CAPÍTULO III

BELARMINO Y SU HIJA

L CÍRCULO republicano de Pilares estaba en la misma embocadura de la calle del Carpio, adosado al caserón de los Jilgueros, dos hermanos ricos, don Blas y don Fermín Jilguero, canónigos los dos, que habían edificado aquella fábrica, alarde y amenaza a la vez, frente por frente del mismo palacio episcopal. La intromisión del Círculo republicano en la barriada eclesiástica traía muy desasosegados al obispo, a los Jilgueros, a todo el cabildo y a la tropa menuda clerical que allí avecindaba. Siempre que había reunión en el Círculo, salían los asistentes lanzando gritos inflamatorios, cuando no blasfematorios. Por fortuna, el Círculo tenía poca cabida. Componíase de un aposento, nada holgado, con dos litografías por toda decoración, y seis sillas y una mesa por todo ajuar, que el partido local había alquilado a la viuda de un talabartero, furibundo federal en vida.

—¿Qué es la república? Un maremágnum[b][1], el ecuménico de los beligerantes[2], el leal de la romana de Sastrea. Pero, sobre todo, abundo en lo del ecuménico[3]. Y si no, aquí estamos entre cuatro paredes… —Belarmino Pinto, que era quien hablaba, se detuvo a escoger vocabulario adecuado en donde escanciar la abundancia de su ideación.

—Pido la palabra para alusiones —dijo Carmelo Balmisa, un sastre muy leído.

Belarmino se volvió para mirarle, sorprendido, casi asustado. Cada vez que le sacudían de sus divagaciones y le sacaban del ensimismamiento oratorio, exigiéndole atención hacia el mundo exterior, se le hacía más violencia que si le metiesen las manos en los bolsillos y se los dejasen vacíos y vueltos del revés. Tenía el rostro enjuto, extático, de infantil dulcedumbre, estrecho en la mandíbula, elevado y espacioso en la frente; los ojos negros, húmedos y llameantes: dos lenguas de fuego flotando en óleo. Era un hombre joven aún.

—Yo soy el aludido —insistió Balmisa.

—¿El adulado? —preguntó Belarmino, esforzándose en descender hasta la realidad externa.

—El adulado, no; el aludido —rectificó el sastre.

—Es lo mismo —respondió Belarmino, a punto de evaporarse nuevamente y eximirse de las circunstancias en redor suyo—. Aludir es el dicho vulgar, el material tosco. Adular es la forma confeccionada. La alusión es siempre una adulación. ¿Te inclinas al dicho vulgar? Sea. ¿En qué te he aludido?

—Has hablado de Sastrea. Asumo que es algo tocante a mi profesión de sastre. Exijo que me interpretes la frasecilla completa, por si el concepto es ofensivo. ¿Qué es maremágnum? ¿Qué es el ecuménico de los beligerantes? ¿Quién es el leal de la romana de Sastrea? Me lisonjeo que no has dado a entender que hay un enamorado de mi costilla, que es Ramona, y no romana.

—¡Oh celebro vulgar! —exclamó Belarmino, resignado y abatido—. Tendré que explicarme con palabras vulgares, para que te penetres. Maremágnum, ello mismo lo dice, es el non plus ultra, lo mejor de lo mejor. Ecuménico es lo mismo que reunión de conformidad. Los beligerantes, los que están en contra. Leal, monta tanto como fiel. La romana es para pesar. Sastrea, lo sabe cualquiera, es la señora que está pintada en la Audiencia.

—Ahora comprendo; sólo que como eres tan misterioso… —insinuó Balmisa, guiñando maliciosamente un ojo a dos testigos mudos, uno el director de un diario republicano local, en donde colaboraba el sastre, y otro un tendero de pasamanería, que se reían disimuladamente de Belarmino—. Has querido decir que la república es un desiderátum, la conciliación de los contrarios y el fiel de la balanza de Astrea.

—No lo he querido decir, sino que lo he dicho.

—Pero no te habíamos entendido.

—¿Has entendido a Salmerón, cuando vino a Pilares a pronunciar aquel discurso?

—Me lisonjeo que sí.

—¿Del todo, del todo?

—Hombre, del todo…

—Pues Salmerón dijo lo que nosotros pensábamos; por eso él y nosotros somos republicanos. Pero lo dijo de forma que sólo le podíamos entender algunos; por eso es filósofo. Yo también soy aprendiz filósofo. Tú eres un celebro vulgar.

—Me resigno. Ahora explícanos lo de las cuatro paredes.

—Eso es el ecuménico. ¿En dónde estamos? En una habitación. ¿Qué es esta habitación? Un cuadrado. ¿Y qué es este cuadrado? Un círculo: el Círculo republicano. La cuadratura del círculo. Por eso la república es el ecuménico.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritaron el sastre, el periodista y el mercero, desternillándose de risa.

Belarmino comenzó a exaltarse, ignorante ya de quienes le rodeaban.

—Nosotros estamos suscritos en este cuadrado.

—Por una cuota de dos pesetas mensuales —comentó el mercero.

—Somos círculos que estamos suscritos en un cuadrado.

—¡Ah! Inscritos —aclaró el periodista.

—Cada hombre es el centro de un círculo infinito, como dijo Pascual.

—¿Qué Pascual? —preguntó el sastre.

—Como no sea Pascal —sugirió el periodista.

—Aquel faro de la humanidad —prosiguió Belarmino, refiriéndose al mentado Pascual— que aborrecía a los jesuítas, como nos dijo Salmerón en su discurso. ¡Mueran los jesuítas! —gritó Belarmino, fuera de sí, puesto en pie—. ¡Viva Pascual! ¡Viva Salmerón! —clamó, señalando una litografía, color sepia, que colgaba de la pared y representaba al aclamado—. ¡Viva la república! —señaló otra litografía iluminada, que figuraba una señora gorda, con túnica tricolor, una antorcha en la mano y a los pies un león y unas cadenas rotas—. ¡Muera la curia romana! ¡Muera el Tribunal de la Rota!

—Muérete tú de una vez, tontorontaina, adúltero, babayo, antes que nos mates a todos a disgustos —chilló una voz mordaz, al tiempo que una mujer, antes joven que vieja y nada fea, con la faz distendida, como una Euménide, penetraba, vestida de huracán y desolación, en aquel círculo que era un cuadrado, e iba a hacer presa sobre Belarmino. Era Xuantipa, la mujer legítima del agudo, elocuente y fogoso zapatero. El nombre Xuantipa provenía, por contracción, de Xuana la Tipa, alias o apéndice adquirido por herencia paterna. Su progenitor Xuan, el Tipo, vinatero, procedente de Toro, fué el primer usufructuario del dicho apéndice o alias, y lo debía a que, estando irritado, y se irritaba a menudo, amenazaba con quitar el tipo al sursum corda. Xuantipa se ataviaba a la usanza, llamativa[4] y gentil, de las menestrales: pañuelo de seda amarillo al cuello, pañoleta de Vergara, de colores vivísimos, cruzada al pecho y anudada a la espalda, falda de cretona azul, rameada en blanco. Belarmino vestía a lo señor. El único signo de sus menesteres profesionales era un delantal de piel, que llevaba arrollado bajo el chaleco, habiendo dejado por descuido un ángulo fuera, al modo de mandil masónico. Existía notoria incongruencia entre Belarmino y su mujer. Xuantipa zamarreó a Belarmino y le arrastró por las solapas hacia fuera. Belarmino miraba con gesto exculpatorio a sus amigos, como diciendo: «Perdono; es una mujer inferior». Antes de salir, Xuantipa apostrofó a los que quedaban:

—Pillos, que tomáis a este babayo de mona para reírvos.

Según bajaban las escaleras, Belarmino bisbiseaba, como si hablase consigo mismo:

—Y esto un día, y otro día, y otro día…

—Lo mismo digo yo —replicó iracunda Xuantipa—; un día, y otro día, y otro día, y jamás aprendes, babayo.

—Ya te he dicho, mujer, que todo lo llevo con resignación, todo, menos que me llames babayo. Con esa palabra vulgar me parece que me cubres de inmundicia.

Xuantipa condujo de la solapa a Belarmino, a través de las acostumbradas calles de amargura. Los chicuelos les seguían, a distancia prudente, canturreando:

Hoy a la Xuantipa

le duele la tripa.

Monxú Codorniú,

lo pagarás tú.

La Xuantipa les arrojaba guijarros. Desparramábanse los pilletes, pero volvían a poco con la cantata. Belarmino caminaba con talante digno y admirable. Así llegaron a la zapatería. En la zapatería aguardaba a Belarmino un caballerete. Xuantipa se perdió por una puerta de la trastienda. Quedaron a solas el caballerete y Belarmino. Dijo el caballerete, apuntando desdeñosamente con el bastón a un par de botas que yacía sobre el mostrador:

—Belarmino, te devuelvo ese par de botas; no me sirven. Tú haces el calzado sedicioso, republicano… —Usted dispense, don Manolito. En mi profesión soy analfabético. Quiero decir que, como zapatero, no tengo preferencias políticas, sino como ciudadano. La ciencia zapateresca ignora las cláusulas políticas; por eso es analfabética[5]. Yo, lo mismo hago botas de monte y campo, que botas de montar o zapatos higuelife. También confecciono calzado para religiosos y sacerdotes; ahí ve usted, don Manolito.

—Esas botas no me sirven. Estoy decidido a encargarme el calzado fuera de Pilares.

—¿Qué le vamos a hacer? Pero este par de botas… —murmuró Belarmino, dando vueltas a una de ellas, y descubriendo consternado los desgastes y quebrantos que la bota había padecido por el uso, evidentemente prolijo. Añadió con timidez: —Están muy usadas.

—Por favorecerte, las he puesto un par de veces.

—Algo más —se atrevió a corregir Belarmino.

—Quizás media docena de veces. Cuando las recibí y las probé, vi que no me estaban bien. Pero pensé: «¡Si se las devuelvo al pobre Belarmino, creerá que es manía!». Y me las puse, para ensayar si se adaptaban al pie. Imposible. Pues no conforme con esto, y porque me disgustaba devolvértelas, ensayé otros días, no más de seis veces, hasta que, a pesar mío, me convencí que no me sirven. Y todavía no me agradeces el favor…, Temo que has perdido los papeles; pero, con todo, y antes de encargar el calzado fuera, me resigno a que me hagas otro par, a ver si esta vez aciertas. Ea, abur.

Y se fué.

Belarmino extrajo del cajón del mostrador un libro, que era un diccionario de la lengua castellana, y con él bajo el brazo se sentó en una silleta, cerca de una de las puertas de entrada.

—¡Eh, tú, Celesto! ¿Estás ahí?

De un ángulo de sombra surgió un rapacejo pelirrojo, como de doce años: el aprendiz. Se acercó con la boca abierta.

—¿Tienes algo que hacer?

—Nada.

—No hay encargos, ¿verdad?

—No, señor.

—Pues saca de paseo a la neñina, hasta la plaza de la catedral, que da el sol. Yo quedo aquí al cuidado.

El rapacejo penetró por la trastienda y volvió a salir en un momento, con una criatura de unos siete años. Belarmino la tomó en brazos:

—¿Quieres a tu padre?

—Sí, quiero —respondió la preciosa chiquilla.

—¿Mucho?

—Mucho, mucho.

Belarmino besó a su hija con ternura y largueza Luego se la encomendó al aprendiz, dándole de paso una moneda de cinco céntimos:

—Toma una perrina, para que le compres una cachava de caramelo. Y que sea colorada, porque de ésas le gustan más.

Y ya por su cuenta, Belarmino abrió el diccionario y comenzó a tomar notas en un cuadernillo de hule que sacó de la chaqueta. Apenas transcurridos cinco minutos, irrumpió en la zapatería el voluminoso y rubicundo don René Colignon, fabricante de achicoria y confitero. Su rubicundez era tan flamígera que proyectaba reflejos en las paredes. Tenía, además, la epidermis tirante y barnizada, como una vejiga de manteca, y poseía una perilla color de trigo, esmeradamente construída, desde donde se alzaba la blanquecina barbeta, como un huevo en una huevera de latón dorado. Ojillos galos, rabelesianos, azules y alegres, que delataban al deleitante de la mesa y del lecho.

Como antes de penetrar el señor Colignon le anunció, al modo de heraldo, un resplandor rojizo y canicular, Belarmino se apresuró a esconder el libro y el cuadernito de notas.

Oh, monsieur le cordonnier! Mon cher ami le cordonnier! —entró diciendo el señor Colignon, con modulaciones y altibajos en la voz, que sonaban como las gárgaras de un pavo; los brazos abiertos, con que estrechó contra su corpacho al manso, dulce y enjuto Belarmino—. Que yo os quiero, ilustre y simpático cordonnier.

—Yo también le quiero a usted, señor Coliñón, sin guardarle rencor por el mote.

—Que no ha estado mi falta, amado Belarmino.

El caso es que las gentes, nada avezadas a la prosodia francesa, habían convertido el monsieur le cordonnier en monxú Codorniú.

—Y hasta me han sacado cantares —añadió Belarmino.

—Ya, ya; pero ello no ha estado mi falta.

—Lo sé. A mí me gusta hablar con usted, que es persona ilustrada y sabe de tierras lueñes; sobre todo, que viene usted de una república de estranjis.

—De estranjis… ¡Ja! ¡Ja! Delicioso… —El señor Colignon emitió una risotada que era como sonoro glogló de pavo. —Quería preguntarte una pequeña cosa que me ha venido anoche a la cabeza. ¿Por qué es que tú llamas tu zapatería «El Nenrod boscoso y equitativo», y metes que es bilateral?

—Quedará usted complacido en un finiquito.

El aquel de hablar bien y pensar de doble fondo, y, en antonomasia, ser filósofo.

—¿Eres tú filósofo? Creía que tú eras solamente republicano y orador.

—¿Orador? ¡Arreniego! Los oradores son los lentes —(lentes = entes[6])— más vulgares. Desprecio la oratoria. Claro que hablo en público; pero no quiero ser orador, sino locuente, sólo locuente, como mi maestro Salmerón. Bueno; también republicano de celebro; por eso soy filósofo. Ahí está Salmerón. Yo no soy todavía del todo filósofo; pero cada día lo soy más. Y andando el tiempo…, Pues el aquel de la filosofía no es más que enanchar las palabras, como si dijéramos meterlas en la horma. Si encontrásemos una sola palabra en donde cupieran todas las cosas, vamos, una horma para todos los pies; eso es la filosofía, tal como la apunta mi intelecto. Ya daré, ya daré en el chisgaravís —(chisgaravís = quid[7])—. Entre que doy o no, me aplaco haciendo hormas para varios pies y enanchando palabras para varias cosas, cuantas más, mejor; ecolicuá el doble fondo. Ahora usted se penetrará. El Nenrod; éste es nombre propio y no se puede enanchar. Boscoso; adula, o como otros vulgares dicen, alude al boscan, que es una piel, al bosque o monte, porque hago botas de monte, y al oso, porque se engrasa el material con unto de oso. Equitativo; porque hago botas de montar, o sea de equitación; porque están hechas sobre seguro, como en la Equitativa, y porque la ciencia zapateresca ignora las cláusulas políticas, y así manifactura un escarpín para la reina de Escocia, como un zueco ferrado para el sacamantecas, o un zapato de hebilla para el camarlengo; total, equis.

El hervor que se movió en el recinto torácico del señor Colignon ya no fué glogló de pavo singular, sino greguería de piara navideña. Abrazaba una y otra vez a Belarmino, diciéndole, en los ojos lágrimas provocadas por la risa:

—¡Que tú eres grande, monsieur le cordonnier, que tú eres grande!

Las regocijadas zalemas del señor Colignon no enojaban a Belarmino; antes le producían emoción y halago. Era muy penetrativo el zapatero, rápido en percatarse del mecanismo y expresión de pasiones y afectos; pero como al propio tiempo su bondad aventajaba aún a su penetración, cuando sospechaba un sentimiento ajeno de hostilidad o mofa, rehuía darse por enterado. Sabía distinguir, por lo tanto, entre risas y risas. En las risotadas del abundante y rubicundo señor Colignon, especie de rebase ex abundantia cordis, Belarmino adivinaba una amable cualidad personal, o acaso cualidad de raza: la de admirar con alegría. ¡Cuán de otro linaje las risitas celadas y maliciosas del sastre Balmisa y demás tertuliantes del Círculo republicano; expresión ambigua de un corazón de secano y de un celebro oscurecido! Así pensaba el zapatero. Pero como compadecía y amaba, porque lo habían menester, a sus contertulios, asistía diariamente a ejercitarles en los procedimientos del discurso de doble fondo.

Ya que el señor Colignon terminó de sahumar el ambiente con aquel copioso rebase de optimismo, Belarmino quedó un punto en suspenso, temeroso de que su interlocutor solicitase por último el significado de la palabra bilateral aplicada al establecimiento de zapatería. Como filósofo catecúmeno, Belarmino empleaba algunos términos a los cuales daba valor místico, y cuyo contenido no hubiera acertado jamás a elucidar satisfactoriamente. Por fortuna, el señor Colignon olvidó llevar sus pesquisas hasta la bilateralidad de la zapatería. El francés y el español prosiguieron la cháchara, muy al mutuo sabor, hasta que se presentó Xuantipa. La zapatera consorte se dirigió al señor Colignon con extremada cortesía y miramiento. Estas civiles afectaciones no se producían en Xuantipa sino en coyunturas extraordinarias y con razón suficiente. La razón era que hacía tiempo el señor Colignon había prestado al matrimonio Pinto mil pesetas, sin recibo ni documento alguno comprobatorio, y la Pinta premeditaba sangrar nuevamente al sanguíneo y rubicundo confitero, y aliviarle de un regular chorro de pesetillas. El señor Colignon era muy rico. La gran casa en donde vivía y ejercía el comercio era de su propiedad. La había levantado con los rendimientos abundosísimos de la confitería, pastelería y chocolatería, y de una fábrica de achicoria que poseía en las afueras de la ciudad. En cambio, hasta los gatos de la calle sabían que la casa Pinto decaía, se empeñaba, estaba en un tris de desaparecer, debido a que Belarmino descuidaba sus intereses por mezclarse en politiquerías.

—¿Qué botas son éstas? —preguntó Xuantipa, indicando los miserables residuos que don Manolito había desechado a pretexto de que no le habían servido—. Parecen botas de un pobre de los caminos.

—Son unas botas de don Manolito Cuevas; para un arreglo.

—Pues no se las arregles si no las paga por adelantado; es un hambrón, que no tiene ni para sardinas —rezongó Xuantipa, recobrando su habitual rostro torvo, de Euménide—. ¿Cuántos pares te debe?

Belarmino no se acordaba con precisión. Lo mismo podían ser quince, que veinte, que veinticinco pares. Pero, ¿cómo se lo decía a la irritable Xuantipa, sin suscitar una escena ominosa, y en presencia del señor Colignon?

—Dos o tres pares —dijo, al fin, Belarmino.

—¿No sabes si son dos o tres? —preguntó Xuantipa, irguiéndose rápida y enderezando las sierpes de sus ojos hacia el anonadado Belarmino.

—Lo tengo apuntado.

—¿En dónde? A ver, a ver… —exigió Xuantipa, alargando el brazo amenazador.

—Mujer… —suplicó Belarmino.

—Xuantipa, cuando él lo dice…, Belarmino es un hombre verdadero —medió el señor Colignon.

—¿Ese un hombre verdadero? ¿Ese mastuerzo, ese babayo, un hombre verdadero? Lo habrá sido antes, de soltero. Ahora…, Un tontorontaina, un hazmerreír, un holgazán. Eso, eso es lo que es. Usted no le conoce, señor Coliñón.

—Esto que yo he deseado decir es que Belarmino habla verdad. Sea usted tranquila, Xuantipa; póngase usted tranquila.

—¡Tranquila, tranquila!… Si es para tocarse del queso. Esto se lo lleva la trampa, porque no hay un hombre aquí. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de esa pobre neñina inocente? Porque yo, bien lo sabe Dios, perdono, hago como que no sé. Pero no me chupo el dedo… ¡A mí me la va a dar ese babayo!… —rugió Xuantipa con voz ronca y ojos áridos y contraídos, que se esforzaban inútilmente en exprimir algunas lágrimas—. Pero se ha acabao, se ha acabao y se ha acabao. Se lo juro a usted por éstas —y, más que besar, chascó los labios, delgados y secos, sobre una cruz improvisada con el pulgar y el índice de la mano diestra—. Desde hoy mismo, tomo yo el gobierno de todo, y si éste no sirve para otra cosa, que haga las camas, y lave los orinales, y barra, y cocine, y que cante el himno de Riego mientras friega los platos.

—Pero, ¿es que sabe usted hacer calzado? Porque eso es lo principal —dijo sonriente el señor Colignon, procurando rebajar el diapasón dramático de la escena a un tono más cuoloquial y tranquilo.

Belarmino permanecía baja la testa, de precoz calvicie; un haz de luz venía al soslayo a clavarse en ella, como una espada en la cabeza de un mártir.

—Pues si yo supiera hacer calzado… —replicó Xuantipa—, estaba ya todo requeterresolvido y en un periquete. Pero, ya ve usté…, Cuando nos casamos, había aquí seis oficiales y oficialas, y no dábamos abasto a los encargos y pedidos. Un miserable aprendiz sóbranos hoy.

—Bueno, hace falta volver a lo de antes, y volverán ustedes —afirmó el optimista y rosáceo señor Colignon.

—¡Dios le oiga! —oró Xuantipa, adoptando una actitud devota convencional.

—Yo creo que usted debe intervenir algo en el negocio, Xuantipa: llevar la administración, hacer a los deudores que ellos paguen…, Usted sirve para eso, tanto como Belarmino creo que no sirve.

—¿Que si sirvo? Si éste me dijera de verdad quiénes son los que no pagan, le prometo a usted que, o pagan, o les saco el galillo.

—¿Qué es lo que tú opinas de mi plan, Belarmino?

—Bien, muy bien —elevando los ojos, con beatitud.

—A éste, todo lo que sea ahorrarse trabajo y molestias le sabe a gloria.

—Él hará lo que le pertenece —declaró convencido el señor Colignon—. Y ahora, ¡coraje y hacia adelante!

Un nuevo personaje penetró desde la calle. Era un vecino, sin duda, puesto que venía con cilíndrico gorrete de andar por casa, muy cochambroso por cierto; nariz minúscula y erisipelosa; antiparras cuadradas; color amarilla; boca circular, desdentada, negra, honda como una sima. Vestía levitín raquítico, rapado y camaleónico, por sus tornasoles; bufanda de Palencia, enroscada al pescuezo; estrechos pantalones a cuadros, con sendas prominencias en las rótulas. Calzábase con zapatillas de orillo. Sobre la oreja diestra, larga pluma de ave, color toronja; la bocamanga izquierda, revestida con una especie de malla o red de negras rayas, que no eran sino las huellas y rasgos de haber limpiado allí los puntos de la pluma. Emitía en la atmósfera un efluvio sombrío y pesimista, como si poseyese una zona de influencia nefasta. Era, por prestigio o metamorfosis, la encarnación humana de aquella ictérica casuca de la Rúa Ruera, en donde el pintor Lirio calculaba que no podía por menos de vivir un prestamista.

Así como los joviales espíritus diurnos se alejan con ruborosas alas apenas despunta por Oriente el íncubo nocharniego, el señor Colignon, desasosegado, aturdido y pálido por dentro, pues por fuera no se lo consentía su imposible rubicundez, se despidió y tomó la salida, no sin que Xuantipa le dijese al partir:

—Con su apoyo contamos, señor Coliñón, y Dios se lo premiará.

—Ajá, ajá. ¿El franchute apoya? De perlas, hijos, de perlas —comentó don Angel Bellido, que éste era el nombre, tan propio cuanto impropio, del prestamista.

—Sí, señor Bellido. ¿Sale usted del limbo? ¿Quién no sabe que el señor Coliñón es uña y carne con nosotros?

—Hija, tanto como uña y carne…, Que sea carne, que carne, gracias a Dios, no le falta, y que vosotros seáis la uña…, doyme por satisfecho —dijo don Ángel—. Pero, como quiera que yo todos los días tengo el gusto de hacervos una visitilla para refrescarvos la memoria, y vosotros nada me decíais ni me dejabais entrever…, Porque, acá, para inter nos, la cosa presentaba un cariz… que… ya, ya… ya me entendéis. —El señor Bellido era singularmente afecto a los puntos suspensivos. Todas sus sentencias dejaban un rumor silbante de cohete. El que le oía, quedábase anhelante, esperando el estallido de la nuez. Generalmente, los cohetes no llevaban nuez. Pero cuando estallaban, la bomba era de dinamita. Prosiguió el señor Bellido. —Porque el préstamo y los intereses acumulados ascienden… —Psss…, El cohete ascendía en el espacio. Silencio. Ansiedad. —Ascienden a diez mil pesetas. Constan en documento ejecutivo. Vos pudiera embargar en el acto y, por no perderlo todo, quedarme con estas cuatro porquerías que aquí tenéis, que no valen ni la mitad del débito. —Tal fué la bomba de dinamita que don Angel Bellido hizo estallar sobre la mansa cabeza de Belarmino y la frente arisca de Xuantipa.

Xuantipa, como más inconsciente, se dejó dominar por el espanto. Belarmino, con su intuición[8] repentina de los sentimientos, comprendió lo que debía responder:

—Mala ocasión sería para embargarnos, ahora que no hay materiales en almacén ni apenas calzado en existencias.

—Quita allá, hombre de Dios —se apresuró a decir el señor Bellido—. ¿Pero es que yo he hablado de embargarte? He dicho que si quisiera… Pero qué lejos está de mi ánimo…, Y más ahora que el señor Coliñón vos apoya…

—No es que nos apoye —declaró el sincero Belarmino.

—¿Ehhh…? —preguntó alarmadísimo el señor Bellido, estirando el pescuezo y asomando las pupilas por encima de las cuadradas antiparras.

—¿Cómo que no? ¿Pues no acabamos de hablar mano a mano y como Cristo nos enseña? —terció, sofocada, Xuantipa.

—Yo prefiero no mezclar a mi amigo, el señor Coliñón, en estos asuntos —dijo Belarmino.

—Te entiendo, picarín —gangueó el señor Bellido, retirando los ojuelos, uno de ellos con guiños de despedida, detrás de las vidrieras, y retrayendo el pescuezo a su longitud usual—. Tú no quieres que se difunda la noticia de que el franchute es tu socio capitalista, ¿eh? Pues, por mí…, Y para que te convenzas de que merezco tu confianza, voy a darte otra noticia. Un zapatero de fuera, zapatero de lujo, viene a establecerse en esta misma calle. Es un protegido de la duquesa de Somavia. Conque…, Ojo al Cristo, que es de plomo. Para competir, tendréis que apretar. Díselo al franchute. Que suelte mosca.

En esto que, con ágil y perfumado revoloteo de brisas primaverales, se hizo presente una dama. Llegar ella y escapar el prestamista, todo fué uno. No se dijera sino que la zapatería sólo tenía cubicación disponible para una persona de fuera. Cada recién llegado era el clavo que sacaba otro clavo.

La dama exhalaba melindrosos resoplidos y se agitaba de aquí acullá con gentileza enteramente adolescente. Vista por la espalda, era una figurilla breve, fina y graciosa. El anverso de la medalla no se correspondía con el dorso; pecho alisado con rasero; rostro acecinado y de ojos conspicuos; una faz del todo masculina.

—¡Uf, uf! ¡Qué hombre ése! —rompió a parlotear—. Qué aspecto de desenterrado. Si huele a camposanto…, No sé, Belarmino, como le admite usted aquí. Ha dejado un tufo…, Esta noche me da la pesadilla. ¡Ay! Si le veo no entro. Pero el otro me venía siguiendo. Y busqué en ustedes refugio, asilo, amparo. Cada día más atrevido. Es capaz de entrar en pos de mí. ¡Qué Anselmo, señor!… Pero a cada cual lo suyo; hay que reconocer que es guapo, simpático, buen mozo y elegante que no cabe más. Envía las camisas a planchar a Madrid. Ya me pasma que haya tardado tanto en pasar por la puerta. Me asomaré con disimulo a espiarle. Allí está. Se ha quedado en acecho a la puerta de la confitería. ¡Qué tenacidad! ¡Qué constancia! Y así cinco, seis años; he perdido la cuenta. Si yo le diera pie, nos casábamos en un decir amén. Pero no me atrevo, no me atrevo. El tálamo me impone. Y admito que una joven no debe estar soltera y sola. Hay lenguas como agujas de colchón. Pero el tálamo me impone, me impone. Venía volada por la calle, y él detrás, detrás. ¡Qué asiduidad! ¡Qué perseverancia! ¡Ay! Déjenme ustedes que repose y tome aliento.

Aquella criatura facunda y versátil, especie de andrógino reseco y sin incentivo, vivía en la Rúa Ruera, y se llamaba Felicita Quemada. Su tenaz y perseverante perseguidor, hombre un tanto machucho, como cuadraba con la dama, pasaba en Pilares por arbitro de las elegancias y ocupaba el lugar más distinguido en la política local. Era vicario del duque de Somavia, el cacique de la jurisdicción, que se pasaba la vida en Madrid. La vicaría o representación no se limitaba solamente a los asuntos de la política de campanario. La elegancia veníale a Novillo también por delegación o apoderamiento del aristócrata, viejo verde y currutaco. Novillo, en lo indumentario[9], constituía una réplica, algo rebajada, de su protector el duque, el cual le enviaba desde Madrid corbatas, cuellos postizos, calcetines y chalecos de fantasía semejantes a los suyos, aunque de clase inferior, y trajes, de paño catalán, imitados de los que él usaba, de paño inglés. Los amores de Novillo y la Quemada, o, como le decían en Pilares, la Consumida, habían llegado a ser a manera de rasgo típico o suceso rutinario y familiar en la vida de la calle y de la población entera. Databan los amores desde más de dos lustros; los habían iniciado estando los dos muy corridos en años, y no habían trascendido del estadio del más puro romanticismo, platonismo e inefabilidad. La Consumida jamás hablaba de otra cosa. Novillo jamás hablaba de ellos, y si se los mentaban, sentíase gravemente ofendido. Los vecinos de Rúa Ruera y de la ciudad tomaban por lo cómico aquellos amores, y a Novillo, acaso por su edad, quizás por su corpulencia, tal vez por satírica suspicacia, le sobrenombraban el Buey. Pero el amor mudo y constante de Anselmo y Felicita encerraba, bajo el aspecto ridículo[10], emoción patética. Aquella timidez invencible de Anselmo (él, tan osado en los manejos de la administración municipal y provincial y en las estratagemas electorales), ¿cómo podía explicarse sino por la fatalidad? ¿A qué podía atribuirse sino al sañudo antojo de la Némesis adversa? Buscábanse sin cesar Anselmo y Felicita, vivían el uno para el otro; pero la Némesis antojadiza había herido de mudez a Anselmo y colocado entre los dos, además de esta barrera de silencio, un ancho valladar infranqueable, aunque de aire delgado y transparente. La propincuidad máxima del objeto de su amor a que Anselmo aventuraba acercarse era una distancia de cinco metros, como si al llegar allí tropezase con un obstáculo cristalino e invisible. Ahora, que esta distancia la conservaba de continuo. No parecía sino que Felicita estaba encerrada en un fanal o gran campana de vidrio. Dentro de aquella prisión imperceptible para los ojos, Felicita se consumía lentamente; de fuera, Novillo se detenía estupefacto, sin apenas atreverse a mirar a la amada cautiva. Añádase, en honor de la verdad, que el tormento surtía contrapuestos efectos en Novillo que en Felicita, pues a Novillo no le robaba carnes, antes se las añadía. Y conste, por último, que la fidelidad de Novillo era absoluta; nadie le conocía otros galanteos, ni siquiera claudicaciones de amor mercenario, en una capital de provincia donde todo se sabe.

Sentóse Felicita, respiró fuerte, tomó aliento, pero no se reposó, sino que, tan pronto como había tocado el asiento, saltó en pie de nuevo, sacudida por aquel dinamismo fatídico que la tenía en los huesos, y tomando unos papelorios que llevaba debajo del brazo, los extendió sobre el mostrador.

—Vea usted, Belarmino. Éste es El Espejo de la Moda, y éste La Sílfide Mundana. Vea usted. Hay una parte consagrada al calzado. Aquí hay un par de zapatos que me enamora. ¿No podría usted hacerme uno así? Soy muy exigente para el calzado. Es mi debilidad. A las personas bien nacidas se les conoce por los pies. Un pie juanetudo denota un espíritu grosero. Anselmo es, lo mismo que yo, esclavo del bien calzar. Lo habrá usted observado. Vea usted estos zapatitos que describe La Sílfide. Son de piel de Escandinavia. ¿Tiene usted ese material? Llevan pespuntes y picados de cabritilla blanca. De eso sí tendrá usted. En todo caso, podremos aprovechar algún viejo par de guantes de los innumerables que poseo. Esta es otra debilidad mía. El guante y el calzado; la mano y el pie. A todo esto, me estoy distrayendo más de lo debido. Y, a propósito; ahora se me ocurre, ¿le parecerá mal a Anselmo que entre en su casa de usted, Belarmino? Como él es dinástico y usted tan subversivo…, Pero, no. Si le pareciese mal, me lo hubiera dicho. Ea, me voy. Me llevo las revistas de modas. Ya hablaremos con calma de los zapatos de piel de Escandinavia.

Y salió, con perfumado revoloteo de faldas, sin haber dejado en todo el tiempo de su permanencia un solo resquicio por donde Xuantipa o Belarmino hubieran podido colarse a decir esta boca es mía. Esta escena se repetía casi a diario. Era obligado que penetrase creyéndose perseguida, que proyectase vagamente hacerse un par de zapatos, y que, de postdata, le acometiese el escrúpulo de si a Novillo le placerían aquellas visitas al zapatero subversivo. A poco de salir Felicita, cruzó, por delante de las puertas de la zapatería, don Anselmo Novillo, con solemnidad de hombre corpulento, machucho y poseído de su elegancia. Comenzaba a pasear la calle a Felicita y pasearía durante tres o cuatro horas.

Xuantipa se retiró a preparar la cena. Belarmino, a solas, apoyó la frente en ambas manos, meditabundo. Así estuvo, sin moverse, largo espacio, hasta que volvieron el aprendiz y la niña. Obscurecía ya. Belarmino despertó de su meditación para besar y abrazar a su hija, silenciosamente, con ahinco y ternura, todavía más exagerados que de ordinario. Se le humedecieron los ojos.

En la tienda reinaba total tiniebla.

—¿Enciendo luz? —preguntó el aprendiz pelirrojo.

Belarmino tardó en responder; le faltaba la voz.

—No hace falta. Ahorraremos en luz. Vete a la cocina con la niña, y ayuda al ama, si hace falta. Alúmbrate con este fósforo. Cuidado.

Belarmino se recogió otra vez a meditar, empapado en la tiniebla. Belarmino, ahora, no se desleía en aquellas especulaciones filosóficas, o lo que él entendía por tales, que últimamente, en los dos o tres recientes años, le habían acaparado la actividad del pensamiento y los afanes del pecho, sin dejar lugar ni vado para ninguna otra ocupación o sentimiento, a no ser el amor por su hijita. No; ahora Belarmino no cavilaba sobre el problema del conocimiento, sino sobre el problema de la conducta; no le preocupaba lo que debía pensar, sino lo que debía hacer. Su vida externa, el curso y movimiento de su vida social, era al modo de una rueda dentada, en engranaje con otras; esta rueda cada día realizaba mecánicamente una vuelta completa, entreverando sus dientes con los dientes de las demás ruedas, siempre los mismos y siempre de la propia forma y disposición, y de suerte que no cabía averiguar si ella hacía girar a las otras o las otras le hacían girar a ella, o si la una y las otras rodaban con regularidad a impulsos de un mecanismo incógnito y enorme. Aquel día había sido idéntico a otros incontables días, en el rodar de los días de Belarmino. Y, sin embargo, aquél era un día señero, un día crítico, un día que le había provocado una intuición profunda del porvenir, o, como Belarmino se decía a sí mismo en aquellos instantes, empleando el tecnicismo esotérico de su inventiva, un faraón crónico.

Los hombres se dividen en dos clases[11], según la manera de dormir. Unos duermen poco, porque duermen de prisa; otros duermen mucho, o cuando menos permanecen largas horas en el lecho, porque duermen poco a poco. La cabeza, o depósito del sueño, es como una vasija con un pequeño desagüe. A unas personas se les colma de sopetón la vasija, y caen dormidas en un sueño inerte y sin ensueños; luego la vasija se va desaguando con regularidad, y en las tempranas horas mañaneras la cabeza se halla vacía, limpia, despejada y el cuerpo con anhelo de ejercicio. Estas personas se levantan despiertas del todo. A otras personas la vasija se les va llenando lentamente, a causa de penetrar por un lado poco más cantidad de sueño de la que por otro se va vertiendo y disipando, y así contraen un sueño dificultoso y enrarecido, poblado de imágenes incoherentes; el contenido de la vasija alcanza su plenitud precisamente al tiempo que es fuerza abandonar el lecho. Estas personas se levantan cuando están más dormidas, y se conducen como sonámbulos en la mañana baldía, hasta que al cabo de unas horas han eliminado[12] la saturación de sueño. Aquellas otras personas son de naturaleza muscular y robusta. Estas últimas, de naturaleza linfática y débil. Las primeras están dotadas para el éxito práctico: en la guerra, en la política, en los negocios. Las segundas, para el éxito intelectual y estético. Belarmino era de esta segunda clase de personas. Xuantipa le hacía levantar a escobazos, como en un ojeo se ahuyentan las liebres encamadas. Después, durante las horas antemeridianas, era hombre inútil. Sentía la frente llena de humareda que le descendía a los ojos y se los escocía y enturbiaba. Al final de la comida del mediodía, después de haber bebido su botella de sidra hecha, y fumado sus dos pitillos, de los amarrados por la cintura, era ya otro hombre. El talento, que él se lo figuraba como un ser substantivo, independiente, hasta corpóreo, misterioso huésped interior, comenzaba a rebullir, a desasosegarse, y dando unos golpecitos con los nudillos por la parte de dentro de las paredes del cráneo, le decía: «Ea, Belarmino, aquí estoy yo; vamos a discurrir cosas nunca oídas». A este recóndito ser personal o demonio íntimo, Belarmino lo llamaba Inteleto.

Solía impacientársele el Inteleto a los postres, y tan pronto como Xuantipa se levantaba a fregar la loza, Belarmino se evadía furtivamente al Círculo republicano. Después, lo de siempre: irrupción violenta de Xuantipa, retorno aflictivo, este o aquel cliente, todos morosos, el óptimo Colignon, el pésimo Bellido, la imposible Felicita. El trazado de la vida de Belarmino era una página escrita con falsilla, y en la cabecera de la página un signo sagrado: la hija de sus entrañas. De raro en raro, abríase un corto paréntesis, en las líneas de la página, que se correspondía con alguna reunión pública del Círculo republicano, en que Belarmino pronunciaba discursos tremendos. Como todas las naturalezas dulces y tímidas, Belarmino tenía ahorrados el coraje y la violencia en un depósito a réditos con interés compuesto, y cuando llegaba la coyuntura excepcional de gastar las reservas se exaltaba en términos que parecía un poseso. El sastre Balmisa, el director y redactores de La Aurora, y demás correligionarios pertenecientes a la clase media baja intelectual, tomaban a broma a Belarmino y le calificaban de chiflado. El clero y las familias piadosas le reputaban como un loco, aunque generalmente inofensivo, en ocasiones peligrosísimo y de más cuidado que todos los otros republicanotes. Pero el estado llano del partido, obreros y artesanos humildes, dedicaban a Belarmino supersticiosa fe y se enardecían oyéndole. Cierto que no le entendían; también San Bernardo inflamó una Cruzada, arrebatando muchedumbres que no entendían la lengua en que les persuadía. Cuando Belarmino pronunciaba un discurso, era de rigor que los oyentes saliesen a la plazuela del Obispo lanzando gritos inflamatorios y blasfematorios. Por eso, algunas gentes devotas maduraban seriamente el plan de convertir a Belarmino.

Allí estaba Belarmino, empapado en la tiniebla, desfallecida el alma, atravesando un terrible faraón crónico y cavilando lo que debía hacer. Los mismos incidentes cotidianos, repetidos mecánicamente, van tomando diferente semblante y adquiriendo valor más preciso. Según la estructura de la piedra, el curso y agresión de las aguas a unas las monda, redondea y suaviza, y a otras les saca ángulos, aristas y púas, hasta que un día, de pronto, cortan como cuchillos y penetran como puñales. El roce forzoso con Xuantipa Belarmino lo había aceptado como una disciplina de perfección. Xuantipa había arañado y cortado y pinchado desde el principio; pero en fuerza de frotar, arañar, cortar y pinchar, a Belarmino le parecía el roce más blando cada vez, y sentía ya el alma redonda, suave y como lubrificada al contacto con su áspera cónyuge. La frotación con la clientela le era cada vez más indiferente, y lo mismo el agitado y turbulento roce con Felicita. La frotación con el francés, cada vez más grata. Lo espantable, lo que había suscitado el terrible faraón crónico, era el contacto con Bellido, contacto siempre molesto y congojoso, pero que aquel día, de súbito, le había herido y desgarrado hasta lo más íntimo. «Estoy arruinado. Me veré en la calle mañana o pasado o dentro de un mes. Esto no tiene igua» (significaba: no hay salvación), se dijo Belarmino, mentalmente. Hubiera podido ir tirando como hasta entonces, por tiempo indefinido; pero la llegada de un competidor, que Bellido le había anunciado, aceleraba el desenlace catastrófico. Además, presumía con fundamento que Martínez, un antiguo oficial suyo, trataba de instalar una tienda de calzado de fábrica en la misma calle. «¿Calzado de fábrica? —pensó Belarmino, desviándose del camino recto—; buen calzado será ése que no está hecho a la medida. Como si una máquina pudiera hacer zapatos decentes. ¡Pazguatos! Milagro que no se les ocurre inventar una máquina para hablar y otra para escribir, o cualquiera otro disparate…». Volvió en seguida al camino recto de sus cavilaciones. La cuestión era que aquello no tenía igua. Con el buen Colignon no había que contar. Por lo pronto, no era verosímil que el francés adelantase todo el dinero que se necesitaba para pagar la deuda de Bellido y montar por lo grande la zapatería. Pero, aun cuando el señor Colignon lo ofreciese, él no lo aceptaba, porque sabía de antemano que era dinero perdido. Confesábase a sí propio, honradamente, no haber nacido para gobernar un negocio. Había nacido para más nobles y menos provechosos cuidados; bien claro se lo decía su demonio interior, el Inteleto: «Belarmino, vamos a discurrir cosas nunca oídas». Su deber era abandonarlo todo, vivir de limosna, sufrir penalidades, dormir bajo los porches, alimentarse de hierbas, con tal de seguir la voz del Inteleto y dar con aquellas cosas nunca oídas que el geniecillo interior le prometía. Pero, ¿y su hijita de sus entrañas? Cuando Belarmino decía entre sí «hija de mis entrañas», la frase adquiría casi sentido literal. Cuando abrazaba y besaba a su hija, o la miraba en adoración, o pensaba en ella, sentíase más madre que padre. Lo cierto es que Angustias no era hija de Belarmino, sino de una hermana suya que, a poco de morírsele el marido, murió ella de sobreparto. Belarmino recogió a la criatura, apenas nacida, y la crió él mismo con biberón. Esto ocurrió un año antes de casarse con Xuana. Belarmino había contado a Xuana, antes de casarse, la verdadera historia, que ella admitió sin sospechas. Mas después de casados, como quiera que ella no lograba hijos propios, comenzó a odiar al marido y a cavilar que la niña era hija disimulada de Belarmino; con que la criatura tampoco se libraba del odio de la apasionada mujer. En los apóstrofes y denuestos de Xuantipa, aunque muy veladas, siempre latían, como se habrá advertido, venenosas alusiones a este asunto.

Si se arruinaba —proseguía pensando Belarmino—, su deber era entrar como oficial con el nuevo zapatero y trabajar porque a la hija no le faltase lo preciso. Trabajar…, Le harían trabajar de la mañana a la noche, y aun de noche, como él había hecho trabajar a sus oficiales en épocas de prosperidad económica, antes de que aquella personilla exigente que llevaba alojada dentro de la cabeza, o sea el Inteleto, hubiera dado imperiosa cuenta de sí, distrayéndole del negocio. Trabajar horas y horas, de longitud inacabable, despidiéndose para siempre de las horas calmas y fugaces dedicadas al ocio contemplativo y al coloquio secreto con su habitante interior… ¡Imposible! Tal era el pavoroso faraón crónico que traía a mal traer a Belarmino.

—Buenas tardes nos dé Dios. ¿Hay alguien en la casa? —dijo una voz flaca y aguda, como de flautín, que caía de lo alto.

Belarmino creyó estar soñando. ¿Era aquélla la voz de un ángel acatarrado?

—¿No hay cristiano o alma humana en este recinto? —volvió a hablar la voz de flautín, sonando siempre al nivel del cielo raso. Oyéronse a continuación unas palmadas retumbantes, como el tableteo de un trueno.

—Belarmino, ¿estás ahí? —rugió Xuantipa, desde las habitaciones interiores.

Belarmino dijo para sí: «Pues, señor, no estoy soñando». Encendió una cerilla, y a poco se cae de espaldas. Tenía ante sí una mole que casi tocaba con el techo. Presto se recobró y se percató de la realidad verdadera. Tratábase del Padre Alesón, un fraile dominico de las dimensiones de un paquidermo antediluviano, a quien sus hermanos en religión y la grey parroquiana de la Orden llamaban la torre de Babel, por la estatura y porque sabía veinte idiomas: unos vivos, otros muertos y otros putrefactos. Acompañábale otro Padre innominado, de volumen normal entre religiosos, aunque excesivo para laicos. Aun al lado de este segundo fraile, Belarmino era una pavesa. Los dominicos penetraban entonces por primera vez en la zapatería de Belarmino.

Luego que el zapatero encendió un quinqué de petróleo, el Padre Alesón tomó la palabra:

—Le causará maravilla vernos en su tienda, dadas las ideas que usted profesa…

—Reverendo —interrumpió Belarmino, no muy seguro de que éste era el tratamiento debido—, la ciencia zapateresca ignora las cláusulas políticas; por eso es analfabética. Yo también he confeccionado zapatos para religiosos y sacerdotes.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuándo, amigo mío?

—Hace tiempo.

—Quiere decirse que usted, a pesar de sus ideas contrarias a la Iglesia, no tiene inconveniente en calzar a las personas religiosas. Pero pudiera ocurrir que las personas religiosas tengan inconveniente en dejarse calzar por usted.

—El fanatismo es reincidente —declaró sentencioso Belarmino.

—¿Cómo reincidente? —preguntó el Padre Alesón.

—Vamos, que abunda… y daña; que se lo encuentra uno a cada paso.

—Ya; ha querido decir frecuente…

—No, señor; he querido decir, y he dicho, frecuente, y abundante, y dañoso, y que se choca con él; en autonomasia, reincidente.

El Padre Alesón permaneció un tanto perplejo. Belarmino le hablaba una lengua perfectamente insólita, que él no conocía ni sospechaba; como que no era lengua viva ni lengua muerta, sino lengua en embrión.

—Y usted, ¿no es nada fanático? —preguntó, algo desconcertado, el Padre Alesón, con su voz de flautín, dejando, a pesar suyo, escapar un gallo o atragantón en la sílaba acentuada del esdrújulo—. Hanme dicho que sí.

Después de este giro en transposición, que es, naturalmente, grave y solemne, el dominico cobró bastante serenidad y aplomo.

—Fuera de la zapatería, y suscrito en el círculo de la paradoja[13], que es un cuadrado, porque es el ecuménico, soy fanático y hasta teísta[14] macilento[15]; pero dentro de la zapatería, y en ridículo, soy analfabético. Este es el maremágnum de la clase y del bien eliminar.

El Padre Alesón, consternado, no sabía qué replicar. La cosa no era para menos. Belarmino, con el tecnicismo de su inventiva, había dicho, traducido al pie de la letra: «Fuera de la zapatería, e inscripto en el círculo de mi ortodoxia, que así puede llamarse círculo como cuadrado, puesto que la ortodoxia es la conciliación de los contrarios, soy fanático, y aún más, incendiario violento; pero fuera de mi centro propio y dentro de la zapatería, soy indiferente. Tal es el ideal de la conducta y del bien obrar». En la torre de Babel no se hablaba todavía tal lenguaje.

El Padre Alesón pensó: «Si me dedico ahora a trabajos lingüísticos y hermenéuticos, no acabo nunca. Al grano». Y dijo en voz alta… y tan alta:

—Pláceme, amigo mío. Ha hablado usted con singular elocuencia y persuasión. Ahora me explico que sus discursos conmuevan y arrastren a la audiencia.

—Le advierto a usted, reverendo —cortó Belarmino, cosquilleado por una comezón de simpatía hacia el ciclópeo dominico—, que no entienden mis discursos, pero causo entusiasmo por el peso[16] llamativo. —Lo cual significaba por el fuego del sentimiento.

—Justamente por eso me lo explico. Y voy ahora directamente a mi propósito. Hemos acordado que haga usted los zapatos para los Padres de la residencia: cinco padres y un lego. Don Restituto Neira, señor caritativo y dadivoso, y su santa esposa, doña Basilisa, los cuales, como usted no ignora, nos han cedido el último piso de su palacio para residencia, desean también que usted haga el calzado para la servidumbre. Espero que, a pesar de sus ideas impías, aceptará el encargo. No se arrepentirá, le garantizo. Nuestros zapatos no le serán muy difíciles de hacer. El voto de pobreza nos obliga a vestir y calzar sin artificio —y adelantando el pie sacó del faldamento un zapato por el estilo de los del dómine Cabra; una tumba de filisteo.

Belarmino, con su clarividencia psicológica, adivinó repentinamente que pretendían sobornarle. En otra ocasión, soltando la reserva de coraje y violencia para los casos extraordinarios, se hubiera descarado con los frailes. Pero en aquellos momentos, sangrante aún la herida que Bellido le había abierto y en estado de faraón crónico, lejos de enfurecerse, sintió una manera de alivio y esperanza.

—Acepto —dijo con firmeza.

—Congratúlome —exclamó el dominico, sin ocultar su satisfacción—. Quedamos, pues, amigo mío, en que mañana, por la tarde, vendrá usted a nuestra residencia a tomarnos las medidas.

—¿Eh? ¿Debo ir yo allí? —preguntó, preocupado, Belarmino—. ¿Qué dirán mis correligionarios?

—¿Qué han de decir? Usted va como zapatero. Además, es lo más rápido y expeditivo.

A Belarmino le gustó la voz expeditivo, y la almacenó en la memoria, a fin de meterla en la horma, ensancharla y darle un significado espacioso, nuevo y conveniente.

—¿Da usted su palabra? —pidió el Padre Alesón.

—Sí, señor reverendo. Y que sea lo que Dios quiera.

—Que me place oírle esa expresión devota: que sea lo que Dios quiera. Dios querrá lo mejor. Hasta mañana, amigo mío.

Así que salieron los frailes, Belarmino se arrepintió de su promesa. Pasó la noche en claro, caviloso y febril. Dábase golpes en la cabeza, requiriendo socorro y consejo de su habitante interior; pero el Inteleto estaba distraído o ausente y no acudía al llamamiento.

A la mañana siguiente, con la cabeza que tan pronto le pesaba al modo de una bola de granito, como sentía que se le escapaba de sobre los hombros, cual vedija de humo, Belarmino salió a la puerta del establecimiento para despejarse. En un entresuelo de la acera del frente, y poco más abajo de la calle, una cuadrilla de carpinteros, albañiles y pintores, trabajaban con energía y diligencia.

Belarmino se aproximó al señor Colignon y le habló recatadamente al oído:

—¿Recuerda usted que un día le dije: «ya daré, ya daré en el blanco»?. Pues ya he dado, ya he dado. La beligerancia[17] es la madrona[18] de la Grecia[19]. El faraón crónico es lo más puerperal[20]. He hallado la solera[21] recreada[22]. —Traducido al romance: la adversidad es la madre de la sapiencia. Una crisis profunda es siempre fecunda. En cuanto a la última sentencia, el propio Belarmino la vertió al habla vulgar, a instancias del señor Colignon, que preguntó:

—¿La solera recreada?

—Se lo interpretaré en forma corriente: solera es palabra que viene de sol y dice la luz más viva, y fuente de luz. Recreado es lo que nadie ha hecho, que se hizo por sí, y produce gusto, recreo —o sea, luz increada.

Esta vez, los recónditos y gargarizantes pavos del señor Colignon permanecieron taciturnos. El francés apoyó horizontalmente el antebrazo en la depresión o meseta superior del abdomen, sustentó el opuesto codo sobre aquella mano, y con la otra mano se cubrió el huevo y la huevera de latón, esto es, la barbeta y la perilla, en actitud napoleónica y cogitabunda.

—Yo comprendo, yo comprendo, mon pauvre ami; los Padres te han convertido…

El que se rió ahora fué Belarmino, y de la mejor gana:

—¿Convertirme? ¡Qué proyectil[23]! —Belarmino juntó en un racimo las yemas de la diestra mano, se las llevó al entrecejo y silabeó confidencialmente: —¡El Inteleto! —Y luego, cambiando de tono: —Algo me he ayudado con un libro de los Padres…

—¿Te lo prestaron?

—No; lo pedí yo prestado, porque lo vi encima de una mesa.

—¿Y cómo es que se titula?

—No se enterará usted, porque está en latín.

—Pero, tú, tú, ¿comprendes latín?

—Llegaré a tener intuición con él; por ahora, sólo me es saludable[24].

El señor Colignon se retiró pensando: «No tiene remedio el pobre hombre».

La apertura de la nueva zapatería causó inolvidable sensación y pasmo descomunal. El rótulo rezaba: «Apolonio Caramanzana, maestro artista». Había un ancho escaparate, con límpida luna de cristal. Sobre el piso del escaparate, forrado de peluche verde, se alineaban varios pares de zapatos y botas, realmente exquisitos, apoyados oblicuamente en sendos sustentáculos de níquel, y con inscripciones debajo que decían: «Zapatos de piel de Suecia; encargo de la excelentísima señora duquesa de Somavia». «Bota de becerro; para el señor Novillo», y así otros varios encargos de personas distinguidas y elegantes. Al fondo, en una urna, guardábase el esqueleto auténtico de un pie humano. Sobre la urna se leía: «Osteología del pie». De cada huesecillo salía un alambre, con una cartela al final. Las cartelas decían: «Tibia, peroné, maléolo interno, maléolo externo, tarso, astrágalo, calcáneo, escafoides, cuboides, las tres cuñas, metatarso, falanges, falangitas, falangetas». Encima de la urna colgaba de la pared del fondo un cuadro pintado a la acuarela, que representaba una bota, de perfil, despidiendo rayos; en la cabecera, un letrero: «La podoteca ideal», y, en la parte inferior, una estrofa:

«Aunque tan fina y lustrosa

y de tan bellos perfiles,

nadie, si la llevas, osa

cortarte el tendón de Aquiles».

Y más abajo aún: «Dime con qué botas andas, decirte he quién eres».

A entrambos lados del cuadro central pendían otros dos cuadros. Uno figuraba un pie desnudo, de alto puente y empeine corvo, con su inscripción: «Pie ario; noble». El otro, un pie asentado todo a lo largo, la planta sobre la tierra, con su inscripción: «Pie planípedo, plantígrado o semítico; plebeyo». En las paredes laterales del escaparate, repisas de cristal, con vaciados de pies, en escayola, algunos retorcidos y deformes, y, adherida a la repisa, una indicación: «Repertorio de extremidades, obtenido del natural». En lo más altanero de la luna de cristal desarrollábase una cinta, a modo de divisa heráldica, declarando, con doradas letras teutónicas: «Una hermosura soberana inspira a Caramanzana».

Cuantos veían el escaparate pensaban en el infeliz Belarmino. La opinión fué unánime: no había competencia posible. También Belarmino fué a ver el famoso escaparate. Lo examinó atentamente, con calma. Como su corazón estaba purificado de pasiones torpes, no se le distendió el rostro en gesto ninguno, lastimado o feo; antes sonreía; sonreía con expresión inocente y delicadamente irónica. Apolonio, que ya le conocía y le estaba espiando desde dentro de la tienda, se sintió, por misteriosa manera, humillado. Ahito y ebrio con el éxito, ¿qué le importaba a él la expresión hipócrita y maligna del ya desbaratado rival? Y, sin embargo, sentíase humillado, adivinando que la verdadera rivalidad entre ellos no era zapateril, sino de otro orden más íntimo y personal, y que en aquella larvada e inevitable rivalidad acaso Belarmino saliese vencedor.