Harún ya había olfateado la congoja en el aire nocturno, y la súbita niebla apestaba a pura tristeza y melancolía.
«Debimos quedarnos en casa —pensó—. Allí no faltan las caras largas».
—¡Uf! —sonó la voz de Rashid Khalifa en la niebla amarillo verdoso—. ¿Quién es el causante de este olor? Vamos, confiese.
—Es la niebla —explicó Harún—. Es la Niebla de la Desesperanza.
—Benévolo señor Rashid —exclamó Fatuo Buttú—, parece que el chico quiere disimular su apestoso desahogo con infundios. Temo que se parece mucho a los habitantes de este insensato Valle, que están locos por la simulación. ¡Lo que yo tengo que soportar! Mis enemigos contratan a farsantes del tres al cuarto para que llenen la cabeza de la gente con calumnias acerca de mí, y los ignorantes se las tragan como si fuese leche. Por tal motivo, elocuente señor Rashid, he recurrido a usted. Usted les contará cuentos alegres, cuentos de alabanza, y la gente le creerá, se sentirá contenta y me votará.
Apenas Buttú hubo pronunciado estas palabras, un viento fuerte y cálido empezó a soplar en el lago. La niebla se disipó, pero ahora el viento les abrasaba la cara y las aguas se embravecían.
—Este lago no tiene nada de manso —exclamó Harún—. En realidad, es francamente temperamental. Éste debe de ser el País del Humor Variable.
El Cuento del País del Humor Variable era uno de los favoritos de Rashid Khalifa. Hablaba de un país mágico que cambiaba constantemente, según el humor de sus habitantes. En el País del Humor Variable el sol podía brillar toda la noche, si permanecían despiertos los suficientes habitantes, y seguía brillando hasta que la gente empezaba a hartarse de tanto sol; entonces caía una noche irritable, una noche de murmullos, desasosiego y aire enrarecido. Y cuando la gente se enfadaba, la tierra temblaba; y cuando la gente estaba perpleja o poco segura de las cosas, el País del Humor Variable también se embarullaba: la silueta de las casas, de los faroles y de los coches se difuminaba, como un cuadro al que se le hubieran corrido los colores, y entonces podía resultar difícil distinguir dónde acababa una cosa y dónde empezaba otra…
—¿Es cierto? —preguntó Harún a su padre—. ¿Este sitio es el mismo del cuento?
Parecía lógico: Rashid estaba triste, y la Niebla de la Desesperanza había envuelto la falúa-cisne; y, por otra parte, Fatuo Buttú se daba tantos aires que no era de extrañar que hubiera levantado aquel vendaval.
—Lo del País del Humor Variable era sólo un cuento, Harún —respondió Rashid—. Pero esto es un sitio real.
Cuando Harún oyó decir a su padre sólo un cuento, comprendió que el Sha del Blablablá estaba realmente deprimido, porque sólo la mayor desesperación podía hacerle decir algo tan terrible.
Entre tanto, Rashid se había puesto a discutir con Fatuo Buttú.
—No pretenderá usted que yo cuente sólo cuentos almibarados —protestaba—. No todos los buenos cuentos son de este tipo. A la gente también le gusta lo que hace llorar, si les parece hermoso.
—¡Tonterías, tonterías! —gritó Buttú enfurecido—. ¡Las condiciones de su contrato están clarísimas! ¡Por cuenta mía, hará usted el favor de explicar únicamente cosas amables y de alabanza! ¡Nada de truculencias! Si quiere cobrar, háganos disfrutar.
El viento caliente redobló su fuerza. Rashid se sumió en un mudo abatimiento y la niebla verdeamarilla que olía a retrete resbaló rápidamente hacia ellos sobre las aguas que estaban más revueltas que nunca y chapoteaban contra la borda de la falúa-cisne zarandeándola de un lado a otro de manera alarmante, como si respondieran al furor de Buttú (y también, evidentemente, a la creciente indignación de Harún por el comportamiento de Buttú).
La niebla envolvía una vez más la falúa-cisne y, nuevamente, Harún se quedó sin ver nada. Pero oía voces, y eran voces de pánico: los remeros uniformados gemían «¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Esto se acabó!» y Fatuo Buttú, que parecía tomar las condiciones meteorológicas como una afrenta personal, gritaba colérico; y cuanto más chillaba y se lamentaba él, más se enfurecían las aguas y más tórrido y caliente era el viento. Retumbaba el trueno y los fogonazos de los relámpagos iluminaban la niebla creando curiosos efectos de neón.
Harún decidió entonces que no había más remedio que probar su teoría del País del Humor Variable.
—Atención —gritó en medio de la niebla—, oigan todos. Esto es muy importante: que todo el mundo se calle. Ni una palabra más. Punto en Boca. Es muy importante que, cuando yo diga tres, se haga el silencio absoluto, uno, dos, tres —había en su voz una nota de autoridad que le sorprendió a él tanto como a los demás y que hizo que los remeros y Buttú obedecieran sin rechistar.
Al momento, amainó el viento candente y cesaron los truenos y relámpagos. Entonces Harún hizo un esfuerzo por reprimir su irritación contra Fatuo Buttú y, tan pronto como se controló, las olas se calmaron. Pero la niebla fétida persistía.
—Hazme un favor —dijo Harún a su padre—. Sólo un favor. Piensa en los momentos más felices que puedas recordar. Piensa en la vista del Valle de K que contemplamos al salir del Túnel de I. Piensa en el día de tu boda. Te lo suplico.
Instantes después, la apestosa niebla se abrió como se desgarra una camisa vieja, y fue barrida por la brisa nocturna. La luna volvió a reflejarse en las aguas del Lago.
—Ya ves —dijo Harún a su padre—, al fin y al cabo, era algo más que sólo un cuento.
Rashid incluso llegó a soltar una alegre carcajada.
—Harún Khalifa, eres un tipo estupendo para un momento de apuro —dijo moviendo la cabeza con vehemencia—. Hay que descubrirse.
—Ingenuo señor Rashid —exclamó Fatuo Buttú—, no creerá en los camelos del chico, ¿verdad? Sólo han sido simples fenómenos meteorológicos que se han ido por donde han venido. Y punto.
Harún ahogó los sentimientos que le inspiraba el señor Buttú. Él sabía lo que sabía: que el mundo real está lleno de magia, por lo que es fácil que los mundos mágicos se hagan realidad.
La casa flotante se llamaba Las Mil y Una Noches Más Una, ya que el señor Buttú mantenía que «ni en todas las Mil y Una Noches podrías encontrar una noche igual». Cada ventana tenía forma de pájaro, pez o animal fabuloso: el Ave de Simbad el Marino, la Ballena que se Tragaba a los Hombres, el Dragón que Vomitaba Fuego, etcétera. La luz del interior iluminaba las ventanas y los fabulosos monstruos se divisaban desde lejos en la oscuridad, como si fueran incandescentes.
Harún siguió a Rashid y al señor Buttú por una escala, un porche de madera profusamente tallada y una sala con lámparas de cristal, sillones como tronos, almohadones de brocado y mesas de nogal en forma de árboles de copa ancha y aplastada en los que podías ver pájaros y niños con alas que debían de ser hadas. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de libros encuadernados en piel, pero la mayoría eran simulados y escondían armarios de bebidas y de escobas. En uno de los estantes sí había libros de verdad, aunque estaban escritos en una lengua que Harún no entendía y mostraban las ilustraciones más extrañas que viera en su vida.
—Erudito señor Rashid —dijo Buttú—, usted, por su profesión, estará interesado en estos libros. Aquí, para su deleite y edificación, está la colección completa de los cuentos que componen El Océano de las Corrientes de las Historias. Si alguna vez se le agota el material, aquí lo encontrará en abundancia.
—¿Agotárseme? ¿Qué dice? —exclamó Rashid, temiendo de pronto que Buttú estuviera enterado de los terribles sucesos de la Ciudad de G.
Pero Buttú le dio una palmada en el hombro.
—Susceptible señor Rashid, era sólo una broma, una banalidad pasajera, una nube que ahuyenta la brisa. Desde luego, esperamos su recital con toda confianza.
Pero Rashid volvía a estar deprimido. Era el momento de retirarse a descansar.
Los remeros uniformados acompañaron a Rashid y Harún a sus habitaciones, que eran todavía más suntuosas que el salón. En el centro de la de Rashid había un enorme pavo real de madera pintada. Con ademanes teatrales, los remeros levantaron su dorso dejando al descubierto una cama grande y confortable. Harún, en su habitación, encontró una tortuga, también de tamaño gigante, que se convirtió en cama cuando los remeros le quitaron el caparazón. A Harún le daba cierto reparo acostarse en una tortuga sin la concha, pero, recordando sus buenos modales, dijo:
—Muchas gracias, es muy agradable.
—¿Muy agradable? —tronó Fatuo Buttú desde la puerta—. ¡Insensato mozalbete, te hallas a bordo de «Las Mil y Una Noches Más Una»! ¡Muy agradable es una calificación muy pobre! Reconoce que esto es, por lo menos, Supermaraviglioso, Inefable, y totalmente Fantastique.
Rashid lanzó a Harún una mirada que decía: «Debimos tirarlo al lago cuando tuvimos ocasión», e interrumpió los aspavientos de Buttú para decir:
—Como dice Harún, esto es, desde luego, muy agradable. Ahora nos vamos a dormir. Buenas noches.
Buttú regresó a su falúa-cisne con gesto de dignidad ofendida.
—Si la gente no tiene gusto —dijo a modo de despedida—, es vano empeño pretender que aprecien las cosas buenas. Mañana, desagradecido señor Rashid, le toca a usted. Veremos lo «agradable» que lo encuentra su auditorio.
Aquella noche, Harún no podía dormir. Acostado en la tortuga con su camisón favorito (rojo intenso con parches púrpura), estuvo dando vueltas y más vueltas y cuando, por fin, estaba a punto de caer, lo despertaron unos ruidos procedentes de la contigua habitación de Rashid: crujidos, golpes, gemidos y cuchicheos y, finalmente, un lamento ahogado:
—¡Es inútil…, no puedo…, estoy acabado, acabado para siempre!
Andando de puntillas, Harún se acercó a la puerta de comunicación, abrió con cautela sólo una rendija y atisbó. Vio al Sha del Blablablá con un camisón azul, liso, sin parches púrpura, que paseaba desesperado alrededor de la cama del pavo real, murmurando para sí y haciendo crujir y gemir las tablas del suelo.
—Sólo cuentos de alabanza. Apañados estamos. Yo soy el Océano de la Fantasía y no el lacayo de nadie. Pero ¿qué estoy diciendo? Si cuando suba al escenario de mi boca no saldrá nada más que craas. Entonces me harán pedazos y todo habrá acabado para mí, finito. ¡Khattam-Shud! Más vale que deje de engañarme a mí mismo, que me rinda, que me retire, que anule el abono. Porque la magia se acabó, se acabó para siempre en el momento en que ella se marchó.
Luego se volvió y miró fijamente a la puerta de comunicación.
—¿Quién está ahí? —gritó.
Harún no tuvo más remedio que decir:
—Soy yo. No podía dormir. Debe de ser la tortuga —agregó—. Demasiado original.
Rashid asintió muy serio.
—Es curioso, pero yo tampoco me acostumbro a este pavo real. Me parece que preferiría una tortuga. ¿Qué te parece a ti el pájaro?
—Mucho mejor —reconoció Harún—. El pájaro me parece bien.
Y Harún y Rashid intercambiaron habitaciones; y por esta razón el Genio del Agua que aquella noche visitó «Las Mil y Una Noches Más Una» y se coló en la Habitación del Pavo Real se encontró con un chico de su mismo tamaño que, en lugar de dormir, lo miraba fijamente a la cara.
Para ser exactos, Harún empezaba a quedarse traspuesto cuando lo despertó un crujido, un golpe, un gruñido y un lamento; por ello, lo primero que pensó fue que su padre no había encontrado la tortuga mucho más cómoda que el pavo real. Entonces advirtió que los ruidos no venían de la Habitación de la Tortuga sino de su propio cuarto de baño. La puerta del cuarto de baño estaba abierta y la luz, encendida, y Harún vio, recortándose en el vano de la puerta, una figura casi indescriptible, de tan asombrosa.
Tenía por cabeza una cebolla enorme y por piernas, dos enormes berenjenas; en una mano, sostenía una caja de herramientas y, en la otra, algo parecido a una llave inglesa. ¡Un ladrón!
Harún se acercó sigilosamente al cuarto de baño. La criatura que había en su interior refunfuñaba entre dientes sin parar.
—Siempre abriendo y cerrando. El individuo viaja hasta aquí y yo tengo que venir a instalarlo con toda urgencia, sin que importe mi programa de trabajo. Pero entonces él va y anula el abono y adivina a quién le toca venir a desmontar la instalación. Anda, déjalo todo y ven corriendo, como si tuvieras que apagar un fuego… ¿Dónde pondría yo el dichoso chisme? ¿Alguien ha estado manipulando? Es que ya no puede uno fiarse de nadie. Bueno, bueno, bueno, vayamos por partes. Grifo agua caliente, grifo agua fría, equidistantes uno de otro, un palmo hacia arriba y ahí tiene que estar el Grifo de las Historias… ¿Y dónde se ha metido? ¿Quién lo ha birlado…? A ver, a ver, ¿qué hay aquí? Ajajá, ¿conque aquí estabas? Creías que podías escabullirte, pero ya te tengo. Bueno. Desconectemos.
Durante este extraño monólogo, Harún Khalifa fue moviendo la cabeza muy despacio, muy despacio, hasta que asomó medio ojo por el borde de la puerta y miró al cuarto de baño. Y allí vio a un viejecito no más alto que él, con un enorme turbante púrpura (la «cebolla») y unos bombachos de seda recogidos en los tobillos (las «berenjenas»). El hombrecillo lucía unas barbas imponentes de un color insólito: el más delicado azul celeste.
Harún nunca había visto pelo azul, y se inclinó un poco con curiosidad; entonces, con gran espanto, oyó que bajo sus pies una tabla del suelo emitía un crujido potente e inconfundible. El barba celeste empezó a girar rápidamente sobre sí mismo, dio tres vueltas completas al cuarto de baño y desapareció; pero, con la prisa, dejó caer la llave inglesa. Harún se precipitó al cuarto de baño, la recogió del suelo y la abrazó con fuerza.
Poco a poco, y de mala gana (aunque Harún no podía estar seguro, porque nunca había visto materializarse a nadie), el barbitas reapareció en el cuarto de baño.
—Nada de bromas, hasta aquí podíamos llegar, se acabó lo que se daba, bueno está lo bueno —dijo secamente—. Dame eso.
—No —respondió Harún.
—El Desconector —dijo el otro señalando la herramienta—. Devolución inmediata, restitución a legítimo propietario; venga, suelta ya.
Entonces Harún observó que la herramienta que tenía en la mano no se parecía a una llave inglesa más que la cabeza del barbas a una cebolla: en otras palabras, tenía forma de llave inglesa, pero era más fluida que sólida y estaba hecha por miles de venitas en las que circulaban líquidos de distintos colores, unidas entre sí por una fuerza invisible e increíble. Era muy bella.
—No pienso devolvértela hasta que me digas qué has venido a hacer aquí —dijo Harún con firmeza—. ¿Eres un ladrón? ¿Llamo a la policía?
—Misión imposible de divulgar —respondió el hombrecillo, malhumorado—. Top secret, información clasificada, sólo para sus ojos; desde luego, no apta para chicos descarados con camisón rojo y púrpura que se apropian de lo ajeno y llaman ladrones a los demás.
—Está bien —dijo Harún—. Despertaré a mi padre.
—No —dijo rápidamente el barba azul—. Adultos, no. El reglamento lo prohíbe, peligra mi empleo. ¡Oh, ya me parecía a mí que éste iba a ser un mal día!
—Estoy esperando —dijo Harún con severidad. El hombrecillo se irguió en toda su estatura.
—Soy Iff, Genio del Agua —dijo hoscamente—, del Océano de las Corrientes de las Historias.
A Harún le dio un vuelco el corazón.
—¿Pretendes hacerme creer que eres uno de esos genios de los que me habla mi padre?
—Proveedor de Agua de Historias, del Gran Mar de las Historias —dijo el otro con una reverencia—. Ni más ni menos; el mismo; servidor; ése soy yo. Sin embargo, lamento manifestar que el caballero ya no requiere el servicio; ha cesado en sus actividades narrativas, ha arrojado la toalla, se ha retirado. Se ha dado de baja del suministro. Mi visita tiene por objeto proceder a la correspondiente Desconexión. Sírvase devolver Herramienta y dejar de entorpecer mi cometido.
—No tan aprisa —dijo Harún, que estaba atónito por haber descubierto no sólo que los Genios del Agua existían realmente y que el Gran Mar de las Historias no era sólo un cuento, sino también que Rashid había abandonado, dimitido, puesto punto en boca—. No te creo —dijo a Iff, el Genio—. ¿Cuándo te ha enviado el aviso? Yo no me ha apartado de su lado casi ni un momento.
—Lo envió por el conducto habitual —dijo Iff encogiéndose de hombros—. Un PECPE.
—¿Un qué?
—Muy sencillo —dijo el Genio del Agua con sonrisa perversa—: Un Proceso Excesivamente Complicado Para Explicarlo —y, al ver tan consternado a Harún, agregó—: En este caso, se utilizan Radiaciones Mentales. Nosotros estamos a la escucha y sintonizamos con su pensamiento. Es tecnología avanzada.
—Avanzada o no, esta vez te equivocaste, te colaste, metiste la pata —replicó Harún. Entonces advirtió que empezaba a hablar como el Genio del Agua y sacudió la cabeza para despejarla—. Mi padre no ha abandonado. No puedes cortarle el suministro de Agua de Historias.
—Yo obedezco órdenes —dijo Iff—. Las reclamaciones deben dirigirse al Gran Controlador.
—¿Gran Controlador de qué? —preguntó Harún.
—Del Proceso Excesivamente Complicado Para Explicarlo, por supuesto. Edificio PECPE, Ciudad de Gup, Kahani. A la atención de la Morsa.
—¿Quién es la Morsa?
—Es que no prestas atención —respondió Iff—. En el Edificio PECPE de la Ciudad de Gup trabajan muchas personas brillantes, pero sólo un Gran Controlador, la Morsa. Los demás son los Cabezas de Huevo. ¿Te vas enterando? ¿Lo tienes ya?
Harún absorbía la información.
—¿Y cómo llega la carta?
El Genio del Agua rió entre dientes.
—La carta no llega —respondió—. Ahí puedes ver toda la belleza del sistema.
—Pues no la veo —respondió Harún—. De todos modos, aunque tú le cortes el Agua de Historias, mi padre seguirá contándolas.
—Cualquiera puede contar historias —respondió Iff—. Los farsantes, los charlatanes y los embaucadores, por ejemplo. Pero, para contar historias con ese Algo Especial, ah, para eso hasta los mejores cuentistas necesitan Agua de Historias. Para contar cuentos se necesita combustible, lo mismo que para conducir un coche; y, si no tienes el Agua, te quedas sin Energía.
—¿Y por qué tengo yo que creer ni una sola de tus palabras —arguyó Harún—, si en este cuarto de baño no puedo ver más que una bañera, un water, un lavabo y unos grifos normales y corrientes, Fría y Caliente?
—Toca aquí —dijo el Genio del Agua, señalando el espacio vacío, a un palmo por encima del lavabo—. Golpea con la Herramienta de Desconexión este sitio, en el que tú crees que no hay nada.
Receloso, temiendo algún truco, y no sin antes ordenar al Genio del Agua que se apartara, Harún hizo lo que se le indicaba. Ding, se oyó cuando la Herramienta de Desconexión chocó con algo perfectamente sólido e invisible.
—Por ahí resopla —gritó el Genio del Agua sonriendo ampliamente—. El Grifo de las Historias, voilà.
—Sigo sin entenderlo —dijo Harún cejijunto—. ¿Dónde está ese Océano? ¿Y cómo llega a este Grifo Invisible el Agua de Historias? ¿Dónde están las cañerías? —vio el brillo malicioso en los ojos de Iff y respondió a su propia pregunta con un suspiro—: No digas nada, ya lo sé. Por un Proceso Excesivamente Complicado Para Explicarlo.
—Has dado en el clavo —dijo el Genio del Agua—. Blanco a la primera, impacto total.
Entonces Harún Khalifa tomó la que sería la decisión más trascendental de su vida.
—Señor Iff —dijo cortés pero firmemente—, llévame a la Ciudad de Gup, a ver a la Morsa, para que pueda deshacer este malentendido acerca del suministro de Agua a mi padre, antes de que sea tarde.
Iff movió la cabeza y abrió los brazos.
—Imposible —dijo—. No se puede, no está en la carta, ni lo sueñes. El acceso a la Ciudad de Gup, Kahani, por las costas del Océano de las Corrientes de las Historias está prohibido a todo el mundo salvo a personal autorizado como, por ejemplo, yo. ¿Tú? Ni hablar, ni en un millón de años, ni en broma.
—En tal caso —dijo Harún dulcemente—, vas a tener que regresar sin esto —y agitó la Herramienta de Desconexión delante del barbas azules—. A ver qué dicen a esto.
Se hizo un largo silencio.
—Vale —dijo el Genio del Agua—. Me tienes bien cogido, trato hecho. Andando, en marcha, vámonos. O sea, adelante, ya.
A Harún el corazón le bajó rápidamente a los pies.
—¿Quieres decir ahora? —tartamudeó.
—Ahora —dijo Iff.
Harún aspiró lenta y profundamente.
—Está bien —dijo—. Así pues, ahora.