Mientras Harún e Iff estaban en lo alto de la escalera, la absoluta oscuridad creada por miles de «bombillas negras» se extinguió de pronto y fue sustituida por la penumbra del crepúsculo. Khattam-Shud había ordenado apagón general, para apabullar a sus prisioneros mostrándoles todo su poder. Ahora, Harún e Iff podían ver por dónde iban y empezaron a bajar hacia las profundidades de la inmensa nave. Alrededor de ellos, los chupwalas se ponían unas gafas oscuras bastante modernas, de modelo envolvente, para que la claridad no les impidiera ver. «Ahora parecen funcionarios disfrazados de rockeros», pensó Harún.
Ahora podía ver que, debajo de la cubierta, la Nave Oscura era una única e inmensa cavidad alrededor de la cual discurrían galerías y pasadizos a siete niveles diferentes, comunicados entre sí por escalas y escaleras; y estaba llena de máquinas. ¡Y qué máquinas! «Excesivamente Complicadas para Ser Descritas», murmuró Iff. ¡Qué zumbido de zumbadores, qué agitación de agitadores, qué elevación de elevadores, qué colada de coladores, qué chirrido de exprimidores y qué ronroneo de refrigeradores! Khattam-Shud los esperaba en una pasarela alta, arrojando despreocupadamente de una mano a la otra el cerebro de la Abubilla Butt. En cuanto Harún e Iff (y los guardias, desde luego) llegaron a su lado, él empezó a dar secas explicaciones.
Harún procuraba prestar atención, a pesar de que la voz del Maestro del Culto era lo bastante monótona como para hacerte dormir en menos de diez segundos.
—Aquí tenemos los Mezcladores de Veneno —decía Khattam-Shud—. Hay que producir muchos venenos, porque cada historia del Océano tiene que estropearse de manera diferente. Una historia alegre debes convertirla en triste. Al drama de acción tienes que imponerle lentitud. En el cuento de misterio has de procurar que la identidad del criminal esté clara hasta para el más obtuso. Una historia de amor se corrompe convirtiéndola en un relato de odio. Para destruir una tragedia tienes que hacer que provoque una risa incontenible.
—Y para destruir el Océano de las Historias —murmuró Iff, el Genio del Agua—, tienes que agregarle un Khattam-Shud.
—Puedes decir lo que quieras —le dijo el Maestro del Culto—. Mientras puedas —y prosiguió con sus aterradoras explicaciones—. Ahora bien, la verdad es que yo, personalmente, he descubierto que para cada historia hay una antihistoria. Quiero decir que cada historia (y, por lo tanto, cada Corriente de las Historias) tiene su sombra y, si agregas esta antihistoria a la historia, se anulan recíprocamente y ¡bingo! Fin de la historia. Aquí podéis ver la prueba de que yo he descubierto la forma de fabricar antihistorias sintéticas o sombras de historia. ¡Sí! Las mezclo aquí mismo, en condiciones de laboratorio, y obtengo un veneno concentrado de lo más activo al que ninguna de las historias de vuestro precioso Océano puede resistirse. Estos venenos concentrados son lo que hemos estado descargando, uno a uno, en el Océano. Mirad lo espeso que es el veneno, tanto como la miel de cañas. Y es que las antihistorias están muy condensadas. Poco a poco, se irán diluyendo por las corrientes del Océano y cada antihistoria irá en busca de su víctima. ¡Todos los días obtenemos y descargamos nuevos venenos! ¡Todos los días destruimos historias! Y pronto, muy pronto, el Océano morirá… quedará frío y muerto. Cuando el hielo negro se extienda sobre su superficie, mi victoria será completa.
—Pero ¿por qué odias las historias de esa manera? —exclamó Harún, desconcertado—. Las historias son divertidas…
—Pero no es Diversión lo que conviene al mundo —dijo Khattam-Shud—. Lo que conviene al mundo es Sumisión.
—¿A qué mundo? —preguntó Harún.
—A tu mundo, a mi mundo, a todos los mundos —fue la respuesta—. Están ahí para ser Dominados. Y, dentro de cada historia, dentro de cada Corriente del Océano, hay un mundo, un mundo imaginario que yo no puedo Dominar. Ahí tienes el porqué.
El Maestro del Culto señaló las máquinas refrigeradoras que mantenían los venenos, las antihistorias, a baja temperatura. Y señaló las máquinas de filtrado que eliminaban toda la suciedad e impurezas de los venenos, para que éstos fueran puros en un ciento por ciento, mortales en un ciento por ciento. Y explicó por qué, dentro del proceso de fabricación, el veneno debía permanecer algún tiempo en los tanques de la cubierta.
—Lo mismo que el buen vino, las antihistorias mejoran si «respiran» durante un tiempo al aire libre, antes de ser vertidas.
Al cabo de once minutos de explicaciones, Harún dejó de escuchar. Siguió a Khattam-Shud y a Iff por la alta pasarela hasta que llegaron a otra parte del barco en la que varios chupwalas unían grandes piezas de un extraño material que parecía una goma negra y dura.
—Aquí —empezó el Maestro del Culto (y en su voz había algo que hizo aguzar el oído a Harún)— es donde construimos el Tapón.
—¿Qué Tapón? —exclamó Iff, mientras una idea escalofriante tomaba forma en su pensamiento—. No será…
—Ya habéis visto la grúa gigante que hay en cubierta —dijo Khattam-Shud con su voz más aburrida—. Habréis observado que hay unas cadenas que descienden al agua. En el extremo de estas cadenas hay unos submarinistas chupwalas que están montando a toda prisa el Tapón más grande y eficaz jamás construido. Ya casi está terminado, pequeños espías, casi terminado; y, por lo tanto, dentro de pocos días podremos utilizarlo. Vamos a taponar el Manantial, la Fuente de las Historias que se encuentra precisamente debajo de este barco en el fondo del Océano. Mientras esa fuente permanezca libre, limpia y clara, habrá aguas de historias renovadoras que entren en el Océano y nuestro trabajo estará incompleto. ¡Pero cuando esté taponada! Ah, entonces el Océano perderá todo poder para resistirse a mis antihistorias y el final llegará rápidamente. Y entonces, Genio del Agua, ¿qué podréis hacer vosotros, los gupíes, más que aceptar la victoria de Bezabán?
—Eso nunca —dijo Iff. Pero no sonó muy convincente.
—¿Cómo entran sin peligro los submarinistas en las aguas envenenadas? —preguntó Harún.
Khattam-Shud esbozó una sonrisita prieta.
—Veo que ya vuelves a prestar atención —dijo—. La respuesta evidente es que llevan trajes protectores especiales. Aquí en este armario, hay varios trajes a prueba de veneno.
Dejando atrás la zona de montaje del Tapón, el Maestro del Culto los condujo a una sección ocupada por la máquina más grande de todo el barco.
—Y esto —dijo Khattam-Shud casi dejando que un acento de orgullo se insinuara en su voz llana y neutra— es nuestro Generador.
—¿Qué hace el Generador? —preguntó Harún, que nunca había tenido gran afición por la técnica.
—Si tanto te interesa —repuso Khattam-Shud—, es un aparato que convierte la energía mecánica en energía eléctrica por medio de la inducción electromagnética.
Harún no se dejó amilanar.
—¿O sea que de ahí sale la energía que necesitáis? —insistió.
—Exactamente —repuso el Maestro del Culto—. Ya veo que en la Tierra la enseñanza no se ha estancado del todo.
En ese momento ocurrió algo totalmente inesperado.
Por un ojo de buey situado a pocos pasos del Maestro del Culto, empezaron a entrar a gran velocidad en la Nave Oscura unas extrañas raíces tentaculares, seguidas de una masa de vegetación en la que había una única flor lila. A Harún el corazón le dio un salto de alegría. «M…», fue a decir, pero se contuvo.
Mali había eludido la captura (según supo después Harún) adoptando el aspecto de un manojo de raíces muertas. Lentamente, flotó hacia la Nave Oscura y, utilizando las ventosas de sus tentáculos, trepó por la parte exterior del barco como una enredadera. Ahora, cuando completó su espectacular entrada y, girando sobre sí mismo, tomó su más familiar forma de Mali, se dio la alarma:
—¡Un intruso! ¡Alerta!
—¡Encended la oscuridad! —chilló Khattam-Shud, desprendiéndose de su habitual abulia como de una máscara.
Mali empezó a moverse a gran velocidad en dirección al Generador. Antes de que las bombillas negras se encendieran, después de esquivar a varios guardias chupwalas cuya vista estaba empañada por la débil claridad crepuscular (a pesar de sus modernas y envolventes gafas oscuras) había llegado a la enorme máquina. Sin detenerse ni un instante, el Jardinero Flotante saltó en el aire descomponiendo su cuerpo y lanzó raíces y filamentos por todo el generador, introduciéndolos en todos los intersticios de la máquina.
Entonces hubo una serie de fuertes chispazos y estallidos, mientras los circuitos saltaban, las ruedas de engranajes se partían y el potente Generador se paraba entre violentas sacudidas. Cesó el suministro de energía a todo el barco: los agitadores dejaron de agitar y los zumbadores de zumbar; las mezcladoras dejaron de mezclar y los reparadores dejaron de reparar; los exprimidores dejaron de exprimir y los refrigeradores dejaron de refrigerar; los recipientes del veneno dejaron de recibir y los vertedores dejaron de verter. ¡Todo el proceso estaba paralizado!
—¡Hurra, Mali! —gritó Harún—. ¡Buen trabajo, chico, fenómeno!
Gran número de guardias chupwalas cayeron sobre Mali, tirando de él y golpeándolo con hachas y espadas; pero una criatura lo bastante fuerte como para resistir los venenos concentrados que Khattam-Shud había estado vertiendo en el Océano de las Historias, ni se enteraba de aquellas picadas de pulga. Mali permaneció agarrado al Generador hasta tener la seguridad de que estaba averiado sin posibilidad de pronta reparación y, mientras tenía abrazada a la máquina, empezó a cantar por la flor lila que le servía de boca, con su áspera voz de Jardinero:
Podéis dar un corte a un arbusto florido,
Podéis dar un corte a un árbol del bosque,
Podéis dar un corte a un hígado, pero
¡No podéis darme un corte a mí!
Podéis cortar y recortar,
Podéis dar un corte en ka-ra-te, pero
¡No podéis darme un corte a mí!
«Muy bien —se dijo Harún al ver que Khattam-Shud estaba distraído con el Jardinero Flotante—. Vamos, Harún, te toca a ti, ahora o nunca».
Todavía tenía la «ayudita para un caso de apuro», el Masca-Lux, escondido debajo de la lengua. Entonces se lo puso entre los dientes y mordió.
¡La luz que le salió por la boca era tan brillante como la del sol! Los chupwalas que estaban alrededor quedaron cegados y rompieron sus votos de silencio para gritar y jurar mientras se llevaban los puños a los ojos. Hasta Khattam-Shud retrocedió ante el resplandor.
Harún se movía ahora más aprisa que nunca en su vida. Sacó el Masca-Lux de la boca y lo sostuvo sobre su cabeza; la luz se esparcía ahora en todas las direcciones, iluminando el vasto interior de la enorme nave. «Desde luego, esos Cabezas de Huevo del edificio PECPE saben lo que se traen entre manos», pensó Harún admirado. Pero estaba corriendo, porque transcurrían los segundos. Cuando pasó junto a Khattam-Shud, el Maestro del Culto, alargó la mano libre y le arrebató la caja-cerebro de Butt. Siguió corriendo hasta que llegó al armario de los trajes protectores para los submarinistas. Ya había pasado un minuto.
Harún metió el cerebro de la Abubilla Butt en el bolsillo del camisón y empezó a pelearse con el traje de inmersión.
Había colocado el Masca-Lux en un estante, para poder usar las dos manos. «Y ahora, ¿qué hago?», gemía con desesperación mientras el traje de inmersión se le resistía. (El que tratara de ponérselo encima de un largo camisón rojo con parches púrpura no facilitaba las cosas). Los segundos seguían escapándose.
Harún, aunque frenéticamente ocupado con el traje de inmersión, observó varias cosas: por ejemplo, que Khattam-Shud en persona agarraba a Iff, el Genio del Agua, por sus barbas azules. También observó que ¡ninguno de los chupwalas tenía sombra! Esto sólo podía significar una cosa: Khattam-Shud había enseñado a sus más directos colaboradores, los miembros de la Unión de los Labios Sellados, a separarse de la sombra como se había separado él. «O sea que aquí todos son sombras —comprendió—: La nave, los Labios Sellados y el propio Khattam-Shud. Todas las cosas y todas las personas son sombra solidificada, salvo Iff, Mali, Butt y yo».
La tercera cosa que observó fue que a medida que el resplandor del Masca-Lux llenaba el interior de la Nave Oscura, toda la embarcación parecía tremolar, perder solidez, hacerse sombra; y los chupwalas tremolaban también y su contorno se diluía y empezaban a perder la forma tridimensional… «Si por lo menos saliera el sol —pensó Harún—, entonces se disiparían, se harían planas y sin relieve como las sombras que son en realidad».
Pero en aquella pálida luz crepuscular no se veía el sol por parte alguna; y los segundos se agotaban; y cuando los dos minutos de luz terminaron, Harún cerró la cremallera del traje de inmersión, se puso la máscara y, por un ojo de buey, se zambulló en el envenenado Océano.
Cuando Harún chocó contra el agua, se sintió invadido por un desaliento. «¿Qué vas a hacer, Harún? —se preguntó—. ¿Piensas volver nadando hasta la Ciudad de Gup?».
Descendió por las aguas del Océano durante mucho, mucho rato. Cuanto más bajaba, menos sucias estaban las Corrientes de las Historias y aumentaba la visibilidad.
Vio el Tapón. Equipos de submarinistas chupwala estaban montando piezas. Afortunadamente, estaban tan absortos en lo que hacían que no advirtieron la llegada de Harún… El Tapón tenía el tamaño de un campo de fútbol y una forma vagamente ovalada. Sus bordes eran dentados e irregulares porque debían de encajar perfectamente en el Manantial o Fuente de las Historias, Tapón y Fuente tenían que compenetrarse.
Harún seguía bajando… y entonces, maravilla de maravillas, vio la Fuente.
La Fuente de las Historias era un agujero, abismo o cráter abierto en el fondo del mar, y por aquel agujero, ante los ojos de Harún, salía del corazón de Kahani un chorro incandescente y burbujeante de historias puras e impolutas. Tantas Corrientes de Historias, de tantos colores diferentes, brotaban al mismo tiempo, que la Fuente parecía un enorme surtidor submarino de luz blanca. En aquel momento, Harún comprendió que, si podía impedir que taponaran la Fuente, todo se arreglaría. Las Corrientes renovadas limpiarían las aguas contaminadas y el plan de Khattam-Shud fracasaría.
Ya había tocado fondo y, al empezar a subir a la superficie, pensó con fervor: «Oh, cómo deseo hacer algo, cómo deseo que hubiera algo que yo pudiera hacer».
En aquel momento, aparentemente por casualidad, se rozó el muslo con la mano y notó un bulto en el bolsillo del camisón, debajo del traje protector. «¡Qué extraño! —pensó—. Estaba seguro de haber puesto el cerebro de la Abubilla en el bolsillo del otro lado». Entonces recordó lo que había en aquel bolsillo, lo que había estado allí, completamente olvidado, desde que llegara a Kahani; y de pronto descubrió que algo podía hacer.
Harún emergió a la superficie con un fuerte impulso y alzó la máscara para aspirar varias bocanadas de aire (procurando que las aguas envenenadas del Océano no le salpicaran la cara). Afortunadamente —y ya iba siendo hora de que tuviera suerte, pensó Harún—, emergió al lado de la pasarela a la que había sido amarrado el averiado Butt, mientras que el grupo que Khattam-Shud había lanzado en su persecución cruzaba el claro hacia la selva de maleza, portando linternas provistas de bombillas negras para poder ver. Largos haces de absoluta negrura surcaban la selva. «Bien —pensó Harún—, ojalá sigan buscando por ahí durante mucho rato». Se izó a la pasarela, abrió el traje de inmersión y sacó la caja del cerebro de la Abubilla.
—No soy técnico, Abubilla —murmuró—, pero veamos si sé montarlo.
Fue una suerte que los chupwalas hubieran omitido volver a atornillar la cabeza. Harún se encaramó sobre Butt con el mayor sigilo, levantó la tapa y miró al interior.
Dentro de la cavidad del cerebro había tres cables sueltos. Harún descubrió en la caja los tres puntos a los que debían conectarse. Pero ¿dónde iba cada uno? «No hay más remedio que probar», se dijo, y conectó los tres cables al azar.
La Abubilla Butt emitió una alarmante serie de gorgoritos, graznidos y otros extraños ruidos. A continuación entonó una extraña cancioncilla:
Canta, canta, tararí,
tarará, tararóoo…
«Mal conectado. Se ha vuelto loco», pensó Harún, aterrado y dijo:
—Abubilla, cállate, haz el favor.
—¡Mira, mira! Un ratón. ¡Cuidado, cuidado! Este poquito de queso tostado será la solución —desvariaba Butt—. Sin problema.
Harún desconectó rápidamente los tres cables y cambió las conexiones. Esta vez Butt empezó a saltar y a hacer cabriolas como un caballo salvaje, y Harún desenchufó los cables de un tirón para impedir que lo lanzara al Océano. «A la tercera va la vencida, ojalá», pensó y, aspirando profundamente, volvió a conectar los cables.
—Pues sí que has tardado —dijo Butt con su voz familiar—. Ahora todo está en su sitio. Vamos. ¡Ba-ba-ruumm!
—Para el carro, Abubilla —susurró Harún—. Tienes que quedarte aquí quieto como si todavía estuvieras sin cerebro. Yo tengo otras cosas que hacer.
Y ahora, por fin, metió la mano en el otro bolsillo del camisón y sacó un frasquito de cristal tallado con tapón de oro. Todavía quedaba la mitad del líquido mágico que Iff le diera, parecía que hacía años: Agua de los Deseos. «Cuanto más te concentras en el deseo, mejor funciona —le dijo Iff—. Tú procura ir en serio y el Agua del Deseo obrará seriamente por ti».
—Esto tal vez lleve más de once minutos —susurró Harún a Butt—. Pero lo haré de todos modos. Tú fíjate cómo lo intento, Abubilla —y tras estas palabras desenroscó el tapón de oro y bebió hasta la última gota del Agua de los Deseos.
Lo único que podía ver el muchacho era una luz dorada que lo envolvía como un manto… «Deseo —pensó Harún Khalifa apretando los párpados con fuerza y deseando con todo el fervor de que era capaz—, deseo que esta Luna Kahani gire sobre sí misma para que ya no esté mitad con luz y mitad con sombra… Deseo que en este instante gire de tal manera que el sol ilumine la Nave Oscura, el sol cálido y brillante de mediodía».
—Pues ya es desear —dijo la Abubilla admirativamente—. Esto va a ser muy interesante. Es tu voluntad contra el Proceso Excesivamente Complicado Para Explicarlo.
Pasaban los minutos: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Harún estaba echado sobre Butt, ajeno al tiempo, ajeno a todo lo que no fuera su deseo. En la selva de maleza, los chupwalas comprendieron que estaban buscando en la dirección equivocada y volvieron hacia la Nave Oscura. Sus linternas negras surcaban la penumbra crepuscular. Casualmente, no enfocaron a la Abubilla Butt. Transcurrieron más minutos: seis, siete, ocho, nueve, diez.
Habían pasado once minutos.
Harún seguía tendido, con los ojos cerrados, concentrado.
El haz negro de la linterna de un chupwala incidió en él. Sobre las aguas se oyeron siseos y el destacamento de búsqueda enfiló sus negros caballos marinos en dirección a Butt.
Y entonces, con un colosal estremecimiento y una fuerte sacudida, el deseo de Harún Khalifa se hizo realidad.
La Luna Kahani giraba —de prisa, porque, según Harún había especificado en su deseo, no había tiempo que perder— y el sol salió a toda velocidad, y subió por el cielo como un cohete hasta situarse en la perpendicular; y allí se quedó.
Si Harún hubiera estado en Ciudad de Gup en aquel momento, quizá le hubiera divertido observar la consternación de los Cabezas de Huevo del Edificio PECPE. Los inmensos superordenadores y los gigantescos giroscopios que controlaban el movimiento de la Luna, a fin de preservar el Día Eterno, la Noche Perpetua y, en medio, la Franja del Crepúsculo, se volvieron locos hasta que, por fin, estallaron. «Lo que esté provocando esto posee una fuerza que nosotros no podemos no ya controlar, sino siquiera imaginar», informaron a la Morsa los Cabezas de Huevo.
Pero Harún no estaba en la Ciudad de Gup, cuyos habitantes se precipitaron a las calles, boquiabiertos, cuando, por primera vez en más tiempo del que ellos podían recordar, la noche cayó sobre Gup y las estrellas de la Galaxia de la Vía Láctea llenaron el firmamento. No; Harún estaba a lomos de Butt y en aquel momento abría los ojos y veía que el sol brillaba sobre las aguas del Océano y la Nave Oscura.
—¿Qué te parece? —dijo—. ¡Lo he conseguido! Me salió bien.
—Ni un momento dudé de ti —repuso la Abubilla sin abrir el pico—. ¿Mover la Luna con el deseo? Chico, pensé, sin problema.
A su alrededor habían empezado a ocurrir cosas extraordinarias. Los chupwalas que galopaban hacia ellos en sus oscuros caballos marinos prorrumpieron en gritos y siseos nada más darles el sol; y tanto los chupwalas como los caballos empezaron a difuminarse por los bordes, como si se fundieran, y a hundirse en el Océano ácido y envenenado, convirtiéndose en sombras corrientes y evaporándose por completo…
—¡Mira! —gritó Harún—. ¡Mira lo que le pasa al barco!
El sol había contrarrestado la magia negra de Khattam-Shud, el Maestro del Culto. Con aquella luz, las sombras no podían seguir siendo sólidas; y el enorme barco había empezado también a derretirse, a perder la forma, como una montaña de helado olvidada al sol.
—¡Iff!, ¡Mali! —gritó Harún y, sin atender las advertencias de Butt, subió corriendo por la pasarela (que estaba reblandeciéndose por momentos) hacia la ondulante cubierta.
Cuando Harún pisó la cubierta, la encontró tan blanda y pegajosa como la pez o, quizá, cola de pegar. Los soldados chupwalas gritaban y corrían como locos, disolviéndose ante los ojos de Harún en charcos de sombra y desapareciendo, porque, una vez destruida la magia de Khattam-Shud por la luz del sol, no había sombra que pudiera resistir sin estar unida a alguien o algo. El Maestro del Culto o, para ser exactos, su Sombra, había desaparecido.
El veneno se evaporaba de los tanques de cubierta; y hasta los mismos tanques se ablandaban y derretían como manteca oscura. La grúa gigantesca de la que colgaba el Tapón por las enormes cadenas, basculaba y oscilaba a la agresiva luz del día.
El Genio del Agua y el Jardinero Flotante estaban colgados de pequeñas grúas sobre sendos tanques de veneno por unas cuerdas atadas a la cintura. En el momento en que Harún los divisó, las cuerdas se rompieron (también estaban hechas de sombra), e Iff y Mali cayeron a los siniestros calderos. Harún lanzó un grito de angustia.
Pero el veneno de los tanques se había evaporado al sol; y los tanques en sí eran ya tan blandos que, ante los ojos de Harún, Iff y Mali hicieron con las manos unos agujeros lo bastante grandes como para poder salir. Los tanques tenían la consistencia del queso a medio fundir, lo mismo que la cubierta en sí.
—Vámonos de aquí —sugirió Harún.
Los otros lo siguieron por la pasarela blanda y gomosa; Iff y Harún saltaron a bordo de la Abubilla y Mali se situó a su lado en el agua.
—Misión cumplida —gritó Harún alegremente—. Abubilla, ¡todo avante!
—Baruumm —asintió Butt sin mover el pico y se alejó rápidamente de la Nave Negra en dirección al canal que Mali había abierto en la selva de maleza; y entonces sonó un ruido alarmante, de la cabeza de la Abubilla salió un leve olor a quemado, y los viajeros quedaron inmovilizados.
—Le ha saltado un fusible —dijo Iff. Harún se sintió mortificado.
—Debí de conectarlo mal —dijo—. Y yo que creía que lo había hecho tan bien. ¡Ahora ha quedado inservible y nunca volverá a funcionar!
—Una de las ventajas del cerebro mecánico es que puede ser reparado, revisado y hasta sustituido —le consoló Iff—. En la Estación de Servicio de Gup siempre hay recambios. Si conseguimos llevar a la Abubilla hasta allí, quedará nuevecito, impecable, de primera.
—Si es que alguno de nosotros consigue llegar a algún sitio —dijo Harún. Estaban a la deriva en la Zona Vieja, sin esperanza de socorro. Después de todo lo que habían tenido que sufrir, pensaba Harún, no parecía justo.
—Yo os empujaré un poco —se brindó Mali, y había empezado a empujar cuando, con un sonido extraño, como un triste suspiro, la Nave Oscura de Khattam-Shud, el Maestro del Culto, acabó de derretirse. Y el Tapón, todavía sin terminar, cayó inofensivamente al fondo del Océano dejando por completo libre la Fuente de las Historias. De ella seguirían manando historias nuevas y un día el Océano volvería a estar limpio y todas las historias, hasta las más viejas, recobrarían su sabor.
Mali ya no podía empujar más y cayó exhausto sobre el lomo de la Abubilla. Era media tarde (la Luna Kahani llevaba ahora una velocidad de rotación normal) y los expedicionarios quedaron a la deriva en el Océano Polar del Sur, sin saber qué hacer.
En aquel momento se oyó en el agua un burbujeo y un murmullo; y Harún, con gran alegría, divisó las múltiples bocas risueñas de los Peces Multifauces.
—¡Goopy! ¡Bagha! —gritó.
Y ellos respondieron:
—¡No te aflijas! ¡No te espantes!
—¡Pronto os sacaremos de este trance!
—¡Soltad las riendas, que es asunto nuestro!
—¡Será un placer llevaros a buen puerto!
Y Bagha y Goopy tomaron las riendas de Butt con las bocas y remolcaron a los amigos fuera de la Zona Vieja.
—Me gustaría saber qué ha sido de Khattam-Shud —dijo Harún al fin.
Iff se encogió de hombros con satisfacción.
—Acabado, te lo garantizo —dijo—. No hubo escapatoria para el Maestro del Culto. Se derritió como los demás. Para él, telón, pasó a la historia, apaga y vámonos, o sea, está khattam-shud.
—Recuerda que era sólo la Sombra —dijo Harún sobriamente—. El otro Maestro del Culto, el «auténtico», probablemente estará peleando contra el General Kitab y los Páginas, Mudra y mi padre y… Bocalegre. «Bocalegre —pensó—. Me gustaría saber si me habrá echado de menos un poquito».
Lo que fuera la Franja del Crepúsculo estaba bañada por el último sol de la tarde. «De ahora en adelante, Kahani será una Luna normal —pensó Harún—, con días y noches normales». A lo lejos, hacia el nordeste vio, iluminadas por primera vez en mucho tiempo por el sol del atardecer, las costas del País de Chup.