La cuarta víctima

EN UN PATIO DE WHITECHAPEL, en las primeras horas de la mañana del 8 de septiembre de 1888, fue descubierta la cuarta víctima de Jack the Ripper, como los londinenses llamaban ya al inasible asesino.

Jack se tornaba, en efecto, cada vez más audaz. Había obrado, esta vez, en un lugar relativamente concurrido, a la hora en la que los obreros matinales comienzan a circular por la calle.

El paisaje del drama era uno de esos patios que parecen un pozo. El sol, unas horas al día, estigmatiza su piso más alto al densificar aún más las tinieblas del bajo. Y, en cada pared, las ventanas alineadas tienen las guillotinas entreabiertas para aprovechar un poco los soplos frescos de las noches de septiembre. Y, desde esas ventanas, nadie había asistido a la espantosa escena. En el interior de las viviendas, los hombres, ya levantados, preparaban, al resplandor amarillento de una lámpara, el té de la mañana y tal vez un olor a pan tostado flotase en el aire.

La mujer atravesaba el patio con paso rápido. De repente, Jack se yergue ante ella. La mujer no es una borracha y, sin embargo, no tiene tiempo de defenderse. Dos manos nerviosas la han cogido por la garganta. Se ahoga. Se le congestiona la cara y se hincha. La lengua inflada se le pega a los dientes, apretados por el terror. La mujer dobla las rodillas, luego se cae hacia atrás, con las piernas levantadas, casi muerta, y desvanecida.

El Destripador blande su largo y robusto cuchillo y, de un solo golpe, la degüella con tanta violencia que la cabeza se queda prácticamente colgando. Luego se ensaña… Destripa a su víctima, la mutila horriblemente y disimula ese siniestro trofeo bajo su capa: ¡se lo llevará!

Anuda alrededor de la garganta sangrante un pañuelo, como para impedir que la cabeza se separe. Coge las manos y, con furor, arranca tres anillos de cuero de pacotilla. ¿Para qué secreta evocación los reserva?

Y después, para acabar su espantosa faena, hunde las manos en el vientre rajado, abierto desde el estómago hasta el nacimiento de los muslos, retira el bazo y saca los intestinos…

Con su paso indolente, se va. En los primeros resplandores del alba del vendimiario, la desgraciada se queda tendida en la roja vendimia de su sangre que ha salpicado las paredes, por donde gotea viscosamente siguiendo el contorno de las piedras y las siluetea así de escarlata.

Y ahí arriba, en el tierno cielo, el sol de todos los días continúa su ascensión regular y vendrá a rozar la techumbre del sombrío pozo al fondo del cual acaba de realizarse la diabólica hazaña.

Cuando descubran los pobres restos que el vestido negro parece mantener unidos unos a otros, retrocederán con horror. Las desordenadas ropas revelan el sangriento espectáculo. El semblante está desfigurado por una ancha contusión que se prolonga por el cuello, y resultan visibles las huellas de largos dedos.

La sangre se ha infiltrado bajo la ropa. Algunas manchas maculan las medias y los botines. Las heridas superficiales y dentadas en el lado izquierdo del cuello parecen indicar que the Ripper ha mordido a la pobre mujer cubriéndola de sus caricias.

El médico forense dirá que, en presencia de las mutilaciones del cuerpo, es humanamente imposible describirlas con precisión. Tan sólo se reconoce que el asesino actuaba con tal decisión, con tal sangre fría, que se podría creer que poseía conocimientos anatómicos. Y, a pesar de la fabulosa cantidad de cuchilladas, ¡ninguna era inútil!

En adelante el terror planeaba sobre Londres. Del crepúsculo al alba, ninguna mujer se atrevía a salir sola. A las miserables prostitutas del barrio les temblaba todo el cuerpo con cada encuentro, con cada sonrisa de un transeúnte, con la lejana resonancia de unos pasos en las calles desiertas. Y, a partir del caer de la tarde, las mujeres acechaban desde las ventanas la sombra de los transeúntes, estremeciéndose con sólo pensar en poder columbrarlo. Más de una, en las noches de insomnio, se levantó para observar la calle tenebrosa en la que los faroles se reflejaban en las húmedas regueras.

A estos terrores, a estas angustias, a esta pesadilla, el 30 de septiembre de 1888 debía añadirse, para colmo, el descubrimiento no ya de uno, sino de dos cadáveres más.