05:53
Alguien dijo que era imposible bañarse dos veces en el mismo río. Con los espejos ocurre algo similar: según cuándo te reflejes en su superficie te devolverá un rostro, un momento o una sensación diferente.
Hoy no existo. Tras el cristal surge el monstruo, la encarnación del mal que juré extirpar, la hemorragia que desangra a una sociedad abocada a la extinción por desidia. Veo al traidor, la erección de Bruto al escuchar las últimas palabras de César, el sonido de las treinta monedas chocando entre sí, el aplauso a Luis Figo a su llegada al Madrid. Y esa mirada, la del yonqui con el subidón de metadona, los ojos del leopardo que prefiere morir de hambre antes que correr tras una gacela, el iris apagado del pederasta tras los barrotes, la pupila del profano que contempla a Dalí sin entender nada, la retina obsoleta del político que se niega a jubilarse, el lacrimal marchito del policía que salvó el pellejo destripando a su compañero.
Marc está muerto. Fue hace un día, pero parece una eternidad. Y lo peor de todo es que ahora he ultrajado su memoria. Culpable de todos mis pecados. Me digo que más vale que siga libre un poco más, solo un poco, lo suficiente para bañarme en la sangre de sus asesinos.
Pilar tiene la certeza de que está muerto, aunque el comisario confía en pillarlo con vida. Han localizado llamadas suyas al teléfono de Carmencita. Mensajes de amor, de «te recojo en cinco minutos; ¿quieres que lleve velas para la cena?; yo a ti más, tonta». Ahora se han convertido en la prueba de que Fonsi era un asesino despiadado. El ADN lo confirmará, se dará carpetazo al asunto, y quizá sea lo mejor.
La superficie empañada me devuelve el rostro de un hombre que no conozco. Esta vez me han suspendido. ¿Qué soy? Un policía sin empleo, un imbécil sin nada que hacer. Despojado de lo único que daba sentido a mi vida, el pasado en la memoria y el futuro en el olvido. La placa era mi identidad, y ahora solo soy un ser humano.
Y el espejo no da respuestas, ni paz, ni tan siquiera un reflejo de lo que me gustaría ver.
Me seco la cabeza con una toalla de mano con iniciales bordadas. El tacto es sedoso y frío, como todo este apartamento, como ella. Los perfumes organizados por tamaños y colores sobre un estante, el papel higiénico de triple capa, una escrupulosidad en la limpieza que denota una vida social de clausura. He cruzado la puerta de un templo que no me corresponde y solo deseo huir, escaparme, hasta que se olviden de mi nombre y de mi cara y mi recuerdo quede convertido en un sabor amargo la noche de Navidad.
Pilar Hurtado yace en la cama. Su cuerpo desnudo ya no me apetece, no como anoche, cuando el sexo inundó la habitación de sudor y rabia, compartiendo sábanas y angustias, besos rudos y caricias distantes. Ninguno de los dos lo disfrutó, pero lo necesitábamos. Dos adultos que tomaron una decisión lógica, carente de toda emoción, enmascarando sentimientos tan contradictorios como la propia naturaleza humana.
La ropa está en el suelo, la carcasa de lo que fui, con el olor a tabaco incrustado en cada hebra. Es extraño vestirse de nuevo con las mismas mudas de días atrás. Es una sensación fría, de desarraigo, como si la cama donde hemos follado fuera solo un lugar y los armarios rechazasen cobijar mi piel. La escena idílica consiste en un baño conjunto, una bata limpia de mi talla, desayuno americano, tal vez una rosa que nadie sabe de dónde ha salido, una película mala sin cortes publicitarios, un abrazo, muchos besos. Pero nada de eso llegará. La vida se compone de instantes, y nosotros buceamos entre los que no regresan y los que jamás llegan.
—Era enfermera —dice Pilar a mi espalda.
Me subo los calcetines sin siquiera girarme.
—Pensaba que estabas dormida.
—No, ya no.
—¿Quién era enfermera?
—Teodora Atienzar, la asistenta de la familia Moscardó —continúa—. Se diplomó en 1979, pero no se le conoce trabajo estable desde entonces. Hasta que matan al buen doctor y a su mujer, y ella aparece como la modélica ama de llaves de una familia aburguesada. Son demasiadas coincidencias, Antonio. Un médico viviendo con una enfermera, mientras que en el mismo bloque hay un demente atesorando un enorme archivo de abortos. Siguen habiendo muchas incógnitas, pero creo que estoy cerca. Todo se relaciona de una manera tan clara que no puede ser de otra manera. Solo queda saber quién es el asesino, aunque apuesto por un cómplice de la sirvienta.
Me vuelvo hacia ella. Se tapa los pechos con vergüenza, como si ahora fuéramos extraños o yo no supiera decir las palabras mágicas capaces de agrietar su muralla. Siento la tentación de acariciarla, acercar mi mano a la suya, fundirnos en un beso con sabor a nicotina.
—Ya no trabajo en el caso —respondo—. Ahora estás sola.
Su rostro muestra por un segundo a la mujer que se esconde bajo el escudo de acero. Y es solo eso, una persona con sus inseguridades y ambiciones, sueños, esperanzas, miedos.
—¿Por qué me cuentas esto? —digo.
—No te vayas —murmura.
Algunos movimientos los realizamos por instinto, pero otros se aprenden por el uso y abuso de repeticiones de los mismos. Esa es la razón de que la bese. Nuestros labios se encuentran en lo que sin duda es una despedida. Las lenguas guardan una prudente distancia. Dos adultos en una habitación: dos gilipollas que se obstinan en ser infelices.
07:38
Dicen que los criminales siempre vuelven al lugar del delito. Por eso estoy aquí, porque soy culpable.
No sé qué esperaba encontrar. Quizá grupos de la secreta vigilando los alrededores, la científica tomando muestras de la sangre mezclada con tierra, coches patrulla aparcados en las inmediaciones…
Un avión aparece desde la nada e inicia la maniobra de aterrizaje. El ruido es ensordecedor y se mezcla con el de las máquinas excavadoras. Los obreros pululan de un lado a otro como parásitos estomacales, hablándose a gritos, insultándose de broma, disimulando que trabajan mientras vaguean.
Yo los odio. No por su suciedad o su felicidad de proletario, es algo más visceral. Deseo matarlos a todos porque no existían.
Ayer no estaban. No había rastro de obreros, ni por la mañana cuando quedamos con los rusos ni a medianoche cuando aparecieron con el coche de bomberos. Y hoy están aquí. En domingo, joder. Festivo por huevos, y están apilando bloques de hormigón.
Aparco el coche cerca de la entrada. Un sudaca con el casco más grande que la cabeza se planta ante mí.
—¿Se ha perdido, amigo?
—No soy tu amigo. Es más: quiero pegarte un puñetazo.
Enciendo un cigarro mientras el capullo se recompone.
—¿Cómo dice?
—¿Sabes qué día es hoy? —Abre la boca, pero no le dejo contestar—. Domingo. Santificar las fiestas. ¿Te dice algo eso?
—Er… que hay que ir a misa.
—¿Qué hacéis aquí?
No es necesario enseñar una placa que ya no tengo. A un policía se le reconoce por la forma de andar, de mirar, de joderte. Y este inmigrante está pensando si tiene los papeles en regla o va a tener que arrodillarse a suplicar. Un corderito con piel de imbécil.
—Pues son las obras de ampliación del aeropuerto. Esto será la terminal…
—¿En domingo? —interrumpo.
—Somos cinco turnos, como en los hospitales —explica—. Echamos dos días por la mañana, otros dos por la tarde, y otros dos por la noche. Y después descansamos tres más.
—No me jodas, payaso. Ayer pasé por aquí y no vi ni un alma. ¿Qué pasa? ¿Celebráis la Pascua Judía Ecuatoriana o qué?
El tipo se encoje de hombros. Va a iniciar una frase, pero se lo piensa mejor y rectifica a tiempo.
—Ayer nos lo dieron libre. Nos avisaron un par de horas antes. Algunos compañeros están enfadados, porque era el día en que libraban y claro, a ellos no se lo dan. Los demás sí que paramos.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé, de verdad. Solo nos dijeron que no viniera nadie. Hasta los guardas de seguridad se tomaron el día.
Encajo piezas a toda velocidad. Los Organov controlan las obras a través de empresas fantasma, se benefician de las ayudas estatales y hacen una chapuza. Ordenan a todos los trabajadores que no asomen la nariz pese a hacer turnos rotativos de ocho horas para no parar ni de noche.
—¿Quién es el promotor? —pregunto.
—Bueno, yo trabajo para Construcciones Reina, pero creo que es una subcontrata.
Señala unos banderines colocados en fila al lado de la autovía. Llevan escrito el anagrama de GRUMM Internacional, una macroempresa especializada en importación, especulación inmobiliaria, asfaltado de carreteras y hasta en fusión de sociedades mercantiles. Con las oficinas centrales en Alicante ciudad, su influencia alcanza a toda la costa mediterránea, de Almería a Tarragona, incluyendo las Islas Baleares. Recuerdo que estuvo en el punto de mira de Hacienda por delitos financieros en paraísos fiscales, pero el tema se archivó en cuestión de días por orden de estamentos más altos.
—Y solo trabajáis inmigrantes, ¿no?
Le cuesta reconocer la evidencia. Es como declararse culpable de entrar como turista y quedarse recogiendo manzanas sin permiso de residencia. Tras unos instantes de morderse el labio inferior, claudica:
—Sí, aunque la mayoría son de Europa del Este, Ucrania y esos sitios. ¿Quiere hablar con el capataz? Él es de Moscú.
Y cuando por fin completas la última pieza del puzzle, la imagen resultante es tan intensa que no puedes mirarla de frente.
—No será necesario…
09:41
Confesar es catártico. Te hace eyacular la culpa, una mezcla de placer amargo y tortura deliciosa. Sin embargo, deja noqueado a tu interlocutor.
—Joder… —susurra Roger Escudero.
El bar de siempre, la misma gente fundida con el mobiliario y las tapas grasientas. Rog se ha encendido el cigarro cinco veces y se le ha apagado otras tantas. El café con whisky se ha enfriado sobre la mesa hasta convertirse en un caldo frío y sin encanto. Yo he hablado sin parar durante casi una hora. Al principio se lo tomaba de guasa, tal vez pensando en publicar la historia, pero al cabo de un rato su rostro se fue tornando en una mueca preocupada. Y en el momento en que le volaron la tapa de los sesos a Marc, justo cuando mi voz se trunca y el labio vibra, ha agachado la cabeza y ha cruzado los dedos, olvidándose de la colilla a medio consumir y la sopa de grano tostado.
Cuento rápido la parte de la decapitación, pero observo a Rog encogiéndose sobre sí mismo, sintiendo el mismo pánico que yo en su momento. Omito los detalles de la desaparición del cuerpo y de mi familia, y paso de puntillas sobre el caso de las violaciones. Le cuento el estado de la investigación y me cese temporal. Al terminar, la gente continúa mimetizada con el mobiliario grasiento, pero a un periodista se le escapa una lágrima fugitiva.
—Me llamaba picapleitos… —dice.
—Lo sé.
—Picapleitos. ¡Qué cabrón! —Levanta la mirada acuosa—. Era el mejor de todos nosotros.
—Lo era.
Permanecemos en silencio. Su deformación profesional tiene mil dudas que plantearme, pero su sentido común sabe que es mejor no formularlas.
—¿Recuerdas cuando quedamos hace unos meses en el bar aquel del puerto? —pregunta—. Llegaste tarde por no sé qué asuntos. El tema es que Marc y yo nos echamos una partida al billar. Él no era demasiado bueno, ya sabes, era el típico que golpeaba fuerte al taco y creía saber jugar, y muchas veces por eso mismo la tronera le escupía las bolas. El tema es que tú no llegabas, así que jugábamos y jugábamos, hablando de tonterías y bebiendo cerveza. Y al cabo de un rato largo, tal vez una hora o más, unos tipos nos pidieron medirse a nosotros. Marc dijo que ni hablar, que solo jugaba conmigo, que era una liga o una apuesta, algo así le soltó.
Rog suspira. Gira el cenicero sobre la mesa. Se pasa la mano por los ojos y prosigue.
—El caso es que uno de esos individuos se puso pesado. Decía que llevaban un rato esperando, que habían quedado para jugar al billar, y que ya les tocaba. Aquello pareció tocarle las narices a Marc, el hecho de que se sintieran con derecho a meterse en nuestra partida por alguna regla de barrio que yo desconocía. El tema es que se revolvió con una sonrisa de esas suyas que daban tanto miedo y le tendió el palo al chaval. Entonces le dijo algo en plan «venga, no nos enfademos», y se dieron un abrazo.
Hace una pausa. Creo ver una sonrisa amarga tras la máscara de memoria.
—No sé cómo colocó el taco de billar entre los dos cuerpos, pero cuando se abrazaron se escuchó un crujido terrible, y al separarse tanto el palo como el brazo del chico estaban rotos. Marc le gritó que si ya no quería jugar o si era marica. No sé que pasó con esa gente. Supongo que se lo llevarían al hospital. Luego Marc pidió otra ronda, pagó el taco roto, y siguió jugando con el mío como si no hubiera pasado nada. Él era así. No había nadie que le jodiera la vida. A los chavales se les torció la tarde, pero para Marc solo fue un momento del día que seguro olvidó un rato después.
Nunca me contó esa historia. Se ve que para él no fue nada, solo una interrupción estúpida en mitad de una partida al billar. No le dio más importancia, no le quitó el sueño.
—Me llamaba picapleitos —repite Escudero—. Picapleitos…
—¿Sabes algo del Zorro?
Se recuesta en la silla, vencido y apesadumbrado.
—Por los mentideros se dice que ha dejado en la estacada a sus productores españoles. Se rumorea que ha vuelto a California sin avisar a nadie haciendo escala en Bruselas. La película está paralizada y el proyecto se tambalea.
—Quizá sea así mejor. Nunca debimos meterlo en este jaleo.
—¿Crees que la policía llegará hasta el final de todo esto?
—De momento creen que Marc está fugado y además es el principal sospechoso de matar a Carmencita. Es una mierda, pero es lo que hay.
—¿Nadie sospecha que está muerto?
—Solo mi compañera, Pilar Hurtado, que es la mejor investigadora de toda la comisaría. Pero no es más que una corazonada. De momento, no puede probarlo.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
Asesinarlos a todos, a los que mueren de hambre y a los que matan comiendo, a los que andan con chulería por la calle, a los que se sientan en los bancos del los parques, a los que se tumban en la arena de la playa, a los que les gusta el sol y a los que viven de noche, a los que estudian o trabajan, a los jubilados, a los que usan gafas y a los que no las necesitan, a los que respiran, a los que sienten, a los que proyectan sombra.
—Tengo mis planes —contesto—. ¿Qué sabes de GRUMM Internacional?
—¿GRUMM? Un compañero hizo un reportaje sobre ellos hace unos meses. Es la empresa más terrorífica que te puedas imaginar. Sus empleados apenas llegan a mileuristas y ellos facturan millones.
—¿Quién la controla?
—Bueno, es de origen soviético, de Rusia, Moldavia o por ahí. Su sede en España está aquí, en la ciudad.
—Eso ya lo sé, pero quién lleva la sartén por el mango en Alicante.
Me observa perplejo. Va a decir algo, pero en vez de eso mira hacia la barra y se levanta. Vuelve con un periódico de ayer y lo abre por la sección de Economía.
—Parece mentira que el investigador seas tú —se queja.
Me señala un artículo: «GRUMM Internacional obtiene el XVI Premio de Innovación Empresarial». El pie de foto reza: «El presidente de GRUMM, Yaroslav Sokol, recogiendo el galardón». Es una foto pequeña y el tipo aparece de cuerpo entero. Solo aprecio que es mayor, con una cuidada barba cana y un traje a medida. Miro al local mugriento donde nos encontramos, aunque ya sé que no encontraré conexión a internet.
—Yaroslav Sokol —repito en voz alta.
—Llegó hace unos años. Se deja ver poco.
—¿Qué más sabes de él?
—Poca cosa.
—Has dicho que un compañero tuyo le hizo un reportaje hace un tiempo.
—Investigó la empresa.
—Llámale.
—¿Qué quieres saber?
—Todo. Necesito hablar con Yaroslav.
—¿Por qué? ¿Crees que está al tanto de todo?
—No —contesto—. Y eso es lo divertido.
12:07
Bajo la estatua metálica de un toro, en concreto bajo la sombra de sus testículos, hay un campo de golf. Tiene unas bonitas vistas a una de las múltiples autovías que suturan Alicante al resto del país. Desde aquí no hay rastro del azul del mar, pero surge el color verde como una alucinación ante el gris de la ciudad donde hasta las palmeras pierden su brillo y se tornan amarillas y apagadas al cabo de un tiempo. Por eso, al contemplar la majestuosidad de las praderas de césped, no puedo sino sentir que entro en un territorio inhóspito.
Este es el tercer campo que visito hoy. El amigo de Rog me ha asegurado que Yaroslav Sokol es un adicto al deporte de los palitos y lo practica cada fin de semana. El problema es que en Alicante han proliferado los clubs al mismo ritmo que los yonquis. Los hoteles de lujo no solo requieren de balnearios, sino que necesitan su propio terreno agujereado a base de búnkers de arena y hoyos de par tres. Yaroslav es socio de todos ellos.
Rog me ha prestado su coche, una tartana con una botella de plástico llena de orines olvidada en la guantera, como recuerdo del seguimiento al Zorro. El problema es que no puedo andar por ahí con mi propio vehículo. Los Organov conocen la matrícula, y no sería sensato por mi parte. Dejo el coche en el aparcamiento, me coloco las gafas de sol y me acerco a recepción. Un chaval de veintipocos me observa preguntándose en qué idioma debe saludarme.
—Buenos días —le ahorro el trabajo—. Necesito saber si el señor Yaroslav Sokol está en sus instalaciones.
—Perdón, ¿quién es usted?
Buen chico. Bien amaestrado. Sería una imprudencia enseñar el carnet profesional, pero tengo tarjetas de visita. Lamentables, feas, pero que cumplen su función ante la ciudadanía. El resto se basa en la interpretación que he realizado durante media vida.
—Antonio Ramos Fernández —lee, el muy cabrón—. Inspector de policía.
—¿Podría indicarme dónde está el señor Sokol? —hablo como si supiera que está aquí.
El chaval tamborilea con los dedos en la mesa. Después comprueba algo en el ordenador y se mira el reloj de pulsera. Esta vez he acertado.
—Llegó a las ocho de la mañana. A estas alturas debe andar por los últimos hoyos. Quizá el dieciséis o el diecisiete.
—Perfecto. Tardaré un minuto. ¿Por dónde se llega hasta ahí?
—Bueno, lo normal es empezar por el hoyo uno, pero será más rápido que vaya por el dieciocho hacia atrás. ¿Quiere alquilar un buggy?
—¿Alquilar un qué?
—Un… carrito de golf. Son unos coches eléctricos que…
—No lo entiendo —le interrumpo—. Lo único que tiene de deporte esto del golf es andar detrás de la pelota arrastrando la bolsa con los palos. Pero si encima te dedicas en cargarlos en un cacharro de esos, ¿qué actividad física haces?
—¿Pegarle a la bola?
—No me jodas…
Avanzo en la dirección que me indica. El chico me recomienda que vaya por los laterales para no llevarme ningún susto proveniente del cielo. El paisaje es idílico, una realidad paralela dentro de esta tierra cenicienta, con lagos, bosques, prados cubiertos de césped y hasta cierto ecosistema con patos y cisnes. El día acompaña, despejado y claro, con temperaturas cálidas para esta época del año, incluso para Alicante. Sin duda, el dinero no hace la felicidad, pero la construye aunque sea en mitad de un desierto.
Por suerte, nada más llegar al green del hoyo diecisiete, encuentro a quien había venido a buscar. Es más alto de lo que parecía en la foto. El pelo muy corto, casi tanto como la barba, gafas grandes con cristales de esos que se oscurecen según la luz que haya. Le acompañan tres tipos vestidos de punta en blanco, que se ríen de sus bromas y ocurrencias. Unos metros más atrás, cargando los palos, están los caddies más fornidos y con pinta taleguera que he visto en mi vida. Son los primeros en percatarse de mi presencia. Uno de ellos deja la bolsa y viene a mi encuentro. Los restantes toman posiciones. Sin duda, son guardaespaldas profesionales. Uno se adelanta en plan lanzadera mientras que los otros se mantienen alertas.
—No puede estar aquí, señor —dice con un fuerte acento ruso.
—Será solo un momento. Quiero hablar con Sokol.
—El señor Sokol no recibe a nadie cuando juega a golf. Llame a las oficinas y pida una cita.
—Es urgente.
—Siempre lo es.
Le enseño una tarjeta.
—Soy el inspector Antonio Ramos. Tengo que realizarle unas preguntas a tu jefe.
Observa el trozo de cartón con desdén. No se va a dejar impresionar con tan poco.
—Si es algún problema legal, debe dirigirse al servicio jurídico de GRUMM Internacional —recita, aburrido—. Y si su vida corre peligro, le agradecería que nos informara a nosotros.
—Es algo más complicado. Tengo que hablar con él.
—Lo siento. Y le repito que no puede estar aquí.
—No me jodas.
—En nombre del señor Sokol, le agradecemos su preocupación genuina.
—Tengo información sobre los hermanos Organov —digo—. Es algo que os han ocultado al resto. Solo quiero que lo sepa.
El gorila permanece en silencio. Para esa afirmación no estaba instruido. Mira de nuevo la tarjeta. Aprieta los labios.
—No sé a qué se refiere…
—Deja de tocarme los cojones y pregúntale a tu jefe si me quiere ver, ¿de acuerdo?
Aguarda una reacción. Quizá quiere noquearme. Una bola bota cerca de nosotros y se pierde entre la hierba más alta. Alguien se caga en su puta vida desde el fondo. El grandullón ladea la cabeza.
—Espere aquí.
Regresa sobre sus pasos, pero solo medio camino. Saca un móvil del bolsillo y dice algo. Al fondo, uno de los guardaespaldas se acerca a Yaroslav y le susurra al oído. Entonces nuestras miradas se cruzan en la lejanía, ambos ocultos tras las gafas oscuras. Su mandíbula se mueve. El gorila recibe las nuevas instrucciones y vuelve a mi lado.
—El señor Sokol tiene curiosidad por saber si está usted loco —dice.
Me cachea sin contemplaciones, buscando armas y micros. Desde la academia no recibía un tratamiento similar, cuando practicábamos los registros con los compañeros. El tipo es meticuloso y se toma su tiempo. Cuando queda satisfecho, me hace un gesto.
—Sígame, por favor.
Y es según me acerco al green cuando sé que el lugar más bucólico también puede convertirse en un infierno. Los tres compañeros de partida de Yaroslav se alejan unos prudenciales pasos, acompañados por uno de los falsos caddies, mientras que los otros se arremolinan cerca del capo. Es una coreografía perfecta, interiorizada a base de repeticiones instintivas, rémoras que viajan con el tiburón sin que este se percate de su presencia.
Yaroslav Sokol huele a dinero. Su ropa deportiva es más cara que mi coche, gasta reloj de oro blanco, anillos a juego, manicura milimétrica. Hasta su corte de pelo está perfilado por un profesional. Quizá meter la bola en el agujero y cagar sea lo único que haga por sí mismo. No es difícil imaginarlo con una puta distinta cada noche, en una mansión a las afueras de El Campello, con jacuzzi exterior, pista de pádel, y vistas a los microapartamentos costeros para recordar la pobreza de donde proviene.
—Señor Sokol —le saludo—. Debemos hablar.
Dos de los esbirros me flanquean, mientras que el tercero hace sombra a su patrón. Observo los ojos de Yaroslav tras las gafas. Tiene esa mirada de tipo inteligente y peligroso que es imposible de disimular. Hay gente que piensa lo que va a decir, el tono, el modo, midiendo mucho sus pasos. El silencio de Sokol es distinto. Sabe las palabras exactas que pronunciará antes siquiera de que yo haya terminado mi frase. Sin embargo, permanece a la espera, calibrando mi sinceridad, mi objetivo, lo que puede intuir y lo que no.
—Creo que todo esto es un malentendido —contesta finalmente.
Es natural. Yaroslav Sokol no es el capo de la mafia rusa en Alicante, sino un respetable empresario que recoge premios de quince mil euros vestido con un esmoquin. Sé que no me reconocerá nada sobre los Organov, y él sabe que yo lo sé. Pero el hecho de recibirme a falta de dos hoyos indica que le ha picado la curiosidad. Si fuera una chica lo interpretaría como una invitación a la intersección de sus piernas.
—Estoy de acuerdo —miento—. Me llamo Antonio Ramos. Investigo un incidente relacionado con bandas organizadas de procedencia rusa.
Se apoya en una madera a modo de bastón.
—No sé cómo puedo serle de utilidad.
—El pasado viernes atracaron un furgón policial que transportaba pruebas —hago una pausa, pero Sokol no se inmuta—. Entre otras cosas, portaba un cargamento de dinero en metálico. En total, robaron algo menos de un millón de euros.
Las pupilas de hiena de Yaroslav me escrutan. Los gorilas están incómodos, pero lo disimulan bien.
—He leído en la prensa lo de su furgón, pero ignoro por qué me cuenta todo esto.
—Murieron policías.
—Mis más sinceras condolencias.
—Sabemos que Iván e Igor Organov están detrás de todo esto.
A veces la mejor respuesta no es un gesto claro, sino la ausencia de este. Yaroslav deja de respirar por unos segundos. Después continúa con su pose de hombre recto.
—No conozco a esas personas —responde—. ¿Y dice que son rusos?
—Sí.
Da un pequeño paseo por el green seguido del guardaespaldas. Agita el palo en el aire, dibujando círculos.
—¿Y por qué está tan seguro de que han sido ellos? —pregunta.
—Porque yo les ayudé.
Yaroslav detiene su caminar. Se gira hacia mí rascándose la barba.
—Perdone, pero a veces no entiendo bien su idioma. Ha dicho que es policía, ¿verdad?
—En efecto.
—Y ahora acaba de confesar un crimen.
—Así es.
Se quita las gafas oscuras y se las pasa a su hombre de seguridad para que las limpie.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —dice.
—Porque quiero venganza —mastico cada sílaba—. Estos hombres han hecho demasiado ruido y no nos conviene a ninguno de los dos. Nos llevaron a las obras de ampliación del aeropuerto y mataron a mi compañero. Sus obras, mi amigo. Si quiere, le puedo señalar el lugar exacto donde se acumula la sangre.
La mirada de asesino, la que tiene cuando negocia un contrato multimillonario.
—No. —Se coloca de nuevo las lentes—. No quiero.
—Han muerto policías —repito—. La investigación se centrará en cada pequeño detalle y no tardarán en llamar a su puerta. Yo puedo ayudar a que eso no suceda, señor Sokol. Los hermanos Organov me traicionaron y han atraído un buen montón de mierda hacia su casa. Si yo he llegado hasta aquí, otros lo harán.
Un campo de golf se caracteriza por el silencio. Es un bosque prefabricado, naturaleza artificial, todo estudiado en despachos de arquitectura por tipos que jamás lo pisarán. Y ahora, por un instante, tengo la sensación de que el silencio se intensifica hasta el límite de poder oír las ventosidades de una rana.
—Yo los quiero ver muertos —sentencio—, y a usted le conviene que estén bajo tierra.
Yaroslav medita su siguiente acción, aunque algo dentro de mí me dice que ya ha tomado una decisión y tan solo está interpretando. Sokol escupe algo en ruso que no puedo memorizar y los caddies asienten. Entonces se gira y se dirige hacia el búnker.
—Como le he dicho —prosigue—, no conozco a esas personas y no le puedo ayudar.
—Esta no es la solución, señor Sokol.
—Vasili le acompañará a la salida.
Y se coloca en posición para golpear la bola. Sus colegas se unen a él y le pasan un hierro de numeración baja. Los gorilas me colocan una mano en cada hombro y me obligan a marcharme.
—Tiene que venir con nosotros —dice Vasili, el primer matón con el que hablé al llegar.
—Vale, joder…
Siento su respiración en la nuca durante todo el camino de regreso. Saludo con la mano al chaval que me atendió en recepción y alcanzo el aparcamiento. Al llegar allí, siento una patada en la parte trasera de la rodilla y me doblo sobre el capó. Un brazo me sujeta con fuerza hasta el punto de casi dislocarme el hombro. Vasili se planta ante mí mientras el otro me inmoviliza.
—¿Este es su número de teléfono? —Me muestra la tarjeta que le di.
—Claro, coño.
Dos puñetazos. No demasiado fuertes, pero sí muy dirigidos. Uno a la boca, otro a la ceja. Siento la sangre manar de cada una de las heridas. Un tercer impacto en la barriga hace que me derrumbe. El gigante de detrás afloja la presión y caigo. Vasili se guarda la tarjeta en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Tendrá noticias nuestras —dice.
Y una vez transmitido el mensaje de Yaroslav, se alejan de nuevo al interior del club.
En el coche, observo el resultado en el retrovisor. Labio roto, ceja partida. Dos hermosos hilos de sangre que dejarán marca. Está claro que Sokol quiere que me acuerde de él cada vez que me mire al espejo. Esta vez, el monstruo del espejo será como aparenta.
14:14
La anciana friega los platos con guantes de goma. Al terminar, se seca las manos y abre el frigorífico. De ahí extrae una bolsa de plástico que contiene un pollo sin desplumar. De un fuerte meneo le parte el cuello al pájaro ya muerto. Después lo deja sobre el banco de la cocina y se marcha.
—Te lo dije —murmura Roger Escudero, señalando en su dirección—. ¿Qué te habías apostado?
—Nunca apuesto contra ti, Rog.
No puedo regresar a mi ratonera en Los Arenales del Sol, y agazaparme en el lecho de Pilar Hurtado me distraería demasiado. Por eso me oculto en la guarida de mi amigo periodista: una casa de estudiantes cercana a la Universidad de Alicante, regentada por una anciana que disfruta rompiéndole el pescuezo a los pollos.
—¿Seguro que no le importa que me quede aquí? —pregunto.
—No, tranquilo.
—¿Y dónde voy a dormir?
—En mi cama. Ya sabes que me paso las noches siguiendo a putones desorejados.
—En cualquier caso, recuerda que si vuelves e intentas meterte entre las sábanas, es más que probable que te suelte un tiro en los huevos.
—Me recuerdas a mi última novia, ¿sabes?
—¿También te disparaba?
—No me dejaba meterle mano. Siempre estaba con tonterías de llegar virgen al matrimonio, que si mejor vamos despacio… Se supone que con diecisiete son unas guarras.
—Prefiero no saber más.
—Ya. De todas formas, no te puedo contar detalles.
La vieja aparece de nuevo, agarra el pájaro y lo vuelve a desnucar. Luego se marcha.
—¿Qué sabes de Jesús? —dice Rog.
—Supongo que lo soltarán en cuanto comprueben que el ADN de Carmencita es de Marc. No sé en qué punto está la investigación, pero no creo que tarden.
—Te va a sacar una pasta.
El salón está decorado con un gusto arcaico, con tapetes cosidos a mano cubriendo toda superficie imaginable, cuadros de alguna virgen desconocida por las paredes, y fotos de cada uno de sus quince hijos, nueras y nietos apiladas unas tras otras en estanterías sin libros. Nosotros bebemos un té con sacarina sentados a una mesita redonda que resguarda un brasero eléctrico apagado bajo las sayas con cenefas.
—Necesito que hagas algo por mí, Rog.
—¿Ilegal?
—Por supuesto. —Saco la libreta de la camisa y anoto una dirección—. Tienes que ir aquí. ¿Sabes dónde está?
—Es… joder, es el supermercado de la droga.
—Hay un poblado chabolista en esta dirección. Hace años que la policía no va por allí.
—Ni las asistentas sociales. Coño, Antonio, que eso es el Bronx.
—Te equivocas: el Bronx tiene colegios. —Dibujo un mapa improvisado—. Tienes que llegar hasta esta casa. No te constará encontrarla: es la única con cristales en las ventanas. Pide hablar con El Sacristán o con alguno de sus hijos. Si te preguntan algo, di que vas en mi nombre.
—¿Y qué hago yo allí? ¿Pillar un kilo de coca?
—No: comprar una pistola.
Rog se queda en silencio. La vieja no nos permite fumar en el salón, y siento la llamada de la nicotina en las entrañas. Extraigo el sobre con el dinero que escondía en mi apartamento y le tiendo parte.
—Antonio, joder…
—Con esto será suficiente. Que te demuestren que funciona disparando a una lata o algo así, ¿vale?
—¿Y si me atracan, me roban la pasta y el coche, o me acuchillan en la pierna solo para verme llorar?
—No te harán nada de eso. El dinero es mío y El Sacristán no se atreverá a robarlo. Y tu coche no vale una mierda. Como mucho, los niños te escupirán mientras caminas, pero no te preocupes.
—¿No has dicho que no había colegios?
—Pero hay niños. ¿Dónde está el problema? Joder, céntrate en la misión.
Escudero observa el papelito. Lo toma con pulso trémulo y lo guarda en un bolsillo.
—¿Vas a matar a los Organov con ese arma?
Le pongo una mano en el hombro.
—Hay cosas que es mejor que no sepas, Rog.
Me levanto y me recuesto en un sofá cercano. En este caso no tiene tapetes, pero sí una funda floreada para evitar que se desgaste. Lo mejor de todo es que el sistema funciona, porque el mobiliario debe tener al menos cincuenta años pero está como nuevo.
—¿Y la quieres para hoy? —Roger se remueve nervioso en la silla—. Quizá es mejor que vaya mañana.
Cuando una persona está tan inquieta, lo mejor es cambiar de tema hasta que se calme.
—¿Cómo llevas tu novela, Rog?
Se lo piensa unos segundos.
—Bien, la cosa ya marcha.
—¿Has avanzado algo? La última vez que hablamos solo tenías el título.
—Ríos de Farlopa. Me voy a forrar.
—¿Y de qué va?
—Aún no lo tengo claro, pero ya sé quién será el protagonista.
—Un periodista atractivo y valiente, ¿no?
—Eso era antes. Ahora quiero hacer realismo social.
—¿Entonces?
—Es un tipo adicto al sexo. Se pasó la juventud masturbándose con «la extraña». —Voy a preguntar qué es eso, pero Rog se adelanta—. Ya sabes, es cuando se te duerme el brazo y no lo sientes como propio. El chaval se dedicaba a sentarse sobre su propia mano hasta que se le quedaba tonta, y entonces se daba una paja.
—Fascinante.
—El tema es que al crecer descubre la cocaína. Entonces decide darse la gayola definitiva.
—La definitiva…
—Sí —contesta orgulloso—. Su plan es operarse para quitarse dos costillas.
—¿Para qué querría hacer eso?
—Bueno… Las mujeres lo hacen para tener una cintura más pronunciada, y los tíos para llegarse al cipote con la boca.
—¿Para chupársela a sí mismo?
—Sí, y aquí viene lo bueno. Porque nuestro hombre lo que hace es echarse cocaína en la boca. De esta forma se le quedan los labios y la lengua dormidos, y por tanto no la siente como propia.
—¿La polla?
—No, la boca. Es como la extraña, pero en vez de con la mano es con la lengua. Apuesto a que es lo mejor que has oído jamás.
—Es repugnante, Rog. —Siento el tibio abrazo del sueño y me pregunto cuánto tiempo llevo sin dormir—. Por cierto, quiero que vayas esta tarde a por la pistola, ¿de acuerdo? Quizá deba usarla antes de lo que tenía pensado.