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EL SHA DEL BLABLABLÁ

Érase una vez, en el país de Alifbay, una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan míseramente triste que hasta había olvidado su nombre. Estaba junto a un mar lúgubre lleno de peces taciturnos que tenían un sabor tan insípido que te hacían eructar de melancolía aunque el cielo estuviera azul.

Al norte de la ciudad triste había grandes fábricas en las que (según me han contado) se producía, envasaba y despachaba tristeza a todo el mundo que nunca parecía tener bastante. Las chimeneas de las fábricas de tristeza vomitaban un humo negro que se cernía sobre la ciudad como una mala noticia.

En lo más recóndito de la ciudad, más allá de una vieja zona de edificios ruinosos que tenían aspecto de corazones destrozados, vivía un chico alegre llamado Harún, hijo único del juglar Rashid Khalifa, hombre de jovialidad reconocida en toda aquella infeliz metrópoli, cuya inagotable reserva de cuentos largos, cortos y tortuosos le había valido no ya uno sino dos motes. Sus admiradores le llamaban Rashid, el Océano de la Fantasía, tan repleto estaba de alegres cuentos como lleno el mar de peces taciturnos; pero, para sus rivales envidiosos era el Sha del Blablablá. Para Soraya, su esposa, Rashid fue durante muchos años el marido más cariñoso que pudiera desear una mujer y, durante aquellos años, Harún creció en un hogar en el que, en lugar de penas y caras largas, había la risa pronta de su padre y la dulce voz de su madre que cantaba canciones.

Hasta que algo se torció. (Quizá al fin se les coló por las ventanas la tristeza de la ciudad).

El día en que Soraya dejó de cantar, bruscamente, a mitad de la frase, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, Harún sospechó que algo andaba mal. Pero no imaginaba cuánto.

Rashid Khalifa estaba tan atareado inventando y contando cuentos que no reparó en que Soraya había dejado de cantar; lo cual, probablemente, empeoró las cosas. Pero Rashid era un hombre muy ocupado y muy solicitado, él era el Océano de la Fantasía, el famoso Sha del Blablablá. Y, entre ensayos y actuaciones, pasaba tanto tiempo en el escenario que perdió de vista lo que ocurría en su propia casa. Iba por toda la ciudad y por todo el país contando cuentos mientras Soraya, en casa, se ensombrecía, incluso tronaba un poco y cocinaba una buena borrasca.

Harún iba con su padre siempre que podía, porque aquel hombre era un mago, eso no podías negarlo. Se encaramaba a un escenario improvisado en cualquier callejón abarrotado de niños harapientos y vejetes desdentados, todos sentados en el suelo, y, en cuanto empezaba a hablar, hasta las vacas que deambulaban por la ciudad se paraban y erguían las orejas, y los monos lanzaban chillidos de aprobación desde los tejados, y los loros imitaban su voz en los árboles.

Harún solía comparar a su padre con un malabarista, porque en realidad sus cuentos estaban hechos de retazos de historias diferentes que él manejaba a su antojo y mantenía en constante movimiento, como el que juega con muchas pelotas a la vez, sin equivocarse nunca.

¿De dónde venían todos aquellos cuentos? Parecía que Rashid no tenía más que abrir sus labios reidores, gruesos y rojos para que por ellos saliera un nuevo relato en el que no faltaba su dosis de brujería y de amor, princesas, tíos malvados, tías gruesas, gangsters bigotudos con pantalones a cuadros amarillos, paisajes fantásticos, cobardes, héroes, peleas y media docena de pegadizas tonadillas. «Todas las cosas tienen que salir de algún sitio —cavilaba Harún—, por lo tanto, estos cuentos no pueden salir del aire…».

Pero cuando hacía a su padre esta importantísima pregunta, el Sha del Blablablá entornaba sus, a decir verdad, un tanto saltones ojos, se daba unas palmadas en su blando estómago y se metía el pulgar en la boca con un ridículo gorgoteo, como si bebiera, glu glu glu. Harún se impacientaba.

—Vamos, dime ya, ¿de dónde las sacas? —insistía y Rashid movía las cejas con aire de misterio y agitaba los dedos con ademán de bruja.

—Del gran Mar de las Historias —contestaba—. Yo bebo las cálidas Aguas de las Historias y me siento lleno de inspiración.

A Harún esta explicación le resultaba por demás irritante.

—¿Y dónde guardas el agua caliente? —preguntó un día con astucia—. En termos, supongo. Pues nunca he visto ninguno.

—Viene de un Grifo invisible instalado por uno de los Genios del Agua —dijo Rashid muy serio—. Tienes que estar abonado.

—¿Y cómo se abona uno?

—Oh —hizo el Sha del Blablablá—. Eso es Excesivamente Complicado Para Contarlo.

—De todos modos —concluyó Harún, malhumorado—, tampoco he visto nunca a un Genio del Agua.

Rashid se encogió de hombros.

—Tú nunca madrugas lo suficiente para ver al lechero —señaló—, pero no tienes inconveniente en beberte la leche. Conque déjate de averiguaciones y disfruta de los cuentos si te gustan.

Y así terminó la discusión. Pero un día Harún hizo una pregunta de más, y ese día ocurrió la catástrofe.

Los Khalifa vivían en los bajos de una casita de cemento, de paredes color de rosa, ventanas verde tilo y balcones azules con barandillas de hierro forjado, todo lo cual, en opinión de Harún, le daba aspecto más de pastel que de casa. No era una vivienda lujosa, porque en nada se parecía a los rascacielos de los ricos; pero tampoco era como las viviendas de los pobres. Los pobres vivían en chamizos hechos de cajas de cartón y placas de plástico pegadas entre sí con desesperación. Y luego estaban los muy pobres, que no tenían vivienda y dormían en las aceras y en las puertas de las tiendas, y hasta para eso tenían que pagar alquiler a los gangsters del barrio. Así pues, Harún era un chico afortunado; pero la suerte se caracteriza por irse sin avisar. Ahora vela por ti una buena estrella y, cuando menos te lo esperas, te ha dejado plantado.

En la ciudad triste, casi todo el mundo tenía muchos hijos; pero los niños pobres enfermaban y morían de hambre, mientras que los niños ricos comían en abundancia y se peleaban por el dinero de sus padres. A pesar de todo, a Harún le hubiera gustado saber por qué sus padres no habían tenido más hijos: pero la única respuesta que recibió de Rashid no le aclaró nada:

—Hay más en ti, joven Harún Khalifa, de lo que salta a la vista.

Bien, ¿y qué quería decir esto?

—Gastamos todo el material en ti —explicaba Rashid—. Está todo ahí dentro. Quizá hubiera alcanzado para cuatro o cinco hijos. Sí, señor, tienes mucho más de lo que se ve.

Las respuestas claras no estaban al alcance de Rashid Khalifa que, si podía dar un rodeo, nunca tomaba un atajo. Soraya dio a Harún una respuesta más sencilla.

—Ya probamos, pero tener hijos no es tan fácil —dijo—. Mira a los pobres Sengupta.

Los Sengupta vivían en el piso de arriba. El señor Sengupta, empleado de la Corporación Municipal, era un hombre de quejumbrosa voz aflautada, escuálido y mezquino, mientras que Onita, su esposa, era una mujer generosa, de carnes abundantes y fofas y voz grave. No tenían hijos y, quizá por ello, Onita Sengupta prestaba a Harún una atención que él consideraba excesiva. Le llevaba dulces (cosa que estaba bien) y le revolvía el pelo (cosa que no estaba bien) y cuando lo abrazaba, sus cascadas de carne parecían rodearlo por completo causándole considerable alarma.

El señor Sengupta hacía caso omiso de Harún, pero siempre estaba hablando con Soraya, con gran disgusto de Harún, por cuanto que el individuo, tan pronto se creía fuera del alcance de los oídos de Harún, empezaba a criticar a Rashid, el juglar.

—Ese marido suyo, excúseme si soy indiscreto —decía con su voz de silbato—, tiene la cabeza a pájaros y vive en las nubes. ¿A qué viene tanto cuento? La vida no es un libro de cuentos ni una fábrica de chistes. ¿Qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad?

Harún, que escuchaba por la parte de fuera de la ventana, se dijo que no le gustaba nada aquel señor Sengupta que despreciaba los cuentos y los narradores; no le gustaba, lo que se dice, nada de nada.

¿Qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad? Harún no podía quitarse esta terrible pregunta de la cabeza. Pero había gente que pensaba que los cuentos de Rashid sí tenían utilidad. Se acercaba la época de las elecciones y los líderes de los diferentes partidos políticos acudían a Rashid con sonrisa de gato gordo, para pedirle que fuera a contar cuentos en sus mítines y en los de nadie más. Era bien sabido que, si conseguías que la lengua mágica de Rashid estuviera de tu parte, se te acababan los problemas. Nadie creía lo que decían los políticos, a pesar de que todos afirmaban categóricamente que decían la verdad (en realidad, al decir esto revelaban que mentían). Pero todo el mundo tenía fe absoluta en Rashid, porque él siempre reconocía que todo lo que les decía era completamente falso, que había salido de su cabeza. Es decir, los políticos necesitaban que Rashid les ayudara a ganar los votos de la gente. Hacían cola a la puerta de su casa, con sus caras relucientes, sus sonrisas falsas y sus bolsas de dinero. Rashid tenía dónde elegir.

El día en que todo se torció, Harún volvía de la escuela cuando lo pilló el primer chaparrón de la estación de las lluvias.

Cuando las lluvias llegaban a la ciudad triste, la vida se hacía un poco más soportable. En esta época del año, había en el mar deliciosos pomfrits y la gente podía descansar de tanto pez taciturno; y el aire era fresco y limpio porque la lluvia limpiaba casi todo el humo negro que salía de las fábricas de tristeza. A Harún Khalifa le encantaba calarse hasta la piel en la primera lluvia del año, y saltaba y brincaba de un lado a otro empapándose en aquella agua tibia y abría la boca para que las gotas de lluvia le cayeran en la lengua. Llegó a su casa tan mojado y reluciente como un pomfrit recién pescado.

Miss Onita estaba en su balcón del primer piso, temblando como un flan; de no ser por la lluvia, Harún hubiera podido darse cuenta de que lloraba. Cuando el chico entró en su casa, encontró a Rashid, el juglar, con aspecto de haber sacado la cara por la ventana, porque tenía los ojos y las mejillas mojados, pero la ropa seca.

Soraya, la madre de Harún, se había marchado con el señor Sengupta.

A las once en punto de la mañana, envió a Rashid a la habitación de Harún a buscar unos calcetines extraviados. Segundos después, mientras Rashid buscaba (Harún solía perder calcetines), oyó cerrarse la puerta y arrancar un coche en la calle. Cuando volvió a la sala, vio que su mujer se había ido y que un taxi doblaba la esquina. «Debía de tenerlo todo bien planeado», pensó. El reloj todavía señalaba las once en punto. Rashid agarró un martillo y lo hizo añicos. Y después rompió todos los relojes de la casa, incluso el de la mesita de noche de Harún. Lo primero que dijo Harún cuando supo la noticia de la marcha de su madre fue:

—¿Por qué has tenido que romperme el reloj?

Soraya había dejado una nota en la que repetía todas las cosas feas que el señor Sengupta solía decir de Rashid: «Sólo te interesa divertirte, pero un hombre como es debido ha de saber que la vida es una cosa seria. Tienes la cabeza tan llena de fantasías que no te queda sitio para la realidad. El señor Sengupta no tiene ni pizca de imaginación. Es lo que me gusta». Había una posdata: «Di a Harún que le quiero, pero no puedo evitarlo, tengo que hacer esto ahora».

En la nota cayeron gotas de lluvia del pelo de Harún.

—¿Qué quieres, hijo? —dijo Rashid tristemente—. Contar historias es lo único que sé hacer.

Cuando Harún oyó aquel acento tan patético en la voz de su padre, perdió los estribos y le gritó:

—¿Y de qué sirve eso? ¿Qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad?

Rashid ocultó la cara entre las manos, llorando.

Harún quería retirar aquellas palabras, sacarlas de los oídos de su padre y volver a metérselas en la boca; pero, claro, no pudo. Y por eso se culpaba cuando, poco después y en las circunstancias más bochornosas, ocurrió lo inconcebible: Rashid Khalifa, el legendario Océano de la Fantasía, el fabuloso Sha del Blablablá, ante un enorme auditorio abrió la boca y descubrió que no tenía más cuentos que contar.

Después de que su madre se fuera de casa, Harún descubrió que no podía concentrar la atención en nada durante mucho tiempo o, para ser exactos, durante más de once minutos seguidos. Si Rashid lo llevaba al cine, para que se distrajera, al cabo de once minutos exactamente, Harún empezaba a divagar y cuando terminaba la película, no tenía idea de lo que había visto y tenía que preguntar a Rashid si habían ganado los buenos. Al día siguiente, Harún jugaba de portero en un partido de hockey callejero que se jugaba en su barrio y, después de hacer una serie de paradas brillantes durante los once primeros minutos, empezó a encajar los goles más tontos y humillantes. Siempre lo mismo: el pensamiento escapaba dejando atrás al cuerpo. Esto creaba dificultades, porque muchas cosas interesantes y algunas cosas importantes requieren más de once minutos: las comidas, por ejemplo, y los exámenes de matemáticas.

Fue Onita Sengupta quien dio en el clavo. Ahora bajaba a casa de Harún con más frecuencia todavía, entre otras cosas, para anunciar con voz retadora:

—Se acabó lo de señora Sengupta. ¡Desde hoy llámenme Miss Onita a secas! —a continuación se golpeó violentamente la frente y gimió—: Oh, oh, ¿qué va a ser de mí?

Cuando Rashid habló con Miss Onita de las distracciones de Harún, ella dijo con firmeza y seguridad:

—Su madre se marchó a las once, el problema se presenta a los once minutos. La causa hay que buscarla en su chicología —Rashid y Harún tardaron unos segundos en deducir que quería decir «psicología»—. Tiene una tristeza chicológica —prosiguió Miss Onita— que le ha dejado encallado en el número once, y no puede pasar al doce.

—No es verdad —protestó Harún, pero en su interior temía que pudiera ser así. ¿Se habría quedado encallado en el tiempo, como un reloj roto? Quizá el problema no tuviera solución, a menos que Soraya regresara para volver a poner en marcha los relojes.

Días después, Rashid Khalifa fue invitado a actuar por unos políticos de la Ciudad de G, del cercano Valle de K, situado en los Montes M. (Debo explicar que, en el país de Alifbay, se designaba a muchos lugares con letras del Alfabeto. Ello daba lugar a confusiones, porque las letras eran pocas y los lugares sin nombre, casi innumerables. Por tanto, muchos lugares se llamaban de la misma manera, lo que hacía que las cartas fueran siempre a direcciones equivocadas. Estas dificultades se agravaban porque muchos lugares, como la ciudad triste, olvidaban por completo su nombre. Los empleados del servicio postal tenían muchas dificultades, como podréis imaginar, y a veces estaban un poco irritables).

—Hay que ir —dijo Rashid a Harún animosamente—. En la Ciudad de G y el Valle de K todavía hace buen tiempo, mientras que aquí el aire se ha puesto tan llorón que no hay palabras.

Verdaderamente, en la ciudad triste llovía tanto que sólo de respirar podías ahogarte. Miss Onita, que casualmente había bajado un momento, convino tristemente con Rashid:

—Es una gran idea —dijo—. Sí, marchaos, serán unas pequeñas vacaciones y no os preocupéis por dejarme aquí tan sola.

—La Ciudad de G no es tan especial —dijo Rashid a Harún en el tren que los llevaba hacia allí—. ¡Pero el Valle de K! El Valle de K es otra cosa. Hay campos de oro y montañas de plata y, en el centro del valle, hay un Lago muy hermoso que por cierto se llama Dull[1].

—Si tan hermoso es, ¿por qué no se llama Interesante? —preguntó Harún, y Rashid, con un gran esfuerzo para simular alegría, trató de hacer el viejo número de los dedos de bruja.

—Ah, sí, señor, el Lago Interesante —dijo con su voz más misteriosa—. Eso es otra cosa. Porque es el Lago de los Mil Nombres. Lo es, realmente.

Rashid siguió tratando de aparentar alegría. Habló a Harún de la Casa Flotante Superlujo que les esperaba en el Lago Dull. Le habló de las ruinas del palacio de las hadas de las montañas de plata y de los jardines de recreo, construidos por los antiguos Emperadores, que llegaban hasta la misma orilla del Lago; jardines con fuentes, terrazas y pérgolas en las que los espíritus de los antiguos reyes volaban todavía en forma de abubillas. Pero, al cabo de once minutos exactamente, Harún dejó de escuchar. Rashid dejó de hablar y los dos se quedaron mirando por la ventanilla el aburrimiento que se extendía por el llano.

En la Estación de la Ciudad de G los esperaban dos hombres muy serios y bigotudos, con pantalones a chillones cuadros amarillos. «Parecen unos malvados», pensó Harún, pero se reservó la opinión. Los dos hombres llevaron directamente a Rashid y Harún al mitin político. Pasaron junto a autobuses que iban goteando gente como una esponja gotea agua y llegaron a un espeso bosque de seres humanos, una multitud que se extendía en todas las direcciones como las hojas de los árboles de la selva. Había grandes macizos de niños, y señoras colocadas en hilera como flores en gigantescos arriates. Rashid, sumido en sus pensamientos, asentía tristemente para sí. Entonces ocurrió aquello, lo Inconcebible. Rashid salió al escenario y se encaró con la vasta selva humana. Harún estaba entre bastidores, mirándolo. El pobre juglar abrió la boca y la gente gritó de entusiasmo. Pero, al abrir la boca, Rashid Khalifa descubrió que la tenía tan vacía como el corazón.

—Craa —fue todo lo que salió. El Sha del Blablablá sonaba como un cuervo estúpido—. Cra, cra, cra.

Después de aquello, los encerraron en un despacho que era como un horno, y los dos bigotudos de pantalones a cuadros amarillos se pusieron a gritar y a acusar a Rashid de haberse vendido a los rivales y a insinuar que le cortarían la lengua y otras cosas. Y Rashid, casi llorando, repetía que no entendía por qué se había quedado seco, y les prometía compensarles con creces.

—En el Valle de K estaré insuperable, magnifique —prometió.

—Más te valdrá —le gritaron los hombres de bigote—. O la lengua abandonará para siempre tu garganta embustera.

—¿A qué hora sale el avión para K? —intervino Harún, con la esperanza de apaciguarlos. (Él sabía que a las montañas no llegaba el tren). Los hombres vociferaron con más fuerza todavía.

—¿Avión? ¿El avión? ¡Los cuentos del papá no despegan, pero el mocoso quiere volar! No hay avión para ustedes, caballero e hijo. Pueden tomar un maldito autobús.

«Otra vez culpa mía —pensó Harún amargamente—. Yo le eché todo a rodar. ¿Qué utilidad tienen unas historias que ni siquiera son verdad? Cuando le hice esta pregunta le partí el corazón. De modo que ahora a mí me toca arreglar las cosas. Hay que hacer algo».

Lo malo era que no se le ocurría absolutamente nada.