JUEVES, 30 DE OCTUBRE

10:06

Llevo horas con el culo apoyado entre la quinta y la sexta planta de un edificio bien. Fumo y apago las colillas en los escalones. De vez en cuando se enciende la luz comunal o se escucha el motor del ascensor. La pareja del cuarto grita y se pelea. Ella dice que no aguanta más, él la ridiculiza, ella llora, él asegura que saltará por la ventana. Después ruido de muelles contra el somier. Me recuerdan a Bernabé y a la pobre Judith. Pienso que las escaleras son como los cementerios, lugares sin vida frecuentados por personas, fríos, oscuros. Algunos no tienen la suerte de terminar en un camposanto, y otros ya están muertos en sus nichos de noventa metros cuadrados con calefacción y aire acondicionado, aunque ellos no se dan cuenta.

El descansillo de la planta cinco se abre. Un chaval sale con una carpeta bajo el brazo. Se despide de sus tíos y cierra la puerta. Mientras llama al ascensor, aprovecho para incorporarme y sacudir la ceniza de los pantalones.

Me coloco a su lado mientras espera. Julián Moscardó da un respingo.

—Hay que ver lo rápido que se te ha pasado el disgusto, ¿eh? —digo—. No hace ni una semana que la palmaron tus padres y ya vuelves a las clases. Todo un chico responsable.

Me observa con cara de sorpresa. Abre la boca para decir algo, pero justo en ese momento el ascensor abre las compuertas y lo empujo dentro. Choca contra la pared, un muñeco sin peso relleno de escombros. Entro al habitáculo y pulso un botón. Una voz enlatada nos indica que ascendemos a la última planta.

—¿Sabes qué es esto? —Saco el puño americano y lo encajo en mi mano—. Pertenecía a un amigo mío. Sirve para sacar la basura a la calle.

Alcanzamos la azotea. Lo engancho del abrigo de pana y lo saco. Esta vez se resiste algo más, un par de zarandeos intentando volcar mi centro de gravedad. Lo arrincono contra la entrada de la terraza.

—¿Qué quieres de mí? —balbucea.

—Te calé la primera vez que nos vimos. Llevabas un cuchillo en una mano y estabas cubierto de sangre, pero no eras tan diferente a ahora. Sigues siendo un crío asustado.

Enciendo un cigarro. Le tiendo el paquete. Lo mira con ojos desorbitados.

—No fumo…

—Mejor. Esto me matará. —Expulso el humo por la nariz—. A ti no, el tabaco no será la causa de tu muerte.

Acaricio su cara imberbe con el puño de hierro. Quiero que note su tacto, su fría superficie.

—Llevo años investigando muertes —explico—. Una de las conclusiones más sensatas es que los asesinos matan con lo que tienen más a mano. Por eso nos parece tan exótico Estados Unidos. Allí hay tiroteos porque tienen acceso a las armas. Aquí matamos con hachas y navajas. Parece que los americanos son más civilizados, que nosotros aún estamos en la Prehistoria, pero en realidad somos la misma mierda.

—Joder, ¿pero qué quieres?

El puñetazo en el estómago es balsámico. Siento un cosquilleo en los testículos cuando Julián cae y se dobla sin aire.

—Intento exponer un argumento. ¿Vas a seguir interrumpiendo?

El chico respira a estertores, un rumor seco y áspero que surge de su garganta.

—Los asesinos matan con lo que tienen a mano —repito—. Tu padre es médico. Tú estudias Farmacia. Y que me jodan si no tenías acceso al curare.

Se encoje un poco más, pero siento su mirada, esa misma mirada que veo en cada culpable, en cada cabrón que cree que los secretos están seguros dentro de su cabeza.

—Te voy a hacer un truco de magia —continúo—. Se llama «El adivino cabrón que lo sabe todo de mí y no tengo ni puta idea de cómo lo hace». Quiero que asientas si me entiendes. Nada de abrir esa boca de crío consentido. Solo mueve la cabeza.

Lo hace.

—La historia hasta ahora. Eres un mierda, pero no eres tonto. Eso lo has demostrado. Así que, no sé cuándo ni me importa, un día te enteras de que eres un bastardo. Un puto accidente. No deberías estar aquí. Eres un aborto de tu padre paranoico y de la asistenta. Eso te explica bastantes cosas, como que la que dice ser tu madre te trate de forma tan fría. Puede que al principio fueras como una mascota, pero todos nos aburrimos de los juguetes viejos y los olvidamos en el armario. También comprendes por qué la pesada de la sirvienta te lee cuentos antes de dormir. Porque es tu madre, la de verdad, y aun así tu padre la viola día tras día. Joder, si hasta te comprendo. Lo que no entiendo es cómo aguantaste tanto hasta volverte loco.

La luz de la escalera se apaga. En eco de mis palabras es la única compañía.

—Descubriste que el tipo que chantajeaba a tu padre vivía en el piso de arriba. Ese hijo de puta te caía mal. Os robaba dinero y os obligaba a vivir en este barrio de abuelos y extranjeros. Tus colegas del colegio privado no querían venir a casa, y cuando visitabas los chalets de ellos te morías de envidia. Dios, no te negaré que Cosme Trujillo está mejor muerto. Solo hizo putadas mientras estuvo vivo. Coño, eres mi héroe.

Le tiendo la mano. Se cubre la cabeza con los brazos. Cuando no recibe el golpe levanta la cabeza. Sus pupilas resbalan por la superficie del puño cromado. Al final estira los dedos y me da un apretón.

—Eso es chico. Un héroe. Conseguiste el curare y llamaste a su puerta. Eres un chico listo y sabías que el vecino iba con críos jóvenes, chaperos que se masturbaban ante él por una dosis de metadona. Y cuando el viejo se despistó, le clavaste la aguja. Al pobre cabrón apenas le dio tiempo a coger la escopeta y quedarse tieso. Lo sentaste en una silla y forzaste la puerta para despistar. Tardarías un buen rato, con esos brazos tan finos. Lo que no entiendo es por qué mataste a tus padres.

—Yo no hice nada.

—No me interrumpas. El que te haya dado la mano no quiere decir que te vaya a comprar un poni. —Apago el rubio contra la pared—. Tal vez pensaste que estaban mejor en un ataúd, los dos juntitos en la lápida, como si se hubieran querido en vida. Hostias, es precioso. Estoy a punto de llorar, te lo juro. O quizá fue idea de tu madre, la de verdad, matarlos y que se jodan. Porque los trinchasteis entre los dos, de eso no tengo duda alguna. Te ensañaste con tu viejo. En la hora del desayuno. Ni siquiera le dejaste terminar su café. Eso es de mala educación. Me sorprende que te educaran así.

Una pausa. A veces es bueno que piensen en lo que han hecho. Si es una persona normal, se habrá torturado desde que lo hizo, lo habrá repasado como un loco. Es bueno que ahora todo cobre una nueva dimensión.

—Y entonces llegamos Marc y yo. Os jodimos los planes. El edificio se llenó de policías. Os entró miedo. Ya no había plan secreto. Todo se fue a la mierda. Os habían pillado, así que te pusiste nervioso y agarraste los cuchillos. Los asesinos matan con lo que tienen a mano, te lo he dicho antes. Había que actuar rápido y liquidarlos. Pero claro, habíamos venido por otra cosa, y ahí te entró el pánico. No era necesario correr tanto. Y no quedó más remedio que improvisar otra vez.

Sus ojos no son tristes, ni siquiera preocupados. Tiene miedo, pero le da igual. No dirá nada que lo incrimine, o al menos no lo regalará.

—Tu madre, Teodora, se ofreció para llevarse todas las culpas. Diría que ella los asesinó. No pasaba nada, ella te quiere, no te ha delatado. Aún no. Quizá os abrazasteis, tuvisteis una gran charla, de esas lacrimógenas. Pero tú sabías que eso no era suficiente, que la buena mujer era débil, que lo había sido toda la vida, y que antes o después terminaría cantando. O tal vez ya lo tenías decidido antes de que sucediera. Matarla a ella también y salir por patas, decir que estabas en la universidad. Una coartada cojonuda.

Una pequeña chispa en los ojos, la mirada de un loco peligroso, del monstruo tras la lámina de plata.

—La drogaste. Y cuando estaba inconsciente la dejaste inútil cortándole los tendones de Aquiles. ¿Sabes cuánto tiempo se tarda en cortar un tendón de ese tamaño con un cuchillo cualquiera? Claro que lo sabes, joder. Lo sabes muy bien. Y por si acaso dejarla en una silla de ruedas no era suficiente, le arrancaste los ojos. Ciega y lisiada. Ese es el precio a pagar por quererte.

—No puedes probar nada de eso.

—Tampoco lo intento. Pero dime, ¿puedes tú probar que miento?

No contesta.

—Cuando te interrogamos por primera vez gritaste que lo sentías mucho. Dijiste: «mamá, lo siento». Está bien, hace exonerar la culpa, porque no la dejaste sorda.

Se rasca los ojos, la cara compungida, pero se repone enseguida.

—He conocido a muchos monstruos, pero nunca he visto nacer a uno. Me sorprende tu sangre fría, tu mala leche y tu buena suerte. Pero antes o después la cagarás. Y allí estaré yo para ponerte las esposas.

Le doy una bofetada. Se cubre a destiempo. Guardo el puño de hierro en la chaqueta.

—Los asesinos matan con lo que tienen a mano —repito—, pero solo los cabrones planean sus crímenes. Te lo digo porque conozco a uno muy bien.

17:32

—No pude evitar pensar que ese crío y yo no éramos tan diferentes. Quizá por eso no lo secuestro y lo arrojo al mar, porque no quiero ser como él. No tan desalmado, no tan implacable. Joder, no quiero ser el monstruo tras la lámina de plata.

La tarde es apacible. Llevo la chaqueta doblada en el brazo y aun así tengo calor. La rubia que trago sacia mi sed, pero no calma el sudor.

—Estos últimos días han sido más tranquilos, pero te sigo echando de menos. Sé que es absurdo estar aquí, hablando en voz alta como si me oyeras, pero no puedo regresar a la consulta de Álvaro. Sé que antes o después terminaría confesando alguna confidencia que me traería problemas. Así que, aquí estoy. Como en los viejos tiempos.

Derramo parte de la cerveza en el lugar donde enterré la cabeza de Marc.

—Este es un sitio tranquilo. Imagino que te habría gustado. Al fondo se ve la playa. Hay algún bañista que se atreve a darse un chapuzón. Esta colina no está lejos de mi apartamento, así que vendré paseando a menudo.

Los recuerdos de Fonsi pueblan mi mente estos días. Me gustaría estar con él en un bar, tomando cañas, no en este monte. Acaricio la tierra removida donde permanece la nevera a metro y medio de profundidad. La cerveza ya la ha enfangado.

—No he vuelto a saber nada de Yaroslav desde que escapé de la guarida de los Organov. El Tuerto también anda en paradero desconocido. Supongo que antes o después me darán noticias. De momento aún respiro. Además, Leo ya está en casa. Al final empezamos a entendernos. Ha hecho falta una pesadilla para que mi hija y yo tengamos una conversación. Ernesto también ha vuelto, pero se pasa el día con los videojuegos, como siempre. De Beatriz no sé nada. Jamás se divorciará de mí, eso lo tengo claro. Va en contra de sus creencias, como también separarse de su familia, aunque eso parece que le da más igual. Tengo miedo de que un día llamen a la puerta y sea ella, que regresa.

Las gaviotas gruñen a lo lejos. Un avión parte el cielo en dos con su estela de vapor. El ferry a Argelia desaparece donde el horizonte del mar se vuelve curvo y difuso.

—He visto a Pilar un par de veces más. La pobre sigue sin entender mis bromas, pero no la culpo. Hemos tomado cafés, solo eso, como si fueran citas de quinceañeros. A ninguno de los dos le apetece follar otra vez, al menos de momento. Casi mejor así.

La birra se calienta a la misma velocidad que mi espíritu. Pienso en la nevera donde escondían los restos de Marc, lo bien que mantendría el frío. Jamás podré usar uno de esos cacharros en lo que me queda de vida.

—Rog ha decidido irse por una temporada. Se acojonó bastante con todo esto, pero no me puso ninguna pega. Creo que es el único amigo que me queda, ¿sabes? En realidad, ha hecho lo más sensato, igual que el Zorro. Por cierto, al final su película se ha ido a la mierda. Ha perdido bastante pasta, porque también era el productor. En fin, quizá le hayamos inspirado para hacer otra, ¿no crees? ¿Te imaginas al Zorro interpretando mi personaje? Leo se volvería loca.

Sonrío. Casi me siento culpable por hacerlo. No creo que sea malo que queden resquicios de felicidad tras el paso del huracán.

—El Martínez está como siempre. Sigo suspendido, pero me lo encontré el otro día en la Tasca PP. No sé hasta qué punto sabe lo que ocurrió, pero parece que le da igual. Hablamos poco, eso sí, pero de vez en cuando me miraba con complicidad, o eso pensaría él. Quien estoy seguro que me evita es el doctor Dólera. Al pobre hombre también le di un susto de muerte, pero al final se ha portado.

Una figura asciende con dificultad la cuesta de la colina. Va dando tumbos de un lado a otro de la senda abrazado a una botella de coñac. Se ha puesto la rejilla dorada en la cabeza.

—Somos las consecuencias de las decisiones que tomamos. Es lo poco que me queda en claro. Al final no olimos un solo billete de Cosme Trujillo, y aún tengo que pagarle a Jesús por cubrirme las espaldas. Ha muerto gente y todo para nada. Me gustaría pensar que hay algo más, una moraleja, una lección, algo. Pero no. Somos las consecuencias de nuestras decisiones. Solo eso. La vida es así de puta.

El individuo alcanza la cima, se tropieza, bebe un trago largo a gollete, se incorpora. Entonces me ve. No sé si me reconoce, pero yo a él sí.

—Joder…

El Profeta masculla palabras sin sentido. No es capaz de formar una frase coherente, ni siquiera de hilar una palabra tras otra. Arrastra los pies y me encara.

—Hijo de puta —escupe—. Conozco tu futuro, cabrón. Me lo han dicho las lombrices de mi estómago. Comparte conexión telepática con tu gonorrea. Por eso sé dónde la metes, y no es en trigo limpio.

Aún tiene la cara hinchada por la paliza que le metí en la Tasca PP, aunque alguna herida se la tiene que haber hecho él solo. Parece más limpio, pero huele peor de lo que recordaba.

—Largo de aquí, payaso.

—Debes saber tu destino. La cruz de las venéreas que nos diferencia de los chimpancés me susurra cuando cago.

—Mira, ¿por qué no le lees el futuro a tu puta madre? Va por allí, ¿la ves? Si te das prisa puedes alcanzarla y darle por el culo.

—¿Literalmente?

—Si es lo que quieres…

—No, eso ya me aburre. Tu aura. Deja que la vea. Oh, siií… Tu alma también tiene la gonorrea. Estás en consonancia con el universo sifilítico.

—Es el peor momento que podrías elegir para joderme.

—¿Qué es esto? —Se arrodilla ante la tumba de Marc y chupa la cerveza embarrizada—. ¿No lo notas? ¡El tercer huevo de Hitler está enterrado aquí!

—Ahí no hay nada…

—Es el objeto más poderoso del cosmos. —Está entusiasmado—. Con él dominaré el mundo, me casaré con alguna ricachona y la travestiré. Los coroneles se arrodillarán ante mí y me la chuparán.

Siento un resorte en mi interior cuando comienza a cavar con las manos desnudas.

—Deja de hacer eso —ordeno.

—Todos me la chuparán. Hasta los que nacieron sin mandíbulas. No la tengo muy grande, así que hasta los niños podrán hacerlo. Sí, empezaré por los niños. El mundo debe conocer los horrores de la sífilis.

Excava a toda velocidad, como si fuera un perro. Ya ha hecho un agujero del tamaño de un melón. Joder, Marc…

—No sigas. —La sangre me hierve, la adrenalina se dispara—. Te lo advierto…

—Tú serás mi valeroso corcel con gonorrea. Te dejaré mirar mientras me la chupan, pero solo con el ojo derecho.

El cabrón sigue sacando tierra a marchas forzadas. Me echo mano al cinto, y entonces recuerdo que ya no puedo llevar armas. Hay una piedra grande a unos pasos. Tendré que cogerla con las dos manos.