LUNES, 27 DE OCTUBRE

09:43

—¿Alguna vez ha estado ausente de su propia vida? —pregunto.

La austeridad de psiquiatra tiene su razón de ser. Al cruzar el umbral de la consulta de Álvaro Cortés sentí paz, el mono apagándose en la hemoglobina de un heroinómano, la espermatorrea del sacerdote, el aprobado para el opositor. Lo que antes era olor a desinfectante ahora se transforma en humo de fumadero de opio. No hay música relajante, ni cubanas en tanga, ni tan siquiera un Monastrell de quince años. Para hallar la tranquilidad espiritual solo se necesita a un tipo con barba.

—¿Lo ha estado?

—Alguna vez agradecería que no me contestase con una pregunta, doctor.

—Bueno, en respuesta a su pregunta le puedo decir que, en ocasiones, la mente humana reacciona aislándose de los estímulos exteriores. Suele suceder en casos de graves traumas. El sujeto percibe su propia existencia como espectador, no como participante.

—Me siento arrastrado por la marea.

—Si ha tenido algún conflicto fuerte, es normal. ¿Quiere hablarlo?

—No es una marea normal, doctor. Es un gigantesco mar de mierda.

—Está describiendo la costa alicantina.

Observo a Cortés. La comisura de sus labios se estira oculta tras la barba cana. El sentido del humor de este hombre es un misterio.

—¿Qué clase de problemas ha tenido? —continúa.

Mentir a un psiquiatra es como enseñarle una postura nueva a una puta. Álvaro Cortés tiene el culo pelado de cruzarse con enfermos mentales que intentan pasar sus tests para que les declaren cuerdos, y también de gente sana que quiere el estatus de loco como atenuante para sus condenas. Ninguno de ellos lo consigue. El problema es que no puedo confesarme ante él como hice con Rog, pero tampoco puedo inventarme nada. La mejor opción es decir una verdad a medias.

—He asesinado a un hombre —digo—. Se llamaba Bernabé y era mi vecino. Él se escondió en una casa en ruinas después de matar a su mujer. Yo fui allí y le disparé varias veces.

Cortés tamborilea con los dedos sobre la mesa. Esta vez no hay lugar para chistes.

—¿Por qué no me lo ha contado desde el principio?

—Es solo la punta del iceberg. Mi familia me ha abandonado, y además me han suspendido del trabajo.

El psiquiatra se inclina sobre la mesa. Los puños de su camisa aparecen tras la chaqueta de traje.

—Ya no es policía —concluye.

—De momento, no.

Se mira el reloj de pulsera, un impresionante Rolex de seis velocidades con salvapantallas y tonos polifónicos.

—Contando esta, llevamos cuatro sesiones. Muy pocas, la verdad. Pero, y quiero que sea sincero, me gustaría saber por qué está aquí.

Trago saliva.

—No le entiendo, doctor —miento.

—¿Recuerda lo que me dijo el miércoles pasado? Porque yo sí. «Doctor, quiero proponerle algo».

Quería seguir viniendo a la consulta. La terapia podía resultar beneficiosa. Tras la charla del miércoles, sentí calma, sosiego, y era algo que hacía tiempo que no experimentaba. Aquello era bueno.

—Y solo pusiste una condición: seguir aparentando que venías obligado por tu comisario. Está bien, es un juego de roles que podía repercutir positivamente en su rol. Seguimos tratándonos de usted, pese a que es una tontería. Y ahora entras, te sientas en la silla, y sigues con la misma máscara de inspector implacable aunque ya no estás en el cuerpo. Dime, Antonio, ¿qué quieres que haga?

El niño al que han pillado masturbándose en la intimidad y además se lleva una bronca, la humillación de frente, el fin del juego.

—Es la pregunta más difícil de todas las que me ha hecho, doctor.

—Deja de hablarme como si fuera el cajero del banco. ¿No lo ves? Sigues haciéndolo, escondiéndote detrás de alguien que no eres. ¿Por qué tanto sufrimiento, Antonio?

—Yo… joder.

—Ya no estás en la comisaría, no tienes por qué luchar contra todos. Vamos, tienes que ser sincero contigo mismo. A mí me da igual chocarme contra un muro de ladrillos. Eres tú el que tiene que aprender a entenderse. No importa si hay contradicciones. Hasta los tiranos pueden amar.

—Doctor…

—¿Sabes por qué vienes aquí? Porque aquí puedes ser tú mismo. Te diste cuenta de eso el miércoles pasado. Sentiste que estabas de vacaciones de tu propia vida. Después te vino encima el trauma y volvió la pesadilla de golpe, el estar ausente, el no reconocerte en el espejo. ¿Me equivoco?

Siento unas leves náuseas. Esta consulta es mi santuario, mi refugio donde nadie me puede juzgar, donde no tengo que disimular ser quien no soy. Pero ahora no puedo seguir aquí. Yo mismo he profanado las reglas de mi ilusión. Me levanto y recojo mi abrigo.

—Me marcho —digo.

Cortés resopla, cansado. Niega con la cabeza varias veces. Es un buen hombre, pero ahora no es el mejor momento.

—¿Por qué no te abres de una vez? —pregunta—. ¿Qué te cuesta apartar la máscara de policía y colocarte la de persona?

—Aún tengo algo por hacer —contesto mientras salgo por la puerta.

11:27

No todo el mundo sabe lucir el culo. Algunas personas lo llevan al final de la espalda, caído, olvidado en una zona fuera del alcance de sus pupilas, pero expuestas a la de los demás.

Pero ella está hecha de otra manera. Es como si la hubiera puesto una mano divina en mitad del hospital para que todos se giren a su paso. Son movimientos sutiles de cadera, pero que conforman una danza más que una forma de caminar. Ni siquiera el andrógino uniforme de enfermera logra disimular unas curvas de infarto, de glúteos firmes, de trasero renacentista. Y lo mejor de todo es que lo sabe y se luce. Es sencillo imaginarla recreándose desnuda en el espejo, pensando en lo bien puestos que tiene los genes, buscando con sus dedos en lo más profundo y húmedo de su ser. Porque mujeres así no son para el paladar de un perro sin pedigrí. Tienen la misión de preservar una forma de ser, de avanzar entre la muchedumbre, de caminar sobre las aguas mientras los demás seguimos con los pies en el fango.

No es la primera vez que nos encontramos, pero continúa siendo fascinante seguirla con la mirada. Cuando se agacha para recoger algo, todos los hombres y algunas mujeres torcemos el pescuezo para comprobar si se le ve el tanga, o si acaso se le marcan unas bragas con motivos infantiles. Quizá haber visto sobresalir un trozo de tela me habría impresionado, pero no hay rastro alguno, y eso me sobrecoge aún más. Cuando abandona nuestra parte de pasillo, los varones volvemos a respirar, la sangre fluye de nuevo y nuestro cerebro se deshincha y regresa a su estado de calma.

Han colocado a Rodolfo Moreno de uniforme para vigilar la puerta de Teodora Atienzar. El chaval está rojo, suelta un bufido, se seca el sudor con la mano.

—Me estoy volviendo loco, Ramos —dice—. Llevo aquí casi un día y esa muchacha no para de pasearse ante mis morros. Te juro que la engancho y me la calzo en el aseo.

—Sería mejor que le regalaras rosas, pero con pétalos formados por billetes de quinientos euros. Esa no tiene pinta de fijarse en policías.

—Le van los románticos, te lo digo yo.

—Habló el tipo que quería follársela en el váter…

—Pero lo haría con cariño.

—Entonces no sería follar.

Pilar aparece al final del pasillo acompañada de la doctora De la Torre. Mis sentimientos hacia Hurtado son ambiguos y eso me preocupa. Me digo a mí mismo que estoy aquí para resolver el caso, pero la realidad es otra. He venido por ella, por Pilar, porque me lo pidió. Joder, ni siquiera estoy en el cuerpo.

—Usted. —De la Torre me señala con una uña lacada—. No quiero que arme un escándalo como las últimas veces.

—Sí soy un angelito, doctora.

—Los ángeles son de derechas, y dudo que tengan alma. Así que, por favor, piense en su salud antes de abrir la boca.

—Eso mismo les digo a las prostitutas del puerto.

Su semblante sigue serio, pero sus ojos muestran un asco más allá de la comprensión. Viniendo de una mujer que trabaja con enfermos dice mucho de mi naturaleza.

—Ahora está estable, pero sigue con calmantes —le explica a Pilar—. ¿Cuánto tardarán?

—No lo sabemos, pero procuraremos ser breves.

—Eso también se lo digo a las putas del puerto —contesto.

Moreno asiente con profundidad, como si supiéramos un secreto que ellas jamás llegarán a comprender. De la Torre cambia la mirada de aversión a odio, pasando por un rencor hacia el género masculino que no puede disimular. Hurtado saca el bloc de notas y un bolígrafo y pasamos.

—¿Qué te ha pasado en la cara? —pregunta.

—Nunca le mientas a una puta del puerto —digo.

Dentro está el prototipo de mujer rota, las cuencas vacías ocultas tras las vendas, los tendones seccionados con un cuchillo de sierra, el corazón hecho añicos por la vergüenza.

La última vez que hablamos aseguró ser culpable del doble homicidio. Hizo una declaración inverosímil y nos convidó al juez, pero con el ajetreo de las últimas horas todo sigue en punto muerto. En cualquier caso, no puede ir a ninguna parte, y en su estado actual la cárcel será una tortura para ella.

—Teodora. —La voz suave de De la Torre raspa el aire viciado de antibióticos—. La policía ha venido a hacerle unas preguntas.

La antigua asistenta de los Moscardó gira la cabeza hacia la fuente que le habla. Su rostro es la antesala del dolor.

—No sé si me recordará, señora Atienzar —Pilar se sienta a un lado del cabecero y yo al otro.

—La inspectora Hurtado, ¿verdad? —susurra—. ¿Ha venido con Antonio Ramos?

—Aquí estoy, Teodora.

Levanta una mano, quizá buscando la mía como la vez anterior, pero de nuevo la deja sobre las sábanas.

—No sé qué más quieren saber. Ya les dije que yo maté a Asensio y a Renata.

—Solo queremos contrastar cierta información, nada más —prosigue Pilar.

—Como vean, pero no voy a cambiar mi declaración.

—No se preocupe. —Pilar extrae una grabadora del bolso, la coloca sobre la mesilla grabando la conversación—. Verá, hemos estado investigando sobre su pasado y el de la familia Moscardó.

—¿Por qué?

—Es un procedimiento habitual —explico.

—Según nos consta, usted estudió enfermería y se diplomó en 1979, pero no llegó a ejercer. —Pilar hace una pausa dramática—. ¿Por qué no trabajó de algo que le gustaba?

Teodora se lo piensa unos segundos.

—No tuve la oportunidad.

—Es una de las carreras con más demanda, tanto en la actualidad como en aquellos momentos. Y está mejor pagado que trabajar de asistenta.

—Oiga, no sé qué importa eso ahora, inspectora.

—Veamos. Asensio Moscardó, el hombre cuya casa limpiaba, era ginecólogo. Y en el piso de arriba, su vecino Cosme Trujillo guardaba un amplio archivo de abortos ilegales relacionado con gente adinerada de la época. ¿No le parece demasiada coincidencia, Teodora? Una enfermera, un médico, y partes clínicos comprometedores en el mismo edificio.

—Y todos muertos —añado.

La muñeca de arena se lleva las manos a la boca. Le tiembla el pulso. Miramos a De la Torre, pero la buena doctora se encoje de hombros.

—Era él… —musita—. Nuestro propio vecino. Por eso lo hizo…

—¿Quién? —interroga Pilar—. ¿Qué hizo?

Atienzar regresa a su mutismo súbito. Las manos cruzadas sobre el pecho, los labios muy apretados.

—Los mató el chico, ¿verdad? —pregunto—. Y también se cargó a Cosme Trujillo. ¿Por qué?

—No —solloza—. No fue así…

—Tiene que explicarnos esto, Teodora —insiste Hurtado—. Necesitamos entenderlo. ¿Qué sucedió en aquella casa?

La mujer de cristal se contrae, un temblor se instala en su mandíbula, se abraza a sí misma, tal vez buscando un calor humano que le fue negado toda la vida, o quizá en un intento subconsciente de protegerse del mundo. Niega un par de veces, abre la boca y la cierra, se incorpora un poco y apoya la espalda en el cabecero de metal. Está huyendo sin moverse, o tal vez regresando al averno de sus recuerdos, donde todo tiempo pasado siempre fue mejor pero también más doloroso, fotos oxidadas, nostalgias del futuro. Entonces, con voz clara, sin rastro de miedo, reconociendo la verdad de lo que fuimos y la mancha borrosa de lo que seremos, aceptando la naturaleza de los pecados que se perdonan tras una borrachera, Teodora Atienzar escupe las avispas de la culpa:

—¿Saben? Me crie en una familia humilde, en un pueblecito de La Mancha llamado Fuente-Álamo. Fui la única que estudió una carrera. Era la esperanza de todos los que me conocían. Porque no era fácil ser enfermera a finales de los setenta, pero yo lo conseguí. Me matriculé gracias a los ahorros de una tía soltera y cumplí con su confianza aprobando todo a la primera. Con veinte años tenía un futuro, una profesión. Era como vivir un sueño. Yo era muy orgullosa, me quería valer por mí misma, devolverle a mi tía el dinero que invirtió en esta pobre desgraciada. Por eso acepté rápido el primer empleo que me ofrecieron. Era un amigo de la familia que tenía bastante éxito en su consulta privada de Alicante, y por ello necesitaba ayuda. No creo que les sorprenda saber que se trataba de Asensio Moscardó.

No nos sorprende, pero cuando Pili y yo cruzamos la mirada surgen las chispas del éxito. «La tenemos», parece decir.

—A la consulta de Asensio acudían algunas de las mujeres más famosas de Alicante —prosigue—. Yo me ocupaba de que estuvieran cómodas, hacia el papeleo de la oficina, y ayudaba con la limpieza y en las intervenciones. En una de aquellas ocasiones, Asensio me contó que su clínica ofrecía un servicio especial. Así lo llamó él, «servicio especial». Yo no tenía contrato, ya saben cómo era aquella época, pero Asensio se empeñó en trabajar conmigo porque conocía a mis padres. Por eso sabía que no me negaría a nada y le guardaría el secreto, aunque ahora ya da igual.

—Está hablando de los abortos, ¿verdad? —pregunta Pilar.

—Aún recuerdo el primero. Era una niña, apenas catorce años. La acompañó su padre para evitarle la vergüenza a la madre. Tengo sus gritos grabados en los oídos. Estaba de seis meses. Asensio descuartizó a la criatura en su vientre y cuidamos de la chiquilla hasta que se recuperó. En aquellos días me contó que aquel feto era su hijo, pero también su hermano. Su propio padre abusaba de ella. Asensio se ocupó de que ya no volviera a suceder esterilizando a la pobre desgraciada. No sé qué pasó después. Imagino que regresó a su vida, con la diferencia de que los abusos ya no terminarían en susto. Como les he dicho, era otra época…

—¿Cuánto tiempo estuvo en aquella clínica?

—Hasta febrero de 1988. Lo recuerdo muy bien, fue tres años después de la ley de despenalización del aborto. Sin embargo, la clínica de Asensio funcionaba igual de bien entre las clases altas gracias a la confidencialidad que proporcionaba.

—¿Por qué lo dejó?

—Por la vida. Asensio estaba muy a gusto conmigo. No le protestaba, no contaba a nadie lo que hacíamos en la clínica. Supongo que por eso se enamoró de mí estando casado con Renata, pero yo estaba saliendo con un chico estupendo llamado Damián. Una noche, a mediados de 1987, Asensio me llamó para que fuera a la consulta. Estaba alterado y pensé que era urgente. Lo encontré borracho. Me contó que su mujer no era fértil, que no podía tener hijos. Toda la vida provocando la muerte a bebés no natos y el destino le condenaba a la peor de sus pesadillas. Lloró sobre mi pecho, como si fuera un niño. Entendió mal mis carantoñas, porque entonces se puso más afectivo de la cuenta. Intentó besarme y le paré los pies. Entonces me dio un puñetazo en la cara. Lo siguiente es confuso. Lo único claro es que abusó de mí, como lo hizo aquel padre con su hija. Me violó. Y yo no protesté, no se lo conté a nadie, guardé silencio. —Hace una pausa—. ¿Me podrían dar agua, por favor?

De la Torre le coloca un vaso en la mano. Teodora bebe varios sorbos y se lo devuelve.

—Aquello se repitió varias veces los siguientes meses. No me marché de la clínica, no lo abandoné. Era la esperanza de mi familia, me decía. Lo cierto es que me tenía asustada. Sin embargo, pasado un tiempo, no pude disimular el embarazo. Damián me dejó, me llamó de todo. Jamás volví a verlo. Yo tenía un niño de Asensio en las entrañas y me daba pánico que me obligase a abortar. Al final me decidí a marcharme antes de que me arrebatase a mi hijo. Sin embargo, Asensio reaccionó de una forma que no esperaba. Quería tener al niño. Yo no terminaba de creérmelo. Me engatusó, ahora lo sé. Cuando estaba de ocho meses, en febrero de 1988, me provocó el parto. Apenas pude sostener a mi hijo durante unos segundos. Luego dijo que iba a dejarlo en la incubadora y se marchó. Yo esperé, con las piernas abiertas, sangrando, pero nunca regresó. Me incorporé como pude, me hice los primeros auxilios y salí a buscar ayuda. Estuve varios días en el hospital, y al salir una asociación me había acusado de tener un niño y asesinarlo. Creo que detrás de todo estaba Asensio, pero nunca lo supe. Y tonta de mí, no me atreví a acusarlo por miedo a que le hiciera algo a mi hijo.

Pilar y yo nos miramos. El relato de Teodora es la radiografía de esa otra España, la que queda oculta tras los archivos, la persona del pueblo que llegaba a la ciudad para conquistarla pero se ve devorada por la vorágine de su oscurantismo. La candidez e inocencia de Teodora la obligó a atentar contra la vida de niños que jamás llegaron a nacer, a morderse la lengua cuando pudo haber destapado la verdadera naturaleza de Asensio Moscardó.

—Al final el caso se archivó y no llegó a mayores. Regresé a Fuente-Álamo, pero solo encontré el desprecio de mi familia. Mi tía no quiso ni verme. Murió unos años después, dicen que del disgusto. Tras un tiempo yendo de un lugar a otro, trabajando de lo que podía, volví a Alicante y encontré a Asensio. Había adoptado a mi hijo como propio. Mi hijo. La misma noche que lo tuve lo llevó al hospital y falsificó todos los papeles. Era médico, podía hacerlo. Lo bautizó como Julián y llamaba «mamá» a Renata.

Julián Moscardó, el hijo de Teodora Atienzar y Asensio Moscardó. De la sirvienta y del señorito. El pastel va tomando forma.

—No pude soportarlo, los odiaba a muerte, pero no podía imaginar mi vida sin mi hijo. Quedé con Asensio en un lugar discreto y hablamos largo rato. Él seguía enamorado de mí, o eso decía, pero no quería divorciarse de su esposa. A mí me daba asco, pero le propuse una solución que nos convendría a ambos. Me ofrecí como asistenta para estar cerca de Julián, para verlo crecer. Apartarlo de su padre era igual de cruel que dejarlo sin madre, y yo quería lo mejor para mi niño. Sería mucho más feliz con una familia adinerada que con una madre soltera. En cualquier caso, las leyes estaban de su lado, ya que figuraba en los papeles como hijo de Asensio y Renata. Si me lo hubiera llevado… no sé, supongo que me habrían detenido. Como les digo, eran otros tiempos y no existían experimentos con ADN, y temía que Asensio manipulara las pruebas de maternidad con sus contactos.

—Por el amor de Dios… —murmura De la Torre.

—Al principio fue bien —continúa—. Yo me encargaba de la casa y de estar junto a Julián. Renata no sabía que yo era la madre, ni siquiera sabía que trabajé con su marido en la clínica de abortos. La pobre vivía en una burbuja, era una mujer trofeo. Yo disfruté de mi hijo, pero me partía el alma verlo en celebraciones familiares, llamando mamá a Renata. No podía soportarlo. Al cabo de un tiempo Asensio volvió a abusar de mí y yo no me resistí. Era parte del contrato por tener a mi niño en brazos.

Los periodistas bautizaron al edificio de General Polavieja como La Casa de los Horrores, y no les faltaba razón. Una mujer aguantando violaciones diarias para disfrutar de un niño que le robaron. La ciudad corrompe la ilusión, descompone las esperanzas, pudre la ingenuidad.

—¿Y qué pinta en todo esto Cosme Trujillo? —pregunto.

—No lo supe hasta ahora —responde—. Asensio continuó con la clínica junto a un socio nuevo. Imagino que sería él.

—¿Y los informes?

—Asensio lo guardaba todo. Sabía que era peligroso, que en algún momento podían descubrirlo, pero era un hombre tan meticuloso que no podía evitarlo. Los ponía en clave, o eso decía él. El caso es que al cabo de un tiempo dijo que se los habían robado, y que le estaban haciendo chantaje a él y a la mayoría de sus clientes. Se quedó arruinado, con lo suficiente para subsistir. Ni siquiera pudo cambiar de domicilio, como quería Renata. Aquello fue a mediados de los noventa.

Cosme Trujillo, veterinario. Un hombre con el que no tendría inclinaciones sexuales, con mínimos conocimientos anatómicos, digno de confianza hasta que le robó todo su archivo y extorsionó a medio Alicante.

—Parece que no se llevaba tan mal con Asensio después de todo —dice Pilar.

—Me contaba sus cosas. Al final es como todo: lo aguantas y ya está. Una vez leí que la pasión se acaba y solo queda la rutina. Supongo que a nosotros nos pasó igual.

—Entonces, ¿por qué matarlos?

Su silencio nos incomoda más a nosotros que a ella misma. Se piensa la respuesta, se piensa la mentira.

—Lo planeé durante mucho tiempo. Había que hacerlo. Los odiaba.

—¿Y quién mató a Cosme Trujillo?

—Ni idea —se encoge de hombros—. Quizá se metió con quien no debía. ¿Han investigado a la marquesa? Esa mujer tenía muy malas pulgas.

A veces sucede que cuantas más respuestas conoces, más incógnitas aparecen. En este caso estamos en un callejón sin salida. Teodora Atienzar nos ha proporcionado el móvil perfecto para que nadie dude de ella. Terminará con sus huesos en la cárcel por un doble homicidio con premeditación. Si algún cliente de la alta burguesía alicantina asesinó a Cosme Trujillo, podemos dar por cerrado el caso como nos ordenó Miñarro. Solo hay una cuestión que nos queda por resolver.

—¿Quién le provocó esas heridas, Teodora? —pregunto.

La mujer agacha la cabeza. Algunos gestos nos traicionan incluso cuando no podemos ver.

—No le digan a Julián que es mi hijo —responde.

—Teodora…

—No tengo más respuestas, inspector —interrumpe la asistenta—. Supongo que fue Dios, que me castigó por mi crimen. Pueden ir a preguntarle si quieren.

—Tendremos que repasar su declaración —la informa Pilar—. Necesito fechas concretas, lo que hizo aquella mañana paso a paso. ¿De acuerdo?

—Como quiera, pero ya les he contado todo lo que sé.

Las puertas cerradas en forma de labios de mujer destrozada. Dos asesinatos debidos al rencor y a la venganza. Una vida convertida en un infierno, una persona soñadora transformada en monstruo. Me ajusto la chaqueta y me despido de Pilar. Ella me observa con resignación. Quizá esperaba otra explicación, algo amable, entendible, no un drama familiar que finalizó en el horror más espantoso.

Fuera, Moreno observa a la enfermera perfecta caminando como una gata a medianoche. Quizá así era Teodora, una joven guapa y esperanzada, con todo un mundo por delante, guiñándole un ojo al futuro y esperando el abrazo de la felicidad.

—Gracias por dejarme pasar —digo.

—Tranquilo, por lo que a mí respecta, sigues siendo un compañero.

—Gracias de todas formas.

—¿Cómo ha ido?

—Ha confesado un montón de cosas, pero nada que nos deje buen sabor de boca. Joder, ¿qué ha pasado con los crímenes del chorizo que acuchilla a cualquier gilipollas para robarle el reloj?

—Eso queda para la capital. Esto es Alicante.

—Aquí la mierda siempre flota.

Una segunda sanitaria cruza el pasillo. Nuestra idealizada enfermera se gira para mirarle el culo. Parece que, en efecto, la vida no es como nos gustaría que fuera.

12:53

Sé que Roger Escudero ha cumplido con su tarea nada más verlo. Camina nervioso, con una mano en el bolsillo de la chaqueta, inclinado hacia la izquierda, sudoroso y asustado. Se sienta a mi lado y resopla como si viniera corriendo.

—¿No podíamos quedar en casa? —pregunta.

—La Tasca PP es más segura. Está llena de policías.

—Quizá voy a decir un disparate, no lo sé, pero… ¿no se supone que voy a darte una pistola ilegal?

—Eso lo haremos en el coche, no te preocupes. Nadie va a detenerte.

Bebo un trago largo de cerveza. En realidad, Rog tiene razón. El PP no es un buen sitio para transacciones ilegales, pero mis pies me han traído aquí al salir del hospital. Era el rincón donde Marc y yo tomábamos cañas y sonreíamos a la Carmencita. Ahora la cebada sabe amarga, el suelo está pegajoso y los habituales se funden con la ceniza de sus cigarros. El santuario se ha tornado una cárcel de recuerdos felices con regusto agriado.

—Joder, no puedo dejar de pensar que esta noche duermo entre rejas —prosigue el periodista—. Esto no es lo mío, Antonio. ¿Sabes qué me ha pasado? Apuesto a que ya lo sabes.

—Ilústrame.

—Casi me cago de miedo. Tenías razón, ese barrio no es el Bronx, más bien se parece a las ruinas de Irak. Había gente calentándose en hogueras, pintadas en cada pared y unos cabrones bebiendo litronas en la parada del autobús. Cuando ha llegado uno, no lo han tomado, sino que han esperado con las navajas a que bajara alguien para robarle hasta el tuétano.

—Es el deporte nacional en Virgen del Remedio.

—Y bueno, he tenido que dar explicaciones a cinco tíos distintos. Y luego resulta que no tenían nada que ver con el Sacristán, sino que lo preguntaban por joderme.

—Pero todo ha ido bien, ¿no?

—Sí, bueno. Ese gitano me ha dejado pasmado. Era un viejo, pero mantenía a raya a todo quisqui. Me fui con uno de sus sobrinos a buscar la pipa, y luego la probamos en mitad del descampado. Los niños nos animaban, ¿te lo puedes creer? El sobrino del Sacristán apuntaba a unas latas del fondo y ellos las recogían. Ni siquiera se apartaban. Era como… no sé, Irak.

—Quizá es una señal del destino para que te metas a corresponsal de guerra.

—En la vida. —Engancha mi cerveza y se la termina—. Antes me corto las trompas de Falopio.

Sonrío.

—No sabes ni lo que estás diciendo, ¿verdad?

—Joder, claro que no. Creo que me he meado un poco y todo.

Me pregunto qué clase de cacharro le han vendido. Espero que no sea una antigualla de la Guerra Civil de mosquete y bayoneta. Una vez le salvé el culo al Sacristán. En realidad, no había peligro alguno para él, que era un montaje para que se sintiera a punto de morir. Desde entonces hemos mantenido una relación cordial. Yo le dejaba hacer sus negocios y él me hacía favores en forma de material o chivatazos. Es bueno tener como amigo a un patriarca gitano, sobre todo si puede conseguir lo que nadie más puede.

El teléfono ruge en mi bolsillo. Es un fijo. No reconozco el número. Una corazonada me sugiere que son los rusos. Yaroslav Sokol toca a mi puerta.

Salgo a toda prisa a la calle. La calle y el bar tienen el mismo nivel de decibelios, pero prefiero que escuche ruido de tráfico de fondo.

—¿Diga?

—¿Papá? —La voz de Leo—. ¿Eres tú?

Siento una presión en el estómago. Por mi mente se suceden miles de imágenes imposibles, con los Organov tomando la parcela de Zox, secuestrando a mi hija, obligándola a llamar para putearme. Renuncié a ellos para que estuvieran seguros. Esto no puede estar pasando.

—Hija —salgo a la calle—. ¿Estáis bien?

—No, papá —susurra—. Todo es un infierno.

Amago de infarto, los latidos desbocados.

—¿Qué ha sucedido?

—Esto es una mierda, papá —explica—. Los amigos de mamá están chalados. Joder, son todos una panda de maricas reprimidos.

Demasiada información seguida. Tengo que recapitular.

—¿Sigues con Zox? Entonces estás bien, ¿no?

—¿Qué? Claro que sí, ¿qué pensabas?

—Menos mal.

—Quiero irme a casa, papá.

Ahí está, la razón de su llamada. Entonces ya no la veo como a mi hija adolescente, sino como aquel cachorro que nació del vientre de mi esposa, el fruto de mi semilla, la chiquilla a la que observaba dormir con una sonrisa bobalicona en el rostro.

—No puede ser de momento, cariño —le digo—. Tendrás que aguantar un poco más.

—Mira, tengo ya unos años, ¿vale? Si os vais a divorciar, prefiero quedarme contigo. No es que te quiera de repente ni nada de eso, que no se te suba a la cabeza. Lo que pasa es que esto es un agujero. Están todo el puto día rezando, hacen ritos gilipollas. Creen en nosequé basura de un reino en los cielos. Encima van de puritanos y luego son unos hipócritas de cuidado. Se han tragado sus propias trolas y ahora están zumbados. Yo paso de quedarme aquí, te lo juro. Como no vengas a buscarnos, me fugo y a tomar por culo.

—Tranquila, en cuanto pueda iré a buscarte, te lo prometo.

—Más te vale. Ni siquiera me dejan usar tampones. Dicen que debo llegar virgen al matrimonio, que es muy importante. ¿Se lo explicas tú o yo?

El hecho de que tenga la regla significa que no voy a ser abuelo y eso me llena de calma y tranquilidad.

—¿Cómo está tu hermano?

—Ese gordo cabrón se pasa el día jugando a la videoconsola. Aquí no ponen la tele para nada, ¿sabes? Así que la tiene para él solo. Yo creo que ni duerme.

—Entonces es feliz —digo—. ¿Y tu madre?

—Bueno… Ella anda metida en todas las actividades que le mandan. No tiene tiempo para ella misma, ni para su familia. Es como un robot sin voluntad. Siempre está que si de reuniones para rezar, o preparando charlas estúpidas sobre esta religión de mierda, o tocando la guitarra para amenizar las ceremonias. ¿Sabías que mamá cantaba? Pues lo hace.

—Escucha, cariño. Sé que ahora no lo vas a entender, pero debes aguantar un poco más, ¿vale? Yo iré a buscarte enseguida.

—¿Y cuándo coño va a ser eso?

—Pronto, te lo juro.

—Me quieren casar con el hijo de otro matrimonio, ¿te enteras?

—Pues niégate.

—Eso hago, pero me da miedo darle otra patada en los huevos lisiarlo del todo. Aquí tampoco nos dejan ir al médico, ¿te lo puedes creer?

—Mira, esta misma semana os saco de allí, ¿te parece bien?

—Me quiero pirar ya.

—Aún no sabemos qué ha pasado con Bernabé, el vecino —miento, esperando que si no puede ver las noticias no se haya enterado—. Aguanta unos días más, solo unos días. No pienso abandonarte.

—Como no lo hagas cojo un cuchillo y capo a todos estos imbéciles. Total, para lo que usan la polla…

—Iré a por ti.

—Eso espero, papá.

—Confía en mí.

—Lo haré. —El silencio se adueña del la línea—. Oye, ahora te tengo que dejar, que como me pillen hablando por teléfono lo mismo dicen que es pecado.

—De acuerdo, corazón. Cuida de tu hermano.

—Vaya panda de fundamentalistas, joder…

—Hasta luego, mi niña.

—Adiós, papá.

Al colgar me doy cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, hemos hablado como padre e hija. Observo el móvil embobado. No lo he guardado cuando vuelve a sonar.

—¿Leo? —pregunto, pero solo me responde el silencio—. ¿Leo? ¿Leo?

Los nervios me tensan el cuerpo y aprieto tanto la mandíbula que me rechinan los dientes. Pienso en rusos, pienso en sangre, pienso en venganza.

Y en ese mismo instante mis deseos se hacen realidad.

No he visto llegar a los tipos que me agarran por detrás. Ni si quiera he oído el motor de la furgoneta con cristales tintados que aguarda tras de mí. Pero siento su hedor: Rusia, Siberia, Organov.

Cuando me ponen la capucha y cierran la puerta, sé que soy hombre muerto.

??:??

No sé dónde estoy, ni qué hora es, ni por qué sigo vivo. Tras secuestrarme en plena calle, me amordazaron y me arrastraron hasta este agujero inmundo que apesta a productos químicos. Una capucha impide que vea nada, las esposas me mantienen atado a una silla metálica anclada al suelo. De vez en cuando escucho alguna palabra en ruso que mi cerebro traduce por «tortura».

Quieren algo de mí, no sé el qué. Lo que tengo claro es que no han encontrado a mi familia. Saben que era lo único con lo que podían presionarme, pero están ocultos, a salvo en una secta de pirados. Zox nos bendiga a todos.

Por tanto, solo les ha quedado la tortura como método para hacerme cantar. Pero ¿el qué? Tienen la cabeza de Marc con una bala de mi propia pistola, me tienen cogido por los huevos. No sé qué pretenden los Organov. Quizá sepan que he avisado a Yaroslav Sokol. Fue muy arriesgado ir a cara descubierta a un campo de golf. Joder, si hasta me pidieron la documentación para entrar. Los Organov tienen un topo entre los hombres de la cúpula, puede que se quieran hacer con el poder. Putos perros rabiosos, pensé que eran unos mierdas y tienen grandes planes. Y ahora me van a torturar, me van a…

No. Ya basta. Es lo que quieren. Por eso estás aquí, con las manos agarrotadas y una capucha en la cabeza. Vieja técnica: quieren que te ablandes, que llores como una niñata, que le des vueltas a la sesera hasta volverte loco. Que se jodan. Piensa en Leo. O mejor: no pienses.

Por un momento la luz me ciega. Alguien me ha quitado el saco que me impedía ver. Mis ojos tardan en acostumbrarse. Tengo un foco ante mí. Veo sombras. Una se hace cada vez más clara.

Se trata de un tipo con pinta de oficinista. La cara redonda, de mejillas sonrosadas y nariz rechoncha. Me mira a través de sus gafas de cristales ovalados. Viste un traje barato con pajarita. ¿Quién coño usa pajarita a día de hoy? La respuesta: el torturador.

Abre la boca. Suelta una corta frase en su idioma infecto. No entiendo una mierda. Sin embargo, una voz de mujer resuena a mi espalda.

—Se está presentando —asegura con fuerte acento ruso—. Se llama Chernigovsky.

El individuo sonríe. Tiene una fila de dientes muy pequeños que parecen de leche que apenas asoman de sus encías. Vuelve a hablar y la tipa, a traducir.

—Dice que no se preocupe, que es un profesional.

Chernigovsky se quita la chaqueta del traje y la deja a un lado. Viste una camisa de manga corta a cuadros que resalta su panza. La pajarita oprime su pescuezo.

—Quiere enseñarle algo.

Gruño tras la mordaza cuando el tipo saca un alambre alargado que termina en un anzuelo de pescar. Me agito, pero no consigo nada. Alguien me agarra por detrás y me obliga a mirar al frente. Chernigovsky lleva el anzuelo de mi ojo derecho al izquierdo, y luego vuelta a empezar. Siento la tensión por las nubes, la adrenalina disparada, tiemblo.

Sin embargo, el dolor no llega. No al menos como esperaba. El ruso se lleva el anzuelo a su brazo derecho y lo incrusta en la carne. Es entonces cuando me percato de que tiene la piel llena de cicatrices. Una leve gota de sangre brota de la herida, pero se convierte en un manantial cuando Chernigovsky tira con fuerza y se arranca un trozo de brazo. Me vuelve a enseñar el anzuelo. Un pedazo de carne está enganchado en su punta. Fijo las pupilas en su rostro. Está sonriendo como un demente. Disfruta con eso. Joder, si parece que se va a correr. Es un puto masoquista.

El tipo se lleva el garfio a los labios y se traga su propia carne. Se relame con orgullo. El caníbal abre la boca y dice algo con los dientes llenos de sangre.

—Dice que si hace esto consigo mismo, qué no hará con usted —traduce la chica.

Voy a morir. No hace falta que me hagan daño, porque ya me han derrotado. No tengo ganas de seguir luchando. Es el fin. Me relajo y me orino encima. No es necesario guardar las apariencias. Escucho varias risas a mi espalda. Que se jodan.

Chernigovsky saca una batería de coche. Me desabrocha los pantalones y me deja con mis partes mojadas al aire. Después coloca las pinzas, una por testículo.

Lo observo todo ausente de mí mismo, como si esto le estuviera pasando a otro. El cabrón dice algo y su zorra lo traduce.

—Esto funciona así: contestará a todas nuestras preguntas con sinceridad.

Me arrancan la mordaza de cinta americana. Escupo, tomo aire, escupo de nuevo.

—Dios… habéis visto muchas películas.

Chernigovsky no comprende. La mujer le traduce.

—¿Puede explicarse mejor?

El torturador tiene la mano sobre una rueda que activará la batería y me quemará las pelotas. ¿Qué coño quieren que les diga?

—¿Qué coño queréis que os diga? Joder, no os ha bastado quedaros con toda la pasta. Ahora queréis que os hable… ¿de qué? Joder, ¿dónde coño está Iván? Tiene cojones para matar a Marc, pero no para ensuciarse las manos conmigo.

Más susurros en ruso. Chernigovsky se chupa la herida del brazo. Traga sangre. Es un vampiro.

—¿Quién es Marc? —pregunta la chica.

—¿Qué cojones es esto? ¿Cómo que quién es Marc? ¡Lo sabéis de sobra, cabrones!

Ignoro si digo la última palabra o sencillamente ya estoy gritando. Dicen que en esta vida hay que probarlo todo, saber lo que se siente tanto en los buenos momentos como en los malos, pero no le recomiendo a nadie que le electrocuten por los huevos. Mi cuerpo se tensa, estoy a punto de morderme la lengua cuando mi mandíbula se tensa hasta el extremo, apenas puedo respirar o pensar. La electricidad me atraviesa, me hace temblar, grito, grito, grito.

Se para de golpe. Puede que hayan sido apenas unos segundos, pero ha parecido una eternidad. Tiemblo más que antes, una gota de baba cae de mi boca, no puedo centrar la mirada. Alguien me recoloca la cabeza para que mire al frente de nuevo. Chernigovsky sonríe sin malicia, como un niño pequeño. Le brilla la frente grasienta. Se encoge de hombros.

—¿Quién es Marc? —repite la mujer.

—Marc Fons, mi compañero. Juntos… él me ayudó a planear el asalto del furgón blindado. Iván le disparó en la cabeza con mi arma reglamentaria y allí se quedó la bala. Después Igor lo decapitó. Joder, ¿por qué me hacéis decirlo en voz alta?

Entonces me doy cuenta. Me están grabando. Ahora tienen una confesión de lo más interesante. Pienso en salir con vida, en si esto serviría de prueba ante un juez o se rechazaría. Siempre me cayeron bien los «no culpables».

—Ya lo he dicho, ¿vale? —prosigo—. ¿Dónde está Iván? Quiero hablar con ese traidor de mierda.

Chernigovsky levanta sus ojillos traviesos. Se escucha el sonido de unos tacones sobre el suelo.

—Iván no está aquí —dice.

—Joder, y entonces quién coño…

Se me congelan las palabras en la boca cuando veo el puzle al completo. Pienso que soy un idiota incapaz de pensar bajo presión. Estos rusos no trabajan para los Organov: son los hombres de Yaroslav Sokol.

—¿Puedo hablar con el señor Sokol cara a cara? —pregunto.

Nadie contesta. Chernigovsky se relame. Los zapatos de tacón continúan con su tamborileo. Levanto la cabeza. El foco ante mi cara me impide ver dónde estoy. Sin embargo, distingo un techo alto. No sé qué busco hasta que lo encuentro: un punto rojo que me enfoca desde las alturas.

—¿Puedo hablar con usted, señor Sokol? —le digo a la cámara—. Hablar como personas, no como animales.

Chernigovsky parece ofendido por mis palabras. Pensaba que no me entendía. El taconeo cesa cuando un altavoz suelta un chasquido.

—Subidlo —dice una voz—. Y dadle ropa limpia. No quiero que me apeste el despacho.

16:49

La sede de GRUMM Internacional está hecha para impresionar al cobarde. Cuentan con jardines privados, oficinas centrales de cuatro plantas, almacenes con más de veinte puertos de carga, coches de seguridad privada, flota de camiones propia, aparcamiento para los empleados y hasta un helipuerto en la azotea. Todo ello en uno de los centros de negocios más cotizados de Alicante.

Atrás queda el acceso por la autovía, con los polígonos industriales de los que se dedican a fabricar en lugar de lucrarse como intermediarios. El mar desaparece entre aspiradores gigantes y chimeneas de níquel.

Me acompaña Vasili, el guardaespaldas de Sokol. Me han dado unos pantalones que me vienen anchos y tengo que estar subiéndomelos cada poco rato. Ni siquiera llevo calzoncillos, lo cual agradezco, ya que mis testículos tienen pulsaciones propias tras la amable electrocución de Chernigovsky. Tras sacarme del almacén me ha llevado a pie hacia el edificio central de oficinas, donde el gran patriarca ruso decidirá si me mata o si me deja vivir un segundo más.

El recibidor es ovalado, con mármol de dos colores formando dibujos en el suelo. En el centro vegeta la escultura de un caballo, junto a unas butacas de diseño para las esperas. No hay rastro de plantas decorativas, pero sí un par de recepcionistas de generosos escotes. Un arco detector de metales custodia la puerta del ascensor. Vasili no activa el sensor. El ruso pulsa el botón de llamada. El ascensor llega cobijando a un nuevo matón en su interior.

—Espero que le gusten los tríos —se burla Vasili.

No tengo fuerzas para responderle. Me dejan en medio de ambos. Para ir a la planta cuatro se necesita una llave. Al cerrarse las puertas me pregunto si saldré vivo de este encuentro. Me sobrecoge no poder darme un porcentaje de supervivencia.

En el cuarto piso nos espera un nuevo detector de metales y dos cabrones más. Hay cámaras de vigilancia disimuladas en esferas negras en el techo. Avanzamos por un corto pasillo hasta llegar a una doble puerta. Vasili se introduce en el interior de la sala. El grosor del portón es considerable, sin duda blindado. La seguridad es una prioridad para esta gente. Ni siquiera un pelotón de marines podría atacar este fortín. No me extrañaría encontrar a Yaroslav acariciando a un tigre de bengala amaestrado.

—Adelante. —Vasili asoma la cabeza—. El señor Sokol lo recibirá.

El despacho de Yaroslav está sacado de una película de gángsteres. Hay tapices por las paredes, el suelo de tarima flotante, un imponente ventanal que recorta la figura del ruso sentado tras el gigantesco escritorio.

—Bienvenido, amigo mío —saluda—. Siento que su bienvenida haya sido tan desagradable. Chernigovsky es un buen hombre, pero a veces se excede. ¿Quiere un trago de vodka?

—Solo si es imprescindible.

—Esa misma es la definición de vodka.

Los matones me mantienen a unos prudentes pasos de Yaroslav. Escucho las puertas cerrarse tras de mí. Sokol sirve un par de vasos anchos de Stolichnaya.

—Existen en el mundo cientos de vodkas, algunos muy caros —explica—. He llegado a leer notas de entendidos que hablan de líquidos cremosos en la boca, pero que luego dejan paso a notas especiadas y regusto aletargado en el paladar. Todo eso son estupideces. Cualquier ruso sabe que el mejor vodka del mundo es el Stolichnaya, porque es el que se bebe en la calle, el alma del pueblo.

Su discurso está cargado de razón, pero se traiciona al exhibir la botella de lujo de dicha marca. Puede que Yaroslav provenga de un gueto de mierda, pero no deja de ser un empresario acomodado en los laureles de su fortuna.

—Los rusos somos gente patriota, trabajadora, respetable.

Sokol deja el vaso sobre la mesa y uno de los gorilas me lo pasa.

—Y honrados —ironizo.

—Y honrados. No todos, claro está. Porque lo único cierto en esta vida es que, para ganar dinero, cualquier medio es lícito. Solo hay una regla: no jodas a un camarada.

Yaroslav brinda al infinito, como un veterano de guerra que recuerda a los compañeros caídos, olvidado al fondo del bar, con la mente en un pasado de balas y fuego.

—Aunque lo piense, no somos animales —dice tras beber un trago.

—Las bestias de la selva pelean por las hembras, por el territorio. Se matan entre ellos para arrancarse la carne a mordiscos. El pez grande y el pequeño. El que la tiene más grande te deja el culo más roto. La ley de la jungla.

—Es posible, amigo mío. Pero los animales tienen algo de lo que algunos humanos carecen.

—¿Escrúpulos?

—Es más simple: los animales no cagan donde comen. ¿Y sabe qué? Es una bonita lección.

—¿Y cuándo muerden la mano que le da de comer?

—En ese caso, hay que sacrificar a la bestia.

Sokol abandona el vodka y se recuesta en su sillón de ejecutivo.

—La información que me ha confiado es muy… delicada. Como comprenderá, hemos procedido a comprobarla. Este asunto se debe llevar con la más absoluta discreción.

Sokol hace un gesto con la mano. Uno de los culturistas que me flanquea habla por un radiotransmisor. Imposible entender lo que masculla. Al instante la puerta blindada se abre con estruendo y de ella surgen dos tipos arrastrando un bulto que arrojan a mis pies.

Es el contable de los Organov, el mismo que vi cuando mataron a Marc. Le han reventado la cara a hostias, una paliza en toda regla. El pobre cabrón resopla por la nariz, mientras intenta escupir una mordaza de sadomasoquismo con bola roja incluida. Está desnudo de cintura para abajo, pero ya no le queda más orina en la vejiga. Sí, sin duda Chernigovsky se ha empleado a fondo.

—Como le he dicho, hay que sacrificar a la alimaña que muerde al amo que lo alimenta.

Sokol no se inmuta, no varia su fachada de tranquilidad. El contable deja una mancha de sangre en la tarima. No parece importarle ni a él. Yo me pregunto si me espera el mismo final.

—Se han cagado donde como —prosigue—. ¿Sabe en qué me convierte eso?

—En un comemierda.

—Un comemierda. ¿Y sabe qué? Puedo soportarlo. Incluso lo acepto. Joder, todos comemos mierda alguna vez en la vida. Usted, por ejemplo, tiene toda la pinta de comerla en cuchara grande. ¿Me equivoco?

—Sabe que no.

—Ya no es policía. Le han suspendido. Sin pistola, sin placa. La cagó y se comió el marrón. Se dice así, ¿verdad? Comerse un marrón. El idioma castellano es muy gráfico.

Las investigaciones de Yaroslav no se han detenido solo en los Organov. A estas alturas debe saber hasta cuantos polvos eché en el instituto.

—Liquidé a un tipo. No tiene mucho misterio. En unos meses todo volverá a la normalidad.

—¿Tenía permiso para matar? —pregunta.

—En ese caso, sí.

—¿Y quién dicta eso?

—Mis superiores.

Yaroslav parece satisfecho. Quizá piense que me refiero a Dios. Se incorpora con tranquilidad y se asoma a la ventana. Sin siquiera mirar, realiza un par de tirabuzones con la mano en un movimiento demasiado homosexual. Vasili patea al contable en las costillas. El tipo se encoge, ahoga un grito, se agita, llora. Yaroslav dice algo y la habitación se envuelve en un silencio de patera. El capo se gira y lo repite una vez más, esta vez focalizando sus palabras en el desgraciado del suelo. Entonces el contable me mira, clava sus ojos acuosos en los míos, y asiente con la cabeza como un espasmódico.

—Le ha preguntado si me reconoce, ¿no?

—Es obvio.

—Yo también me acuerdo de él.

Los mismos brutos que trajeron al contable se lo llevan. Es como si recogieran un saco del suelo, un bulto sin valor que nadie echará de menos, que estaba ahí pero era más molesto que útil. Así es la vida y la muerte, una fina línea entre lo que vales y lo que estorbas. Y yo estoy justo en medio.

—Tenía razón, amigo mío. —Yaroslav avanza unos pasos rodeando la mesa—. Se han cagado en mi propia casa. Pero lo más grave de todo es que también han defecado en el plato donde comen mis hijas. Yo puedo aceptar ser un comemierda, pero no mi familia. Un hombre debe proteger aquello que ama. Espero que comparta mi punto de vista.

Desearía ponerle unas pinzas de coche en los cojones y darle a la luz. Pero ahora no es el momento de la guerra, sino de la diplomacia:

—Cualquier persona cuerda reaccionaría igual.

—¿Y qué ama usted, camarada?

—¿Cómo dice?

—Un hombre debe proteger lo que ama. En mi caso, son mis hijas. No puedo consentir que me jodan a mí, porque entonces ellas también están jodidas. Pero no sé lo que defiende, inspector Ramos. Y por eso no me fío de usted.

Es invisible, pero está ahí, oscilando sobre mi cabeza como un péndulo. La guillotina, la espada que acabará con mi vida. Lo siguiente que salga de mis labios sellará mi destino, la diferencia entre vivo y muerto, entre utilidad y molestia. Porque hasta ahora solo ha hablado Yaroslav, un engranaje perfecto para alcanzar este momento, el punto de no retorno, donde la carretera se oscurece y por el retrovisor solo se ve lo que se ha perdido. Sin artificios, sin tortura: solo una respuesta.

—Mi caso es diferente. Me mueve la venganza. Mataron a mi compañero. Quiero ver a los hermanos Organov con las tripas fuera. Es una satisfacción personal.

Se sienta en una esquina de la mesa, con una pierna apoyada en el suelo. Me observa con frialdad, quizá intentando ver un significado oculto en mis palabras.

—Me sorprende —dice al fin—. Pensaba que estaría dispuesto a matar por su familia, al igual que yo.

—Y lo estoy. Me han expulsado de la policía por eso. El tipo que asesiné vivía en el piso de arriba. No podía dejar que siguiera respirando.

Mi explicación parece satisfacer su ego.

—No le culpo por robar un furgón lleno de dinero. Sin embargo, me molesta su estupidez al confiar en los hermanos Organov para hacerlo. Está claro que creía poder controlarlos, usted y ese Tuerto con el que se asoció. Y al final, ¿para qué? Agentes muertos, su compañero decapitado. En fin, un desastre que, ahora, me salpica a mí.

El contable ha cantado la Novena Sinfonía sin desafinar al son de la batuta de Chernigovsky.

—Pero como le he dicho, no le culpo —prosigue—. Hizo bien en venir a verme, aunque sea por motivos tan despreciables como la venganza.

El chivato del colegio a punto de recibir un positivo en el boletín de notas. El resto de alumnos lo coserán a puñetazos en el recreo, pero en este momento es una victoria.

—La situación es la siguiente. —El tono de Yaroslav se vuelve ronco y abrupto—: Los Organov se han convertido en un incordio. Han realizado una operación escandalosa que puede atraer miradas no deseadas a esta honrada corporación. Por ello, lo mejor es que desaparezcan. Por otro lado está usted, que ha participado en toda esta trama y ha resultado ser el gran perdedor, pero que quiere revancha. Y para ello me cuenta un buen número de crímenes que le meterían entre rejas hasta que fuera un viejo con pañales. Sabe que ahora lo tengo en mis manos, ¿verdad?

—Desde el momento en que me secuestró ante un bar lleno de policías.

Así deben de sonreír los tiburones.

—Demuestra que después de todo es inteligente. Puede que por eso siga vivo. Dice el español que es más listo el diablo por viejo que por diablo.

Su aura se magnifica, el empresario convertido en monstruo. Sin duda, él es el diablo más anciano del infierno que es Alicante.

—Esto es lo que haremos. —Yaroslav camina por el despacho—: Voy a realizar una serie de llamadas. Los hombres de Iván y de Igor se marcharán y nosotros nos ocuparemos de ellos. Uno a uno, sin dejar huella. A usted le dejo a los dos más gordos. Considérelo una concesión hacia su persona para que tenga su venganza, pero también es una prueba. Aquí me demostrará su valía más allá de la estupidez que ha profesado al organizar el atraco al furgón.

Vasili me tiende un pequeño papel doblado por la mitad. Son las señas de un local en El Campello.

—Los Organov se esconden en esa dirección —confirma Sokol—. Le puedo asegurar que allí tienen el dinero y la cabeza de su compañero. Espere hasta las nueve en punto. Entonces entre y haga lo que tenga que hacer. Vasili le acompañará para comprobar que todo sale bien, aunque no moverá un dedo para ayudarle, que le quede claro. Debe comprender que lo más sencillo sería citar a Igor e Iván en el almacén de abajo y que Chernigovsky se ocupara del resto. Sin embargo, no me parece justo privarle de su venganza. Por supuesto, no obtendrá nada más de todo esto. Olvídese del dinero. Si quiere jugar, deberá aceptar las reglas.

Lo malo de las reglas no son que puedan romperse con facilidad, sino que quien las dicta puede cambiarlas a mitad de partida.

—Al igual que sus superiores, que le permiten matar a un tipo en una caseta en ruinas, tiene mi beneplácito para derramar sangre. El cómo lo dejo a su elección.

Yaroslav se sienta de nuevo tras la enorme mesa y rellena su vodka. Me pregunto si tiene alguna rencilla más con los Organov, si ha llamado a Rusia para confirmar la ejecución y mil cosas más. Sokol no es el buitre que vuela más alto, pero sí con el que me toca lidiar.

—Y recuerde: no es buena idea morder la mano que te proporciona alimento —sentencia—. Puede que sea un perro viejo, pero un perro al fin y al cabo.

Después de eso me ignora. Ya está todo dicho. Las respuestas y las preguntas se terminaron, puede que jamás volvamos a vernos en persona. El alivio que esperaba obtener al salir vivo del despacho no llega. Solo siento que he aplazado mi ejecución.

18:43

El agua y yo competimos contra el cristal. Por fuera, la lluvia arranca el polvo de la ventana. Por dentro, mi aliento empaña la visión de la calle. Los relámpagos iluminan mi rostro y con el dedo dibujo la cara del monstruo sobre el vaho prendido.

Nunca llueve en Alicante. El agua dulce es un visitante extraño e inesperado que rememora pesadillas y pica la mar. Hace unos años diluvió hasta el extremo que la Rambla Méndez Núñez se convirtió en el Nilo. Las alcantarillas se desbordaron y murió una mujer. Los arquitectos aseguraron a toro pasado que la ciudad no estaba preparada para algo así, y era cierto. Pero no fue desidia de nuestros gobernantes, ya que nadie se podía imaginar que Alacant se ahogaría como La Atlántida.

Siento la nostalgia del condenado. Rememoro sabores, imágenes, luces, colores en blanco y negro, rostros y lugares que conformaron mi vida.

Mi primer recuerdo es estar de pie junto a un sillón. No sé qué edad tendría, quizá un año, tal vez más. Mi madre me observaba en primer plano, con los brazos estirados para que fuera a abrazarla. Iba a dar mi primer paso. Ya me mantenía solo, pero me faltaba el equilibrio suficiente para andar. La sonrisa de mamá, su aura de ternura. No sé qué pensé en ese momento, quizá fue solo un impulso, ya que aún no razonaba con palabras. Di el primer paso que mi madre esperaba con tanta ansia, pero no fui a abrazarla. Seguí avanzando, salí del salón y llegué a la cocina. Fue una carrera absurda, de zancadas torpes, entorpecido por el pañal, las piernas en jarras. Años después mi madre me lo recordaría con media sonrisa amarga. La privé de su abrazo más anhelado. Yo solo quería correr lejos, muy lejos.

Mi padre nunca estaba en casa. Siempre llegaba cansado de trabajar y me miraba como se mira a lo que no se comprende. Los juegos infantiles, los dibujos de trazo inseguro, los deberes del colegio. Todo lo que hacía era digno de ignorarse. Tanto se esforzó que terminó ignorando a mi madre también, y un día ya no estaba. Nunca me explicaron por qué se marchó. Yo jamás pregunté.

Mis retinas han visto a muchas mujeres, pero tienen grabadas a Beatriz. Recuerdo la primera vez que estuvimos juntos. Nuestros labios se juntaron y pude sentir su sabor agrio y acuoso, caliente pero fresco. Ella me practicaba una felación y yo habría su vulva con los dedos, buscando con la lengua el tesoro oculto en su interior. Después nos besamos. Si en algún momento he realizado una prueba de amor con alguien, fue en aquel momento.

Al final hallé un tesoro dentro de Beatriz. Le pusimos Leocadia. Leo, mi pequeña. Después vino Ernesto y la casa se llenó de voces infantiles. Un día puse a Leo delante de un sillón, en pie, y me agaché esperando que diera un paso hacia mí y me premiase con su abrazo. La niña se agarró a un cojín y comenzó a llorar.

Después de aquello, todo se fue a la mierda.

Leo y Ernesto desarrollaron su propia personalidad, y por alguna razón no comulgaban con la mía. Beatriz perdió el juicio en un momento indeterminado y me refugié en mi propio ego, dando más prioridad a putas y a yonquis que a mi propia familia. Cuando mi madre quería regañarme me decía que no tenía ni una gota de su sangre. Al final acepté que había salido a mi padre y que estaba condenado a repetir sus mismos errores.

Y ahora, con la muerte de Marc sobre mis hombros, no puedo dejar de pensar en mis hijos. No quiero esconderme en mi propia casa, no quiero que la mafia me ejecute. Dicen que solo se quiere aquello que no se tiene. Yo solo tengo a mis niños y no quiero perderlos. Me digo que si salgo vivo haré lo imposible por estar junto a ellos, pero sé que no será así, que cometeré las mismas faltas. Pero ese impulso, esa mentira, esa añoranza de abrazos hacen que me acojone, y el miedo es lo que me mantendrá con vida esta noche.

El después me asusta. El después es incierto.

La casera de Roger pasa por mi lado y mira por la ventana. No dice nada sobre los trazos en el cristal empañado. Se mantiene estática, observando el agua caer. Mantiene una sonrisa apacible. Las gotas de lluvia forman sombras en su rostro apretado de arrugas.

—¿Qué se siente al llegar a viejo? —pregunto.

—Eso depende de cada uno, hijo.

—¿Y usted?

—Bueno, yo simplemente disfruto. Cuando tienes cierta edad dejas de mirar el calendario. Eso de que cada día puede ser el último es cierto. Dicen que a estas alturas tenemos que cuidarnos, pero qué quieres que te diga, a mí nadie me quita la sal de la comida, y menos un médico. Ahora es el momento de hacer lo que te venga en gana. Yo he decidido alquilar habitaciones a los estudiantes para tener a gente joven en casa. Otros prefieren pasarse el día en el bar o viendo la televisión.

—¿Y no siente melancolía del pasado?

—Lo cierto es que no, porque cuando recuerdo mis años mozos, tengo la sensación de que no era yo, sino otra persona. Lo que nos queda es el ahora, porque mañana podemos estar muertos. Me lo recuerdo cada vez que limpio la lápida de mi difunto marido, que en paz descanse.

La menuda mujer me acaricia el brazo y se marcha arrastrando los pies. Observo mi reflejo en el cristal turbio. El monstruo se ilumina con cada rayo. Paso la yema de los dedos por la superficie fría de la ventana y lo destruyo. Tras el vaho queda mi rostro, y sobre él las lágrimas.

Acaricio la pistola que me ha traído Rog, una Glock 18 con cargador extralargo Mec-Gar de treinta y cinco cartuchos. El periodista se acojonó cuando fue a ver a los gitanos y pilló el hierro más grande que vio. El cargador sobresale por debajo y hace que el arma pese y se descompense. Además, corro el riesgo de quedarme sin munición si disparo en automático. La ventaja es que no tendré que recargar si necesito una mayor capacidad de fuego.

Treinta y cinco balas. Dos rusos. La que sobra, ahora lo sé, es para mí.

20:55

Juré que los mataría a todos.

La madriguera de los Organov. Una puerta de hierro adornada con un letrero de traspaso carente de teléfono al que llamar. La fachada está plagada de pósters de papel. Hay rastro de viejas corridas de toros, conciertos de cantautores lloricas, las cejas de un político que no ganó las elecciones locales, el anuncio a la movilización de un sindicato extremista, la presentación de un libro que nadie quiso leer y un cartelito de alquiler de piso compartido. La zona es tranquila, con varios edificios en construcción flanqueando la vieja cochera en la peor zona de expansión de El Campello. La calle está despejada y yo aterrado.

El temblor de manos ha llegado para quedarse y ni siquiera los guantes de cuero consiguen aplacarlo. A veces el frío y la humedad se cuelan entre de los huesos y subo la calefacción del coche. Después tengo que apagarla porque sudo como un skin en una sauna. Los retrovisores están colocados de forma que abarquen toda la avenida. Intento por todos los medios no reflejarme en ninguno.

Compruebo una y otra vez que nada pueda salir mal. La calle es de una sola dirección. A la derecha surge un descampado oscuro y lleno de malas hierbas. A la izquierda, los últimos albañiles abandonan las obras hasta primera hora del día siguiente. Hay dos farolas que no funcionan, impidiendo distinguir quién entra o sale del escondrijo de los Organov. Esta parte de El Campello está huérfana de orejas indiscretas.

Intento no pensar más. Si es una emboscada, adelante. Lo acepto. Pero no quiero preocuparme por cosas que están más allá de mi control.

Algo golpea el cristal del copiloto. Como si tuviera un resorte ilegal de un juguete chino, apunto con la Glock y giro el cuello al unísono. Un ruso me observa con media sonrisa de lobo.

21:00

—Me gustan los españoles puntuales —asegura.

Vasili contempla mi quietud, un imbécil tras el volante con una pistola demasiado grande para que sea manejable a corta distancia. No sé cómo se ha acercado sin que lo haya visto, pero lo ha logrado. Me señala el seguro con el dedo y abro. El coche de Roger no tiene cierre centralizado y tengo que estirar el brazo, lo cual me parece imprudente.

—Menos mal que ya no llueve —dice mientras entra—. Si no, me habría mojado.

—Hay que ducharse de vez en cuando —respondo sin dejar de apuntarle.

—Dentro hay cinco tipos.

—¿Cómo lo sabes?

—Hemos enviado a alguien. En estos momentos están recibiendo una llamada que les obligará a ir a otro lugar. En cuanto eso suceda, tenemos vía libre para pasar dentro.

—¿Qué más tengo que saber?

—El local es un garaje. Los Organov han hecho reformas para convertirlo en habitable, con un pasillo y varias habitaciones.

—¿Van armados?

—Lo dudo, pero no puedo confirmarlo. Son incautos. Creen que nadie conoce la existencia de este sitio y que solo ellos tienen la llave. Sería extraño que tuvieran armas encima, pero es posible que las mantengan cerca, por si acaso tienen que echarles mano.

—¿Tu hombre no os ha dicho nada más?

—Claro que sí. Para eso le pagamos. Iván e Igor pasan el día contando el dinero en el salón, y cuando se cansan apuestan pequeñas cantidades a las cartas. Están esperando que se calme el revuelo del asalto al furgón de pruebas para moverse.

—¿Dónde está ese salón?

—Es la primera habitación del pasillo, no tiene pérdida.

Vasili levanta la mano y queda en silencio. Tras la puerta de los Organov surgen varias sombras. Cuento hasta tres cigarros encendidos. Las brasas rojas ríen, una empuja a otra y se montan en una furgoneta aparcada en la esquina.

—No hay momento mejor —continúa Vasili—. Si los Organov escuchan algún ruido pensarán que uno de sus muchachos se ha olvidado algo.

El ruso rebusca en su chaqueta. Yo aprieto con fuerza la Glock.

—Tranquilo —dice mostrando una enorme Desert Eagle—. Vengo armado.

No me tranquiliza lo más mínimo. Con la otra mano extrae una llave colgada de un cutre llavero de plástico. Me la tiende.

—Y ella abrirá las puertas de Cielo e Infierno —canturrea.

—¿No me acompañas?

—Claro que no —responde—. Es tu bautismo de fuego. Yo me quedaré por si los Organov te matan en el intento. Pero tranquilo: si los veo salir por la puerta, los acribillo.

Sus ojos azules me traspasan. Yaroslav me ha dado todas las facilidades posibles para llevar a cabo el asesinato de Iván e Igor, pero no va a regalar sus cabezas en bandeja de plata.

—¿Y si salgo yo primero? —pregunto.

Muestra los dientes. No lo considero una sonrisa.

—No querría fastidiarte la sorpresa.

21:07

Dicen que la adrenalina es la droga más potente que existe. Si eso es cierto, ahora mismo soy el yonqui más colocado del puto país. Avanzo. No puedo hacer otra cosa. Un paso tras otro. Cada segundo me aproxima más a la muerte. Piso charcos. Aún no camino sobre las aguas.

La Glock a un costado, un armatoste de hierro y plástico con un cargador tamaño Nacho Vidal. Tras los guantes de cuero noto su gélido tacto, un frío que corroe el pellejo y paraliza el brazo. Y es al final de mi mano donde noto el apéndice devastador que llevo acoplado, un ente vivo y voraz, fabricado para destruir, donde el único vestigio de la creación tras su paso es el de las viudas que amontona por el camino.

Alcanzo la puerta. El hedor de los Organov traspasa las paredes. Si Yaroslav Sokol no se hubiera dignado en ayudarme, me habría bastado con asomar la nariz por la ventana para dar con ellos. La llave late entre mis dedos. Me giro un instante para localizar a Vasili. El ruso está de pie ante el coche. Si está nervioso, no lo demuestra.

La cerradura cede. Las bisagras chirrían lo suficiente para que deje de respirar. El aire está viciado. Humo y sudor, sexo y testosterona. Poca luz. El local es amplio. Un coche de bomberos ocupa casi todo el espacio. El polvo se acumula incluso sobre las telarañas, cediendo a su peso. El suelo lleno de escombros, como si hubieran detonado una bomba. Quedan restos de fantasmas olvidados, postales en blanco y negro de Comala, el quinto Jinete del Apocalipsis agazapado tras el velo que me privó de la cordura.

O puede que solo sea una cochera en ruinas y yo esté aterrorizado. Vigilo donde pongo el pie. Aprieto la Glock contra la pierna. La espalda pegada a la pared. Pasos lentos, demasiados precavidos. Escucho un rumor apagado, como el motor de un frigorífico antiguo. El latido del corazón en los tímpanos, en las venas de la sien, en la boca del estómago.

No soy el asesino perfecto, el profesional entrenado. Tengo la imagen de mi hija tatuada en la mente. Ansío volver, deseo abrazarla. No quiero morir como Luis XVI.

Angustia. Nauseas.

El pasillo comparte el tizne de la medianoche. Veo varias puertas, algunas cerradas. Por debajo de la primera se filtra una línea de luz, la pequeña frontera entre víctima y verdugo. Continúo con la espalda contra la pared. Agudizo el oído. Nada salvo el ronroneo asfixiado.

Respiro hondo. Sujeto la Glock con la diestra. Giro el picaporte despacio y entro apuntando a la nada.

21:11

Una habitación sin ventanas. A la izquierda una mesa rinconera donde se amontonan fajos de billetes de todos los colores. A la derecha, un sofá destrozado orientado hacia una televisión sesenta pulgadas.

Y en el centro, presidiendo el reino de las cucarachas, Iván Organov me observa con ojos teñidos de alcohol.

Viste unos mugrosos calzoncillos cortos cubiertos de lamparones, los pies en un barreño con agua. Está sentado en una silla robada de la terraza de algún bar. Su espalda oculta un frigorífico ruidoso y antiguo que les enfría las cervezas. En el suelo hay varias botellas vacías y una bombona de cámping gas. Una bombilla huérfana alumbra toda la estancia.

—¿Y tu hermano?

El cabrón niega con la cabeza. Avanzo un paso más, siempre pegado a la pared, la Glock sujeta con ambas manos.

—¿Dónde está Igor?

—Estás muerto, tavarish Ramos. ¿Sabías? Muerto.

Después de escuchar el trabajado acento de Vasili y Yaroslav, el timbre ignorante y chulesco de este despojo me revuelve las tripas.

—El carnicero de tu hermano, Iván —repito—. ¿Dónde coño está?

—Detrás de ti —dice.

—No caeré en un truco tan…

A veces actúas por instinto. Un simple cambio de temperatura a tu espalda, la sensación de que el aire se ha removido sin que haya corriente, la certeza de que Igor está tras de mí sin siquiera girarme.

21:12

Reacciono.

Me pego aún más a la pared. Un sable pasa cortando el aire ante mi nariz. Igor pierde el equilibrio y nuestras pupilas se encuentran. Sabe que ha fallado, sabe que es cadáver.

Intenta recomponerse pero le apoyo la Glock en el pecho y aprieto el gatillo. Mi mano se agita como loca con el retroceso. El ruido es insoportable. El cañón se calienta. Entonces me doy cuenta que tengo la pistola en automático. Cuando levanto el dedo Igor se ha tragado cerca de treinta balas en dos segundos.

El ruso se desploma sin emitir quejido alguno. Giro el cuello para ver a Iván incorporándose de su barreño y golpeando la bombilla con el puño. No consigue romper el cristal y el cable se agita de un lado a otro.

Le encañono y abro fuego, pero se lanza al suelo. El sistema automático de la Glock hace que vacíe el resto del cargador en un pestañeo. La corredera se queda fija, mostrando la ventanilla de expulsión vacía.

Sin balas en la recámara. Mano a mano contra el diablo.

Iván se incorpora. Grita. Se abalanza sobre mí. Tiene los pies mojados y resbala y se levanta otra vez. Tengo el tiempo justo de agacharme y empuñar el sable de Igor.

El ruso choca contra mí. Caemos al suelo. Escucho el sonido de un globo al explotar. El puño de Iván impacta contra mi mandíbula. Agito el sable. Recibo otro puñetazo. El tercero viene sin fuerza. Iván se pone en pie llevándose consigo el sable.

Niet

Iván observa la lengua de hierro que tiene incrustada en el estómago. Es una herida terrible. Se le ven las tripas enclaustradas como sierpes sin piel, y entre ellas un trozo de plástico azul. La sangre fluye densa y negra, y después viva y roja.

Le he sesgado la arteria renal.

—Gasté mucho dinero en operación —murmura—. Balón en estómago. Menos hambre, y menos peso. Igor burlar de mí.

Pasa la vista por encima de su hermano. El ruso permanece en el suelo con el pecho convertido en carne picada. No parece sentir pena o duelo.

—Yo otra vez joven y fuerte. Flaco. Veinte quilos en seis meses. Mujeres preferirme a enorme polla de Igor.

Se desploma a un lado. La catarata de sangre es obscena.

—Tony Montana no terminar así… —Agoniza.

—Te equivocas —digo, y no reconozco mi voz—. Scarface muere a manos de sus enemigos. Aquello de «el mundo es tuyo» es un epitafio.

Boquea. Sus ojos se secan. El diablo regresa al infierno.

21:13

Recojo la Glock. Recorro el resto del agujero. La siguiente puerta corresponde al aseo. Hay una titánica mierda flotando en el váter. Igor debía estar aquí y escuchó mi conversación con Iván. Errores de novato que casi me cuestan la vida. En una habitación del fondo están los fusiles, junto a varios colchones amontonados en el suelo.

Es entonces cuando comprendo el alcance de lo que acaba de suceder. Sigo respirando por un azar del destino, eso que algunos llaman milagro y los más agnósticos atribuyen a la casualidad. Para mí, ha sido suerte pura y dura.

Mi visión se nubla. Tengo que apoyarme en la pared una vez más. Controlo la respiración. Aún no has salido de aquí, Antonio, así que aguanta las ganas de vomitar.

Regreso al cementerio. El charco de sangre de ambos cuerpos se expande a cada segundo que transcurre. Paso por encima para no pisarlo. Decido abandonar la Glock. Quizá pueda engañar a algún forense y se crean que los Organov se han matado entre ellos. Coloco la pistola en la diestra de Iván para que tenga sus huellas. No es la mejor idea que he tenido esta noche, pero tampoco la peor.

Solo queda una cosa por hacer y tengo una intuición. De ser cierta, puede que me sumerja en lo más profundo de la locura. Abro el frigorífico. Latas de cerveza, orujo de hierbas, comida precocinada, una nevera portátil.

Observo hipnotizado el recipiente azul. La tapa mugrosa. La dejo sobre la mesa de billetes. Aguanto el aliento mientras la abro, pero tengo que retirar la mirada al instante. No es necesario un segundo vistazo: es Marc.

Hinchado, amoratado, flotando entre hielos, el pelo apelmazado, los ojos aún abiertos, la frente aplastada.

Cierro el envase. Me trago las náuseas. Siento ganas de matar de nuevo a los Organov.

Agarro la nevera y salgo. Evito pisar la sangre. Huyo por el pasillo. Me pregunto si Vasili estará aguardando en la calle para reventarme el occipital de un tiro. No puedo pensar con claridad, pero tampoco quiero. Llego a la salida y abro la puerta.

Una linterna me deslumbra. Dos pistolas me empujan de nuevo al interior.

21:16

—¡Policía! —grita una voz—. ¡Suelta eso, cabrón!

Tras el haz de luz reconozco al Martínez. Va acompañado del novato que le trae el café en la comisaría. Al crío le tiembla la PK.

—Martínez —digo—. Soy yo.

La tensión se convierte en extrañeza. El Martínez tarda en reaccionar, pero no deja de encañonarme.

—¿Pero qué coño haces aquí, desgraciado? —pregunta.

—¿Y qué haces tú?

—Estamos vigilando a los Organov, joder. Una puta los denunció y descubrimos que se escondían aquí. Pero qué hostias, ¿tú qué coño pintas en esto?

—Hemos escuchado disparos —añade el novato.

Abro la tapa de la nevera y muestro su contenido. El Martínez alumbra el interior y se aparta la mirada. Después vuelve a asomarse al abismo.

—Esto hago aquí —respondo—. Los muy cabrones mataron a Fonsi.

—¿Y los disparos? —repite el novato.

—Los rusos se han liquidado entre ellos —miento—. Están al fondo.

El Martínez le hace un gesto con la cabeza y el novato desaparece por el pasillo.

—Marc, joder… —Martínez cierra la nevera—. Lo está buscando media comisaría por el asesinato de Carmencita.

—Él no la mató. Era su novia.

—¿Y qué hace su cabeza en un cubo?

—Los rusos lo decapitaron. Ellos robaron el furgón de pruebas.

—¿Qué?

—Has resuelto el caso, Martínez.

El novato regresa a toda prisa.

—Hay dos cuerpos. Uno tiene heridas de bala, y otro una espada clavada en el pecho. También fajos de billetes sobre la mesa y metralletas en una habitación.

—¿Qué coño ha pasado aquí? —pregunta Martínez.

—Invéntatelo —contesto—. Yo me largo.

—¿Qué?

—No soy tonto, joder. Has pedido refuerzos. Por eso no has entrado antes y has preferido esperar en la puerta.

—No te puedes marchar —asegura el novato.

—Si me quedo, la memoria de Marc se irá a la mierda y mi carrera también —me dirijo al Martínez—. ¿Quieres eso? ¿Qué ganas si me quedo, Martínez? Vamos, deja que me marche.

—Antonio, joder…

—Debo leerle sus derechos —prosigue el novato.

—Martínez: es Marc.

El Martínez me observa con cara estreñida. El novato recita de memoria los derechos del detenido mientras se saca las esposas. Martínez mira la nevera, se pasa la mano por la frente, exhala el aire despacio.

—Deja que se largue —ordena al novato.

—¿Qué? Ni hablar. Está en la escena del crimen, con una cabeza amputada en un frasco.

—No pienses tanto y obedece, pollo —digo.

—Es el dinero que robaron del furgón de pruebas —continúa—. Murieron varios compañeros.

—Yo no tuve nada que ver con eso. Ni siquiera he tocado el dinero. Solo quiero llevarme a Marc.

Doy un paso hacia la salida. El novato levanta el arma y me apunta al pecho.

—¡Debemos detenerle! —chilla—. ¡Es un criminal!

El Martínez da dos pasos, engancha al novato de la pechera y lo estampa contra la pared.

—¿Un criminal? —Escupe—. Es el mejor policía de esta ciudad, joder. ¿Te enteras, pringado? ¡Un policía! Igual que tú y yo. Somos gente con pistola que camina entre la muchedumbre. Nos dan poder para cuidar de los borregos porque ellos mismos no saben hacerlo. Y si no cuidamos de nosotros, nadie lo hará. Así que ten mucho cuidado con lo que vas a decir, porque si vendes a un compañero, nadie querrá cubrirte la espalda, ni mucho menos jugarse la vida por recuperar tu cuerpo.

—¡Lleva un muerto en esa cubitera!

—No es un fiambre, gilipollas —le recrimina el Martínez—. Es otro policía. Mierda, ¿pero dónde te crees que estás? ¿En las Hermanitas de la Caridad? Si crees que te faltan cojones para hacer este trabajo, más te vale que te busques otra ocupación.

Lo suelta de golpe. Nos quedamos mirando al pringado. Está rojo, nervioso. No comprende nada. Aprieta los labios con fuerza.

—¿Tienes algo más que decir? —pregunta el Martínez.

El chaval le mira con odio. Guarda la pistola en la funda y se pierde de nuevo en el interior de la vivienda.

—Vete de aquí, Antonio —dice el Martínez—. Yo me ocuparé de que entre en razón. Dale a Marc un final digno.

No me despido. En la calle escucho sirenas. Busco a Vasili de camino al coche, pero ha desaparecido. Dejo la nevera en el asiento del copiloto y me fundo con la oscuridad.