DON GUILLÉN Y LA PINTA
N MARTES SANTO, a la comida del mediodía, apareció en la mesa un huésped inédito: un sacerdote prebendado. Si me cruzo en la calle con él, o le hallo frente a frente en un tranvía, o come vecino a mí en una fonda de estación, apenas si me hubiera molestado en resbalar sobre él la mirada. Pero estábamos en la mesa redonda de una casa de huéspedes. Tenía razón el excelente don Amaranto. No sólo yo, todos los demás comensales nos aplicamos a escudriñar, descarados, en nuestro flamante sacerdote, como cumpliendo una obligación. El resistía con indiferencia la curiosidad ambiente. A los toreros, a los cómicos y a los curas no les desazona la curiosidad ni les desconcierta la mirada fija, como habituados a ser foco de la atención en el ruedo, la escena y el púlpito.
He dicho más arriba nuestro flamante sacerdote, y no hay adjetivo que mejor le cuadrase. Parecía un santo de cartón piedra, recién salido de los moldes y acabadito de pintar. La sotana de merino lustroso, como barnizado; el vivo del alzacuello, una pinceladita de morado ardiente, casi carmín; el afeitado de bigote y barba, color violeta y azulenco pálidos; el resto del rostro, rojo vehemente y bruñido; los ojos, profundos y negros. No tendría arriba de los cuarenta años, si llegaba. Superada esta primera e insulsa impresión de santito alfeñicado, de la fisonomía del sacerdote emanaba un no sé qué de personal y sugestivo. El rojo de sus mejillas era patológico; debía de padecer del corazón. Como era guapito y harto joven para la dignidad eclesiástica que ostentaba, quizás algún malicioso presumiese que la había alcanzado mediante el favor de las omnipotentes faldas. Pero, de otro lado, nada se insinuaba en él que trascendiese a homme aux femmes ni a Periquito entre ellas. No delataba el aplomo del cura conquistador ni el hipócrita y meloso encogimiento del curilla faldero. Si acaso el favor de las damas le había encumbrado, sería, probablemente, sin él haberlo buscado con singular empeño. Así cavilaba yo, entre la sopa y el cocido.
Doña Emerenciana, una viuda vejancona que, a falta de galanes más lucidos, se pasaba la vida persiguiendo a Fidel, el mozo de comedor, veíase que se despepitaba con la proximidad del canónigo, y fué la primera en dirigirle la palabra:
—¿Verdad que en este Madrid hace demasiado calor, y eso que estamos todavía en abril? Usted vendrá de sitio más fresco, don… ¿cómo se llama usted?
—Me llamo Pedro, Lope, Francisco, Guillén, Eurípides; a elegir —dijo con voz robusta, de timbre grato; llana, atrayente sonrisa.
Todos hicimos eco a su sonrisa, menos la vieja, que no acertaba a decidir si la respuesta era en serio o en chanza.
—¡Qué chistosísimo! —exclamó, optando por la chanza.
—No, señora; no es chiste —replicó el sacerdote.
—Pero, ¿Eurípides es nombre cristiano? Si lo es, vendrá de la provincia de Palencia, que es donde ponen los nombres más estrambóticos.
—No, señora; no es nombre cristiano. Pero se conoce que el cura que me bautizó no se había enterado. Si a mí me canonizan, entonces habrá un San Eurípides: el primero.
—¡Qué chistosísimo! Pues ya tiene usted bastantes nombres, gracias a Dios.
—Caprichos de mi padre, que era autor dramático y zapatero, o zapatero y autor dramático, según el orden de prelación que usted prefiera. Todos mis nombres lo son también de famosos dramaturgos de otros tiempos: Pedro Calderón de la Barca, Lope de Vega, Francisco de Rojas Zorrilla…
—De ese Zorrilla, autor del Tenorio, algo oí hablar cuando era niña —interrumpió doña Emerenciana.
—Guillén de Castro —prosiguió el canónigo, sonriendo siempre—, Eurípides…
Y como sobrevino una pausa, doña Emerenciana saltó:
—¿Eurípides qué?
—Eurípides López y Rodríguez —respondió el canónigo, con espetada sorna esta vez.
—Se ve que era de familia humilde —comentó doña Emerenciana—. Y bien, ¿con cuál de los nombres hemos de llamarle?
—Unos me llaman por uno, otros por otro. Use usted el que prefiera.
—Pues prefiero don Guillén.
—Es el que suelen preferir las señoras —dijo don Guillén, con dejo satírico.
—Por mi parte, si usted me lo permite, le designaré como señor Eurípides; me sabe a república —entró a decir don Celedonio de Obeso, ateo declarado y republicano agresivo; en el fondo, un pedazo de pan, un zoquete.
En la mesa de casa de doña Trina no podía faltar un republicano acreditado. Este don Celedonio era sucesor de aquel jefe del partido republicano de Tarazona, ciudadano de gran desparpajo y barba bipartita, como ubre de cabra.
—Como usted guste —respondió don Guillén espontáneamente.
Antes de concluir la comida, don Guillén se había granjeado la confianza y la simpatía de todos; y a tal extremo llegó la confianza, que don Celedonio se atrevió a dispararle a boca de jarro esta pregunta:
—¿Cree usted en Dios?
—¿Cree usted en la república? —interrogó a su vez don Guillén, sin inmutarse.
—Como republicano que soy.
—Yo, como sacerdote que soy, soy creyente.
—Ninguna persona inteligente cree en Dios.
—Yo he conocido personas inteligentes que me decían: «Ninguna persona inteligente cree en la república».
—Pues los cristianos primitivos —dijo el señor De Obeso, rebajando el tono y batiéndose en retirada— eran republicanos.
—Eran más; eran anarquistas. Pero, en fin, así como aquellos cristianos, partiendo de la idea de Dios, llegaron a la de república, bien puede usted tomar el viaje de vuelta, y, partiendo de la idea de república, llegar a la de Dios.
—Para ese viaje no necesito alforjas —concluyó don Celedonio; y don Guillén le rió cordialmente la gracia.
Es de advertir que durante el diálogo anterior don Guillén no había puesto en sus réplicas acritud, ni fuego polémico, ni aire de desdén. Con esto, nuestra simpatía hacia él se robusteció. Al salir del comedor, don Celedonio murmuró a mi oído:
—Es un tío juncal. Así me gustan a mí los presbíteros.
Después de la comida, supe que don Guillén era lectoral en la catedral de Castroforte, y que venía a predicar los sermones de Semana Santa en la capilla del Palacio Real. De seguro era un pico de oro.
El hospedaje de doña Trina lo patronizaban tantos pupilos y huéspedes flotantes, que no bastando para contenerlos el amplio y profundo piso de la calle de Hortaleza, como si dijéramos la metrópoli hospederil, la señora había alquilado otros cuartos, al modo de colonias, en los aledaños y calles contiguas, uno de ellos en la calle de la Reina, que es donde yo tenía mis aposentos. Apunto este pormenor para dar a entender que quienes se alojaban en las colonias gozaban consiguientemente de mayor libertad, especialmente de noche, que los de la metrópoli. En las horas nocturnas, tales calles y callejuelas eran por aquellos tiempos lonja de contratación pública de mercenarios deleites y lugar asiduo de feas prostitutas y chulos marchosos. Antes de llegar a mi vivienda era fuerza que atravesase por entre el multitudinoso ejército de ocupación, recibiendo continuos dardos meretricios y padeciendo asechanzas y requerimientos, así orales como de hecho, puesto que alguna se asía de mi brazo; de manera que, por zafarme de estorbos y reponerme de la fatiga, solía yo algunas veces acogerme a un cafetín, que era donde las individuas vivaqueaban, y allí convidaba a las que más me atosigaban, con que las dejaba mansas, nutridas y satisfechas. Como me inspiraban dolor y lástima, las trataba siempre con benignidad. Convengo en que la prostitución es una grande y hedionda úlcera. Pero, ¿qué culpa tiene la úlcera por pertenecer a un cuerpo corrompido, cuyo es manifestación franca y fatal resultado? Donde todo está prostituido, la prostitución femenina casi es loable, porque es un síntoma claro. Con frecuencia, y ya que estaban apaciguadas, dilatábame largo rato en el cafetín departiendo con las desdichadas, y del coloquio extraía provecho espiritual, puesto que la compasión, a que me movían, es un depurativo del alma; y también observaba los tipos, casi todos estrafalarios, que concurrían en el antro. Atrajo desde el principio mi curiosidad una mujer agraciada, paciente, trigueña, sin adobos ni rosicleres como las otras, que estaba siempre sola e inmóvil en un ángulo, ante sí un vaso de recuelo, que jamás se llevaba a la boca. Se parecía a una virgen de Rafael, algo ajada. Como una noche la mirase largamente, la Piernavieja, la unidad más alharaquienta y ofensiva del ejército de ocupación, conocida por aquel remoquete a causa de renquear un poco, me dijo:
—¿Qué miras; aquella panoli? Es Angustias, la Pinta. Está con el Tirabeque, un golfo y fullero, que la tiene aquí hasta que pasa a recogerla de madrugada.
—Convídala a que venga y tome algo —dije a la Piernavieja.
—¡Eh! —gritó la Renca—. Tú, la Pinta, que este señorito te convida.
La Pinta, ruborizada, se excusó. La Piernavieja insistió en balde.
—Y eso de la Pinta, ¿es mote? —pregunté.
—Quia; es su verdadero nombre. Se llama así, Angustias Pinto. También es capricho conservar la filiación natural en este negocio. Es una simple que no sirve pal caso.
Poco a poco y noche tras noche fuí entablando amistad con la Pinta. Era una mujer dulce, triste y reconcentrada, o, según el tecnicismo de la Piernavieja, una simple que no servía pal caso. Apenas se comunicaba. Una noche me dijo que tenía poco más de treinta años; aparentaba menos de treinta. Otra me declaró el lugar de su nacimiento: la ciudad de Pilares. La noche —bien lo recuerdo— de aquel Martes Santo en que el canónigo encendido y campechano surgió en la casa de huéspedes, la Pinta se mostró sobremanera comunicativa.
—Mi padre era zapatero y otra cosa, que él decía filósofo bilateral. Como he oído, siendo niña, estas palabrejas tantas veces, no se me han borrado de la memoria. Los profesores de la Universidad venían a oírle al cuchitril en donde vivíamos. Mi madre, que tenía mal carácter, decía que mi padre era un zángano, y que los que venían a oírle le tomaban el pelo. Pero mi padre es un santo.
Involuntariamente pensé en don Pedro, Guillén, Eurípides, hijo de un zapatero y autor dramático. Prosiguió la Pinta:
—A mí me perdió un cura. —Estaba con la cabeza baja y el pensamiento en lejanía.
—¡Pillo! —murmuré, a pesar mío.
—No, no era un pillo —corrigió la Pinta, volviéndose a mirarme con gesto dolido—. No era cura todavía; seminarista nada más. Quería casarse conmigo. Nos escapamos. El padre de él le cogió. Mi madre no quiso admitirme en casa. Después, claro está…, Estoy segura que mi novio sigue queriéndome. La cosa fué, ¿sabe usted?, que su padre no podía ver a mi familia. ¿Qué habrá sido de Perico?
—¿Se llama Perico?
—Sí, Perico Caramanzana. ¡Y qué bien le iba el nombre! Tenía la cara fresca, coloradina y alegre, como una manzana.
—¿Por eso le decían Caramanzana?
—Es su verdadero apellido. El padre se llamaba Apolonio Caramanzana. Le habrá oído usted mentar. ¡Ah!, era el mejor zapatero de España. Iban a hacerse el calzado con él hasta los señores de Bilbao y de Barcelona. Además, componía dramas.
Aquella noche salí bastante preocupado del cafetín. Me acosté y tardé en dormirme. Oí en la habitación de al lado un carraspeo seguido de un poderoso suspiro. Era la voz de don Guillén. Se me ocurrió una idea diabólica: «Si yo mañana por la noche trajese a la Pinta y la hiciese entrar en la habitación de don Guillén». Me dormí dando vueltas a aquella idea.
Al día siguiente, día de vigilia, don Guillén no se sentó a la mesa.
—¿Qué le sucede al señor Caramanzana? —inquirió la viuda vejancona, que ya se había enterado del apellido del canónigo.
—No come hoy, porque está algo delicado del estómago —respondió Fidel—. ¿No vió usted el color arrebatado que tiene?
—Será pirosis —entró a decir don Celedonio—. Todo el clero y las órdenes regulares padecen de pirosis, a causa del abuso de las comidas suculentas y de las bebidas alcohólicas.
—Calle usted, herejote —amonestó doña Emerenciana, amenazando con el abanico.
—Y a propósito, Fidel; no habrás olvidado mi encarguito. Le habrás dicho a la señora que yo no me someto a esa asquerosa farsa de la vigilia, y en estos santos días de Semana Santa quiero comer carne y pescado. Yo promiscuo, o promiscúo, que no sé a ciencia cierta cómo se pronuncia —dijo don Celedonio.
—¡Jesús, María y José! ¡Qué Judas Iscariote! Más vale que don Guillén no haya acudido a la mesa, porque le abochornaría esa abominación.
A todo esto, Fidel, el mozo, se reía cazurramente.
Terminada la comida, salí de la metrópoli y me encaminé a mi colonia. Como cosa de veinte pasos delante de mí iba Fidel, conduciendo una gran bandeja, cubierta con un mantelillo. Nos juntamos en el pasillo adonde daba mi habitación.
—Psss… —bisbiseó Fidel, requiriéndome con cabezadas a que me acercase más—. Levante usted el mantelillo.
Levanté una punta. Descubrí abundancia de guisos y viandas, entre otras, un opulento trozo de roastbeef.
—Es la comida de don Guillén —indicó el camarero—. Si no promiscua, o promiscúa, que yo tampoco sé cómo se pronuncia, al menos come de carne.
En esto, se abrió la puerta de don Guillén, y él mismo, en persona, destacó por obscuro sobre el cuadro de grisácea luz, sorprendiéndome en vergonzosa y vergonzante fisgonería. Estaba vestido de paisano, revuelta la pelambre, que, embebiendo el claror, le hacía halo en torno a la cabeza. Llevaba zapatillas de marroquín rojo. Estos dos pormenores me hirieron como notas agudas en los segundos de suspensión y silencio a que nos indujo la sorpresa: la aureola radiante y los pies sangrientos.
—Pasen ustedes; pase usted —particularizó, dirigiéndose a mí. Obedecí, no recobrado aún de la sensación humillante—. Siéntese usted —me instó. Quise disculparme y salir. El canónigo añadió, con tono que yo interpreté como implorante:
—¿No me concederá usted el favor, si se lo ruego, de hacerme un poco de compañía?
La súplica y el acento me repusieron en mi equilibrio habitual. Me senté junto a una mesa con unos libros, unos papeles, unas cachimbas, unos lentes, y presidiendo todos aquellos utensilios y accesorios de la faena intelectual, encerrado en un marquito de plata repujada, como relicario, una fotografía de mujer, que me incliné a mirar discretamente. Parecía una virgen niña de Rafael, de las de su época umbriana.
—Pon aquí la comida, Fidel. ¿Has traído vino? Llévatelo. Tengo yo vino algo mejor. —Y torciendo la cabeza hacia mi lado: —¿Qué mira usted, el marco? Es un relicario del siglo XV, una joya.
—No; miraba el retrato.
—Es una hermana mía que desapareció.
—¿Que desapareció?
—Que se perdió en la sombra.
—¡Ah! Se murió… —indiqué de manera dubitativa, empujándole a que se clarease.
—Hace algunos años. —Y después de una pausa: —Tomará usted una copita de coñac.
Sacó una botella de coñac viejo y otra de bon vino, de un maletín de piel de cerdo, elegante prenda de mundano antes que de clérigo. Se sentó a comer. Cuanto más le miraba, menos me parecía un cura y más un hombre de mundo.
—Por obra del acaso —dijo, a tiempo que comía despacio—, me ha sorprendido usted en mi intimidad de hombre. Si hace unos momentos, al hallarle a usted…
—Fisgando —interrumpí—; pero a instancias del mozo, y sin presumir de qué se trataba.
—¿Qué importa? Digo que si entonces me hubiera retirado, creería usted que yo era un cura sinvergüenza y falsario. Yo no podía dejarle ir sin ofrecerle alguna explicación.
—Yo era el que debía…
—Usted, ¿por qué? Usted, a lo sumo, incurría en un exceso de curiosidad. Yo, en opinión de las personas timoratas, estoy cometiendo un grave pecado.
—Yo no soy timorato.
—Pero debo darle una explicación. Así como en el Estado hay delitos artificiales, en la Iglesia hay pecados artificiales. Son delitos y pecados artificiales los actos que no lastiman ni menoscaban la justicia o el dogma (ejes, respectivamente, del Estado y de la Iglesia), pero que contravienen y desobedecen ciertas disposiciones disciplinarias, accidentales, pasajeras. Una de esas disposiciones pasajeras es la obligación de comer de vigilia cuatro días de la Semana Santa. Quizá al Papa actual, o al que le suceda, se le ocurrirá amenguar, tal vez suprimir, esta obligación. El Estado es una comunidad material que se mantiene por la mutua conveniencia, y la Iglesia una comunidad espiritual que se sustenta por el mutuo amor. Por lo tanto, el espíritu de disciplina de la Iglesia es de naturaleza distinta del espíritu de disciplina del Estado. En el Estado, el espíritu de disciplina pertenece al orden de los sentimientos interesados, pues sin disciplina no cabe conveniencia mutua. En la Iglesia, el espíritu de disciplina se engendra en el ámbito de los afectos generosos; es la voluntad de sacrificio. No de otra suerte que los amantes, por certificarse del amor recíproco, ponen el amor del otro a prueba, por medio de ordenamientos y exigencias caprichosas, por aquello de que obedecer es amar, así la Iglesia impone a sus fieles algunas obligaciones disciplinarias, por espolear a los tibios a que ejerciten y muestren el amor. Para las personas de bien afirmada fe y claro sentido, sean clérigos, sean seglares, huelgan estas obligaciones disciplinarias; lo esencial es el dogma. El Estado concede de buen grado la libertad de ideas (el pensamiento no delinque), pero no transige con la libertad de acciones, porque romperían la disciplina. La Iglesia es intransigente en materia de ideas y tolerante en materia de acciones: sólo el pensamiento peca. Todos los pecados, por monstruosos que sean, reciben absolución en el confesonario; pero la más mínima duda del confeso en materia de fe nos impide absolverlo. Ahora bien: como todo esto es de sentido común, debe permanecer en secreto para los que no tienen sentido común, sean clérigos, sean seglares. ¿Comprende usted?
—Comprendo, comprendo —asentí. Y, en efecto, había comprendido lo que me había dicho, nada difícil de comprender; pero a él no le comprendía. ¿Qué era aquel hombre que ante mí estaba, deglutiendo y raciocinando al propio tiempo, masticando y discurriendo, con tanta frialdad, escrúpulo y elegancia, vestido como un hombre de sociedad, sin una insinuación sensible del estado eclesiástico a que pertenecía, y que, de vez en vez, según hablaba, se asía con la mirada al retrato de una mujer a quien él mismo había empujado a la anónima sima prostibularia? ¿Qué era aquel hombre? ¿Un hedonista? ¿Un incrédulo? ¿Un hipócrita y un sofista, para consigo mismo y los demás? ¿Un desengañado? ¿Un atormentado? Lo que menos me interesaba era la explicación que me había ofrecido. ¿Qué se me daba a mí si comía de vigilia o dejaba de comer de vigilia?
Como si por un raro don de receptividad inmediata, frecuente en los duólogos íntimos e intensos, don Guillén hubiera trasegado en su cabeza mi pensamiento, dijo:
—Lo de menos, para usted, es si yo guardo la vigilia o no. Lo importante es que usted, por obra del acaso, ya se lo he dicho antes, me ha sorprendido en mi intimidad de hombre. Todos, frailes, curas y magnates eclesiásticos, por debajo de la estameña, el merino y la púrpura, escondemos un hombre. Homo sum, digo con el pagano.
Y yo volví a verle, en mi imaginación, con la aureola radiante y los pies enrojecidos.
—Me ha sorprendido usted despojado de mi ministerio. No como ministro del Señor, sino como criatura del Señor, cuitada e imperfecta como todas ellas. Dentro de unas horas, hablaré ante el rey, mejor dicho, sobre el rey; no varios palmos, los que se alce el púlpito, sobre la testa coronada y ungida, sino infinitos palmos, porque represento la conciencia indeleble y eterna, que está a inaccesible altura por encima de tronos, cetros y soberanías. Pero aquí, en este triste cuartucho y frente a usted, no puedo incorporar la voz de la conciencia, sino que soy una pobre concavidad sombría en donde la voz de la conciencia hace eco.
Aquello se iba poniendo serio. No sabiendo qué decir, permanecí con la cabeza gacha y los ojos fijos en un punto, que por ventura resultó ser el retrato del relicario.
—¿Le gusta el marco? —preguntó don Guillén.
—Miraba el retrato. Conozco a esa mujer —afirmé en seco.
Don Guillen no se conturbó.
—Está usted equivocado —dijo—. Será otra fisonomía semejante la que usted conoce. A esa mujer no la puede conocer usted. Ya le dije que es mi hermana y que no existe —y subrayó la palabra hermana y el verbo existir.
Después de los postres, don Guillén se sirvió una copita de coñac y fustigó la conversación hasta ponerla en un aire de alacridad y humorismo. Era un hombre tan ingenioso como inteligente.
Al despedirnos me dijo:
—Estos días no asistiré a la mesa redonda. ¿Quiere usted que comamos juntos, aquí, en mi cuarto? Lo que le va a envidiar a usted doña Emerenciana…
En aquellas comidas subrepticias y ociosas sobremesas, mi amigo don Guillén me fué contando a retazos su historia, la de Angustias Pinto y la de los padres de ella y él, Belarmino y Apolonio. Después, por mi cuenta, hice averiguaciones tan importantes, que la historia de Caramanzanita y la Pinta pasan a segundo término.