Esperé con impaciencia. Hacia las cinco, para matar el tiempo, fui a beber un café a un establecimiento del bulevar en compañía de un colega de la redacción: Serge Lucco. A las cinco y veinte estábamos de vuelta en el periódico.

A las seis menos cinco, fui al Cardinal Serge Lucco, tras haberse puesto de acuerdo conmigo, llega cinco minutos más tarde y, sin que nos hubiésemos mirado, se sienta en una mesa bastante alejada.

Esperé hasta las siete menos veinte. No vino nadie. Me fui solo y volví a subir al periódico, donde mi camarada vino a reunirse conmigo unos diez minutos después.

Ya estaba expresando mi mal humor en relación a lo que tomaba por una broma cuando el gerente del París-Matinal, el señor Chartrain, me trajo una carta. La habían encontrado en la antesala del periódico, sin que nadie viese quién la había traído. Ante esta reflexión, un ciclista, el señor Aubry, recordó que había oído abrirse la puerta del rellano, a alguien entrar diciendo: «Para el señor Desnos», y desaparecer antes de que se le pudiese ver.

Este es el texto de la carta:

Entonces, ha olvidado que le había pedido que viniese solo [subrayado en el texto]. Visiblemente, tampoco su compinche, el señor del trench-coat, está acostumbrado a los papeles de figurante. Eso me ha afectado —si no sorprendido— viniendo de usted.

Por última vez ¿quiere que nos veamos?

Cuando salga del París-Matinal, ahora mismo, lleve un ejemplar del periódico en la mano. Tome la dirección que le apetezca, yo le seguiré y, si está solo [subrayado en el texto], le abordaré.

W. W.

Lo confieso, al leer esta carta, pensé en una burla por parte de algún redactor del París-Matinal. Terminé mi trabajo diario y, a las ocho y cuarto, salí.

Fui hasta la place de la Bourse por la rué Vivienne, caminando lentamente. Bajé hasta Saint-Germain-des-Prés, sin haber visto a nadie y persuadido, esta vez, de que mi correspondencia con W. W. era un camelo. Estaba tomando la rué Bonaparte para llegar, por las rúes Guynemer y Vavin, al barrio de Montparnasse, donde ceno cada noche. Al atravesar la place Saint-Sulpice, una mano se apoyó en mi hombro.

El cielo estaba encapotado. Todavía lloviznaba. Sobre el asfalto resplandeciente, se reflejaban los faroles. Las torres de Saint-Sulpice se perdían pesadamente en una bruma de humedad. Me giré hacia quien acababa de ponerme la mano en el hombro, sin dudar ni un instante que no fuese aquel a quien esperaba.

Estaba en presencia de un hombre de unos sesenta años, corpulento, de rostro rojo y curtido, como si la sangre se hubiese fijado bajo la piel por efecto del sol y el alcohol. Estaba embozado en un amplio abrigo marrón oscuro con una cuadrícula en marrón más claro, de excelente corte inglés, y cubierto con un sombrero flexible, también marrón. Se apoyaba sobre un bastón, cuyo material reconocí unos minutos después porque la madera con la que estaba tallado, por esas cosas del azar, me es conocida: cafetero. Es sabido que esos bastones, casi siempre procedentes de las indias holandesas, son bastante raros porque en esos lejanos países, según parece, la ley pena con la muerte la mutilación de un cafetero.

La boca de mi interlocutor estaba disimulada por un denso bigote blanco. Los ojos, bastante grandes y subrayados por ojeras, no parecían indicar más que una gran tranquilidad y una cierta costumbre del dominio.

Así pues, mientras que yo farfullaba al presentarme, él se dio a conocer y me propuso subir de nuevo hacia Montparnasse con la mayor naturalidad.

—Ya que es su camino… —añadió con una voz tal vez algo marcada por el acento inglés, aunque es muy posible que yo me sugestionase en ese punto.

Caminamos en silencio hasta la rué Guynemer, cuya calzada asfaltada resplandecía como un espejo con los juegos de las farolas que reflejaba. Este paisaje familiar me pareció de repente misterioso y como consagrado, a pesar de la presencia de los árboles del Jardín de Luxemburgo, a todo el esplendor de un país exclusivamente mineral.

—¿Qué tiene que decirme? —pregunté tras un gran esfuerzo por romper el silencio.

—Ya lo sabe. ¿Le interesa?

—Mucho.

—Pues bien, es esto: lo que puedo contarle sucedió hace ya cuarenta años. Por aquel entonces yo estaba en Edimburgo, donde acababa mis estudios, pues soy escocés. Allí es donde conocí a aquel que llamaré, como usted, Jack, porque callaré su identidad y la mía. Tiene que saber que se ha equivocado muy poco sobre la personalidad de Jack. Tan sólo la ha embellecido. Sin duda era elegante, pero, aun cuando gozaba de una posición acomodada, estaba lejos de ser lord o baronet. Era hijo de un escocés y una galesa y estaba pasando unas semanas en Edimburgo cuando lo conocí. Fue en 1887. El primer crimen, el del 1 de diciembre, que usted le atribuye y que generalmente se le atribuye, no lo cometió él, pero fue la causa de todos los demás.

»En efecto, el 3 de agosto de 1888, un amigo y yo, en presencia de Jack, nos referimos con sorpresa al misterioso asesinato, pues el autor de ese crimen seguía siendo desconocido. En ese momento, estábamos de vuelta en Londres. Jack, totalmente en serio, nos propuso una apuesta: se comprometía a cometer un crimen idéntico, en circunstancias parecidas, sin ser descubierto. Nosotros aceptamos la apuesta sin tomárnosla en serio. Estaban en juego tres libras.

»Cuatro días más tarde, Jack vino a vernos para anunciarnos que estaba hecho. Al principio, nos reímos… Pero la lectura de los periódicos nos sumergió en una angustia horrible. En efecto, éramos los cómplices, casi los inspiradores, del asesinato.

»Pero Jack se quedó impasible y nos obligó a pagar la apuesta. El tiempo pasó y no se descubrió al asesino. Nos tranquilizamos. Nos tranquilizamos demasiado.

»En la tarde del 30 de agosto de 1888, puse en duda el papel de Jack en el asesinato y emití la hipótesis de que hubiera sabido del crimen antes de la publicación de los periódicos y, así, se habría jactado delante de nosotros.

»Entró en una violenta cólera y declaró que puesto que dudaba de él, como era buen jugador, volvería a actuar en el transcurso de la próxima noche.

»Al día siguiente supimos del segundo asesinato de Jack y tercero de la serie. Es inútil expresar nuestro miedo. Lo comprende perfectamente. Jack vino a vernos. No nos dijo nada. Se quedó callado durante toda su visita. Estábamos incómodos. De nuevo, no se descubrió al asesino. Pero Jack, con una voluntad infernal, continuó aterrorizándonos. Nos anunció todos los demás crímenes de la serie (a excepción del noveno y el décimo, que no creo que cometiera él). Las circunstancias que ha imaginado debieron de ser exactas, salvo en unos pocos detalles.

—Pero ¿qué razones daba para sus crímenes?

—Nos decía: «Así aprenderéis a no tomarme por un mentiroso», y, otras veces, decía que era mejor así, que así esas mujeres tenían una muerte que se salía de lo ordinario. Sólo en una ocasión nos dijo que los asesinatos le proporcionaban placer.

—¿Y nunca dijeron nada?

—¡Claro que no! Éramos sus cómplices. Habríamos sido arrestados. Éramos jóvenes. Teníamos miedo.

—Pero ¿nunca amó a ninguna mujer?

—Al contrario, adoraba a su amante, una joven francesa que hizo de él el dibujo que le entrego. Siempre ignoró el terrible vicio al que él, algunas noches, cuando volvía muy tarde a acostarse a su lado, se entregaba. Nunca supo que ese hombre, cuya más tierna satisfacción era besarle los cabellos, era un asesino y que esas vigorosas manos, tan dulces para ella, podían manejar un terrible cuchillo.

—¿Pero qué fue de él? ¿Está muerto?

—No sé si está muerto. Ella sí, murió aplastada por un ómnibus.

»En cuanto a mí y mi compañero, nos fuimos a las Indias, para abandonar esta pesadilla. Mi camarada murió allí, de cólera. Soy el único testigo de este drama.

—Pero ¿y Jack?

—Jack se fue a Australia. Sé que, en el tiempo en que estuvo allí, se cometieron cuatro asesinatos parecidos a los suyos en Sydney o Melbourne. Con los ocho de Londres, deben de hacer al menos unos doce en su haber.

—¿Y no volvió a verlo?

—Sí, estando de paso en Londres, coincidiendo con la Guerra de los Bóers, me lo encontré por casualidad. Iba a evitarlo cuando me abordó. Lamentaba, decía, ver cómo «los malditos Bóers masacraban a los fieles súbditos de Su muy graciosa Majestad». Insistía en esta fórmula, que parecía gustarle mucho.

—¿Y eso es todo?

—Volví a verlo en 1910… unos minutos. Y eso es todo.

—¿No sabe qué ha sido de él?

Mi compañero no contestó.

—Pero, perdóneme, —le pregunté—, ¿por qué me ha confiado este secreto? ¿Por qué me ha hablado de él?

No tenía nada que replicar.

—Y ¿puedo decir y publicar lo que me ha dicho y el retrato que me ha dado? ¿No corro el peligro de denunciar a alguien a la policía?

—No se preocupe. Ya he pensado en eso. Pero me alegra que usted también piense en ello. Por lo demás, tengo su palabra.

Durante la conversación, habíamos subido la rué Guynemer una vez, la habíamos bajado y acabábamos de volver a subirla. Estábamos en la esquina de la rué d’Assas con la rué Vavin.

—¡Adiós! —me dijo.

—¡Hasta otra! —contesté yo con algo de apuro—, ¡encantado de haberle conocido!

Y, mientras le miraba alejarse con paso calmo por la rué d’Assas, en la que pronto no fue más que un punto, intentaba recordar si, para encender su cigarrillo, sujetaba la caja de cerillas con la mano izquierda o con la derecha. Lo intenté tanto que, al final, ya no recordaba nada, ya ni siquiera sabía cómo la sujetaba yo normalmente.