Eran remolcados suavemente. Sus captores, cuyas oscuras siluetas Harún empezó a distinguir cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, tiraban del Manto con unas supercuerdas invisibles pero muy fuertes. ¿Tiraban hacia dónde? Aquí a Harún le fallaba la imaginación. Lo único que podía ver con los ojos de la mente era un gran agujero negro que se abría ante él como una enorme boca en un bostezo y que, lentamente, lo aspiraba.
—Estamos acabados, con el agua al cuello, nos salió el tiro por la culata —dijo Iff con desconsuelo. Y Butt no se mostraba más animoso.
—A Khattam-Shud nos llevan, bien envueltos y atados como un regalo —gimió la Abubilla sin mover el pico—. Y cuando lleguemos, zas, bam, finito, adiós. Él mora en el corazón de la oscuridad, en el fondo de un agujero negro, según dicen, devorando luz, devorándola cruda, con los dedos, sin dejar escapar ni un destello. Y también se come las palabras. Y puede estar en dos sitios a la vez, y no hay escapatoria. ¡Tristes de nosotros! ¡Qué dolor! ¡Ay, ay, ay!
—¡Pues si que estáis hechos una buena pareja! —dijo Harún con toda la jovialidad de que fue capaz. Y, dirigiéndose a Butt, agregó—: ¡Vaya una máquina! Te tragas todas las historias de terror que oyes, y hasta las que encuentras en la cabeza de los demás. Eso del agujero negro, por ejemplo, estaba pensándolo yo y tú me lo has birlado para asustarte a ti mismo. Vamos, Abubilla, ánimo.
—¿Cómo quieres que tenga ánimo —gimió la Abubilla sin mover el pico—, cuando unos desconocidos me arrastran hacia donde se les antoja?
—¡Mirad! —dijo Iff—. Fijaos en el Océano.
El veneno oscuro y espeso estaba ya en todas partes, borrando los colores de las Corrientes de las Historias de tal manera que Harún ya no los distinguía. Una vaharada fría y húmeda se elevaba del agua que debía de estar cerca del punto de congelación. «Fría como la muerte», no pudo menos que pensar Harún. El dolor de Iff empezó a desbordarse.
—Es culpa nuestra —sollozó—. Nosotros somos los Guardianes del Océano y no lo guardamos. ¡Mirad este Océano, miradlo! Son las historias más viejas que se han inventado, y mirad en qué estado se encuentran. Las hemos dejado corromperse, las abandonamos mucho antes de este envenenamiento. Perdimos el contacto con los orígenes, con nuestras raíces, con nuestro Manantial, nuestra Fuente. Son aburridos, decíamos, no hay demanda, excedente de almacén. ¡Y ahora miradlos! Sin color, sin vida, sin nada. ¡Perdidas!
Cómo habría horrorizado a Mali el espectáculo, pensó Harún; quizá a Mali más que a nadie.
Pero del Jardinero Flotante no había ni rastro. «Probablemente, estará enfardelado como nosotros en otro Manto de Noche —supuso Harún—. ¡Lo que yo daría por ver ahora su viejo cuerpo de raíces retorcidas corriendo a nuestro lado y oír su voz suave y florida pronunciando sus ásperas y lacónicas palabras!».
Las aguas envenenadas chapoteaban en los costados de Butt, chapoteo que se acentuó cuando el Manto de Noche se detuvo bruscamente. Iff y Harún, instintivamente, levantaron los pies para que no los salpicara el agua, pero una de las bonitas zapatillas puntiagudas y bordadas del Genio del Agua (para ser exactos, la del pie izquierdo) cayó al Océano, y en un abrir y cerrar de ojos, con un siseo, un silbido, un borboteo y un gorgoteo, fue devorada hasta su rizada punta.
Harún estaba impresionado y horrorizado.
—El veneno está tan concentrado que actúa como un potente ácido —observó—. Abubilla, debes de estar hecha de un material muy resistente. Iff, menos mal que fue la zapatilla y no tú quien se cayó al agua.
—No cantes victoria —dijo lúgubremente Butt sin mover el pico—. ¿Quién sabe lo que nos aguarda más adelante?
—Vaya, muchas gracias —respondió Harún—. ¿Alguna otra alegre reflexión?
Pero él estaba preocupado por Mali. El Jardinero Flotante había caminado por la superficie de aquel veneno concentrado. Era una criatura curtida y robusta, pero ¿podría resistir el ácido? Harún tuvo una horrible visión de Mali hundiéndose lentamente en el Océano y, con un siseo, un silbido, un borboteo y un gorgoteo… movió la cabeza. No era momento para pensamientos negativos.
El Manto de Noche fue retirado y, a la tenue claridad del crepúsculo, Harún vio que habían llegado a un gran claro de la selva de maleza. A poca distancia se levantaba lo que parecía un muro de noche. «Ahí debe de empezar la Oscuridad Perpetua —pensó Harún—. Nos encontramos sin duda en la misma frontera».
En la superficie sólo flotaban algunas raíces y hierbas, la mayoría, quemadas y corroídas por el ácido venenoso. Todavía no había ni rastro de Mali, y Harún seguía temiendo lo peor.
Un grupo de trece chupwalas habían rodeado a Butt y apuntaban a Iff y Harún con armas de aspecto amenazador. Todos tenían aquellos ojos en negativo que Harún había visto en la cara de Mudra, con pupila blanca en lugar de negra, iris grisáceo en lugar de color y el blanco, negro. Pero, a diferencia del Guerrero Negro, estos chupwalas eran unos tipos resecos, antipáticos y birriosos que llevaban capas y capuchas negras, con la insignia de la guardia personal de Khattam-Shud, el Maestro del Culto, es decir, el emblema de los Labios Sellados. «Parecen una pandilla de funcionarios vestidos de carnaval —pensó Harún—. Pero no hay que subestimarlos, son peligrosos, no cabe duda».
Los chupwalas se apretujaban alrededor de la Abubilla, mirando a Harún con curiosidad, lo cual resultaba muy desagradable. Montaban una especie de grandes caballos marinos que parecían tan perplejos por la presencia del muchacho terrestre como sus jinetes.
—Sólo para información —dijo la Abubilla Butt—, estos oscuros caballos marinos también son máquinas. Pero ya se sabe que un caballo oscuro siempre es una incógnita. No hay que fiarse[2].
Pero Harún no escuchaba.
Acababa de descubrir que el muro de noche que él creía que era el principio de la Oscuridad Perpetua no era tal. En realidad, era una nave colosal, un barco enorme, en forma de arca, anclado en el claro. «Ahí es donde nos llevan —comprendió con profunda tristeza—. Debe de ser la nave insignia de Khattam-Shud, el Maestro del Culto». Pero cuando abrió la boca para decírselo a Iff, descubrió que el miedo le había secado la garganta y lo único que salió de sus labios fue un extraño graznido:
—Craa —hizo señalando la nave oscura—. Cra, cra.
Unas pasarelas provistas de barandillas bajaban del costado de la Nave Oscura. Los chupwalas los llevaron hasta el pie de una de las pasarelas y allí Harún e Iff tuvieron que separarse de Butt y empezar la larga ascensión hasta cubierta. Mientras subía, Harún oyó un grito lastimero y, al volverse, vio que la Abubilla protestaba sin mover el pico.
—Pero pero pero no podéis llevaros esto. ¡De ninguna manera, es mi cerebro!
Dos chupwalas encapuchados se habían subido al lomo de Butt y estaban desatornillándole la parte superior de la cabeza. De su interior extrajeron una caja metálica pequeña de brillo satinado, mientras siseaban de satisfacción. Y se fueron, dejando a Butt flotando, con los circuitos desconectados y despojado de sus células de memoria y módulo de mando. Parecía un juguete roto. «¡Ay, Abubilla —pensó Harún—, cómo me pesa haberte dicho, para hacerte rabiar, que eras una simple máquina! Eres la mejor y más valiente de las máquinas que han existido, y yo he de recuperar tu cerebro, ya lo verás». Pero él sabía que aquélla era una promesa gratuita, porque, al fin y al cabo, tenía sus propios problemas.
Siguieron subiendo. Entonces Iff, que iba detrás de Harún, dio un traspié, estuvo a punto de caer y agarró la mano de Harún, aparentemente para sujetarse. Harún notó que el Genio del Agua le ponía algo pequeño y duro en la palma y cerró la mano.
—Es una ayudita para un caso de apuro, cortesía de PECPE —cuchicheó Iff—. Quizá te sirva.
Había chupwalas delante y detrás.
—¿Qué es? —preguntó Harún en voz baja.
—Si muerdes un extremo —susurró Iff—, tienes dos minutos de luz potente. Se llama Masca-Lux por razones que no necesitan explicación. Escóndelo debajo de la lengua.
—¿Y tú? —susurró Harún—. ¿Tienes otro? —pero Iff no contestó, y Harún comprendió que el Genio del Agua le había dado el único dispositivo que poseía—. No puedo aceptarlo, no es justo —cuchicheó, pero uno de los chupwalas lanzó un siseo aterrador y el muchacho comprendió que más le valdría callarse. Siguieron subiendo y subiendo, preguntándose qué pensaría hacer con ellos el Maestro del Culto.
Pasaron junto a una hilera de ojos de buey, y Harún ahogó una exclamación de asombro, porque por ellos salía oscuridad, una oscuridad que se recortaba a la claridad del crepúsculo como la luz de una ventana en la noche. Los chupwalas, en lugar de luz artificial, tenían oscuridad artificial. Harún supuso que dentro del barco habría bombillas, pero unas bombillas que producían esta extraña oscuridad para que los ojos en negativo de los chupwalas (que quedarían cegados por la luz) pudieran ver (aunque él, Harún, no veía nada). «Una oscuridad que se enciende y se apaga —se dijo Harún—. ¡Qué ocurrencia! ¿No es increíble?».
Llegaron a cubierta.
Entonces Harún advirtió lo enorme que era el barco. Bajo aquella tenue claridad, la cubierta parecía infinita; desde luego, Harún no divisaba con claridad, ni la proa ni la popa.
—¡Debe de tener una milla de largo! —exclamó. Y, si de largo tenía una milla, de ancho debía de tener por lo menos media.
—Mastodóntico, supercolosal, grande —convino Iff lúgubremente.
En la cubierta, colocados al tresbolillo, había gran número de gigantescos calderos o tanques, cada uno con su equipo de operarios. Cada caldero estaba provisto de tuberías de entrada y de salida y tenía una escala en un costado. Junto a cada uno había también pequeñas grúas mecánicas con cubos suspendidos de unos ganchos siniestramente afilados. «Deben de ser los depósitos del veneno», supuso Harún; y no se equivocaba. Los depósitos estaban llenos hasta el borde de los negros venenos que estaban matando el Océano de las Historias, venenos en su forma más pura y concentrada.
—Es un barco-factoría —dijo Harún con un estremecimiento—. Y eso lo hace mucho peor que las fábricas de tristeza de mi ciudad.
El objeto de mayor tamaño que había en la cubierta de la Nave Oscura era otra grúa. Ésta se elevaba de la cubierta como una alta torre y de su poderosa pluma colgaban unas cadenas inmensas que descendían a las aguas. Lo que hubiera al extremo de aquellas cadenas, debajo de la superficie del Océano, debía de tener un tamaño y un peso colosales; pero Harún ignoraba qué pudiera ser.
Lo que más le llamó la atención de la Nave Oscura y de cuanto en ella había, era una cualidad que él sólo podía definir como «sombra-sombra». A pesar del tamaño del barco, del número de los tanques de veneno y de la enormidad de la grúa, Harún tenía la impresión de que, en cierta manera, todo aquel tinglado era fluido, que le faltaba solidez, como si un gran brujo lo hubiera fabricado todo a base de sombras, dándoles una consistencia que Harún no sospechaba que pudieran poseer. «Eso es una fantasía —se dijo—. ¿Un barco construido de sombras? ¿Un barco-sombra? No seas idiota». Pero la idea seguía rondándole, no le dejaba. Mira el perfil de todas estas cosas, decía una voz dentro de su cabeza: el contorno de los tanques de veneno, la grúa, el barco en sí. ¿No te parece un poco borroso? Así son las sombras, pues ni las más nítidas tienen un contorno tan definido como los cuerpos sólidos.
Respecto a los chupwalas, todos los cuales pertenecían a la Unión de los Labios Sellados, reclutados entre los más adictos servidores del Maestro del Culto, en fin, Harún no podía menos que asombrarse de lo vulgares que parecían y de lo monótono que era el trabajo que se les había encomendado. Había cientos de ellos, con sus capas y sus capuchas con el emblema de los Labios Sellados, atendiendo las cubas y las grúas de cubierta y realizando una serie de trabajos mecánicos y rutinarios: comprobar indicadores, apretar juntas, arrancar y parar agitadores y limpiar la cubierta. Todo resultaba aburrido a más no poder y, sin embargo, como Harún no tuvo más remedio que recordar, ¡aquellos encapuchados resecos, antipáticos, con cara de comadreja y pinta de funcionarios, pretendían nada menos que destruir el propio Océano de las Corrientes de las Historias! Harún dijo a Iff:
—Es curioso que las cosas más espantosas puedan parecer tan normales y hasta, bueno, aburridas.
—Normal lo llama —suspiró Iff—. Este chico está loco, majareta, mal de la «azotea».
Sus captores los empujaron hacia un corredor en el que había dos grandes puertas negras con el símbolo de los Labios Sellados de Khattam-Shud. Todo permanecía en un silencio sólo turbado por el inquietante silbido que los chupwalas utilizaban en lugar de voz. Cuando estaban cerca de la doble puerta, los sujetaron de los brazos para que se detuvieran. Las puertas se abrieron. «Esto es el fin», se dijo Harún.
Por las puertas salió un tipo reseco, antipático, con cara de comadreja picada de viruelas y pinta de funcionario como todos los demás. Pero distinto; porque, no bien apareció, todos los chupwalas empezaron a hacer reverencias y a rascarse con todas sus fuerzas. Y es que la borrosa e insignificante criatura era nada menos que el terrible y temible Khattam-Shud, Maestro del Culto de Bezabán, el gran fantoche en persona.
«¿Ése es? ¿Es él? —se preguntó Harún con desilusión—. ¿Este tipo escuchimizado? ¡Menuda sorpresa!».
Entonces llegó otra sorpresa; el Maestro del Culto empezó a hablar. Khattam-Shud no siseaba como sus esbirros, ni barbotaba y gorgoteaba como Mudra el Guerrero Negro, sino que hablaba claramente, con voz monótona e insípida, una voz que nadie habría podido recordar si no hubiera pertenecido a Personaje tan relevante y temible.
—Espías —dijo Khattam-Shud con su voz mate—. ¡Qué pesadez y cuánto melodrama! Un Genio del Agua de Gup y algo menos corriente: un muchacho que, si no me equivoco, viene de allá abajo.
—En eso queda toda tu farsa del Silencio —dijo Iff con un valor considerable—. ¿No es típico, no lo sospechabas, no lo habrías adivinado? El Gran Jefe en persona hace aquello que prohíbe a los demás. Sus seguidores se cosen la boca y él habla por los codos.
Khattam-Shud hizo como si no lo oyera. Harún lo miraba fijamente, resiguiendo el contorno del cuerpo del Maestro del Culto, hasta que estuvo seguro: en efecto, lo tenía un poco desdibujado y le tremolaba levemente lo mismo que la Nave Oscura: «sombra-sombra» lo llamó, y tenía razón. «No cabe la menor duda —decidió—, es la Sombra del Maestro del Culto que él sabe desprender de su cuerpo. Envía aquí a la Sombra y él permanece en la Ciudadela de Chup». Hacia ella debían de dirigirse en aquel momento las fuerzas gupíes y Rashid, el padre de Harún.
Si él estaba en lo cierto y aquello era en realidad la sombra hecha hombre y no el hombre hecho sombra, los poderes de Khattam-Shud debían de ser muy grandes; porque la figura del Maestro del Culto era enteramente tridimensional, sin que faltaran en ella los ojos, que se movían hacia uno y otro lado. «Nunca en la vida había visto una Sombra semejante», tuvo que reconocer Harún. Pero su convicción de que aquélla era en realidad la Sombra del Maestro del Culto que había venido a la Zona Vieja en la Nave Oscura era cada vez más firme.
El chupwala que había desmontado la caja-cerebro de Butt se adelantó y la entregó a Khattam-Shud con una inclinación de cabeza. El Maestro del Culto empezó a jugar con el pequeño cubo de metal arrojándolo al aire y murmurando:
—Ahora veremos lo que pasa con sus Procesos Excesivamente Complicados Para Explicarlos. Una vez haya desmontado esto, yo los explicaré, podéis estar seguros.
En aquel momento, Harún tuvo una idea que le hizo dar vueltas la cabeza. Khattam-Shud le recordaba a alguien. «Yo lo conozco —pensó con asombro—. Yo lo he visto antes. Es imposible, pero me resulta muy, muy familiar».
El Maestro del Culto se acercó a Harún y le miró a la cara sin pestañear.
—¿Qué te trae hasta aquí, eh? —preguntó con su voz sosa—. Las historias, supongo —dijo la palabra «historias» como si fuera la más inmunda del lenguaje—. Pues ya ves adónde te han llevado las historias. ¿Me sigues? Se empieza con historias y se acaba en espionaje, y ésta es una acusación grave, chico, no la hay peor. Más te hubiera valido mantener los pies en el suelo. Pero tenías la cabeza en las nubes. Más te hubiera valido atenerte a los hechos, pero estabas repleto de historias. Más te hubiera valido quedarte en tu casa, pero tenías que venir. Las historias traen disgustos. Un Océano de Historias es un Océano de Disgustos. Contéstame a esto: ¿qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad?
—Yo te conozco —gritó Harún—. Tú eres él. Tú eres el señor Sengupta y tú robaste a mi madre y abandonaste a la señora gorda y eres un funcionario antipático, rastrero, ruin, vil, con cara de comadreja picada de viruelas. ¿Dónde la tienes escondida? ¡Quizá esté prisionera en este barco! Vamos, entrégamela.
Iff, el Genio del Agua, sujetó a Harún por los hombros con suavidad. El chico temblaba de furor y de otros sentimientos, e Iff esperó a que se calmara.
—Harún, chico, no es el mismo individuo —dijo con dulzura—. Quizá se le parezca, quizá sea su viva imagen, su doble exacto, pero créeme, chico, éste es Khattam-Shud, el Maestro del Culto de Bezabán.
Khattam-Shud mantenía una imperturbabilidad de funcionario. Con la mano derecha seguía jugueteando distraídamente con la caja-cerebro de la Abubilla Butt. Por fin, volvió a oírse aquella voz suya, monótona y somnífera:
—Las historias han deformado el cerebro del muchacho —dictaminó con solemnidad—. No hace más que soñar y decir tonterías. Es un chico desvergonzado e insolente. ¿Cómo iba yo a tener el menor interés por su madre? Las historias te han hecho incapaz de ver a quién tienes delante. Las historias te han hecho creer que un Personaje como Khattam-Shud, el Maestro del Culto, debería tener… este aspecto.
Harún e Iff lanzaron un grito de espanto cuando Khattam-Shud cambió de forma. Ante sus ojos atónitos y consternados, el Maestro del Culto creció hasta alcanzar los ciento un pies de altura con ciento una cabezas, cada una con tres ojos y lengua de fuego; y ciento un brazos, cien de los cuales empuñaban enormes espadas negras y el ciento uno jugaba lanzando al aire con indiferencia la caja-cerebro de Butt… y luego, con un pequeño suspiro, Khattam-Shud se encogió y adoptó su anterior forma de funcionario…
—Una demostración —dijo, encogiéndose de hombros—. Estas exhibiciones son propias de las historias, pero innecesarias y también burdas… Espías, espías —musitó—. Bien, veréis lo que vinisteis a ver. Aunque, evidentemente, no os será posible hacer el informe.
Dio media vuelta y, andando encorvado, se dirigió hacia las puertas negras.
—Traedlos —ordenó antes de desaparecer.
Los soldados chupwalas rodearon a Harún y a Iff y los empujaron. Al cruzar el umbral de las puertas, se encontraron en lo alto de una amplia escalera negra que desaparecía en las negras entrañas del barco.