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LA PRINCESA BATCHIT

Ahora tengo que contaros rápidamente todo lo que aconteció mientras Harún estaba en la Zona Vieja.

Recordaréis que la Princesa Batchit Chattergy estaba prisionera en lo alto de la torre más alta de la Ciudadela de Chup, enorme castillo construido enteramente de hielo negro que dominaba toda la Ciudad de Chup como un enorme pterodáctilo o arqueopterix. Y a la Ciudad de Chup se dirigió el ejército de Gup con el General Kitab, el Príncipe Bolo y Mudra, el Guerrero Negro, al frente.

La Ciudad de Chup estaba en el corazón de la Oscuridad Perpetua, y el aire era tan frío que formaba carámbanos en la nariz que luego había que partir. Por ello, los chupwalas que vivían allí llevaban unos pequeños calientanarices esféricos que les daban aspecto de payasos, a pesar de que eran negros.

Tan pronto como los Páginas de Gup entraron en la Oscuridad, se les entregaron calientanarices rojos. «Verdaderamente, esto empieza a parecer una guerra entre bufones», pensó Rashid, el juglar, al ponerse su nariz postiza roja. El Príncipe Bolo, al que estas cosas parecían muy poco dignas, comprendió que una nariz con carámbanos colgando sería todavía peor. De manera que, mal que le pesara, se puso también su calientanarices.

Luego estaban los cascos. Los Páginas de Gup llevaban el tocado más extraño que Rashid viera en su vida (por cortesía de la Morsa y los Cabezas de Huevo del Edificio PECPE). Cada casco tenía en el borde una especie de aro luminoso que se encendía cuando uno se lo ponía. Esto hacía que los Páginas de Gup parecieran un regimiento de ángeles o de santos porque todos tenían aureolas luminosas en la cabeza. La suma de vatios de aquellas aureolas permitiría a los gupíes ver a sus adversarios incluso en medio de la Oscuridad Perpetua; mientras que los chupwalas, aun con sus modernas gafas envolventes, podían quedar deslumbrados por el resplandor.

«Desde luego, ésta es una guerra tecnológica —pensó Rashid con ironía—. Ninguno de los dos ejércitos va a poder ver durante el combate».

En las afueras de la Ciudad de Chup estaba el campo de batalla, la vasta llanura de Bat-Mat-Karo, que tenía pequeñas colinas a cada extremo, en las que los comandantes podían plantar sus tiendas y contemplar el curso de la batalla. Con el General Kitab, el Príncipe Bolo y Mudra, se reunió en la colina de mando gupí Rashid, el juglar (que era indispensable porque sólo él podía traducir el lenguaje de los signos de Mudra) y un destacamento —o «Panfleto»— de Páginas, entre los que figuraba Bocalegre, que debían actuar de mensajeros y guardias. Los comandantes gupíes, un poco ridículos con sus narices rojas, se sentaron en la tienda a tomar un pequeño refrigerio antes de la batalla; y mientras comían, se acercó a caballo un chupwala con pinta de funcionario que llevaba el emblema de los Labios Sellados en la capa y la bandera blanca de parlamentario en la mano.

—Bien, chupwala —dijo el Príncipe Bolo con arrogancia y cierto atolondramiento—, ¿qué te trae por aquí? Vaya, vaya —agregó sin pizca de cortesía—, qué tipo tan ruin, antipático y rastrero eres.

—¡Rayos y centellas, Bolo! —tronó el General Kitab—. Ésa no es manera de hablar a un emisario que trae bandera blanca.

El emisario esbozó una malévola sonrisita de indiferencia y empezó a hablar.

—Su Excelencia Khattam-Shud, Supremo Maestro del Culto, me ha otorgado dispensa especial de mis votos de silencio para que os transmita el mensaje —dijo en voz baja y sibilante—. Os envía saludos y os participa que estáis profanando el suelo sagrado de Chup. Él no piensa negociar con vosotros ni devolveros a esa espía cotilla de Batchit. ¡Y el ruido que mete! —agregó el emisario, que, evidentemente, ahora hablaba por cuenta propia—. ¡Nos martiriza los tímpanos con sus canciones! Y por lo que respecta a la nariz y los dientes…

—Dejemos eso ahora —interrumpió el General Kitab—. ¡Ea! No nos interesan tus opiniones. Termina ya tu condenado mensaje.

El emisario chupwala carraspeó:

—Por lo tanto, Khattam-Shud os advierte que, a menos que os retiréis de inmediato, vuestra ilegal invasión será castigada con el aniquilamiento; y el Príncipe Bolo de Gup será cargado de cadenas y conducido a la Ciudadela para que sea testigo del Cosido de la boca maulladora de Batchit Chattergy.

—¡Rufián, bellaco, canalla, desvergonzado, granuja! —gritó el Príncipe Bolo—. ¡Debería hacer que te cortasen las orejas, las sazonaran con ajo y manteca y se las sirvieran a los perros!

—De todos modos —prosiguió el emisario chupwala como si aquello no fuera con él—, antes de que se consume vuestra derrota absoluta, se me ha ordenado que os haga una pequeña demostración de mi arte. Yo, aunque me esté mal decirlo, soy el mejor malabarista de la ciudad de Chup; y debo haceros un número, si así lo deseáis, para vuestra diversión.

Bocalegre, que estaba detrás de la silla del Príncipe Bolo, intervino:

—No os fiéis de él, es un truco…

El General Kitab, por su buena disposición para la polémica, parecía dispuesto a discutir tal posibilidad, pero el Príncipe Bolo agitó un augusto brazo y gritó:

—¡Silencio, Página! ¡Las leyes de la caballería exigen que aceptemos! —y al emisario chupwala, con toda la altivez de que fue capaz—: Veamos tus juegos de manos.

El emisario empezó su número. De las profundidades de la capa sacó una asombrosa variedad de objetos —pelotas y bolos de ébano, figuritas de jade, tacitas de porcelana, tortugas vivas, cigarrillos encendidos y sombreros— que arrojaba al aire haciéndoles describir unos giros y piruetas que hipnotizaban al público. Cuanto más aceleraba sus movimientos, más complicado se hacía el juego; y los espectadores estaban tan encandilados que sólo una persona en la tienda vio que agregaba al carrusel volador un objeto nuevo: una cajita pesada y rectangular de la que asomaba un fusible incandescente…

—¿Queréis tener cuidado, canastos? —gritó Bocalegre saltando hacia adelante y haciendo volar hacia un lado al Príncipe Bolo (y silla)—. ¡Este sujeto tiene una bomba activada!

En dos saltos se situó al lado del emisario chupwala y, utilizando su buen ojo y toda su habilidad de malabarista, pescó la bomba sacándola de la rueda de objetos que subían, bajaban y bailaban por el aire. Otros Páginas agarraron al chupwala y las figuritas, las tacitas y las tortugas cayeron al suelo… pero Bocalegre ya corría hacia la ladera de la colina con toda la rapidez de sus piernas y, al llegar al extremo, arrojó la bomba hacia el pie de la colina, donde estalló con una enorme (pero ahora inofensiva) llamarada negra.

Durante la carrera se le cayó el casco y todos pudieron ver la cascada de pelo negro que le bajaba hasta los hombros.

Bolo, el General, Mudra y Rashid salieron de la tienda al oír la explosión. Bocalegre estaba sin aliento pero sonreía feliz.

—Bueno, llegamos a tiempo —dijo—. Qué rata ese chupwala. Estaba dispuesto a suicidarse, a volar por los aires con todos nosotros. Ya decía yo que era un truco.

El Príncipe Bolo, al que no agradaba que sus Páginas le recordaran «ya decía yo», exclamó desabridamente:

—¿Qué es esto, Bocalegre? ¿Eres una muchacha?

—Lo descubristeis, Sire —dijo Bocalegre—. Inútil seguir disimulando.

—Nos has engañado —dijo Bolo enrojeciendo—. Me has engañado.

Bocalegre estaba indignada por la ingratitud de Bolo.

—Engañaros a vos no es muy difícil, con perdón —exclamó—. Si un titiritero puede, ¿no va a poder una muchacha?

Bolo enrojeció detrás de su calientanariz rojo.

—Estás despedida —gritó.

—Bolo, qué carape… —empezó el General Kitab.

—Ah, no, señor; no estoy despedida —gritó Bocalegre a su vez—. Me marcho, señor mío.

Mudra el Guerrero Negro observaba la escena con expresión inescrutable en su cara verde. Entonces, sus manos empezaron a moverse, sus piernas a adoptar posiciones elocuentes y sus músculos faciales a temblar y contraerse. Rashid tradujo:

—No hay que pelearse ahora que va a empezar la batalla. Si el Príncipe Bolo no necesita a una Página tan valerosa, tal vez Miss Bocalegre desee trabajar para mí.

Ello hizo que el Príncipe Bolo de Gup quedara alicaído y abochornado y Miss Bocalegre, extraordinariamente complacida.

Por fin empezó el combate.

Rashid Khalifa, que contemplaba la acción desde la colina de mando gupí, temía que los Páginas de Gup fueran derrotados estrepitosamente. «Rasgadas sería la palabra adecuada para unas páginas —se dijo—, o quizá quemadas». Se quedó asombrado ante su propia capacidad para la truculencia. «Es que la guerra te embrutece», se dijo.

El ejército chupwala de negra nariz, cuyo amenazador silencio se cernía sobre él como una niebla, tenía un aspecto muy impresionante como para salir derrotado, mientras que los gupíes seguían discutiendo acaloradamente sobre los más nimios detalles. Todas las órdenes enviadas desde la colina de mando tenían que debatirse minuciosamente, con todos sus pros y sus contras, aunque procedieran del mismo General Kitab. «¿Cómo se puede hacer la guerra con tanta cháchara?», se preguntaba Rashid, perplejo.

Pero los ejércitos fueron al encuentro uno de otro corriendo y Rashid vio con sorpresa que los chupwalas eran incapaces de frenar a los gupíes. Los Páginas de Gup, una vez todo había sido discutido hasta la saciedad, permanecían unidos, se apoyaban unos a otros y, en general, daban la impresión de ser una fuerza con un objetivo común. Todos aquellos argumentos y debates, aquella comunicación había creado entre ellos un fuerte sentimiento de compañerismo. Los chupwalas, por el contrario, resultaron una chusma desunida. Tal como predijera Mudra el Guerrero Negro, muchos de ellos tenían que luchar con su propia y traicionera sombra. Y a los demás, en fin, sus votos de silencio y su propensión al secreto les hacían sospechar y desconfiar unos de otros. Tampoco en sus generales tenían fe. El resultado fue que los chupwalas no peleaban hombro con hombro sino que se traicionaban unos a otros, se apuñalaban por la espalda, se sublevaban, se escondían, desertaban… y, tras el choque más breve imaginable, simplemente arrojaron las armas y salieron corriendo.

Después de la Victoria de Bat-Mat-Karo, el ejército o «Biblioteca» de Gup entró triunfalmente en la capital de Chup. Al ver a Mudra, muchos chupwalas se pasaron al bando de los gupíes. Las jóvenes chupwala, con sus narices negras, salían a las heladas calles y ofrecían guirnaldas de campanillas negras a los gupíes de nariz roja y aureola luminosa; y los besaban; y les llamaban «Liberadores de Chup».

Bocalegre, sin esconder ya su larga melena con gorro de terciopelo ni con casco-aureola, atrajo la atención de varios jóvenes de la ciudad. Pero ella se mantenía lo más cerca posible de Mudra, al igual que Rashid Khalifa; ni Rashid ni Bocalegre hacían más que pensar en Harún. ¿Dónde estaría? ¿Se hallaría a salvo? ¿Cuándo volvería?

El Príncipe Bolo, que iba en cabeza cabalgando en su brioso caballo mecánico, empezó a gritar con su habitual arrogancia no exenta de atolondramiento: «¿Dónde estás, Khattam-Shud? Sal de tu escondite. ¡Tus secuaces han sido derrotados y ahora te toca a ti! ¡Batchit, no temas; aquí está Bolo! ¿Dónde estás, Batchit, mi princesa de oro, mi amor? ¡Batchit, oh mi Batchit!».

—Si te callaras un momento, en seguida sabrías dónde está tu Batchit —gritó una voz chupwala de entre la multitud que había salido a la calle a vitorear a los gupíes. (Muchos chupwalas habían empezado ya a transgredir las leyes del silencio y lanzaban gritos, aclamaciones, vítores, etcétera).

—Sí —gritó una voz de mujer—. Usa los oídos. ¿No oyes la bulla que nos ha hecho darnos a la bebida?

—¿Canta? —exclamó el Príncipe Bolo poniéndose la mano tras la oreja—. ¿Mi Batchit canta? En tal caso, silencio, amigos, escuchemos su canto —levantó un brazo.

El desfile de los gupíes se detuvo. Y entonces, desde lo alto de la Ciudadela de Chup, llegó una voz de mujer que cantaba canciones de amor. Era la voz más horrible que Rashid Khalifa, el Sha del Blablablá, oyera en su vida.

«Si la que canta es Batchit —pensó sin atreverse a manifestarlo—, entonces casi se comprende que el Maestro del Culto quisiera cerrarle la boca para siempre».

Oooh yo le canto a mi Bolo

y no tengo tiempo para más,

cantaba Batchit y las lunas de los escaparates se rompían.

—Me parece que esa canción la conozco —dijo Rashid—, pero la letra parece distinta.

Dejad que os hable de un chico que conozco

Es mi Bolo y le amo tiernamente,

cantaba Batchit, y los hombres y las mujeres de la multitud suplicaban «¡Basta! ¡Basta!». Rashid frunció el entrecejo y agitó la cabeza:

—Sí, sí, es muy conocida, pero no es exactamente así.

No juega al polo,

no vuela solo,

él es mi amor.

¡Siempre he de querer-lo!

¡Nunca voy a soltar-lo!

Con impaciencia

le espero yo,

cantaba Batchit, y el príncipe Bolo gritó:

—¡Qué hermosura! ¡Qué hermosura!

Y la muchedumbre de chupwalas decía:

—¡Ah! ¡Que alguien la haga callar, por favor!

Su nombre no es Rollo

ni su voz es un arrullo,

Oh-oh, pero es mi amor.

Que pare el espectáculo.

Pagadme lo que me debéis

que voy a hacer mío

a ese Bolo,

cantaba Batchit, y el Príncipe Bolo, haciendo caracolear el caballo, se derretía de gusto.

—¿No la oís? —decía con embeleso—. Si eso no es una voz, ya me diréis.

—Debe de ser «yamediréis» —gritó la multitud—, porque una voz no es, desde luego.

El Príncipe Bolo se mosqueó.

—Es evidente que estas personas no saben apreciar la buena canción contemporánea —dijo con voz potente dirigiéndose al General Kitab y a Mudra—. O sea que opino que debemos atacar la Ciudadela ahora mismo, si no tienen ustedes inconveniente.

Entonces ocurrió un milagro.

La tierra tembló bajo sus pies: una vez, dos, tres. Las casas de Chup temblaron; muchos chupwalas (y también muchos gupíes) gritaron de terror. El Príncipe Bolo se cayó del caballo.

—¡Un terremoto, un terremoto! —gritaba la gente.

Pero no era un terremoto corriente. Era que toda la Luna Kahani, con una gran sacudida y un profundo estremecimiento, empezaba a girar sobre su eje hacia el…

—¡Mirad al cielo! —gritaba la gente—. ¡Mirad lo que asoma por el horizonte!

… hacia el sol.

El sol salía sobre la Ciudad de Chup, sobre la Ciudadela de Chup. Subía de prisa, y siguió subiendo hasta situarse en el cénit, brillando con todo su fuego de mediodía; y allí se quedó. Muchos chupwalas, entre otros, Mudra el Guerrero Negro, sacaron del bolsillo gafas envolventes bastante modernas y se las pusieron.

¡Había salido el sol! El sol rasgó los velos de silencio y sombra que la hechicería de Khattam-Shud había colgado alrededor de la Ciudadela. El hielo negro de la sombría fortaleza recibió la luz del sol como una herida mortal.

Los candados de la Ciudadela se derritieron. El Príncipe Bolo, con la espada desnuda, cruzó al galope las puertas abiertas, seguido de Mudra y de varios «Capítulos» de Páginas.

—¡Batchit! —gritaba Bolo mientras cargaba. Su caballo relinchó al oír el nombre.

—¡Bolo! —respondieron a lo lejos.

Bolo echó pie a tierra y, seguido de Mudra, subió escaleras, cruzó patios, subió más escaleras mientras, a su alrededor, las columnas de la ciudadela de Khattam-Shud, ablandadas por el sol de mediodía, empezaban a torcerse y a doblarse. Los arcos caían, las cúpulas se derretían. Los servidores sin sombra del Maestro del Culto, miembros de la Unión de los Labios Sellados, corrían ciegamente de un lado al otro, chocando contra las paredes, dejándose mutuamente sin sentido al colisionar y gritando atrozmente, pues el miedo les hacía olvidar todas las Leyes del Silencio.

Era el momento de la destrucción definitiva de Khattam-Shud. Mientras Bolo y el Guerrero Negro corrían escaleras arriba hacia el corazón semiderretido de la Ciudadela, a los gritos de «¡Batchit!» que lanzaba el Príncipe caían los muros y las torres. Y al fin, cuando ya empezaban a desesperar de encontrarla, apareció la Princesa Batchit, con su nariz (enfundada en negro)… y sus dientes… pero vale más dejarlo. Digamos tan sólo que no existía la menor duda: era Batchit que, seguida de sus damas de honor, se deslizaba hacia ellos por el pasamanos de una gran escalera cuyos peldaños se habían derretido. Bolo esperaba: Batchit salió despedida del pasamanos a sus brazos. Él se tambaleó hacia atrás pero no cayó.

Un estrépito, como un enorme gruñido, llenó el aire. Mientras Bolo, Batchit, Mudra y las damas huían bajando escaleras y más escaleras, cruzando patios encharcados y otra vez escaleras blandas, miraron atrás; y vieron, a gran altura sobre ellos, en la cúspide de la Ciudadela, la gigantesca estatua, el colosal ídolo de hielo de Bezabán, el Sin Lengua, el de la sonrisa dental que empezaba a temblar y tambalearse; y que, como un beodo, caía.

Fue como el derrumbamiento de una montaña. Lo que quedaba de las salas y patios de la Ciudadela de Chup fue aplastado por Bezabán en su caída. La enorme cabeza de la estatua se separó del tronco y bajó rodando y saltando por las terrazas de la Ciudadela hasta el patio inferior, a la puerta de la Ciudadela, en el que Bolo, Mudra y las señoras se encontraban contemplando los acontecimientos con horror y fascinación, con Rashid Khalifa, el General Kitab y una multitud de gupíes y chupwalas congregados a su espalda.

La gran cabeza botaba y rebotaba; con los golpes, le saltaron las orejas y la nariz y le fueron cayendo los dientes. Abajo y abajo rodaba. Entonces Rashid Khalifa gritó:

—¡Mirad! —señalando con la mano, y un momento después—: ¡Cuidado!

Había visto una figura borrosa envuelta en una capa con capucha que se escabullía por el patio inferior de la Ciudadela. Era un tipejo reseco, antipático, fatuo, ruin, con cara de comadreja picada de viruelas y pinta de funcionario, que no tenía sombra pero parecía más sombra que hombre. Era Khattam-Shud, el Maestro del Culto, que huía para salvar la vida. Oyó el grito de Rashid cuando ya era tarde; giró sobre sí mismo con un alarido inhumano; y vio llegar la enorme cabeza del coloso de Bezabán que le dio en la nariz y lo aplastó dejándolo hecho papilla. No se encontró ni rastro de su persona. La cabeza, con una sonrisa desdentada, quedó tirada en el patio, donde siguió derritiéndose poco a poco.

Estalló la paz.

El nuevo Gobierno del País de Chup, presidido por Mudra, anunció el deseo de mantener una paz larga y duradera con Gup, una paz en la que la Noche y el Día, el Habla y el Silencio ya no estuvieran separados en Zonas distintas por Franjas Crepusculares ni Muros de Energía.

Mudra invitó a Miss Bocalegre a quedarse con él para aprender el Lenguaje Abhinaya de los Signos y así poder actuar de mediadora entre las autoridades de Gup y las de Chup; y Bocalegre aceptó encantada.

Mientras tanto, se envió a Genios del Agua en aves mecánicas a registrar el Océano.

Al poco tiempo, localizaron a la averiada Abubilla, que era remolcada hacia el norte por Goopy y Bagha con tres «espías» exhaustos pero felices en su lomo.

Harún se reunió con su padre y con Bocalegre que parecía extrañamente violenta y tímida en su presencia, que era como él se sentía en la de ella. Se encontraron en las costas de Chup, en la antigua Zona del Crepúsculo; y todos se dirigieron alegremente hacia la Ciudad de Gup, porque iba a haber boda.

En la Ciudad de Gup, el Speaker de la Caja Parlante anunció ciertos ascensos: Iff fue nombrado Genio-Jefe de las Aguas; Mali, Primer Jardinero Flotante, y Goopy y Bagha, Capitanes de todos los Multifauces del Mar. Se encomendó a los cuatro la extensa Operación de Limpieza que debía empezar inmediatamente a todo lo largo y lo ancho del Océano de las Corrientes de las Historias. Ellos anunciaron que estaban deseosos de recuperar la Zona Vieja lo antes posible, para devolver a las historias antiguas toda su frescura y lozanía.

Rashid Khalifa recobró su Suministro de Agua de Historias y fue distinguido con la máxima condecoración del País de Gup, la orden de la Boca Abierta, en reconocimiento a los excepcionales servicios prestados durante la guerra.

El recién nombrado Genio-Jefe de las Aguas quiso reconectar personalmente el suministro de Rashid.

La Abubilla Butt fue reparada rápidamente, tan pronto como la Estación de Servicio de Gup le colocó el cerebro de repuesto.

¿Y la Princesa Batchit? Ella había salido de su cautiverio sin sufrir daño, aunque el miedo a que le cosieran la boca le hizo tomar una aversión a las agujas de coser que le duraría toda la vida. Y el día de su boda con el Príncipe Bolo los dos estaban tan contentos y tan enamorados en el balcón de palacio, saludando con la mano a la multitud de gupíes y turistas chupwalas congregada en la plaza, que todos decidieron olvidar lo increíblemente tonta que había sido Batchit al hacerse capturar y todas las tonterías que Bolo había hecho durante la guerra.

—De todos modos —susurró Iff, el Genio-Jefe de las Aguas, a Harún en el balcón, a cierta distancia de la feliz pareja—, nosotros no encomendamos tareas importantes a nuestras testas coronadas.

—Se ha conseguido una gran victoria —dijo el viejo Rey Chattergy a la multitud—, una victoria para nuestro Océano sobre su Enemigo, y también una victoria en favor de la Amistad y Apertura entre Chup y Gup, sobre nuestra vieja Hostilidad y Recelo. Se ha entablado el diálogo, y para celebrarlo y celebrar la boda, vamos a cantar todos juntos.

—Mejor aún —sugirió Bolo—: Que cante Batchit. ¡Que se oiga su voz de oro!

Se hizo un breve silencio. Y entonces la multitud rugió al unísono:

—Eso no… Eso no. Evítanoslo, por favor.

Batchit y Bolo quedaron tan contrariados y ofendidos que el viejo Rey Chattergy tuvo que apaciguarlos con estas palabras:

—Lo que quiere decir el pueblo es que, en el día de vuestra boda, desean mostraros su amor cantando para vosotros —lo cual no era exactamente la verdad, pero desagravió a la pareja; y entonces la plaza se llenó de cantos. Batchit mantuvo la boca cerrada y todos se felicitaron.

Cuando Harún abandonaba el balcón, detrás de la familia real, un Cabeza de Huevo se le acercó:

—Debes presentarte inmediatamente en el Edificio PECPE —le dijo fríamente—. La Morsa quiere hablar con la persona que destruyó deliberadamente una maquinaria irreemplazable.

—Pero fue por una buena causa —protestó Harún.

El Cabeza de Huevo se encogió de hombros.

—De eso yo no sé nada. Cuéntaselo a la Morsa.