mis dudas. Yo he dicho périto porque he querido dar a entender varias cosas con una sola palabra.
—Justamente, eso es lo que pretende Belarmino; dar a entender varias cosas con una sola palabra. Y como las palabras que él sabía únicamente expresaban cada cual una cosa, ha inventado un nuevo idioma en que cada palabra indica varias cosas, por lo menos la serie de cosas que producen la cosa más particularmente designada por cada palabra.
—Bien; pero no ha contestado aún a mi primera observación.
—Allá voy. Tengo ya reunido un número considerable de vocablos belarminianos y entiendo algunas de sus sentencias. Por ejemplo: en la conferencia de hoy, la frase «está el que come ante el Diccionario, en el tole tole, hasta el tas, tas, tas», significa: «está el hombre ante el universo, mientras vive, hasta que muere». Esta es la versión literal.
—Bueno; pues esa frase es una perogrullada, y no merece la pena perder el tiempo en estudiar el idioma del zapatero, para, en definitiva, venir a averiguar eso. ¿De manera que el diccionario es el universo? ¿Y qué necesidad hay de mudarle el nombre?
—Perfectamente. Ese es un reparo que cabe oponerlo a los más grandes filósofos. Un escritor francés, Stendhal, escribió que él se había fatigado con larga asiduidad en desentrañar el sistema de Kant, para hallar, al cabo, que no encerraba sino lo que todo el mundo sabe por sentido común. Y en cuanto a variar la acepción usual de las palabras, le diré a usted que todos los sistemas filosóficos deben comenzar necesariamente por esto. Usted cree saber al dedillo lo que significan las palabras intuición, idea, espíritu, voluntad, extensión… ¿no es verdad?
—Desde luego, para satisfacer las necesidades de mi pensamiento.
—Pues bien; cada una de esas palabras tiene en los diferentes filósofos un significado distinto y tal vez opuesto, y todo porque estos filósofos querían, lo mismo que usted, satisfacer las necesidades de su pensamiento.
—Saco en consecuencia que la filosofía no sirve para nada, como no sea para remendar zapatos y andar mal vestido.
—Por lo menos, a Belarmino su filosofía le ha servido para ser un santo. En esto estaremos todos conformes.
—Pues para hacerse uno santo —replicó el dentista, con aire avieso, pensando que la objeción que ahora se le había ocurrido era irrefutable— no es menester inventar un idioma distinto e ininteligible.
—Los santos —respondió el Aligator—, oralmente y en acción, hablan un idioma distinto, que no entienden los que no son santos. Cada hombre que es una cosa de veras, habla un idioma distinto, que no entiende el que no es esa cosa, porque tienen alma distinta. El chalán habla su idioma, el contrabandista el suyo, el suyo también el político, y el artista, y el ferretero, y el soldado y el dentista. El mundo es como una gran lonja, llena de sordos que aspiran a verificar sus transacciones; todos gritan; hay un horrendo rebullicio; pero como no se oyen los unos a los otros, no se concluye ningún trato.
Cuando hubo salido el Aligator, el estudiantillo travieso declaró en voz alta lo que todos pensaban para sí:
—Ese hombre desarrapado está tan loco como el zapatero.
Pero en el aire quedaba flotando una verdad difusa y pesada: que Escobar había triunfado; que Belarmino hablaba un idioma inteligible para él y un tanto para Escobar, y que uno y otro eran personas de especie distinta y acaso de naturaleza superior.
A oídos de Apolonio llegaron las nuevas de lo sucedido. La envidia es clarividente; pero mira con vidrios de aumento. Apolonio valoró clarividentemente el suceso como un triunfo de Belarmino, pero dándole proporciones desmedidas. Para Apolonio, aquello había sido la consagración suprema de Belarmino como filósofo, y que de allí al acatamiento universal no había más que un paso. Apolonio paseaba, nervioso y tremante, zapatería arriba, zapatería abajo, erguida la cresta, amenazador continente, transido de funesta cólera. No le faltaba sino que le nacieran espolones. No podía resignarse a la humillación. Era imprescindible y apremiante demostrar al mundo que su cerebro aventajaba en altitud al de Belarmino, como el cedro al hisopo. En esto entró Novillo.
—¿Qué le ocurre a usted, amigo Apolonio? Parece usted febril.
—Don Anselmo, yo le digo: ya la ocasión es llegada que me cumpla como amigo una promesa sagrada.
—A ver, a ver…
—En esta zapatería, y lo juro por mi dama, me prometió usté que haría que me estrenasen el drama.
—Y sostengo la promesa. Pero es el caso que no ha venido ninguna compañía dramática.
—A pesar de los pesares, el tiempo corre que vuela. Ahora hay una aquí, en Pilares.
—Cierto; pero es de zarzuela. —Novillo ya replicaba en verso.
Apolonio respondió que a él no le importaba. La cuestión era que le estrenasen el drama. El señor Novillo, como presidente de la Junta de abonados, lo podía exigir. Novillo prometió que lo exigiría. Llevó consigo el mamotreto, debajo del brazo, y aquella noche, en un entreacto, entre El monaguillo y Las campanadas, fué al cuarto del bufo Celemín, director y primer actor de la compañía, y le dijo, a tiempo que le entregaba el manuscrito:
—Es preciso que se estrene esta obra. Los abonados lo exigimos. Es de un autor de la localidad. Se trata de un drama, pero la compañía puede representarlo lo mismo.
Celemín se quedó con la obra para leerla y dar respuesta cumplida al día siguiente. Espíritu superficial, como todos los hombres consagrados exclusivamente a dar que reír a los demás, Celemín vió al punto que la obra, representada convenientemente en tono de farsa, sería el mayor éxito de risa. Al siguiente día dijo a Novillo que la obra se pondría inmediatamente en ensayo.
Apolonio se hinchó hasta un punto inverosímil e incompatible con la elasticidad de la piel humana. Asistía a los ensayos, como Dios a la obra cotidiana y turbia de la creación, con aparente inconsciencia. Dejaba hacer a Celemín, como Dios deja hacer a los déspotas y tiranos, sabiendo que la voluntad y autoridad de ellos son inútiles, y que la providencia, el designio providente del autor, reside dentro de cada uno de los personajes que juegan el drama, a modo de ley fatal o ineluctable norma de acción.
A todo esto, instigada por el malicioso Celemín, había cundido por todo Pilares la voz de que se correría la gran juerga el día del estreno. Y llegó la sonada ocasión.
Muchedumbre de estudiantes estaban distribuídos en localidades estratégicas. Llevaban coronas de cebollas, ajos, puerros y otras hortalizas de aroma desagradable y violento; dos lechuzas, varios muciérlagos y otros avechuchos temerosos y repulsivos, a fin de arrojar las coronas sobre el autor y soltar sobre la sala las nocturnas aves, en la coyuntura propicia.
Los estudiantes habían determinado que lo más divertido era fingir grandes extremos de entusiasmo. Desde los primeros versos comenzaron a aplaudir catastróficamente. Apolonio, entre bastidores, escuchando el estruendo, se cernía serenamente sobre los aplausos, como Zeus olímpico sobre los truenos.
El malicioso Celemín había preparado varios trucos grotescos. Había vestido a los actores de mamarrachos, con percalinas chillonas. Cada vez que salía uno, estallaba un escándalo de risas y palmoteos. En el acto segundo había un desafío entre el Señor de Oña y Estoiquiz, el tuerto, Señor de Orduña. Celemín dispuso el desafío de manera que uno de los combatientes diera la espalda al foro y el otro al público, y arregló, por medio de ingenioso expediente, los calzones del que daba la espalda al público, para que en un momento dado se le descosiesen por la parte más prominente y rotunda y dejasen al aire ciertas interioridades. Y así fué. Cuando se abrió el pantalón, resonó un aplauso cerrado. En haciéndose el silencio, un escudero, que presenciaba el desafío, gritó:
¡Aquí! ¡Ayuda a mi Señor! Traigan en seguida un mulo; que se le está viendo el dolor, a pesar del disimulo. |
No pudo el escudero concluir la cuarteta, porque antes de acabar el tercer verso, el coro de estudiantes interrumpió, ingiriendo un consonante de su cosecha. A la segunda vez, el escudero dijo la cuarteta de corrido.
¡Bien calculó el maligno Celemín lo que había de ocurrir, y cómo la caballeresca escena cambiaba de carácter y adquiría torpe sentido con sólo disponer los combatientes en la forma antedicha y rasgar oportunamente la trasera de unos gregüescos! Las más sublimes escenas de Shakespeare se hubieran descompuesto en esta piedra de toque.
En el tercer acto, un personaje decía:
Para conquistar a Orduña, aunque con gente bisoña, no faltó al Señor de Oña sino el negro de una uña. |
Insistentes aplausos obligaron a recitar media docena de veces la anterior cuarteta, y después requirieron al autor que saliese al proscenio. Cuando Apolonio progresaba hacia las candilejas, doblando a tiempo la espina, pero sin perder, no obstante, su maravillosa prestancia y pontificia dignidad, una voz emitió clamorosa solicitud: «¡Que nos enseñe el negro de la uña…!». Truculentos aplausos. La voz pertenecía a un estudiante de veterinaria; pero Apolonio, sonriendo por dentro con fruición, pensó: «Eres Belarmino, el reptil. Bien conozco tu silbo venenoso. Los aplausos efusivos que han asfixiado tu glosa intempestiva, sírvante de lección y correctivo. Esta noche, el dolor de mi triunfo te asesina. ¡Muérete, muérete, miserable!». Dígase, en honor de la verdad, que en aquellos mismos instantes, Belarmino, el reptil, practicaba peregrinos arpegios con su silbo, pero era en el lecho, durmiendo y roncando a pierna suelta, a par de Xuantipa, y soñando que sostenía un coloquio exquisito, sentados entrambos sobre las nubes, con Meo de Clerode, el distinguido filósofo de Kenisberga.
Al concluir el drama, aclamaciones y ovaciones levantaban humo. Apolonio, frente a la concha del apuntador, recibía el homenaje de la multitud, henchido de vanagloria, pero indiferente en el gesto. Cayeron a sus pies varias coronas de cebollas, ajos y puerros, adornadas con cintas de colorines. Él las recogió y aceptó, antes con resignada benignidad que con solicitud y apresuramiento, figurándose, porque no se había dignado mirarlas detenidamente, que estaban formadas con tubérculos de plantas odoríferas. Y en este momento, los estudiantes dieron suelta a las repulsivas aves nocturnas, las cuales, deslumbradas con la luz del petróleo, revoloteaban de uno a otro lado, chocando en el rostro de los espectadores. Inenarrable tremolina. Las señoras lanzaban alaridos de parturienta; de parturienta, sí; pues dos señoras, que se hallaban encintas, abortaron; lo mismo que sucedía con las tragedias de Esquilo.
Apolonio, con aquella su portentosa ineptitud para percibir la realidad externa, volvió a su casa convencido de que no había habido, en los anales de la dramaturgia, triunfo como el suyo. Ya en calzoncillos, antes de sepultarse en el camastro, dijo entre sí, fijando el dedo índice en medio de las cejas: «El derrotero está trazado. De aquí en adelante, mi ocupación preferente será dar forma poética a los dramas que se agitan aquí». Consecuencia de tan hermosa determinación: que comenzó a descuidar el negocio zapateril, a cumplir mal con la clientela, a enajenársela poco a poco, porque, acosado por las deudas, a causa de las pérdidas en el reñidero de gallos, acosaba él a su vez a los parroquianos, intentando en ocasiones, por descuido y olvido, cobrarles dos veces la misma factura.
Fué por entonces cuando Martínez, antiguo oficial de Belarmino, abrió, en la Rúa Ruera, hacia la cual parecían sentir querencia todos los zapateros, un establecimiento de calzado mecánico, «La Solidez», con género de Mallorca, de Almansa, de Barcelona, y anunciaba una remesa de los Estados Unidos.
Apolonio consideraba un par de botas como una obra de arte, no de otra suerte que los príncipes del Renacimiento consideraban un libro como una obra de arte. Para aquellos exigentes catadores de Belleza, un libro, aunque en sus partes secundarias se emplease con tiento el troquel, debía estar escrito a mano, aforrado en telas ricas y sellado con joyeles a guisa de broches. Para Apolonio, un par de botas, aunque la máquina interviniese en algunas costuras accesorias, debía estar, en sus articulaciones esenciales, cosido a mano. Cuando los emisarios del cardenal Besarión vieron en casa de Constantino Lascaris el primer libro impreso, burláronse riendo de la estúpida invención, y dijeron: «Entre los bárbaros tenía que nacer la ocurrencia, y en una villa de Alemania. Federico de Urbino se hubiera cubierto de rubor y vergüenza si poseyese un libro tan feo como éste». Cuando Apolonio vió el primer par de calzado yanqui, exclamó: «Esta es invención de salvajes. Prefiero la alpargata, que al menos está hecha a mano. Esa nueva tienda debe llamarse La Estolidez, en lugar de La Solidez». Y aventuró esta profecía, que hasta ahora ha resultado válida: «La base de la zapatería de lujo es y será siempre el cosido a mano». Pero no se le ocultaba a Apolonio que «La Solidez» o «Estolidez» le amenazaba con una competencia, quizá ruinosa.
Martínez llenaba las planas de los periódicos con llamativos reclamos, cosa que Apolonio consideraba indigna del arte verdadero. Además, Martínez, que representaba la ciencia pura y la aplicada, había inventado una crema para dar lustre, «la crema Zenitram», anagrama obtenido con el apellido del inventor, colocando en orden inverso las letras. En uno de sus reclamos periodísticos, el dueño de «La Solidez» anunciaba: «Todas las cremas conocidas hasta el día están compuestas conforme a las fórmulas siguientes:
Aceite de ballena, blanco o rubio | 45 | partes. |
Aceite de linaza | 30 | » |
Sebo | 20 | » |
Materia colorante | 3 a 5 | » |
Cera blanca | 2 | » |
Alcohol | 2 | » |
Y daba hasta otras ocho fórmulas. Proseguía: «En el establecimiento La Solidez, del conocido industrial Claudio Martínez, hay quinientas pesetas, ¡quinientas pesetas!, a la disposición de quien demuestre que alguna de las cremas conocidas en el mercado no están compuestas conforme a ninguna de las fórmulas anteriores, y otras quinientas, ¡mil!, a quien pruebe que la crema Zenitram no es distinta ni superior a las otras cremas. Con la crema Zenitram, el calzado se mantiene fresco y lucido eternamente. Invitamos a los competidores a que ganen las mil pesetas rebatiendo nuestro aserto».
Un día entró la duquesa de Somavia en la zapatería de Apolonio, y le habló así, reservadamente:
—En la carta que mi hermano Deusdedit me escribió antes de morir, y ya hace de esto nueve años, me decía que eras un ganso. No aprietes las cejas…, Ya sé que eres un artista; pero eso no impide que seas también un ganso. Mira, Apolonio; vivimos en tiempos de negociantes, y no de artes ni de filosofías; en tiempo de Martineces, y no de Apolonios y Belarminos. Belarmino, ahí está de remendón. Sé, por fuente fidedigna, que vas mal. A ti te pasará lo que a Belarmino, si no afilas la uña y te sacudes la mangana y la sandez. Soy amiga del hablar claro. Despierta o, desde luego, te auguro que terminaréis, Belarmino y tú, en un asilo de caridad.