LA FIGURA DE JACK EL DESTRIPADOR es absolutamente legendaria. Nadie lo vio nunca o, antes bien, las personas que lo vieron nunca pudieron describirlo, pues sólo se encontraron sus cuerpos, horriblemente mutilados.
Pudo cometer en pleno Londres once crímenes desde el 1 de diciembre de 1887, fecha en la que se encontró en Whitechapel el cadáver horriblemente mutilado de una mujer desconocida, hasta el 10 de septiembre de 1889 cuando, bajo la bóveda de un puente de ferrocarril se encontró el último cadáver de esa trágica serie —un cuerpo de mujer con la cabeza separada del tronco, las dos piernas ausentes y el estómago y el vientre perforados—, sin que nadie lo viese ni le molestase nunca.
Aquellos y aquellas que han soñado con él —porque lo maravilloso se mezcla con esas trágicas hazañas, y algunas personas han declarado haber tenido, en las noches que precedieron al descubrimiento de un nuevo crimen, sueños premonitorios— aseguran que Jack el Destripador se les presentaba con el aspecto de un hombre extremadamente elegante, con un rostro bello y tenebroso, manos extremadamente finas y puños cuya delgadez no excluía lo robusto.
Sin duda, Jack el Destripador está ya muerto, y muerto sin castigo. Debe de reposar en uno de esos calmos cementerios ingleses en los que la sombra rectilínea de los cipreses se prolonga sobre céspedes cuidadosamente rastrillados y monótonas avenidas. Cada día de la semana se hace más pesado sobre esa tumba misteriosa. Las jóvenes inglesas que, para llegar al templo protestante o a la iglesia, atraviesan el cementerio, observan ante esa tumba, como ante las demás, un silencio recogido. Y nada indica a los hombres que allí, en la paz telúrica, reposa aquel a quien podemos aplicar el título de «genio del crimen».
Antes de describir la impresionante serie de hazañas de Jack the Ripper, hay una frase de la conclusión de los investigadores que, en su terrible simplicidad, me parece definir de manera aún más trágica esta sangrienta epopeya:
«Los elementos informativos no permiten suponer que el asesino tuviese conocimientos anatómicos, sino, antes bien, que la práctica le había vuelto hábil».
Terrible experiencia la de este hombre entrenado para despiezar mujeres; terrible lujuria la de este hombre, cuyo apetito sexual sólo podía ser saciado con sangre; terrible vida la de este criminal que, nunca descubierto, siempre a punto de cometer una nueva hazaña, vivía en la excitación continua de sus nervios y su sensualidad, desafiando victoriosamente las fuerzas de la ley y la moral ordinaria.