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LA HISTORIA DEL ESPÍA

La captura del «espía» terrestre hizo circular un murmullo de horror por el Jardín de Recreo; y cuando el hombre dijo ser «un simple juglar, antiguo abonado a vuestro servicio de Agua de las Historias», la indignación general no hizo sino crecer. Harún empezó a abrirse paso entre la multitud con bastante rudeza. Muchos ojos miraban con suspicacia a este otro terrestre, vestido también con camisón, que parecía fuera de sí y daba empellones a diestro y siniestro. Harún subió las siete terrazas del Jardín de Recreo, en dirección al balcón de palacio; y por el camino oyó murmurar a más de un gupí: «¡Abonado a nuestro servicio! ¿Cómo ha podido traicionarnos para ayudar a los chupwalas? ¡Pobre Princesa Batchit! ¿Qué mal ha hecho ella, como no sea rompernos los tímpanos con sus horribles canciones? Aparte de que tampoco es lo que se dice un cromo, pero esto no es disculpa. No puede uno fiarse de los terrestres, desde luego». Harún, que se enfurecía por momentos, empujaba a la gente con mayor fuerza. Iff, el Genio del Agua, que iba pisándole los talones, gritaba:

—Espera, la paciencia es una virtud, ¿es que vas a apagar un fuego? —pero Harún no se detenía.

—¿Y qué hacéis los gupíes con los espías, si se puede saber? —gritó a Iff, malhumorado—. Imagino que les arrancaréis las uñas, una a una, hasta que confiesan. ¿Los matáis lenta y dolorosamente, o de prisa, con un millón de voltios en una silla eléctrica?

El Genio del Agua (y todos los gupíes que oyeron estas airadas palabras) parecían escandalizados y ofendidos.

—¿De dónde has sacado tanto sadismo? —exclamó Iff—. Esto es absurdo, un ultraje. Inaudito.

—Bien, pues entonces, ¿qué? —insistió Harún.

—No lo sé —jadeó Iff, esforzándose por mantener el ritmo del muchacho en su furiosa embestida—. Nunca hemos cogido a un espía. Quizá haya que amonestarle. O enviarlo al rincón. O hacerle escribir mil y una veces «No debo espiar». ¿O sería demasiado severo?

Harún no contestó, porque al fin habían llegado al pie del balcón de palacio. Lo que hizo fue gritar con todas sus fuerzas:

—¡Papá! ¿Qué haces aquí?

Todos los gupíes se volvieron a mirarle con asombro, y Rashid Khalifa (que todavía tiritaba de frío) no parecía menos sorprendido.

—¡Anda! —dijo moviendo la cabeza—. ¡Si es el joven Harún! Desde luego, das cada sorpresa.

—Este hombre no es un espía —gritó Harún—. Es mi padre, y lo único que le pasa es que ha perdido su Pico de Oro.

—Es cierto —dijo Rashid lúgubremente mientras los dientes le castañeteaban—. Vamos, díselo a todos, pregónalo por todo el mundo.

El Príncipe Bolo ordenó a uno de sus Páginas que acompañara a Harún y a Iff a los reales aposentos del corazón de palacio. Aquel Página, que no parecía mucho mayor que Harún, dijo llamarse Bocalegre, nombre muy corriente en Gup, tanto entre los chicos como entre las chicas. Bocalegre llevaba una de aquellas túnicas rectangulares en la cual Harún pudo leer el texto de un cuento llamado «Bolo y el Vellocino de Oro». «Qué raro —se dijo—. Hubiera dicho que este cuento se refería a otra persona».

Mientras avanzaban por los laberínticos corredores del palacio real de Gup, Harún observó que otros muchos Páginas de la Guardia Real vestían cuentos vagamente familiares. Una llevaba «Bolo y la Lámpara Maravillosa»; otra, «Bolo y los Cuarenta Ladrones»; luego estaba «Bolo el Marino», «Bolo y Julieta», «Bolo en el País de las Maravillas». Aquello era muy desconcertante, pero cuando Harún preguntó a Bocalegre por los cuentos de los uniformes, el muchacho se limitó a responder:

—No es el momento para hablar de modas. Los Dignatarios de Gup esperan para interrogaros a ti y a tu padre.

De todos modos, Harún creyó advertir que su pregunta había turbado a Bocalegre, que se había ruborizado. «Bien, lo dejaremos para otro momento», se dijo Harún.

En el Salón del Trono de palacio, Rashid, el juglar, contaba su historia al Príncipe Bolo, el General Kitab, el Speaker y la Morsa. (El Rey Chattergy se había retirado, ya que se sentía abrumado por la pena que le causaba el secuestro de la princesa Batchit). Rashid estaba envuelto en una manta, con los pies metidos en una palangana humeante.

—Os preguntaréis cómo llegué a Gup —empezó tomando un sorbo de sopa de un tazón—. Fue a causa de ciertas cuestiones relacionadas con mi régimen alimenticio.

Harún le miraba con incredulidad, pero los demás escuchaban atentamente.

—Dado que sufro de insomnio —prosiguió Rashid—, he descubierto que ciertos alimentos, debidamente condimentados, a) provocan el sueño, pero también b) llevan al durmiente allí donde desea ir. Es un proceso conocido por el nombre de Transporte. Y, si se posee la suficiente habilidad, una persona puede despertar en el lugar al que le transporta el sueño; despertar, por ejemplo, dentro del sueño. Yo quería venir a Gup; pero, a causa de un pequeño error al calcular el rumbo, desperté en la Franja del Crepúsculo con este inadecuado atuendo, y helado, lo confieso con toda sinceridad, muerto de frío.

—¿Y qué alimentos son ésos? —preguntó la Morsa con interés.

Rashid se había repuesto lo suficiente como para asumir su expresión de ceja misteriosa y responder:

—Ah, debéis respetar mis pequeños secretos. Digamos que bayas de luna, colas de cometa, aros de planeta, regados con un poco de sopa primigenia. A propósito, esta sopa está deliciosa —terminó cambiando de tono.

«Si se tragan este cuento es que se lo creen todo —pensó Harún—. Ahora seguramente se pondrán furiosos y le aplicarán el Tercer Grado».

Lo que ocurrió fue que el Príncipe Bolo soltó una carcajada sonora, arrogante y un poco atolondrada, y dio a Rashid Khalifa una fuerte palmada en la espalda que le hizo escupir la sopa que tenía en la boca.

—Ingenioso además de intrépido —dijo—. ¡Muy bueno! Me gustas, tú —y se golpeó el muslo.

«Qué crédulos son estos gupíes —pensó Harún—. Y, además, unos buenazos. Iff podía haber peleado conmigo para recuperar su Desconector, pero ni lo intentó, ni siquiera cuando perdí el conocimiento. Y si a un verdadero espía lo sentencian sólo a escribir mil y una frases, es que son realmente pacíficos. Pero si hay que ir a la guerra, ¿qué? Serán un desastre, una causa perdida…». Y aquí interrumpió sus pensamientos, porque a punto había estado de añadir: «Khattam-Shud».

—En la Franja del Crepúsculo —decía Rashid Khalifa—, vi cosas malas y oí cosas peores. Allí hay un campamento del Ejército Chupwala. Unas tiendas negras, envueltas en un silencio fanático… Porque los rumores que habéis oído son ciertos: el país de Chup ha caído bajo el poder del «Misterio de Bezabán», un Culto al Silencio o Mutismo y sus seguidores hacen votos de silencio perpetuo para demostrar su devoción. Sí; mientras avanzaba sigilosamente entre las tiendas de los chupwalas, me enteré de esto. Al principio, Khattam-Shud, el Maestro del Culto, predicaba el odio sólo contra los cuentos, la fantasía y los sueños; pero ahora se ha hecho más severo y se opone a cualquier Palabra. En la ciudad de Chup se han cerrado las escuelas, los tribunales y los teatros, porque, con las Leyes del Silencio, no pueden funcionar… Y se dice que hay fanáticos del Misterio que se exaltan hasta el frenesí y se cosen los labios con bramante; y, poco a poco, mueren de hambre y de sed, sacrificándose por el amor de Bezabán…

—Pero ¿quién o qué es Bezabán? —exclamó Harún—. Tal vez vosotros lo sepáis, pero lo que es yo, ni idea.

—Bezabán es un ídolo gigantesco —dijo Rashid a su hijo—. Es un coloso tallado en hielo negro que se levanta en el centro del castillo de Khattam-Shud, la Ciudadela de Chup. Dicen que el ídolo no tiene lengua y sonríe espantosamente, enseñando unos dientes del tamaño de casas.

—Me parece que preferiría no haber preguntado —dijo Harún.

—Había soldados chupwalas rondando en el lóbrego Crepúsculo —dijo Rashid reanudando su relato—. Llevaban largas capas que, al ondear, revelaban el sombrío y tétrico brillo de una espada.

»¡Pero, señores, ustedes ya conocen las historias de Chup! Saben que es lugar de tinieblas, de libros con candado y lenguas arrancadas; de conspiraciones secretas y anillos envenenados. ¿Iba yo a quedarme esperando al lado de ese horrible campamento? Descalzo y morado de frío, me encaminé hacia la luz que brillaba en el horizonte. Andando andando, llegué al Muro de Chattergy, el Muro de Energía, que, por cierto, señores, se encuentra muy deteriorado. Tiene muchas brechas y es fácil pasar de un lado al otro. Eso lo saben bien los chupwalas que, ante mis propios ojos, cruzaron el Muro… ¡y raptaron a Batchit!

—¿Qué dices? —gritó Bolo poniéndose en pie de un salto con un movimiento arrogante y un tanto atolondrado—. ¿Por qué has tardado tanto en decírnoslo? ¡Corcho! Continúa, por lo que más quieras, continúa —cuando Bolo hablaba de este modo, los otros Dignatarios parecían un poco incómodos y desviaban la mirada.

—Yo avanzaba penosamente por entre una maraña de zarzas, en dirección al Océano —prosiguió Rashid—, cuando vi llegar por el agua una barcaza-cisne de oro y plata. En ella iba una joven de pelo largo, muy largo, con una corona de oro que cantaba, con perdón, la canción más horrorosa que he oído en mi vida. Y tenía unos dientes y una nariz…

—No diga más —le atajó el Speaker—; era Batchit, no cabe duda.

—¡Batchit, Batchit! —gimió Bolo—. ¿Nunca volveré a oír tu dulce voz ni a ver tu rostro encantador?

—¿Y qué hacía ella allí? —preguntó la Morsa—. Es zona peligrosa.

Iff, el Genio del Agua, carraspeó:

—Señores, quizá ustedes no lo sepan, pero los jóvenes de Gup van a la Franja del Crepúsculo de vez en cuando, es decir, a veces, es decir, con frecuencia. Como viven siempre a la luz del sol, les apetece ver las estrellas, la Tierra y la Otra Luna brillando en el cielo. Es una temeridad, desde luego. Pero ellos confiaban en la protección del Muro de Chattergy. La oscuridad, señores, también tiene su fascinación: misterio, atracción de lo desconocido, romanticismo…

—¿Romanticismo? —gritó el Príncipe Bolo desenvainando—. ¡Vil Genio del Agua! ¿Quieres que te atraviese? ¿Te atreves a sugerir que mi Batchit iba en busca de… amor?

—No, no —gritó Iff, despavorido—. Mil perdones, retiro lo dicho, no quería molestar.

—No hubo nada de eso —se apresuró a agregar Rashid para tranquilizar al Príncipe Bolo, quien, despacio, muy despacio, volvió a envainar la espada—. Ella iba con sus damas de honor y nadie más. Reían y bromeaban acerca del Muro de Chattergy y decían que querían tocarlo. «Yo quiero saber cómo es ese célebre e invisible muro», decía la Princesa. «Si el ojo no puede verlo, quizás el dedo pueda tocarlo o la lengua gustarlo». Entonces un grupo de chupwalas que, sin que Batchit ni yo mismo lo advirtiéramos, se habían colado por una brecha del Muro y observaban a la Princesa desde unas matas de espino, se apoderaron de las señoras, que chillaban y pataleaban, y las llevaron a las tiendas de Chup.

—¿Se puede saber qué clase de hombre eres tú? —dijo el Príncipe Bolo despectivamente—, ¿que te quedas escondido sin hacer nada para salvarlas de semejante atropello?

La Morsa, el Speaker y el General parecían violentos por esta última observación del Príncipe, y Harún enrojeció de indignación.

—Ese Príncipe… ¿qué se ha creído? —susurró a Iff con vehemencia—. Si no fuera por esa espada, yo… yo…

—Ya lo sé —dijo el Genio del Agua en un susurro—. A veces, los príncipes se ponen así. Pero no te preocupes. En realidad, no le confiamos asuntos de importancia.

—¿Qué hubieras preferido? —respondió Rashid a Bolo con gran dignidad—. ¿Que yo, sin armas, en camisón y medio muerto de frío, hubiera salido de mi escondite como un idiota romántico para hacerme capturar o matar? Entonces, ¿quién os hubiera traído la noticia? ¿Quién podría ahora mostraros el camino del campamento chupwala? Sé tú un héroe, si quieres, Príncipe Bolo; hay gente que prefiere la sensatez al heroísmo.

—Debes pedir disculpas, Bolo —murmuró el Speaker.

Y el Príncipe, contoneándose y frunciendo el entrecejo, así lo hizo.

—He estado excesivamente duro —dijo—. Realmente, te estamos agradecidos por la información.

—Hay otra cosa —dijo Rashid—. Cuando los chupwalas se llevaban a la Princesa, les oí decir una cosa terrible.

—¿Qué cosa? —gritó Bolo dando un salto—. Si la insultaron…

—«Se acerca la Gran Fiesta de Bezabán», dijo uno de ellos —contestó Rashid—. «¿Por qué ese día no ofrecemos esta princesa gupí en sacrificio a nuestro ídolo? Le cosemos los labios y la bautizamos Princesa Muda…, Princesa Khamosh», y todos se reían.

En el Salón del Trono se hizo el silencio. Naturalmente, el primero en hablar fue Bolo:

—¡No hay un segundo que perder! ¡Reunid a las fuerzas armadas…! ¡Páginas, Capítulos, Tomos! ¡A la guerra, a la guerra! ¡Por Batchit y sólo Batchit!

—Por Batchit y el Océano —le recordó la Morsa.

—Sí, sí —dijo el Príncipe Bolo, a regañadientes—. También por el Océano; naturalmente, desde luego, muy bien.

—Si queréis —propuso Rashid, el juglar—, yo os conduciré hasta las tiendas de los chupwalas.

—Buen hombre —gritó Bolo, dándole otro golpe en las espaldas—. Te juzgué mal; eres un as.

—Si tú vas —dijo Harún a su padre—, no creas que podrás dejarme aquí.

Aunque el Día Interminable de Gup daba a Harún la extraña sensación de que el tiempo estaba parado, se sentía exhausto. Se le cerraban los ojos y de su cuerpo salió un bostezo tan magnífico que llamó la atención de todos los presentes en el augusto Salón del Trono. Rashid Khalifa preguntó si podían dar a Harún una cama para aquella noche; y, a pesar de protestas del muchacho («Si no tengo ni pizca de sueño… de verdad, que no»), fue enviado a la cama.

Se ordenó al Página Bocalegre que lo acompañara.

Bocalegre condujo a Harún por pasillos, escaleras que subían, escaleras que bajaban, puertas, recodos, patios, galerías y pasillos. Mientras caminaban, el Página, que parecía incapaz de seguir conteniendo las palabras, empezó a despotricar contra Batchit.

—La muy estúpida —dijo—. Si mi novia fuera tan idiota como para hacerse secuestrar por ir a la Franja del Crepúsculo a mirar las estrellas del cielo y, lo que es peor, a tocar ese dichoso Muro, no te creas que yo iba a empezar una guerra para rescatarla. Ahí te quedas, le diría, y más con esa nariz y esos dientes, pero a qué insistir… y su manera de cantar, ¡no imaginas qué horror! Pero no, en lugar de dejar que se pudra, ahora todos tras ella, a hacernos matar, probablemente, porque con esa oscuridad, ya me dirás…

—¿Falta mucho para llegar al dormitorio? —preguntó Harún—. Es que no sé si podré andar mucho más.

—A propósito, los uniformes, tú me preguntaste por los uniformes —continuó Bocalegre sin hacerle caso mientras recorría a buen paso vestíbulos, escaleras de caracol y pasadizos—. Bueno, ¿de quién crees tú que fue la idea? De ella, naturalmente, de Batchit que decidió «encargarse del vestuario de las Páginas de la Casa Real» y su primera genialidad fue convertirnos en cartas de amor ambulantes, y después de una eternidad de obligarnos a llevar cariñitos y cuchicuchi y otras monerías no menos vomitivas, la niña cambió de idea y mandó que volvieran a escribir todos los cuentos más famosos del mundo con su Bolo de protagonista. Y ahora, en lugar de Aladino, Alí Baba y Simbad, todo es Bolo, Bolo y Bolo, ¿imaginas? Todo Gup se ríe de nosotros en nuestras narices, y no digamos a nuestra espalda.

Entonces, con una amplia sonrisa triunfal, Bocalegre se paró delante de una puerta imponente y anunció:

—Tu dormitorio.

Las puertas se abrieron y unos guardias los agarraron de las orejas y les dijeron que largo de allí si no querían ser arrojados a la mazmorra más profunda del palacio, porque estaban nada menos que en las habitaciones del Rey Chattergy.

—Nos hemos perdido, ¿verdad? —dijo Harún.

—Es un palacio muy complicado y estamos un poco perdidos —reconoció Bocalegre—. Pero ¿verdad que es una charla muy entretenida?

Esta observación exasperó de tal modo a Harún que, muerto de cansancio como estaba, hizo un brusco ademán dirigido a la cabeza de Bocalegre, pillándole desprevenido y tirándole el gorro de terciopelo color corinto… Y cuando el gorro cayó al suelo, una cascada de reluciente pelo negro bajó hasta los hombros de Bocalegre.

—¿Qué te pica? ¡Buena la has hecho!

—¿Eres una chica? —dijo Harún innecesariamente.

—Ssssh —siseó Bocalegre, volviéndose a meter el pelo en el gorro—. ¿Quieres que me echen o qué? —lo llevó a una pequeña cavidad cubierta por una cortina donde quedaron ocultos—. ¿Te has creído que para una chica es fácil conseguir un empleo como éste? ¿No sabes que las chicas tienen que engañar a la gente todos los días de su vida, si quieren llegar a algún sitio? Probablemente a ti te lo dan todo en bandeja, probablemente naciste con un puñado de cucharas de plata en la boca, pero algunos de nosotros tenemos que luchar.

—¿Quieres decir que sólo pueden ser Páginas los chicos? —preguntó Harún con voz de sueño.

—Supongo que eres de los que sólo hacen lo que les mandan —respondió Bocalegre acaloradamente—. Supongo que eres de los que siempre se comen todo lo que les ponen en el plato, hasta la coliflor, supongo que

—Por lo menos, yo podría hacer algo tan fácil como acompañar a una persona a su habitación —intercaló Harún.

De pronto, Bocalegre le dedicó una sonrisa amplia y maliciosa.

—Supongo que siempre te vas a la cama cuando te lo mandan. Y que no te gustaría en absoluto subir al tejado de palacio por este pasadizo secreto que hay aquí.

Y, cuando Bocalegre oprimió el botón disimulado en un panel de madera profusamente tallado de una de las paredes curvas de la cavidad, y treparon por la escalera que apareció cuando el panel se deslizó hacia un lado, Harún se encontró en la azotea de palacio, bañado por la cegadora luz del sol, y se sentó a contemplar el panorama del País de Gup; el Jardín de Recreo en el que se hacían preparativos para la guerra; la Laguna, en la que se reunía una gran flotilla de pájaros mecánicos, y, al fondo, el amenazado Océano de las Corrientes de las Historias. De pronto, Harún descubrió que nunca en su vida se había sentido tan vivo, a pesar de que se caía de cansancio. En aquel momento, sin decir palabra, Bocalegre sacó de un bolsillo tres pelotas blandas hechas de seda de oro, las lanzó al aire haciéndolas brillar al sol y empezó a jugar con ellas.

Las lanzaba por la espalda, por encima y por debajo de una pierna, con los ojos cerrados y tumbada en el suelo. Harún estaba mudo de admiración. De vez en cuando, ella lanzaba todas las pelotas a gran altura, se metía las manos en los bolsillos y sacaba más esferas doradas. Llegó a jugar con nueve, luego con diez y hasta con once. Y cada vez que Harún pensaba: «No es posible que las mantenga todas en el aire», ella sacaba otra pelota y la agregaba a su rueda de soles de seda.

Harún pensó entonces que el juego de Bocalegre le recordaba las grandes actuaciones de su padre, Rashid Khalifa, el Sha del Blablablá.

—Siempre me pareció que contar cuentos es también una especie de malabarismo —dijo al fin, cuando pudo recuperar la voz—. Mantienes en el aire un montón de relatos diferentes y los haces girar, y si eres bueno no se te cae ninguno. O sea que hacer juegos malabares puede ser un poco como contar cuentos.

Bocalegre se encogió de hombros, recogió todas las pelotas doradas y las guardó en los bolsillos.

—De eso no sé nada —dijo—. Yo sólo quería que supieras de lo que soy capaz.

Harún despertó al cabo de varias horas en una habitación a oscuras (por fin encontraron su dormitorio, después de pedir ayuda a otro Página, y él se quedó dormido cinco segundos después de que Bocalegre cerrara las pesadas cortinas y le diera las buenas noches).

Alguien estaba sentado en su pecho; alguien que le rodeaba el cuello con las manos y apretaba con fuerza.

Era Bocalegre.

—Hora de levantarse —susurró en tono amenazador—. Como me delates, la próxima vez que duermas seguiré apretando, porque, si tú eres un buen chico yo puedo ser una chica muy mala.

—No diré nada, te lo prometo —jadeó Harún, y Bocalegre le soltó sonriendo.

—Eres un buen sujeto, Harún Khalifa —dijo—. Ahora, fuera de la cama antes de que te saque a rastras. Es hora de presentarse a recibir órdenes. Y en el Jardín de Recreo hay un ejército que se prepara para marchar.