Capítulo 81

Por la ventana, veo en el suelo nevado una minúscula rana. Parpadea un ojo y abre de par en par el otro. Me observa sin moverse. Comprendo que se trata de Dios. Se manifiesta a mí bajo esta forma y mira si he comprendido.

Parpadea para hablarme. Cuando Dios habla a los hombres, no quiere que oigan su voz.

Lo cual a mí no me sorprende, como si debiera ser así, como si Dios hubiera sido siempre una rana con un ojo totalmente redondo, inteligente, abierto de par en par. ¡Qué misericordia la suya de tener a bien ocuparse de un hombre tan digno de lástima como yo!

Es preciso que yo comprenda el lenguaje incomprensible con que se expresa con su otro ojo, parpadeando hacia los hombres. Pero eso no es asunto suyo.

Puedo igualmente considerar que ese parpadeo no tiene ningún sentido, pero su sentido radica tal vez precisamente en su ausencia de sentido.

No existen los milagros, he aquí lo que Dios me ha dicho, a mí, eternamente insatisfecho. Le hago la pregunta:

En ese caso, ¿queda aún algo por buscar?

Todo está en calma alrededor. Cae la nieve en silencio. Estoy sorprendido por esta calma. Una calma paradisíaca.

Ninguna alegría. La alegría no existe más que en relación a la tristeza.

Sólo cae la nieve.

En ese instante, no sé dónde está mi cuerpo, no sé de dónde sale este pedazo de tierra del paraíso. Escruto los alrededores.

No sé que no comprendo nada, creo que aún lo comprendo todo.

Las cosas suceden detrás de mí. Siempre hay un ojo extraño. Lo mejor es aparentar que se comprende.

Aparentar que se comprende, pero de hecho no comprender nada.

En realidad, no comprendo nada, pura y simplemente nada.

Así es.

VERANO DE 1982-SEPTIEMBRE DE 1989

PEKÍN-PARÍS