«Lo que yo necesito son testigos —decidió Harún—. Cuando Iff y Mali expliquen a la Morsa por qué tuve que formular aquel deseo, me disculpará por la rotura de la maquinaria». En el palacio real estaba organizándose una fiesta muy movida y Harún tardó unos minutos en encontrar al Genio-Jefe de las Aguas entre la multitud que soltaba globos, lanzaba arroz y hacía ondear banderas. Por fin localizó a Iff que, con el turbante ladeado, bailaba muy entusiasmado con una joven Genio. Harún tuvo que gritar para hacerse oír con tanta música y barullo. Y vio con alarma que Iff fruncía los labios y movía la cabeza.
—Lo siento —dijo el Genio-Jefe del Agua—. ¿Discutir con la Morsa? Perder el tiempo, olvídalo, es inútil.
—Iff, tienes que ayudarme —suplicó Harún—. ¡Alguien ha de explicárselo!
—Las explicaciones no son mi fuerte —gritó Iff—, no se me dan bien, no sirvo.
Harún puso los ojos en blanco por la frustración y fue en busca de Mali. Encontró al Primer Jardinero Flotante en la segunda fiesta de la boda que se celebraba en la Laguna, para los gupíes (Multifauces y Jardineros Flotantes) que preferían un entorno acuático. Fue fácil localizar a Mali: estaba encaramado sobre Butt, con su sombrero de hierbas ladeado con picardía, y cantaba a voz en cuello ante un entusiasta público de Peces y Jardineros:
Puedes derretir Naves Oscuras,
puedes derretir mundos de tinieblas
puedes derretir Castillos de Hielo, pero
¡No puedes derretirme a mí!
—Mali —gritó Harún—. ¡Socorro!
El Primer Jardinero Flotante interrumpió su canción, se quitó el sombrero de hierbas, se rascó la cabeza y dijo con sus labios florales:
—La Morsa. Estás en la lona. Ya me enteré. Grave problema. Lo siento, no puedo ayudar.
—Pero ¿qué le pasa a la gente? —exclamó Harún—. ¿Por qué todo el mundo le tiene miedo a esa Morsa? A mí me pareció completamente normal, aunque no tuviera lo que se dice bigote de morsa.
Mali movió la cabeza tristemente.
—Morsa. Personaje importante. No me gustaría indisponerme. Tú ya me entiendes.
—Oh, ¿qué te parece? —gritó Harún, indignado—. Voy a tener que aguantar el chaparrón yo solo. ¡Amigos!
—Desde luego, no vale la pena preguntarme a mí —gritó Butt a su espalda, sin mover el pico—. ¿Para qué, si no soy más que una máquina?
Cuando Harún cruzó las enormes puertas del Edificio PECPE, el alma se le cayó a los pies. Se detuvo en el amplio y resonante vestíbulo mientras varios Cabezas de Huevo de bata blanca pasaban rápidamente en todas las direcciones. Harún tenía la impresión de que todos le miraban con una mezcla de enojo y compasión. Tuvo que preguntar a tres Cabezas de Huevo antes de encontrar el despacho de la Morsa, tras mucho deambular por los corredores del Edificio PECPE que le recordaron los paseos que diera por el palacio siguiendo a Bocalegre. Por fin dio con una puerta de oro en la que se leían estas palabras: GRAN CONTROLADOR DE PROCESOS EXCESIVAMENTE COMPLICADOS PARA EXPLICARLOS. PROFESOR MORSA. LLAME Y ESPERE.
«Bueno, por fin voy a conseguir la entrevista que era el objeto de mi viaje a Kahani —se dijo Harún nerviosamente—. Pero yo no esperaba que se celebrara en estas circunstancias». Aspiró profundamente y llamó con los nudillos.
La voz de la Morsa gritó: «Adelante». Harún volvió a aspirar profundamente y abrió la puerta.
Lo primero que vio fue a la Morsa, sentado en un reluciente sillón blanco, detrás de una reluciente mesa amarilla con su calva cabeza ovalada tan reluciente como los muebles, y aquel bigote que le temblaba frenéticamente debido a algo que muy bien podía ser cólera.
Lo segundo que advirtió Harún fue que la Morsa no estaba solo.
En el despacho, muy sonrientes, estaban: el Rey Chattergy, el Príncipe Bolo, la Princesa Batchit, el Speaker de la Caja Parlante, el Presidente Mudra de Chup, su ayudante Miss Bocalegre, el General Kitab, Iff, Mali y Rashid Khalifa. En la pared había una pantalla de televisión en la que Harún vio a Goopy y Bagha que desde la Laguna le sonreían con todas sus bocas. Desde otra pantalla le miraba fijamente la cabeza de Butt. Harún estaba atónito.
—¿Tengo problemas o no? —consiguió preguntar. Todos los que se encontraban en el despacho se echaron a reír.
—Debes perdonarnos —dijo la Morsa enjugándose las lágrimas sin dejar de reír por lo bajo—. Estábamos tomándote el pelo. Ha sido una broma. Una bromita —repitió soltando otra carcajada.
—Entonces, ¿a qué viene todo esto? —preguntó Harún. La Morsa se dominó y adoptó su expresión más solemne, y hubiera estado muy en su papel, de no ser porque en aquel momento su mirada tropezó con la de Iff, y tuvo que echarse a reír otra vez; y lo mismo les ocurrió a Iff y a todos los demás. Transcurrieron varios minutos antes de que se restableciera el orden.
—Harún Khalifa —dijo la Morsa, con voz poco firme todavía, mientras se ponía en pie sujetándose los doloridos costados—, en recompensa por el incalculable servicio que has prestado a los pueblos de Kahani y al Océano de las Corrientes de las Historias, te otorgamos el derecho a pedirnos el favor que desees y te prometemos concedértelo, si nos es posible, aunque para ello tengamos que inventar un nuevo Proceso Excesivamente Complicado Para Explicarlo.
Harún guardó silencio.
—Bien, Harún —dijo Rashid—, ¿alguna idea?
Harún seguía callado. Parecía haberse entristecido de pronto. Fue Bocalegre quien advirtió su actitud, se acercó a él, le tomó una mano y preguntó:
—¿Qué ocurre? ¿Qué tienes?
—De nada sirve pedir —contestó Harún en voz baja—, porque lo que yo deseo realmente no va a concedérmelo nadie.
—Tonterías —respondió la Morsa—. Yo sé perfectamente lo que deseas. Tú has corrido una gran aventura y al final de las grandes aventuras todo el mundo quiere lo mismo.
—¿Sí? ¿Y qué es eso? —preguntó Harún, no sin cierta beligerancia.
—Un final feliz —dijo la Morsa. Esto silenció a Harún—. ¿No es verdad? —insistió la Morsa.
—Bueno, sí, supongo —admitió Harún, incómodo—. Pero el final feliz que yo imagino no se encuentra en ningún Mar, ni siquiera en un Mar lleno de Peces Multifauces.
La Morsa asintió lenta y gravemente, siete veces. Después juntó la yema de los dedos y se sentó a su mesa, indicando a Harún y al resto de la concurrencia que se sentaran a su vez. Harún se instaló en una reluciente silla blanca situada frente a la Morsa, al otro lado de la mesa. Los demás ocuparon sillas parecidas, alineadas junto a la pared.
—Ejem —empezó la Morsa—. Los finales felices son, tanto en los cuentos como en la vida, mucho más escasos de lo que cree la gente. Incluso podríamos decir que son la excepción, no la regla.
—Entonces veo que estamos de acuerdo —dijo Harún—. No hay más que hablar.
—Precisamente porque son tan escasos —prosiguió la Morsa—, nosotros, en el Edificio PECPE, hemos aprendido a fabricar finales felices sintéticos. Dicho claramente: nos los inventamos.
—Eso es imposible —protestó Harún—. No puedes embotellarlos —y agregó dubitativamente—: ¿O sí?
—Si Khattam-Shud podía hacer antihistorias sintéticas —dijo la Morsa con un leve acento de orgullo herido—, me parece que podrías admitir que nosotros también somos capaces de fabricar cosas. En cuanto a lo de «imposible» —agregó—, la mayoría de la gente diría que todo lo que te ha ocurrido últimamente es por completo imposible. Entonces, ¿por qué hacer tantos aspavientos por un imposible más o menos?
Siguió otro silencio.
—Está bien —dijo Harún con osadía—. Dices que puede ser un deseo grande, y lo es. Yo vengo de una ciudad triste, una ciudad tan triste que ha olvidado su nombre. Quiero un final feliz, no sólo para mi aventura, sino para toda la ciudad triste.
—Los finales felices se ponen siempre donde algo termina —señaló la Morsa—. Colocados a mitad de un cuento, aventura o similar, lo único que hacen es alegrar las cosas una temporada.
—Será suficiente —dijo Harún. Y llegó la hora de regresar.
Se fueron de prisa, porque a Harún no le gustaban las despedidas largas. Decir adiós a Bocalegre resultó muy difícil y, si ella no llega a inclinarse de improviso para darle un beso, probablemente Harún no se habría atrevido a besarla a ella; pero después descubrió que no estaba turbado, ni mucho menos, sino muy contento; y esto hacía que marcharse resultara más difícil todavía.
Al pie del Jardín de Recreo, Harún y Rashid dijeron adiós a sus amigos agitando la mano y, acompañados de Iff, subieron al lomo de Butt, la Abubilla. Hasta entonces no recordó Harún que Rashid habría faltado a su compromiso de K y que Fatuo Buttú estaría esperándolos en el Lago Dull muy enfadado.
—Pero pero pero no te preocupes —dijo Butt sin mover el pico—. Cuando viajas con Butt la Abubilla, el tiempo está de tu parte. ¡Se sale tarde y se llega temprano! ¡Vámonos! Ba-ba-ruumm!
La noche había caído sobre el Lago Dull. Harún vio la casa flotante «Las Mil y Una Noches Más Una» iluminada por la luz de la luna. Descendieron junto a la ventana abierta del dormitorio, y cuando Harún entró se sintió tan cansado que no pudo sino tumbarse en su cama-pavo real y se durmió en el acto.
Despertó a una mañana alegre y soleada. Todo parecía estar como siempre: ni rastro de Abubillas mecánicas ni de Genios del Agua.
Se levantó frotándose los ojos y encontró a Rashid Khalifa sentado en el pequeño porche delantero de la casa flotante, todavía con su camisón azul, tomando una taza de té. Por el lago se acercaba una lancha en forma de cisne.
—He tenido un sueño tan extraño… —empezó Rashid Khalifa.
Pero le interrumpió la voz de Fatuo Buttú:
—¡Eeeh! ¡Hola! —gritaba desde la lancha agitando los brazos.
«Oh, Señor —pensó Harún—. Ahora habrá gritos y peleas, y nos ajustarán las cuentas».
—¡Eeeh, soñoliento señor Rashid! —gritó Buttú—. ¿Es posible que usted y su hijo estén todavía en camisón, cuando vengo a buscarlos para la función? ¡La gente espera, remolón señor Rashid! Espero que no defraude.
Al parecer, toda la aventura de Kahani había sucedido en menos de una sola noche. «¡Pero es imposible!», pensó Harún, y esto le hizo recordar la pregunta de la Morsa: «¿Por qué tantos aspavientos por un imposible más?». Y se volvió vivamente hacia su padre preguntando:
—Ese sueño, ¿lo recuerdas?
—Ahora no, Harún —dijo Rashid Khalifa y, dirigiéndose al señor Buttú, que se acercaba, exclamó—: ¿Por qué tanta prisa, señor? Suba a bordo y tome una taza de té, mientras nos vestimos rápidamente y en seguida nos vamos —y nuevamente a Harún—: Date prisa, hijo, espabila. El Sha del Blablablá nunca llega tarde. El Océano de la Fantasía debe cuidar su reputación de puntualidad.
—El Océano —dijo Harún con vehemencia, mientras Buttú se acercaba en su barca-cisne—. Por favor, piensa. Es muy importante —pero Rashid no le escuchaba.
Harún fue a vestirse con cierto desconsuelo; y entonces, al lado de la almohada, descubrió un sobrecito dorado como los que los grandes hoteles utilizan a veces para dejar obleas de chocolate de menta a los clientes por la noche. Dentro del sobre había una nota escrita de puño y letra de Bocalegre y firmada por ella y todos los amigos de la Luna Kahani. (Goopy y Bagha, que no sabían escribir, habían estampado en el papel la huella de sus labios de pez, enviando besos en lugar de firmas).
«Ven cuando quieras —leyó Harún—. Y quédate todo el tiempo que desees. Recuerda: cuando vuelas con Butt la Abubilla, tienes al tiempo de tu parte».
En el sobre de oro había algo más: un pájaro diminuto, perfecto en todos sus detalles, que le miraba ladeando la cabeza. Por supuesto, no era otro que la Abubilla.
—Desde luego, ese lavado y cepillado te ha sentado de maravilla —dijo Rashid cuando Harún salió de su habitación—. Hacía meses que no te veía tan contento de la vida.
Recordaréis que el señor Buttú y su impopular Gobierno local esperaban que Rashid Khalifa les ayudara a conseguir el apoyo popular contando «cosas amables y de alabanza» y dejándose de «truculencias». Habían engalanado vistosamente un gran parque con colgaduras, banderas y gallardetes, e instalado postes con altavoces por todo el recinto, para que los asistentes pudieran oír perfectamente al Sha del Blablablá. Había un escenario muy alegre, lleno de carteles en los que se leía: «VOTA A BUTTÚ» y también «¿A QUIÉN VOTARÁS TÚ? A BUTTÚ» y «¡BUTTÚ ES EL QUE PREFIERES TÚ!». En el parque se había congregado una gran multitud para escuchar a Rashid; pero, al ver su gesto adusto, Harún dedujo que aquella gente no sentía mucha simpatía por Buttú.
—A usted le toca —dijo secamente el señor Buttú—. Muy ponderado señor Rashid, más le valdrá a usted quedar bien, o si no…
Harún miraba desde un lado del escenario a Rashid, que se acercaba al micrófono sonriendo entre nutridos aplausos. Entonces Harún se estremeció de la impresión, porque sus primeras palabras fueron:
—Señoras y caballeros, el cuento que voy a contarles se titula «Harún y el Mar de las Historias».
«O sea que no lo has olvidado», pensó Harún con una sonrisa.
Rashid Khalifa, el Océano de la Fantasía, el Sha del Blablablá, miró a su hijo y le guiñó un ojo. «¿Pensabas que podría olvidar un cuento como éste?», decía aquel guiño. Y empezó:
—Érase una vez, en el país de Alifbay, una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan míseramente triste que hasta había olvidado su nombre.
Como habréis imaginado, Rashid contó a la gente del parque el mismo cuento que os he contado yo. Harún pensó que su padre habría preguntado a Iff y a los otros por los pasajes que él no había presenciado, porque su relato era exacto. Y era evidente que volvía a estar en forma, que había recuperado su Pico de Oro y que tenía al auditorio en la palma de la mano. Cuando cantaba las canciones de Mali, todos le hacían coro: «No puedes darme un corte a mí…», y cuando cantaba las de Batchit le suplicaban que tuviera piedad.
Cada vez que Rashid mencionaba a Khattam-Shud y a sus esbirros de la Unión de los Labios Sellados, el público miraba fijamente a Fatuo Buttú y a sus secuaces que estaban sentados detrás de Rashid y que, a medida que avanzaba el cuento, iban torciendo el gesto. Y cuando Rashid contó cómo casi todos los chupwalas aborrecían al Maestro del Culto pero temían manifestarlo, un murmullo de compasión hacia los chupwalas recorrió la multitud. «Sí —decía la gente—, sabemos exactamente lo que sentían». Y después de las dos derrotas de los dos Khattam-Shuds, alguien empezó a cantar: «Señor Buttú, vete y no vuelvas. Señor Buttú: khattam-shud», y todos los asistentes le hicieron coro. Al oír estos gritos, Fatuo Buttú comprendió que había perdido la partida y salió del escenario seguido de sus secuaces. La multitud lo dejó escapar, pero le arrojaba desperdicios. El señor Buttú no volvió a aparecer por el Valle de K y sus habitantes pudieron elegir libremente a los gobernantes que ellos preferían.
—Naturalmente, no nos han pagado —dijo alegremente Rashid a Harún mientras esperaban el Coche Correo en que abandonarían el Valle—. Pero no importa, el dinero no lo es todo.
—Pero pero pero —dijo una voz familiar desde el asiento del Conductor del Coche Correo—, nada de dinero es nada de nada.
Cuando llegaron a la ciudad triste todavía llovía a cántaros. Muchas calles estaban inundadas. «¿Qué importa? —exclamó Rashid Khalifa alegremente—. Vamos andando a casa. Hace años que no me mojo bien».
Harún temía que a Rashid le entristeciera regresar a aquella casa llena de relojes rotos y vacía de Soraya, y miró a su padre con suspicacia. Pero Rashid echó a andar bajo la lluvia y cuanto más se mojaba, andando con el agua embarrada hasta los tobillos, más alegre parecía. Harún se contagió del buen humor de su padre y muy pronto padre e hijo se salpicaban y perseguían como dos niños.
Al cabo de un rato, Harún advirtió que, realmente, las calles de la ciudad estaban llenas de gente que jugaba como ellos, corriendo, saltando, salpicando, cayéndose y, sobre todo, desternillándose de risa.
—Parece que, por fin, esta vieja ciudad ha aprendido a divertirse —sonrió Rashid.
—Pero ¿por qué? —preguntó Harún—. En realidad, nada ha cambiado, ¿verdad? Mira, las fábricas de tristeza no han dejado de trabajar. Desde aquí se ve el humo. Y casi todo el mundo sigue siendo pobre…
—Eh, tú, cara larga —gritó un anciano caballero que debía de tener por lo menos setenta años pero que bailaba por las calles inundadas agitando un paraguas doblado como si fuera una espada—. No nos vengas a nosotros con Canciones Tristes.
Rashid Khalifa se acercó al caballero.
—Hemos estado fuera de la ciudad, señor. ¿Ha ocurrido algo? ¿Acaso un milagro?
—Es la lluvia —respondió el vejestorio—. Hace feliz a la gente. Incluyéndome a mí. ¡Yajaaaa… Yupiii! —y se alejó deslizándose por la calzada.
—Es la Morsa —advirtió Harún súbitamente—. Es la Morsa que ha hecho que se cumpliera mi deseo. Debe de haber finales felices artificiales mezclados con la lluvia.
—Si es la Morsa —dijo Rashid bailoteando en un charco—, la ciudad te debe un voto de agradecimiento.
—No, papá —dijo Harún, sintiendo que su buen humor se evaporaba—. ¿No te das cuenta? No es auténtico. Es sólo algo que los Cabezas de Huevo han sacado de una botella. Todo es falso. La gente debe alegrarse cuando haya motivo, no cuando les echan por encima felicidad embotellada.
—Yo te diré el motivo de esta alegría —dijo un policía que pasaba flotando en un paraguas vuelto del revés—. Hemos recordado el nombre de la ciudad.
—Di, pronto, ¿cuál es el nombre? —preguntó Rashid, muy excitado.
—Kahani —dijo el policía alegremente mientras se alejaba por la inundada calle—. ¿No es un hermoso nombre para una ciudad? Significa historia, ¿saben?
Entraron en su calle y vieron su casa, que bajo la lluvia parecía un pastel empapado. Rashid todavía saltaba y brincaba alegremente, pero a Harún a cada paso le pesaban más los pies; la alegría de su padre se le hacía sencillamente intolerable, y echaba la culpa a la Morsa de ello y de todo lo malo, injusto y falso en aquel ancho mundo sin madre.
Miss Onita salió al balcón.
—¡Qué bien que habéis vuelto! Venid, venid. ¡Cómo lo vamos a celebrar! ¡Habrá dulces y alegría! —palmoteaba de júbilo y le temblaban las carnes.
—¿Qué hay que celebrar? —preguntó Harún cuando Miss Onita descendió de su balcón y se reunió con ellos bajo la lluvia.
—En lo que a mí concierne, que me he despedido para siempre del señor Sengupta —repuso Miss Onita—. Además, he encontrado trabajo en la fábrica de chocolate, y ahora tengo todo el chocolate que quiero completamente gratis. ¡También tengo varios admiradores, pero qué descaro el mío, hablarles así!
—Me alegro por usted —respondió Harún—. Pero en la vida no todo es canto y baile.
Miss Onita adoptó una expresión de misterio.
—Quizá hayan estado fuera demasiado tiempo —dijo—. Las cosas cambian…
Rashid frunció el entrecejo.
—Onita, ¿de qué está hablando? Si tiene algo que decir…
La puerta del apartamento de los Khalifa se abrió y apareció Soraya Khalifa en carne y hueso y más hermosa que la vida. Harún y Rashid se quedaron petrificados. Estaban como dos estatuas bajo la lluvia, con la boca abierta.
—¿También esto es obra de la Morsa? —murmuró Rashid a Harún, que sólo pudo mover la cabeza negativamente. Rashid se contestó a sí mismo—: ¡Quién sabe! Tal vez sí o tal vez no, como diría nuestro amigo el Conductor del Coche Correo.
Soraya se había acercado a ellos.
—¿Qué Morsa? —preguntó—. Yo no conozco a ninguna Morsa, pero sé que me equivoqué. Me marché, pero ahora, si me queréis, me quedaré.
Harún miró a su padre. Rashid se había quedado sin habla.
—¡Ese Sengupta, desde luego —prosiguió Soraya—, qué comadreja reseca, ruin, vil y rastrera! Por lo que a mí respecta, se acabó para siempre.
—Khattam-Shud —dijo Harún en voz baja.
—Exactamente —respondió su madre—. Lo prometo. El señor Sengupta es khattam-shud.
—Bienvenida a casa —dijo Rashid, y los tres Khalifa (y también Miss Onita) se abrazaron.
—Entremos —propuso Soraya al fin—. La cantidad de lluvia que una persona puede soportar alegremente tiene un límite.
Aquella noche, al acostarse, Harún sacó del sobrecito dorado a la Abubilla Butt en miniatura y la puso en la palma de la mano izquierda.
—Me gustaría que lo comprendieras —dijo a la Abubilla—. Desde luego, me gusta saber que estarás aquí cuando te necesite. Pero, según están ahora las cosas, realmente no quiero ir a ninguna parte.
—Pero pero pero —dijo la Miniabubilla con su minivoz (y sin mover el pico)—. Sin problema.
Harún puso a Butt en el sobre, puso el sobre debajo de la almohada, puso la almohada debajo de la cabeza y se quedó dormido.
Cuando despertó, encontró ropa nueva al pie de la cama y, en la mesita de noche, un reloj nuevo que funcionaba y le indicaba la hora exacta. «¿Regalos? —se preguntó—. ¿Qué es esto?».
Entonces recordó: era su cumpleaños. Oía a su madre y a su padre que se movían por el apartamento, esperándolo. Él se levantó, se puso su ropa nueva y miró atentamente su nuevo reloj.
«Sí —se dijo—, el tiempo vuelve a avanzar por aquí».
Fuera, en la sala, su madre había empezado a cantar.