«Ya estoy metido en otro Cuento de Rescate de Princesa —pensó Harún bostezando de sueño—. A ver si ésta también se tuerce». No tuvo que esperar mucho para averiguarlo.
—A propósito —dijo Bocalegre con toda naturalidad—, me tomé la pequeña libertad, a petición expresa de cierto Genio del Agua, de retirar de debajo de tu almohada el Desconector que con tanto desahogo robaste.
Harún, horrorizado, buscó frenéticamente entre la ropa de la cama; pero el Desconector había desaparecido y, con él, el medio de conseguir una entrevista con la Morsa, para pedirle que a Rashid se le renovara el abono al Agua de las Historias…
—Creí que eras amiga mía —dijo en tono acusador.
Bocalegre se encogió de hombros.
—De todos modos, tu plan estaba totalmente desfasado, Iff me lo contó; ahora que tu padre está aquí personalmente, él puede resolver su propio problema.
—No lo entiendes —dijo Harún tristemente—. Yo quería hacer eso por él.
En el Jardín de Recreo sonaban toques de trompeta. Harún saltó de la cama y corrió a la ventana. Abajo, en el Jardín, había mucho movimiento de Páginas. Cientos y cientos de personas delgadísimas con aquellos uniformes rectangulares que susurraban como el papel (aunque de modo mucho más audible), corrían por el Jardín atropelladamente discutiendo sobre el orden de alineación y gritando: «¡Yo voy antes que tú!». «No seas ridículo, no tendría sentido. Está claro que yo debo colocarme delante de ti…».
Harún observó que todos los Páginas estaban numerados, por lo que pensó que tenía que ser fácil colocarse. Así lo dijo a Bocalegre, que contestó:
—Las cosas no son tan simples como en el mundo real, amigo. Hay muchos Páginas que tienen el mismo número; de manera que cada cual tiene que averiguar en qué Capítulo y en qué Tomo está. También hay muchos errores en los uniformes que llevan número equivocado.
Harún observó cómo los Páginas forcejeaban y discutían, agitando el puño y pisándose unos a otros, sólo para armar bulla, y observó:
—No parece un ejército muy disciplinado.
—No debes juzgar un libro por las tapas —dijo secamente Bocalegre, después de lo cual (evidentemente, un poco molesta) declaró que no podía seguir esperando a Harún, que ya llegaba tarde.
Y, naturalmente, Harún tuvo que correr tras ella, con su camisón rojo de parches púrpura, sin cepillarse el pelo ni lavarse los dientes y sin haber podido enumerar todos los fallos de sus argumentos. Mientras recorrían pasillos, escaleras, galerías, patios y más pasillos, Harún jadeó:
—En primer lugar, yo no juzgaba el libro por las tapas como tú insinúas, puesto que estaba viendo todas las «Páginas», y, en segundo lugar, esto no es el mundo «real» ni mucho menos.
—¿Que no? —gritó Bocalegre por encima del hombro—. Esto es lo malo que tenéis los infelices de ciudad, creéis que para que un sitio sea real ha de ser feo y aburrido.
—¿Me haces un favor? —jadeó Harún—. ¿Por qué no preguntas a alguien por dónde se sale de aquí?
Cuando llegaron al Jardín, el Ejército de Gup —o Biblioteca— había terminado el proceso de «Paginación y Cotejo» —es decir, el proceso de ordenación que Harún había observado desde la ventana de su habitación.
—Hasta luego —susurró Bocalegre corriendo hacia donde estaban los Páginas Reales con sus capas y gorros de terciopelo corinto, bien alineados al lado del Príncipe Bolo que con arrogancia (y también con un poco de atolondramiento) hacía caracolear su caballo volador mecánico.
Harún en seguida vio a Rashid. Era evidente que también su padre se había dormido y, al igual que Harún, todavía estaba despeinado y no llevaba más que un camisón azul bastante arrugado y no muy limpio.
Junto a Rashid Khalifa, en una pequeña pérgola llena de surtidores —y saludando alegremente a Harún con la mano que sostenía la Herramienta de Desconexión— estaba Iff, el Genio del Agua de las barbas azules.
Harún salió disparado hacia ellos y llegó a tiempo de oír decir a Iff:
—… un gran honor conocerte. Especialmente ahora que ya no tengo que llamarte Padre de un Pequeño Ladrón.
Rashid frunció el entrecejo con expresión de perplejidad en el momento en que llegaba Harún, que dijo rápidamente:
—Después te contaré —y lanzó a Iff una mirada furibunda que tuvo la asombrosa virtud de hacerle callar. Cambiando de tema, Harún dijo—: Papá, ¿no quieres conocer a mis otros amigos? Me refiero a los verdaderamente interesantes.
—¡Por Batchit y el Océano!
Las fuerzas gupíes estaban dispuestas para la marcha. Los Páginas habían embarcado en largas Aves-Barcazas que esperaban en la Laguna; los Jardineros Flotantes y los Peces Multifauces también estaban preparados; los Genios del Agua, cabalgando en sus diferentes máquinas voladoras, se mesaban las barbas con impaciencia. Rashid Khalifa subió a bordo de la Abubilla Butt detrás de Iff y de Harún. Mali, Goopy y Bagha estaban a su lado. Harún los presentó a su padre; después, lanzando un potente grito, los expedicionarios se pusieron en marcha.
—¡Qué necios fuimos al no vestirnos de un modo más práctico! —se lamentó Rashid—. Con estos camisones, dentro de pocas horas estaremos convertidos en carámbanos.
—Menos mal que hice provisión de Laminados —dijo el Genio del Agua—. Si me decís por favor y muchas gracias, puedo daros unos cuantos.
—Por favor y muchas gracias —dijo Harún rápidamente.
Los Laminados resultaron ser unas prendas tan finas y transparentes como alas de libélula. Harún y Rashid se pusieron largas camisas de este material encima de los camisones, y también polainas. Comprobaron con asombro que los Laminados se ajustaban perfectamente a sus camisones y a sus piernas hasta fundirse con ellos. Lo único que Harún distinguía era un leve brillo satinado en la ropa y en la piel que antes no tenía.
—Así no tendréis frío —aseguró Iff.
Habían salido de la Laguna, y la Ciudad de Gup retrocedía a su espalda; Butt se mantenía a la misma velocidad que los otros pájaros mecánicos que iban acelerando, entre salpicaduras.
—Cómo cambia la vida —se admiraba Harún—. Hace sólo una semana yo era un chico que ni siquiera había visto la nieve, y ahora voy camino de una selva de hielo en la que nunca brilla el sol, con un camisón y un extraño material transparente por toda protección contra el frío. Esto sí que es huir de la sartén para caer en el fuego.
—Qué tontería —dijo Butt, después de leer el pensamiento de Harún—. Querrás decir que huir de la nevera para caer en el congelador.
—Es increíble —exclamó Rashid Khalifa—. Habla sin mover el pico.
La armada gupí estaba en marcha. Poco a poco, Harún advirtió un leve zumbido que iba aumentando de volumen, se hacía sordo murmullo y adquiría proporciones de rugido. Tardó algún tiempo en descubrir que aquel sonido lo producían los gupíes con sus conversaciones y debates constantes y cada vez más animados.
—El sonido se propaga sobre el agua —recordó, pero aquella cantidad de sonido hubiera viajado igualmente sobre un desierto seco y árido. Genios del Agua, Jardineros Flotantes, Peces Multifauces y Páginas discutían a voz en cuello los pros y contras de la estrategia a utilizar.
Goopy y Bagha se mostraban tan elocuentes sobre el tema como los restantes Multifauces y sus burbujeantes quejas iban en aumento a medida que se alejaban hacia la Franja del Crepúsculo y el País de Chup que estaba detrás:
—¡Salvar a Batchit! ¡Qué ocurrencia!
—¡Salvar el Océano tiene más urgencia!
—¡Éste es el plan que hay que adoptar…!
—¡La fuente de la Poción Venenosa encontrar!
—El Océano es lo primordial…
—… está por encima de cualquier princesa real.
Harún estaba escandalizado.
—Eso suena a charla sediciosa —apuntó, e Iff, Goopy, Bagha y Mali se mostraron muy interesados.
—¿Qué es sediciosa? —preguntó Iff con curiosidad.
—¿Es una planta? —dijo Mali.
—No lo entendéis —trató de explicar Harún—. Es un adjetivo.
—Qué bobada —dijo el Genio del Agua—. Los Adjetivos no hablan.
—Dicen que el dinero habla —sin darse cuenta, Harún había empezado a discutir (tanta polémica había acabado por contagiársele)—. ¿Por qué no pueden hablar los Adjetivos? ¿Y por qué no todas las cosas?
Los demás observaron un hosco silencio y, después, sencillamente, cambiaron de tema para volver a la cuestión del día: ¿A qué había que dar prioridad, a la salvación de Batchit o del Océano? Pero Rashid Khalifa guiñó un ojo a Harún y éste se sintió menos compungido.
Desde las Barcazas-Pájaro llegaban voces que discutían acaloradamente:
—Yo te digo que ir tras de Batchit es como perseguir Patos Silvestres.
—Sí; y es que, además, ella también parece un Pato.
—¿Cómo te atreves, bellaco? ¡Estás hablando de nuestra querida Princesa, la futura y bella esposa de nuestro estimable Príncipe Bolo!
—¿Bella? ¿Olvidas su voz, su nariz, sus dientes…?
—Está bien, está bien. No hace falta entrar en detalles.
Harún observó que el viejo General Kitab en persona, montado en un caballo alado muy parecido al de Bolo, revoloteaba de Barcaza-Pájaro en Barcaza-Pájaro para seguir el hilo de las distintas discusiones; y era tal la libertad de expresión que, al parecer, se concedía a los Páginas y demás ciudadanos de Gup, que el viejo General escuchaba aquellos insultos e insubordinaciones sin pestañear. Es más, a Harún le parecía que muchas veces el General provocaba tales disputas y luego se unía a ellas con calor, unas veces tomando partido por unos y otras veces (por diversión) expresando la opinión contraria.
«¡Vaya un ejército! —pensó Harún—. Si los soldados de la Tierra se comportaran de esta manera, en el momento menos pensado se encontrarían delante de un consejo de guerra».
—Pero pero pero ¿de qué sirve dar libertad de expresión a una persona si luego le dices que no puede utilizarla? —dijo Butt—. ¿Y no es el Poder de la Palabra el mayor de todos? Entonces debe ejercitarse plenamente.
—Pues hoy, desde luego, no será el ejercicio lo que le falte —respondió Harún—. No creo que los gupíes podáis guardar un secreto aunque os vaya en ello la vida.
—Pero podemos contarlos para salvar la vida —respondió Iff—. Yo, por ejemplo, sé muchos secretos muy sabrosos e interesantes.
—Yo también —dijo la Abubilla Butt sin mover el pico—. ¿Empezamos?
—No —dijo Harún rotundamente—. No empezamos.
Rashid reventaba de risa.
—Bien, bien, Harún Khalifa —dijo—, desde luego, has hecho unos amigos muy divertidos.
Y la armada gupí continuó su avance alegremente, mientras todos sus miembros analizaban detalladamente los más secretos planes de batalla del General Kitab (que él, desde luego, revelaba a todo el que le preguntara). Planes que eran desglosados, escudriñados, comentados, analizados, rumiados, ensalzados, denostados e, incluso, después de interminables debates, aceptados. Y cuando Rashid Khalifa, que empezaba a sentirse tan escéptico como el propio Harún acerca del valor de tanta charla, se aventuró a cuestionar su conveniencia, entonces Iff y Butt y Mali y Goopy y Bagha empezaron a discutir sobre esta pregunta con la misma energía y apasionamiento.
Sólo el Príncipe Bolo se mantenía ensimismado. El Príncipe Bolo cabalgaba por el cielo en su corcel mecánico volador a la cabeza de las huestes gupíes sin hablar ni mirar a derecha ni izquierda, con los ojos fijos en el lejano horizonte. Para él no cabían discusiones; Batchit era lo primero.
«¿Por qué será que Bolo está tan seguro —se preguntaba Harún—, cuando todos los gupíes de la armada parecen incapaces de decidirse?».
Fue Mali, el Jardinero Flotante que corría a su lado sobre el agua, quien respondió con su voz florida y sus carnosos labios lila:
—Es el Amor. Todo es por Amor. Y el Amor es algo maravilloso y arrogante. Pero tiene mucho de atolondrado.
La luz empezó a declinar lentamente al principio y más aprisa después. ¡Estaban en la Franja del Crepúsculo!
Mirando a lo lejos, donde la oscuridad se condensaba como una nube de tormenta, Harún sintió que empezaba a flaquear su valor. «Con nuestra absurda armada —pensaba desesperado—, ¿cómo vamos a tener éxito en un mundo en el que ni siquiera hay luz para distinguir al enemigo?». Cuanto más se acercaban a las costas del País de Chup, más formidable se le aparecía el ejército chupwala. Era una misión suicida, Harún estaba convencido; serían derrotados, Batchit perecería y el Océano quedaría destruido irremisiblemente, y todas las historias se habrían acabado para siempre. Ahora el cielo tenía un pálido tinte púrpura, y parecía el reflejo de sus sombríos pensamientos.
—Pero pero pero no te lo tomes tan en serio —dijo Butt bondadosamente—. Tienes una Sombra en el Corazón. Le ocurre a la mayoría de la gente la primera vez que ve la Franja del Crepúsculo y la Oscuridad que hay detrás. Yo, desde luego, no sufro de eso, ya que no tengo Corazón; otra ventaja de ser máquina, por cierto… Pero pero pero no te aflijas. Ya te acostumbrarás. Eso pasará.
—Hablando de cosas más agradables —dijo Rashid Khalifa—, desde luego, estos Laminados son fantásticos. No siento ni pizca de frío.
Goopy y Bagha tosían y estornudaban sin parar. La costa de Chup estaba a la vista y era tenebrosa en verdad; y aquellas aguas costeras del Océano de las Corrientes de las Historias estaban más sucias que ninguna de las zonas que Harún había visto hasta entonces. Los venenos habían alterado los colores de las Corrientes de las Historias, apagándolos y agrisándolos; y era precisamente en los colores donde estaba codificado lo mejor de las historias de aquellas Corrientes: su brillo, su transparencia, su alegría. Por tanto, la pérdida de color era un daño terrible. Y, lo que era todavía peor, en aquellas zonas el Océano se había enfriado. Sus aguas ya no despedían aquel tenue y suave vapor que podía llenarte de sueños fantásticos; aquí estaban frías y, aún peor, viscosas.
El veneno estaba enfriando el Océano.
Goopy y Bagha se sentían asustados:
—¡Si esto continúa… hip, ejem… estamos aviados!
—¡El Océano… hip, ejem… quedará escarchado!
Y llegó el momento de desembarcar en las costas de Chup.
En aquellas costas crepusculares no cantaban pájaros. No soplaban vientos. No sonaban voces. Los pies, al posarse en los guijarros, no hacían ruido, como si las piedras estuvieran revestidas de un desconocido material silenciador. El aire olía a rancio y corrompido. Las matas de espino ceñían unos árboles de corteza blanca y sin hojas, árboles que parecían fantasmas amarillentos. Las sombras abundaban y parecían estar vivas. Sin embargo, los gupíes no fueron atacados al desembarcar: no hubo escaramuzas en la playa. No había arqueros escondidos en los matorrales. Todo era quietud y frío. El silencio y la oscuridad parecían optar por la espera.
—Cuanto más nos adentremos en la oscuridad, mayor ventaja para ellos —dijo Rashid con voz opaca—. Y ellos saben que iremos, porque tienen a Batchit.
«Yo creía que el Amor todo lo podía —pensó Harún—, pero esta vez parece que si algo puede será convertirnos en picadillo».
Se estableció una cabeza de playa y se plantaron las tiendas del primer campamento. El General Kitab y el Príncipe Bolo enviaron a Bocalegre a buscar a Rashid Khalifa. Harún, encantado de volver a ver a la Página, se fue con su padre.
—Juglar —gritó Bolo con su aire más fanfarrón—, ha llegado la hora en que tienes que conducirnos a las tiendas de los chupwalas. ¡La empresa es grande! ¡La liberación de Batchit no puede esperar!
Harún y Bocalegre, junto con el General, el Príncipe y el Sha del Blablablá, se deslizaron sigilosamente entre las matas de espino para explorar los alrededores. Al poco rato, Rashid se detuvo y señaló con la mano, sin decir palabra.
Delante de ellos había un pequeño claro y, en aquel claro sin hojas, había un hombre que parecía casi una sombra y empuñaba una espada de hoja tan oscura como la noche. El hombre estaba solo, pero se revolvía y saltaba, pateaba y agitaba la espada constantemente, como si luchara contra un adversario invisible. Entonces, cuando se acercaron, Harún vio que, en realidad, el hombre estaba peleándose con su sombra; la cual, a su vez, se batía con igual ferocidad, atención y habilidad.
—¡Mirad! —susurró Harún—, los movimientos de la sombra no corresponden a los del hombre.
Rashid le hizo callar con una mirada, pero lo que decía era verdad: evidentemente, la sombra poseía voluntad propia. Fintaba y esquivaba, se alargaba como si recibiera los rayos del sol poniente y luego se achataba como bajo el sol del mediodía. Su espada se estiraba y se encogía, su cuerpo se retorcía y cambiaba constantemente. ¿Cómo se podía soñar siquiera con vencer a semejante oponente?, se preguntaba Harún.
La sombra estaba unida al guerrero por los pies, pero por lo demás parecía completamente libre. Era como si por vivir en un país de oscuridad, por ser una sombra entre sombras, hubiera adquirido unos poderes que las sombras de un mundo iluminado con normalidad no podían ni imaginar. Era un espectáculo sobrecogedor.
El guerrero era también una figura impresionante. Su cabello largo y lacio le colgaba hasta la cintura en una gruesa cola de caballo. Llevaba la cara pintada de verde y los labios de escarlata, con las cejas y los ojos acentuados en negro y unas franjas blancas en las mejillas. Su pesado traje de combate, con refuerzos de cuero y gruesas defensas en muslos y hombros, le hacía parecer más corpulento de lo que era en realidad. Y su agilidad y su pericia en el manejo de la espada eran superiores a todo lo que Harún había visto. Por más trucos que hiciera la sombra, el guerrero no le iba a la zaga. Y mientras se batían, pie contra pie, Harún empezó a ver en aquel combate una danza de gran belleza y gracia, una danza que se bailaba en completo silencio, porque la música sonaba dentro de la cabeza de cada contendiente.
Entonces Harún vio los ojos del guerrero y se le heló el corazón. ¡Qué ojos terribles! En lugar de blanco tenían negro, el iris era gris como el crepúsculo y las pupilas, blancas como la leche. «No es de extrañar que a los chupwalas les guste la oscuridad —comprendió Harún—. A la luz del día deben de estar tan ciegos como murciélagos, porque tienen los ojos al revés, como un negativo que te hubieras olvidado de revelar».
Mientras contemplaba la danza marcial del Guerrero Negro, Harún pensaba en la extraña aventura en que se había metido. «¡Cuántos antagonismos, en esta batalla entre Chup y Gup! —se admiraba—. Gup es luz y Chup, oscuridad. Gup es calor y Chup, frío glacial. Gup es todo cháchara y ruido, mientras que Chup es silencio y sombra. Los gupíes aman el Océano, los chupwalas tratan de envenenarlo. A los gupíes les encantan las Historias y la Charla; los chupwalas, al parecer, odian estas cosas». Era una guerra entre Amor (al Océano o a la Princesa) y Muerte (que era lo que Khattam-Shud, el Maestro del Culto, quería causar al Océano, y también a la Princesa).
«Pero no es tan sencillo», se dijo, porque la danza del Guerrero Negro le indicaba que también el silencio tenía su gracia y su belleza (del mismo modo que la charla podía ser insípida y desabrida); y que la Acción podía ser tan notable como la Palabra y las criaturas de la oscuridad, tan bellas como los hijos de la luz. «Si gupíes y chupwalas no se odiaran tanto —pensó—, podrían encontrarse mutuamente interesantes. Según se dice, los contrarios se atraen».
En aquel momento, el Guerrero Negro se puso rígido; volvió sus extraños ojos hacia el arbusto detrás del cual estaban escondidos los gupíes y alargó su Sombra hacia ellos. La Sombra se irguió con su enorme espada en alto. El Guerrero Negro (envainando su propia espada, acción que no imitó la Sombra) se acercó andando despacio. Sus manos se movían frenéticamente en lo que parecía una danza de ira o de odio. Eran unos ademanes más y más rápidos y vehementes; y al fin, con un movimiento que podía ser de repugnancia, dejó caer las manos y (¡horror de los horrores!) empezó a hablar.