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EL COCHE CORREO

Los dos hombres que gritaban metieron a Rashid y Harún en el asiento trasero de un abollado automóvil con tapicería escarlata rasgada y, a pesar de que la radio barata del coche emitía música de películas a todo volumen, los hombres siguieron gritando acerca de la poca formalidad de los cuentistas, hasta que llegaron a las oxidadas verjas de la Terminal de Autobuses. Allí, Harún y Rashid fueron depositados sin ceremonia ni despedida.

—¿Y los gastos de viaje? —preguntó Rashid ingenuamente, pero los hombres gritaron:

—¡Más exigencias! ¡Qué frescura, el tipejo! —y salieron disparados obligando a los perros, las vacas y las mujeres con cestas de fruta en la cabeza a salir corriendo. El coche se alejó haciendo zig zag y sin dejar de emitir música a tope e insultos.

Rashid ni siquiera se molestó en agitar el puño. Harún lo siguió hacia el Despacho de Billetes atravesando un patio polvoriento que tenía las paredes llenas de extrañas advertencias:

SI CORRER ES TU ILUSIÓN

HALLARÁS TU PERDICIÓN

era una de ellas, y

LOS TEMERARIOS ADELANTADORES

SON CLIENTES DE LOS ENTERRADORES

era otra, y también

¡OJO, REDUCE, NO DES AL PEDAL!

¡LA VIDA ES BELLA Y LOS COCHES CUESTAN UN DINERAL!

—También tendrían que decir algo contra los que gritan a los pasajeros que viajan en el asiento de atrás —murmuró Harún.

Rashid fue a sacar los billetes.

En la ventanilla, en lugar de cola, había un combate de lucha libre, porque todos querían ser el primero; y como la mayoría llevaban gallinas, niños u otra impedimenta, el resultado era un zafarrancho del que salían despedidas plumas, juguetes y algún que otro sombrero. Y, de vez en cuando, de la reyerta surgía un individuo con la ropa hecha jirones, que agitaba triunfalmente un papelito: el billete. Rashid aspiró profundamente y se zambulló en la refriega.

Mientras, en el patio de los autobuses, pequeñas nubes de polvo danzaban de un lado al otro como torbellinos del desierto en miniatura. Harún advirtió que las nubes estaban llenas de seres humanos. Porque, sencillamente, en la Terminal de Autobuses había demasiados pasajeros para los autobuses disponibles y, además, nadie sabía qué autobús saldría antes; lo cual permitía a los conductores divertirse con un juego perverso. Un conductor ponía el motor en marcha, ajustaba los retrovisores y hacía como si se dispusiera a arrancar. De inmediato un grupo de pasajeros cogía maletas, sacos de dormir, papagayos y transistores y corría hacia él. Entonces el conductor, con sonrisa de inocencia, paraba el motor, mientras al otro extremo del patio otro autobús empezaba a zumbar, y los pasajeros otra vez a correr.

—Eso no está bien —dijo Harún en voz alta.

—Muy cierto —dijo un vozarrón a su espalda—, pero pero pero reconocerás que tiene gracia.

El dueño del vozarrón resultó ser un individuo descomunal, con una pelambrera espesa e hirsuta que ascendía de su cabeza verticalmente como una cresta de papagayo. También su cara estaba llena de pelo, y a Harún, sin saber por qué, todo aquel pelo le hizo pensar en plumas. «Idea ridícula —se dijo—. ¿Qué me habrá hecho imaginar semejante cosa? Es una tontería, eso lo ve cualquiera».

En aquel momento, dos nubes de polvo formadas por presurosos viajeros colisionaron con lanzamiento de paraguas, lecheras y sandalias de esparto, y Harún, mal que le pesara, se echó a reír.

—¡Eres un tipo fenomenal —tronó el del pelo de pluma—, sabes ver el lado gracioso de las cosas! Un accidente, desde luego, es una cosa triste y cruel, pero pero pero… ¡Crash! ¡Bong! ¡Pumba! Es para morirse de risa —el gigante se levantó e hizo una reverencia—. Me llamo Butt, conductor del Coche Correo Superexpress Número Uno con destino al Valle de K, a tu disposición.

A Harún le pareció que también él tenía que hacer una reverencia.

—Y yo, Harún. —Entonces tuvo una idea y agregó—: Si eso de a mi disposición es en serio, algo hay que puedes hacer.

—Era un decir —respondió el señor Butt—. Pero pero pero no retiro ni una coma. Un decir es algo muy delicado, pero Butt es un hombre recto, no retorcido. ¿Cuál es tu deseo, joven señor?

Rashid le había referido la belleza de los parajes que se extendían entre la Ciudad de G y el Valle de K, cruzados por un camino que trepaba como una serpiente por el Paso de H hasta el Túnel de I (llamado también de J). Había nieve a los lados de la carretera, y fabulosos pájaros multicolores que planeaban en las cañadas; y cuando la carretera salía del Túnel (se lo había dicho Rashid), el viajero encontraba el panorama más espectacular de la Tierra, una vista del Valle de K, con sus campos dorados, sus montañas plateadas, y con el Lago Dull en el centro —una vista que se extendía como una alfombra mágica que esperase que alguien se subiera a ella para dar una vuelta—. «Nadie que contemple ese panorama puede estar triste —había dicho Rashid—, y en esos parajes un ciego tiene que sufrir doblemente». Lo que Harún quería pedirle al señor Butt era esto: dos asientos de primera fila en el Coche Correo, hasta el Lago Dull; y también la seguridad de que el coche pasaría por el Túnel de I (llamado también Túnel de J) antes de la puesta del sol, ya que, de lo contrario, no tendría ninguna gracia.

—Pero pero pero —protestó el señor Butt— ya es tarde… —sin embargo, al ver que a Harún se le alargaba la cara, sonrió ampliamente y dio una palmada—. Pero pero pero ¿y qué importancia tiene? ¡La vista! ¡Para alegrar a papá! ¡Antes de que se ponga el sol! No hay problema.

De modo que cuando Rashid se apartó de la ventanilla tambaleándose, con los billetes en la mano, encontró a Harún esperando en el estribo del Coche Correo, con los mejores asientos reservados y el motor en marcha.

Los restantes pasajeros, sin aliento de tanto correr y cubiertos de un polvo que el sudor había convertido en barro, miraban a Harún entre envidiosos e impresionados. Como impresionado estaba Rashid.

—Según he dicho ya en otras ocasiones, joven Harún Khalifa, hay en ti algo más de lo que salta a la vista.

—¡Yupi! —gritó el señor Butt, que era tan excitable como cualquier empleado del servicio postal—. ¡Allá vamos! —agregó pisando a fondo el pedal del acelerador.

El Coche Correo salió disparado por la verja de la Terminal de Autobuses, casi lamiendo una pared en la que Harún leyó:

SI EN LA VELOCIDAD BUSCAS CONTENTO,

MÁS TE VALDRÁ HACER TESTAMENTO

El Coche Correo aceleraba. Los pasajeros gritaban de nerviosismo y de miedo. El señor Butt cruzaba pueblo tras pueblo a toda velocidad. Harún observó que en la parada del autobús de la plaza de cada pueblo esperaba, con una saca de correspondencia al lado, un hombre que, con expresión de perplejidad al principio y de viva indignación después, seguía con la mirada al Coche Correo que pasaba zumbando por su lado sin siquiera aminorar la velocidad. Harún advirtió también que, en la parte trasera del Coche Correo, separado de los pasajeros por una tela metálica, había un compartimiento en el que se amontonaban sacas idénticas a la que tenían los hombres que se quedaban agitando el puño encolerizado en las plazas de los pueblos. Al parecer, el señor Butt olvidaba entregar y recoger el correo.

—¿No hay necesidad de parar para las cartas? —preguntó al fin Harún inclinándose hacia adelante.

Al mismo tiempo, Rashid el juglar gritó:

—¿Hay necesidad de correr tanto?

El señor Butt consiguió que el Coche Correo fuera aún más de prisa.

—¿Que si hay necesidad de parar? —vociferó por encima del hombro—. ¿Necesidad de correr? Bueno, señores, yo les diría: la necesidad es una serpiente muy escurridiza. El chico dice que usted, señor, tiene Necesidad de Contemplar una Vista Panorámica Antes de la Puesta de Sol. Tal vez sí, tal vez no. Y otros dirán que este chico tiene Necesidad de Una Madre, tal vez sí o tal vez no. Y de mí se ha dicho que Butt tiene Necesidad de Velocidad, pero pero pero puede que lo que en realidad necesite mi corazón sea Otra Clase de Emociones. Oh, la Necesidad es un ave rara: hace que la gente falte a la verdad. Todos la sienten, pero no todos reconocen sentirla. ¡Hurra! —agregó señalando—. ¡Nieve a la vista! ¡Placas de hielo! ¡Firme en mal estado! ¡Curvas cerradas! ¡Peligro de avalanchas! ¡Todo avante!

Sencillamente, el hombre había decidido no detenerse para el correo, a fin de cumplir la promesa hecha a Harún.

¡No hay problema! —gritó alegremente—. De todos modos, en este país de tantos pueblos y tan pocos nombres, la gente está acostumbrada a recibir cartas destinadas a otra persona.

El Coche Correo ascendía rápidamente por los Montes M bamboleándose en curvas espeluznantes entre chirridos de frenos. El equipaje (atado a la baca) oscilaba de modo preocupante. Los pasajeros (todos muy parecidos entre sí, porque el sudor había acabado por convertir en barro el polvo que los cubría) empezaron a protestar.

—¡Mi baúl! —gritó una mujer de barro—. ¡Búfalo chiflado! ¡Majadero! ¡Deja de correr de este modo o mis cosas irán a parar a los quintos infiernos!

—Nosotros seremos los que vayamos —respondió secamente un hombre de barro—. Conque deje de incordiar con sus cosas.

—¡Cuidado, que está usted hablando con mi señora esposa! —le increpó ásperamente otro hombre de barro.

—¡Que se aguante su señora esposa! —intervino otra mujer de barro—. ¿Por qué no ha de quejarse él, si ella no hace más que gritar y gritar en el oído bueno de mi marido? ¡Mírenla! Flaca zarrapastrosa. ¿Eso es una mujer o un palo rebozado en barro?

—¡Fíjense en esta curva, qué cerrada! —gritó el señor Butt—. Aquí, hace dos semanas, ocurrió un accidente terrible. El autobús se despeñó y todos los pasajeros perecieron. Sesenta, setenta vidas por lo menos. ¡Dios! ¡Qué tragedia! Si lo desean, podemos parar a hacer fotografías.

—Sí, pare, pare —suplicaron los pasajeros (cualquier cosa, con tal de que redujera la velocidad), pero el señor Butt, lejos de parar, aceleró todavía más.

—Ya es tarde —gritó alegremente—. Ya quedó muy atrás. Las peticiones deben hacerse con más antelación para ser atendidas.

«He vuelto a hacerlo —pensaba Harún—. Si ahora nos estrellamos, si quedamos hechos papilla o achicharrados como patatas fritas entre restos humeantes, también será culpa mía».

Ya se encontraban a mucha altura en los Montes M, y a Harún le parecía que, cuanto más subían, más de prisa iba el Coche Correo. Tan altos estaban que a sus pies, en las gargantas, había nubes y, en las laderas, una nieve gruesa y sucia, y los pasajeros tiritaban de frío. El único sonido que se oía en el Coche Correo era el castañeteo de dientes. Todos estaban mudos de frío y de miedo y el señor Butt se concentraba de tal manera en la veloz conducción que hasta había dejado de gritar «Yupi» y de señalar los puntos en que habían ocurrido los más espeluznantes accidentes.

Harún tenía la sensación de que flotaban en un mar de silencio, de que una ola de silencio los hacía subir y subir hacia las cimas de las montañas. Tenía la boca seca y la lengua rígida y pastosa. Rashid tampoco podía emitir ni un sonido, ni siquiera craa. «De un momento a otro —pensaba Harún, y sabía que algo muy similar debía de estar pasando por la cabeza de cada uno de los pasajeros—, voy a ser borrado del mundo como una palabra de una pizarra, una pasada del borrador y habré desaparecido para siempre». Entonces vio la nube.

El Coche Correo iba lanzado por la cornisa de una estrecha garganta. Delante de ellos, la carretera viraba bruscamente hacia la derecha, y daba la impresión de que saldrían despedidos. Había letreros que advertían del peligro en un lenguaje tan perentorio que ya no rimaba. SI CONDUCES COMO EL DEMONIO, IRÁS A HACERLE COMPAÑÍA, y otro: PUEDES MORIR POCO A POCO O MORIR YA. En aquel momento, una nube emborronada de colores cambiantes, nube de sueño o de pesadillas, subió del fondo del precipicio y se plantó en la carretera. Entraron en ella en el momento de tomar el viraje y, en la súbita oscuridad, Harún oyó a Butt que pisaba el freno con todas sus fuerzas.

Volvió el ruido: gritos y chirrido de neumáticos. «Ya está», pensó Harún. Entonces salieron de la nube en un lugar de paredes lisas que se curvaban hacia un techo en el que brillaban hileras de luces amarillas.

—Túnel —anunció el señor Butt—. A la salida, el Valle de K. Horas para la puesta de sol: una. Tiempo en túnel: escasos minutos. Vista panorámica: ya muy próxima. Lo dicho: Sin cuidado.

Salieron del Túnel de I, y el señor Butt paró el Coche Correo para que todos pudieran contemplar la puesta de sol más allá del Valle de K con sus campos de oro (que en realidad eran de azafrán), sus montañas de plata (cubiertas de una nieve blanca, pura y reluciente) y su Lago Dull (que por cierto estaba refulgente). Rashid Khalifa abrazó a Harún diciendo:

—Gracias por arreglar esto, hijo, pero reconozco que durante un rato pensé que los arreglados éramos nosotros, es decir, aviados, acabados, finito, khattam-shud.

—Khattam-Shud —repitió Harún juntando las cejas—, ¿cómo era aquel cuento que contabas…?

Rashid respondió, como recordando un sueño lejano, muy lejano.

—Khattam-Shud es el Archienemigo de todos los Cuentos y del Lenguaje Mismo —declaró lentamente—. Es el Príncipe del Silencio y el Enemigo del Habla. Y porque todo, los sueños, los cuentos y la vida, acaba, al final de todo figura su nombre: se acabó, nos decimos unos a otros, ya terminó. Khattam-Shud: fin.

—Este lugar empieza a sentarte bien —observó Harún—. Se acabó el craa. Ya vuelven tus cuentos fantásticos.

Al bajar al Valle, el señor Butt conducía despacio y con prudencia.

—Pero pero pero ya no hay Necesidad de Velocidad ahora que ya he cumplido el servicio —explicó a los temblorosos hombres y mujeres de barro que entonces lanzaron furibundas miradas a Harún y Rashid.

Cuando empezaba a oscurecer, pasaron por delante de un letrero en el que originalmente se leía: BIENVENIDOS A K; pero una mano chapucera había agregado unas letras toscamente pintadas y ahora saludaba así: BIENVENIDOS A KOSH-MAR.

—¿Qué es Kosh-Mar? —inquirió Harún.

—Eso es obra de un agitador —dijo el señor Butt encogiéndose de hombros—. En el Valle no todos son felices, como tal vez puedas descubrir.

—Es una palabra de la antigua lengua de Franj que ya no se habla en la región —explicó Rashid—. En aquellos lejanos tiempos, el Valle que ahora se llama simplemente K tenía otros nombres. Uno de ellos, si mal no recuerdo, era Kache-Mer y otro era éste, Kosh-Mar.

—¿Esos nombres quieren decir algo? —preguntó Harún.

—Todos los nombres quieren decir algo —respondió Rashid—. Déjame pensar. Sí, eso es. Kache-Mer puede traducirse por «lugar que esconde un mar». Pero Kosh-Mar es un nombre menos poético.

—Vamos —insistió Harún—, no puedes dejarlo así.

—En la lengua antigua —reconoció Rashid— quería decir «pesadilla».

Era de noche cuando el Coche Correo llegó a la Terminal de Autobuses de K. Harún dio las gracias al señor Butt y se despidió.

—Pero pero pero aquí estaré para llevaros a casa —respondió él—. Los mejores asientos, para vosotros. Sin discusión. Volved cuando hayáis terminado. ¡Estaré preparado y nos iremos! ¡Baruumm! Sin problema.

Harún temía que esperasen a Rashid más Hombres Airados, pero K era un lugar muy remoto y la noticia de la desastrosa actuación del juglar en la Ciudad de G no había viajado tan de prisa como el Coche Correo del señor Butt. Los recibió el Jefe en Persona, el Número Uno del partido mayoritario del Valle, el Candidato de las próximas elecciones en favor del cual Rashid había accedido a hablar. Este Jefe era un individuo de cara tersa y reluciente, vestido con una camisa y un pantalón blancos tan limpios y planchados que su apolillado bigotito parecía prestado; era muy astroso para caballero tan pulcro.

El pulcro caballero saludó a Rashid con una sonrisa de estrella de cine, tan falsa que Harún sintió náuseas.

—Estimado señor Rashid —dijo—. Es para nosotros un honor. Una leyenda llega a la ciudad.

Si Rashid fracasaba en el Valle de K como había fracasado en la Ciudad de G, pensó Harún, el caballero no tardaría en cambiar de estribillo. Pero Rashid parecía complacido por el halago y, por el momento, valía la pena soportar todo lo que tuviera la virtud de animarlo.

—Mi nombre —agregó el pulcro caballero inclinando ligeramente la cabeza y dando un taconazo— es Buttú.

—¡Casi como el del conductor del Coche Correo! —exclamó Harún, y el pulcro caballero del bigote apolillado levantó las manos con horror.

—Ni mucho menos —chilló—. ¡Un conductor de autobús! ¡Paciente Moisés! ¿Es que no sabes con quién hablas? ¿Tengo yo aspecto de conductor de autobús?

—Bueno, perdón —empezó Harún, pero el señor Buttú ya se marchaba, muy tieso.

—Respetado señor Rashid, al lago —ordenó hablando por encima del hombro—. Los mozos llevarán el equipaje.

Durante los cinco minutos de marcha que había hasta la orilla del Lago Dull, Harún empezó a sentirse francamente inquieto. El señor Buttú y su grupo (que ahora incluía a Rashid y Harún) estaban rodeados continuamente por ciento un soldados bien armados, y Harún advirtió que la gente de la calle tenía una expresión decididamente hostil. «Hay mal ambiente en la ciudad», se dijo. El que vive en una ciudad triste reconoce las penas al primer vistazo. Se respiran en el aire de la noche cuando los gases de coches y camiones se han disipado y la luna hace que todo parezca más claro. Rashid había venido al Valle porque, en su recuerdo, aquél era el más alegre de todos los lugares, pero, evidentemente, las desgracias habían llegado también hasta aquí arriba.

«¿Qué popularidad puede tener el tal Buttú, si necesita que lo protejan todos estos soldados?», se preguntó Harún. Trató de susurrar a Rashid que quizá el pulcro caballero de la pelusa en el labio no era la persona a la que había que apoyar en la campaña electoral, pero siempre había soldados alrededor. Y entonces llegaron al lago.

Les esperaba una falúa en forma de cisne.

—Sólo lo mejor para el distinguido señor Rashid —murmuró en tono deferente el fatuo señor Buttú—. Pernoctará en la mejor casa flotante del Lago en calidad de huésped mío. Confío en que no sea excesivamente modesta para una personalidad de su alta condición.

Parecía cortés pero en realidad era insultante, y así lo comprendió Harún. ¿Por qué lo soportaba Rashid? Harún embarcó en la falúa-cisne con un sentimiento de irritación. Unos remeros con uniforme militar empezaron a remar.

Harún miraba las aguas del Lago Dull. Parecían llenas de extrañas corrientes que se entrecruzaban formando intrincados dibujos. La falúa-cisne pasó junto a lo que parecía una alfombra flotante.

—Un huerto flotante —dijo Rashid a Harún—. Esta alfombra se hace con raíces de loto trenzadas y en ella pueden cultivarse hortalizas en el mismo Lago —su voz volvía a tener acento de melancolía.

—No estés triste —murmuró Harún.

—¿Triste? ¿Desgraciado? —chilló Fatuo Buttú—. Sin duda el eminente señor Rashid no estará decepcionado por las disposiciones tomadas para atenderle.

Rashid, el juglar, siempre fue incapaz de contar cuentos acerca de sí mismo y respondió con la verdad:

—No es eso, señor. Es un asunto del corazón.

«¿Por qué tenías que decírselo?», pensó airadamente Harún, pero el señor Fatuo Buttú se mostró encantado con la revelación.

—No se aflija, incomparable señor Rashid —gritó sin el menor tacto—. Aunque ella le haya dejado, hay muchos más peces en el mar.

«¿Peces? —pensó Harún, furioso—. ¿Ha dicho peces?». ¿Era su madre un pomfrit? ¿Tendría ahora que compararla con un pez taciturno o un tiburón? Realmente, Rashid debería dar un puñetazo en la presumida nariz del tal señor Buttú.

El juglar deslizaba una mano por el agua del Lago Dull con ademán indolente.

—Ah, pero tienes que ir lejos, muy lejos, para encontrar un Pez Ángel —suspiró.

Como en respuesta a sus palabras, el tiempo cambió. Un aire cálido empezó a soplar y una niebla fue hacia ellos deslizándose sobre las aguas. Muy pronto ya no pudieron ver absolutamente nada.

«Déjate de Pez Ángel —pensó Harún—. En este momento no puedo ver ni la punta de mi propia nariz».