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Glóbulos de sangre flotan entre el polvo y la luz de los faros como pétalos de una rosa marchita, un código Braille en escarlata para ciegos que quieren distinguir los colores. Marc está de pie y un pestañeo después cae de espaldas, fulminado, el cuerpo arqueado, las vértebras al límite, una contorsión imposible para una persona viva. Entonces llega al suelo y toma formas menos elegantes, con los brazos torcidos, una rodilla flexionada, un gesto de incredulidad congelado en el rostro.
—Gran puntería, hermano —Igor.
—Da —Iván se persigna—. Prácticas en playa. Entre los ojos. ¿Tú viste?
—Como Tony Montana.
—¡El mundo es tuyo!
Debería haber un libro para reaccionar ante la muerte. Uno cortito, fácil de leer, con frases sencillas de recordar. Nadie te dice que te temblará la mandíbula, ni que tus piernas se negarán a dar un paso, que la garganta se te secará tan rápido, o que te entrarán tantas ganas de fumar y vomitar a la vez. Por su lado, el Zorro continúa agachado, con el maletín cubriéndose el pecho y el productor aterrado a su vera. El Tuerto se mantiene impasible. Sabe que será el siguiente.
—Tú deber matar a los dos a la vez. —Igor.
—Niet. Necesitamos a uno. —Iván—. Y koll Ramos parece más listo.
—Poner dos cabezas juntas y disparar. Así solo gastar una bala. Eso inventarlo los nazis. Hitler algunas buenas ideas.
—Si ni siquiera son balas mías. ¿Para qué ahorrar? Además, interesa que bala no salga por detrás.
A esa distancia no tiene suficiente potencia para que haya orificio de salida. El plomo entra en la cabeza y ahí permanece, por lo que rebota varias veces dentro del cráneo, licuando el cerebro a su paso. Marc estaba muerto antes de escuchar el segundo disparo.
—Yo haré resumen de mejores jugadas. —Iván a mi lado, la pistola apercibida—. Vosotros decir eso, ¿da? ¿Mejores jugadas?
—Le has matado, cabrón —logro mascullar.
—Da. Y antes maté a Nelson Chávez y tú no hiciste nada.
Hijos de puta. He tratado con asesinos desde el principio, he caído en sus redes casi sin proponérmelo. Los informes del Martínez aseguraban que estos cabrones eran expertos en robar furgones blindados y tonteaban con la prostitución. Nadie dijo que eran criminales de guerra capaces de volarle los sesos a un chaval sin inmutarse. Han ejecutado a Marc. Se quitaron del medio a Nelson Chávez. El diablo no tiene alma.
—Eres un pedazo de mierda, Iván. Chavito era un crío.
—Pero él perdió bolsa con pastillas. Debía escarmentar.
Y entonces veo el cuadro en su conjunto. Todo ha sido culpa mía. He sido el percutor de toda esta barbarie. Todo por las rulas que vegetan en mi guantera desde el lunes. Pensé en sacarles algo vendiéndolas a algún camello, pero conseguí que ahogaran al desgraciado de Nelson. Si no fuera así, jamás habríamos ido a General Polavieja y Fonsi seguiría vivo.
—Esto es sencillo —prosigue el siberiano—. Yo pensé mucho. Policía no siempre estúpida. Sabrán que alguien chivarse desde dentro. Y para investigar, mejor darles un culpable ya. Tu compañero es perfecto. Madero con información, pasado con nazis.
—Nazis buenos —murmura Igor.
—Niet. Nazis mierda. ¿Cuántas veces tengo que repetir?
—Esto no era necesario, Iván —digo.
—Escucha. —Me pone una mano en el hombro, una mano peluda y sudorosa que incrementa mis náuseas—. Nosotros te damos un culpable y nos quedamos un seguro de vida. No poder compartir el dinero y confiar en que nos cubrirías.
—Seguro de vida. —Repite Igor mientras se acerca al cuerpo de Marc machete en mano.
—Seguro de vida —prosigue Iván—. Algo que nos dé tranquilidad, koll. Que compre tu silencio y tu cooperación. Como el que hayas matado a tu compañero con tu arma de madero.
Un engranaje en mis neuronas se activa. Tardo varios segundos en entender lo que quiere decir. Cuando lo hago, un terror inmenso se apodera de mí. Ha disparado mi arma. La bala que Fonsi tiene en el cráneo lleva mis muescas, las estrías de mi cañón. No se trata de una pistola de la que me pueda deshacer. Es mi PK reglamentaria. Me tienen cogido por los cojones.
—¿Y qué vais a hacer con el cuerpo? —pregunto—. ¿Dónde os lo vais a llevar?
Los rusos se miran entre sí. Estallan en carcajadas. Los cuatro de las metralletas se parten la caja. Intercambian bromas en ruso. Solo el contable permanece serio.
—Eso es problema tuyo. —Me da dos bofetadas amistosas en la cara—. Nosotros no necesitamos cuerpo.
Igor se coloca en cuclillas sobre Marc y comienza el horror. De un machetazo le secciona el cuello hasta las cervicales. Intento reaccionar, pero siento un golpe en la sien. Beso la lona. El cañón en la nuca, la rodilla en la espalda. Me obliga a mirar, me obliga.
Igor. Un animal asilvestrado, mangas remangadas, montando el cuerpo de Marc como si fuera un jinete del Apocalipsis. El horror encarnado, el fondo del abismo. Levanta el brazo en el que sostiene el machete. Lo cristalizo así, con la diestra apuntando a la estrellas, espada en ristre para amedrentar al enemigo. Y entonces lo descarga con todas sus fuerzas. El acero se hunde en la carne y choca contra el hueso. Entonces se dedica a serrar. Primero secciona la carne de un lado a otro. La sangre surge tranquila y negra y densa. Cierro los ojos, pero el sonido permanece. Ruido líquido, algo que se agita. Grito, insulto, pataleo. Mis párpados se abren solos, de par en par. Igor agarra a Fonsi del pelo. Sin prisa, la tranquilidad de un relojero, el oficio de un matarife. Mi compañero queda con las vértebras como una sujeción con el tronco. El ruso clava el machete en tierra. Mueve la testa hacia un lado, y de un tirón seco, le parte el cuello. La cabeza gira sobre su eje, una peonza necrótica surgida de las vísceras del terror más puro y primigenio, y un instante después se desprende por si sola.
—Nosotros llevarnos cabeza con bala dentro —explica Iván—. Dejamos cuerpo para entierro digno.
Igor el ruso se incorpora con la cabeza de Marc en una mano. Tiene los ojos abiertos y la lengua le sale por el cuello.
—Quedar bonita sobre televisor, ¿da?
Algo así debe ser el estado de shock. Es como si nada me importase. Siento la necesidad de quedarme inmóvil, concentrado en respirar, en tener la mente despejada. No es momento para la histeria.
—Este es el nuevo trato, tavarish. —Iván restriega su camiseta mugrosa por mi pistola para limpiar las huellas—. El dinero ahora nuestro. Tú desviarás atención o podrirte en cárcel. ¿Entiendes?
Incapaz de partirle la cara, de escupirle. Simplemente, me quedo petrificado.
—¿Algún problema, koll Tuerto? —Abandona el hierro en el suelo y se gira hacia Durán—. ¿Contento con día de hoy?
Mis pupilas fijas en Igor. Tengo el arma al alcance de la mano, pero no puedo reaccionar. Me concentro. Estiro los dedos en su dirección, pero la distancia parece un mundo. El ruso me pisa los nudillos.
—¿Dar beso de despedida? —pregunta.
Y coloca la cabeza decapitada sobre el suelo. Está tan cerca que podría sentir su aliento si estuviera vivo. Observo los ojos en blanco, la mandíbula caída, el occipital hundido, el tizne carmesí sobre la piel. La pesadilla no termina. La pesadilla continúa.
Igor patea la pistola y se aleja. Iván se burla de Durán. Ha ganado y lo sabe. Nosotros no somos nada. Una mierda rodeada de moscas, una colilla mal apagada, un escozor al orinar.
—¿Tú papel y pluma? —pregunta Igor tras de mí.
—No, lo siento mucho —contesta el Zorro.
El ruso le está pidiendo un autógrafo. Los faros del camión de bomberos le iluminan. Está cubierto de sangre, con la cabeza de mi compañero enganchada de la cabellera.
Esto no puede estar sucediendo.
—¿Tú puedes mandar autógrafo por correo? —prosigue.
—Sí, claro. —El actor está blanco—. Cuando y donde quiera. No es problema.
—Igor, nos vamos —ordena Iván—. Ya hemos perdido tiempo. Hay que contar dinero.
—Do svidaniya —se despide.
—Y cuidado con jodernos, koll Ramos —recalca Iván antes de montar al camión de bomberos—. Tu hija sería buena puta de carretera.
La última amenaza, la más clara. Saben mi domicilio, conocen a mi familia. Beatriz, Leo, Ernesto. Pueden destruirme, pero antes destruirán mi vida.
Se alejan. Me incorporo como puedo. Los coches se marchan. Alguien acciona el claxon, o tal vez lo imagino. No distingo los ocupantes. El séquito de la muerte avanzando hacia la victoria, sumergidos en la oscuridad, de regreso al infierno.
Me restriego los ojos. Sin querer, miro el cuerpo abandonado de Marc. Las nauseas se apoderan de mí y vomito. Durán se coloca a mi lado.
—Tenemos que ocuparnos del cadáver —explico—. No podemos dejar que lo encuentren. Si no, estaremos perdidos. Ayúdame a meterlo al coche.
Por respuesta, recibo un gancho en la boca del estómago. El impacto es demoledor. Ya no me queda bilis. Caigo de rodillas. Boqueo buscando el aire que me falta, pero mis pulmones se niegan a obedecer una orden tan sencilla. Entonces me percato de que el Tuerto está hablando:
—… y no te mato a hostias porque los Organov tienen razón. Si no, te reventaba la cara, hijo de puta. De la carne muerta de tu socio te ocupas tú solito. Y como vea a un solo madero, como siquiera llegue a intuir un marcaje, te liquido y luego canto todo lo que sé, ¿estamos, payaso? ¿Me explico bien?
Cada una de las preguntas las remarca con una patada en las costillas. No trato de pararlas. Durán se disuelve en la noche como si jamás hubiera existido. Encuentro mi pistola. Me incorporo.
Las ráfagas de los coches de la carretera cercana rebotan contra el cadáver de Marc. Un maniquí sin cabeza, sin memoria, despersonalizado. Tropiezo con su puño americano. Lo recojo. El frío trozo de metal parece palpitar al tacto. Debo concentrarme, lograr que mi mente se despeje, pensar el próximo movimiento. El pulso me tiembla, siento las heridas del cuerpo y las que no se ven, rasgando mi persona, marcando mi espíritu. Marc, mi apoyo incondicional estos últimos años. Muerto y sin enterrar, su cuerpo despedazado. Confiaba en mí y yo la he cagado. El dinero de Cosme Trujillo es como el oro maldito de una película de piratas.
—Lo siento, tío. —Las lágrimas escapan de mis retinas—. De verdad que lo siento.
Algo se mueve tras de mí. Me giro empuñando el arma. Cuatro ojos aterrados me observan medio ocultos tras una grúa. No me puedo creer que me haya olvidado de este cabo suelto. Debo centrarme si no quiero que la situación me sobrepase definitivamente.
—Salid de ahí —farfullo.
El Zorro y su productor obedecen sin dudar. No puedo dejar que se marchen, pero tampoco puedo fusilarlos.
—No nos mates —el del bigote se ha meado encima—. No diremos nada, lo juro.
—Tus juramentos me importan una mierda. —Voz ronca, la que esperan oír—. Sois cómplices de esto. Mi compañero está muerto y vosotros no habéis hecho nada. Así que sois tan culpables como yo.
El actor mira alrededor. Se muerde el labio, pero al final abre la boca.
—Hay unos plásticos allí detrás —dice—. Deberíamos envolver el cuerpo.
—¿Qué? —Me acerco a pasos rápidos hasta su posición—. ¿Quieres que haga un paquetito de cumpleaños con el cadáver de mi compañero? ¿Me estás tocando los cojones o solo me lo parece?
—No —contesta muy serio—. Pero es lo mejor. Habrá que transportarlo o lo encontrarán ahí. Y si no quieres llenar el coche de sangre, la mejor opción es el paquetito de cumpleaños con un lazo rojo arriba.
Y me mantiene la mirada. Siento la tentación de pagar mi frustración contra él. Pero me quedo con las ganas. No sé si la habrá ensayado ante el espejo, si es la que siempre pone cuando hay que tomar decisiones correctas, pero me convence.
—Tienes razón. Envolvamos el cuerpo y nos lo llevamos.
—¿Dónde? —pregunta el productor.
—No queremos saberlo, ¿de acuerdo? —El Zorro le agarra de los carrillos—. Así que cállate de una vez.
Guardo la PK en la funda y ayudo. Volteo el cuerpo de Fonsi. Lo hago todo con la frialdad con la que trataría a otro cadáver. Si sigo pensando que se trata de mi hermano de armas, me volveré loco, cometeré más errores. No puedo dejar que un famoso de Hollywood tenga la cabeza más despejada que yo.
El plástico es grande. Debe ser el que protegía los ladrillos o algo así. Lo envolvemos de puta madre, como embalsamadores profesionales. Después lo cargamos a oscuras hasta el maletero. Pesa bastante más de lo que me podría imaginar. Dudo si yo solo habría podido con él. Está claro que Marc era asiduo del gimnasio.
No. Deja de pensar así. Céntrate si no quieres morir. Ya tendrás tiempo de llorar. Ahora hay que salir vivo de toda esta pesadilla.
Repaso los últimos minutos. No puedo dejar ningún cabo suelto, y hay miles. Enciendo los faros y veo el charco de sangre en el suelo. La disperso entre la arena ayudado de un trapo sucio que encuentro tirado por ahí. Si no hay sangre, nadie sospechará de las marcas de neumáticos, ni de las huellas de los zapatos. Hago lo mismo con el vómito y con una mancha de aceite que no sé si nos corresponde, pero no me puedo dejar nada en el tintero. Debe parece que aquí jamás ha pasado nada.
Y entonces caigo en la cuenta: los casquillos.
Iván realizó dos disparos. No recuerdo que los haya recogido. Deben estar cerca, pero con esta oscuridad no se ve nada. Busco cerca de donde estábamos antes. Sin rastro. Han saltado lejos. Puede que los hayamos pisado y estén medio enterrados. Palpo el suelo, levanto polvo. Un coche pasa por la autovía y observo un destello por el rabillo del ojo. Y ahí están, los dos, uno al lado del otro como dos buenos hermanos.
Cuando regreso con mi descubrimiento, mis dos compañeros de desgracia ya no están. El corazón se pone del revés una vez más. Salgo corriendo hacia la oscuridad, pero entonces me paro en seco. Que se marchen. No puedo perder tiempo en buscarlos. Antes o después los tendría que haber liberado. Si han dejado el coche es porque estaba el cuerpo de Marc. Ahora solo puedo confiar en que no digan nada, o que tarden el tiempo suficiente para cubrir mis huellas.
Me siento más muerto que vivo. Intento arrancar el coche pero ya está en marcha. Me digo por última vez que debo centrarme y salgo derrapando.
00:27
Al segundo tono escucho su voz.
—¿Diga?
—Soy Antonio. ¿Dónde estás?
—Haciendo horas extra.
—Mejor. Así no tendré que sacarte de la cama.
—¿A qué viene eso?
—Quédate allí. Llego en unos minutos.
—¿Qué sucede?
—Nos vemos en la parte de atrás.
Apago el móvil. No estoy para nadie.
Acelero hasta el límite de velocidad del tramo. No quiero llamar la atención, pero tampoco perder tiempo.
El orden de los factores altera el producto. Primero, esconder el cadáver. Segundo, deshacerse del coche. Tercero, buscarme una coartada para lo de esta noche y para el atraco al furgón de pruebas. Entretanto, tengo que sacar tiempo para esconder a mi familia si quiero venganza.
Porque cuando esté fuera de toda sospecha, los mataré.
00:53
Papá Noel tiene legañas en los ojos.
—Los turnos dobles deberían estar prohibidos —dice el doctor Dólera al verme bajar del coche—. Coño, que soy un funcionario. Ni que los muertos se fueran a quejar a otro forense.
El Hospital de Alicante tiene muchas puertas, y algunas de ellas son privadas. La policía no pasa por el mismo sitio que el enfermo, y los cadáveres tampoco. Para los finados hay un pequeño puerto de carga donde depositar las cajas fúnebres. Si alguien ve salir un ataúd por la entrada principal, es probable que le dé un infarto. Por eso hay que ser discreto. En los hospitales se cura a la gente, no mueren sobre un quirófano escupiendo sangre, o por desahucio de enfermedad terminal, o porque un ruso demente te haya decapitado.
—Esto es un desastre, Antonio. Han atacado un furgón policial en la Autovía del Mediterráneo. Los peces gordos dicen que les demos prioridad.
—Es la primera noticia que tengo —miento.
—¿En serio? —Arruga la frente—. Entonces, ¿qué haces aquí?
Lanzo una mirada fugaz al maletero. Agarro a Luis Dólera del hombro.
—Vamos adentro.
Caminamos por los mismos pasillos fríos de siempre, aunque ahora parecen acogedores. Un lugar tan bueno como cualquier otro para descansar un rato.
—Antonio, ¿qué ocurre?
En una de las salas, el ayudante del doctor Dólera husmea en un fiambre abierto en canal. En la siguiente hay un cuerpo tapado hasta la cintura, y en la tercera hay otro médico al que no conozco sopesando los testículos de un cadáver con una cuchara.
Entro al depósito. Frío, ambientador de alcohol, productos químicos en botellas de plástico, tubos fluorescentes que disipan las sombras y los volúmenes. Dólera se queda en el umbral.
—Antonio, coño. ¿Qué estás buscando?
—Necesito una caja.
—Están en ese armario. —Señala una puerta metálica incrustada en la pared similar a los nichos que cubren la pared principal.
Agarro una. Pienso que es pequeña, que Marc mide casi dos metros. Entonces caigo en la cuenta de que sin cabeza es más bajito.
—Esta servirá. Ayúdame.
—Por el amor de Dios, Antonio. ¿Me vas a explicar lo que sucede aquí?
Coloco el ataúd de plástico sobre una camilla.
—Vamos al coche.
Recula. Las manos ante el pecho.
—Oye, esto no me gusta. Será mejor que te vayas.
Dos opciones: obligarlo a punta de pistola o cambiar el enfoque de la situación.
—Tranquilo, hombre. —Le palmeo la cara—. Es para gastarle una broma a mi mujer. Te la devolveré por la mañana.
Tarda en reaccionar. Me imagino a mí mismo amartilleando el arma y al pobre de Dólera orinándose en los pantalones. Pero por su expresión sé que ha mordido el anzuelo.
—Joder, ¿y tanto secretismo para esto? A veces dan ganas de patearte el culo, imbécil.
—¿Y qué te lo impide? —Empujo la angarilla a toda velocidad. No sé cuánto tiempo puedo perpetuar la cara de corderito.
Luis me cuenta un par de chascarrillos mientras atravesamos el pasillo de vuelta al exterior. No le presto atención. Los tres centímetros cuadrados que aún funcionan de mi cerebro deben concentrarse en no perder los estribos.
—¿Y en qué consiste la coña? —dice—. ¿Te vas a hacer el muerto? Tienes unas ideas de lo más enfermizas, Antonio.
Abro el maletero. Si en algo está entrenado un forense es en reconocer un cadáver aunque esté cubierto con un plástico mugroso. Se queda atónito. Sus pupilas van de mí al maletero, y de nuevo a mi persona.
—¿Estás es la broma, Antonio? —pregunta muy serio—. No pienso tomar parte en esto.
—Ya lo has hecho. —Paso el brazo alrededor de su nuca para impedir que se marche—. Firmaste esto en el momento en que te libré de la cárcel. Me lo debes.
—¿Que te lo debo?
—Estoy metido en un lío demasiado grande para explicarlo en pocas palabras. Me tengo que deshacer del paquete. Y ahí me vas a ayudar.
—No pienso hacer tal cosa.
—Si caigo, os llevaré a todos conmigo. Perderás tu licencia para ejercer, irás a la cárcel. Yo mismo me preocuparé de que tu hijo te acompañe. Quizá allí salga del armario de una puta vez —le suelto—. Si crees que bromeo, márchate. Me importa una mierda.
La sombra de la duda en su mirada es como agua en el desierto, como el orgasmo en el convento, como la esperanza en el infierno.
—¿Y qué quieres que haga yo? Deberías tirarlo al mar o algo así.
—No deben encontrarlo jamás, Luis. —Y recalco—: Jamás.
—Pero…
—Lo guardaremos en la nevera unos días. Después lo soltaremos en la piscina.
El mejor lugar donde esconder algo es a simple vista. Cosme Trujillo lo hizo con toda su fortuna. Nadie sospechó nada. Ahora, yo voy a hacer lo mismo con el cuerpo de Fonsi. ¿Dónde ocultar un cadáver? Sencillo: en una morgue. Y cuando pasen unos días, cuando los curiosos se cansen de mirar en la dirección equivocada, terminará en la piscina como un fiambre anónimo del montón, rodeado de cuerpos similares, de fragmentos humanos flotando en formol. Un final triste, pero el único sensato.
—Antonio, me pides un imposible.
—Falsifica un informe. Solo te pido eso, Luis. Yo lo hice por tu hijo. Hazlo tú por los míos.
Mira hacia el cielo, tal vez esperando ver una cámara de seguridad o algo por el estilo. Ya lo he comprobado todo. No hay peligro y lo sabe, pero tiene esa sensación de que algo malo va a ocurrir. La adrenalina le produce una inquietud que tardará días en desaparecer.
—Por favor, Luis. —Las manos en el hombro, apelando a su humanidad para no ponerle la PK en la frente—. Te necesito en esto, amigo.
Su rostro de Santa Claus se contrae. Labios apretados, cejas preocupadas, aletas de la nariz tensas. Echa una ojeada al maletero. Sabe que una vez cruce la puerta de la morgue nadie preguntará.
—Vamos, rápido —dice remangándose—. Puede aparecer alguien en cualquier momento. Pero que sepas que después de esto no quiero volver a verte.
Si alguna vez hubo una sonrisa amarga, esa es la mía. La pena empaña el momento, pero es inevitable. He perdido una amistad con un buen hombre para librarme de un problema demasiado grande. Y algunos favores no se pueden devolver.
01:31
Nunca podré olvidar la imagen del cuerpo decapitado de Marc, como tampoco podré hacerlo del sonido del nicho metálico al cerrarse. Un clic sordo, sin eco, tan discreto que pensé que se volvería a abrir. La sensación gélida se amarra a lo que alguna vez fue mi alma.
Nadie meterá las narices en el archivador humano. Dólera se ocupará de ello. Confío en él. Apenas hemos vuelto a hablar. Cuento con que el hecho de ayudarme a esconder el fiambre le dé el suficiente pánico para no soltarse de la lengua. Es un colaborador necesario, un cómplice con abuso de poder, mi compinche con cátedra.
No nos despedimos. Ni siquiera me acompaña a la puerta. Se queda trabajando en el papeleo que tendrá que rellenar para hacer que todo sea oficial. Cuando eso suceda, el crimen más macabro y desquiciante de los últimos años pasará a ser una estadística de hospital.
Cuando pase un tiempo, baremaré si ha merecido la pena.
Conduzco el coche de Marc hacia un descampado. Debo abandonarlo y recoger el mío en la comisaría. Sin embargo, no puedo dejarlo demasiado cerca. El extrarradio es un buen lugar, pero después tendré que caminar un rato largo, y perder el tiempo no es una opción. Aún quedan muchos cabos sueltos que cerrar.
Me decido por los descampados que flanquean las vías del tren. Son oscuros, nunca hay nadie, y están próximos a la costa. Caminar por la arena será más discreto que ir bajo las farolas.
Apago las luces. No tengo tiempo para limpiar mis huellas del vehículo. El maletero está cubierto de sangre. Será inevitable que se formulen algunas preguntas.
En una bolsa llevo las pertenencias de Marc: cartera, teléfono, un paquete de tabaco, el zippo, un reloj, la pistola y la placa, un colgante de oro, el puño americano.
En la guantera tiene líquido inflamable para recargar el mechero. Quemo su documentación hasta que se convierte en confeti. Empapo un trapo con el acelerante, y después bautizo el coche por dentro y por fuera. No da para mucho, pero tendrá que bastar. Introduzco el trapo en el depósito de gasolina y le prendo fuego. A una distancia prudencial veo cómo arde. Las llamas borrarán la mayoría de las pruebas. Otras tendré que afrontarlas cuando llegue el momento.
El regreso es la parte más dura. Mi mente se bifurca entre tratar de ocultarse en las sombras y en lo sucedido durante unas horas antes. Tengo claro lo que toca ahora, pero no puedo evitar que la muerte de Marc me afecte. Son pensamientos febriles, repetitivos, que siempre terminan en el punto de partida. Me digo que la opción de la piscina de formol era la apropiada. No podía arrojarlo al mar, sería incapaz de usar ácido o descuartizarlo, no había tiempo para buscar a alguien que me ayudase. Podría haberlo abandonado en algún escondrijo secreto hasta que todo pasara, pero seguía siendo arriesgado. Lo más rápido y efectivo era el hospital. No es el final que me habría gustado darte, compañero.
Mi cerebro vaga por abismos a los que no me atrevo a mirar. Con Fonsi a mi lado esto ya estaría resuelto. Pero no es así. Se ha marchado. Fin. La soledad me quema las entrañas. Saber que no me queda un puto apoyo en este mundo. Empiezo a imaginar conversaciones que tendría con él. Me obligo a dejar la mente en blanco para no terminar loco. Centro todas mis energías en los hermanos Organov. Mis fantasías se convierten en orgías de sangre y plomo. Es un comienzo.
Tardo una hora y media en alcanzar el coche. En el trayecto me cruzo con chavales que hacen botellón, mendigos que venden flores, yonquis que vegetan en los cajeros automáticos. Nadie me presta atención.
Cuando agarro el volante, el reloj marca las 3:07. Tomo dirección a Los Arenales del Sol. Hago una parada para deshacerme de la bolsa con las cosas de Marc. Le añado las malditas pastillas de la guantera y lanzo el bulto por un pequeño acantilado. No veo si termina en el agua o en las rocas.
3:43
No sé si encontraré a mi familia viva. Los rusos los amenazaron y debo ocultarlos hasta que todo pase. Pero al llegar a la puerta de casa, hay algo que no me esperaba. Un par de patrullas esperan en mi mismo portal. Coches oficiales con las luces rojas y azules encendidas. Sin disimulo alguno. Están allí, de pie, esperando.
Y dentro de mí, lo sé: me han atrapado.
Detengo la marcha y hago una parada. Estoy lejos, no me han visto. Intento hacer un rápido plan de fuga. Si me buscan, lo primero será esconderme. Cuando los controles se suavicen, tocará conducir. Marcharme muy lejos. Las cuentas del banco bloqueadas y el dinero oculto en el apartamento. A estas alturas ya lo deben haber encontrado.
Me pregunto cómo lo saben. Han deducido que soy el culpable. Quizá los rusos han dado el chivatazo en algún tipo de estrategia suicidada para joderme. O Durán. El viejo Tuerto ya debe estar camino de Guatemala. Si es lo que entiende por venganza, es bastante retorcido.
Entonces siento un escalofrío. Sube por mi espalda y se instala en el pecho. Venganza. Los rusos. Mi familia.
La duda. Esa amante despechada aliada al miedo. Una combinación peligrosa. Los Organov amenazaron con prostituir a Leo. Y ahora los compañeros están rodeando el edificio. Ni tan siquiera lo han disimulado. Tiroteo en abierto, que se sepa. Entonces miro al mausoleo que es la urbanización en invierno y recuerdo que no hay nadie en los edificios colindantes. Un lugar perfecto para cometer crímenes con impunidad.
Una intuición. Saco el teléfono. Lo llevo en silencio desde hace unas horas. Compruebo que tengo varias llamadas no contestadas. Son de Beatriz.
Hay ocasiones en las que actúas por instinto. Tus palabras salen de las tripas y te ves a ti mismo realizando cosas que jamás habrías imaginado. Dejo la pistola en la guantera. Enciendo el coche. Me planto en la puerta de entrada.
Ni siquiera hay curiosos. Los Arenales del Sol, una urbanización de domingueros, de proletarios con ínfulas de burgueses que queman las vacaciones en pisos patera a la española.
Los cinco pasos que me separan de la puerta se convierten en una eternidad en mi mente. Imagino la escena. Un sucio estepario de apenas dieciséis años toca la puerta y Beatriz le abre. Un tiro, sin silenciador. La bala le sale por detrás. Ernesto se queda petrificado y recibe un par en el pecho. Siempre es así. La Ley de los Sicarios reza que si no eres capaz de liquidar a un imbécil de dos tiros, mejor dedícate a otra cosa. Y después vendría mi Leo. Si el chaval es un profesional, habrá sido rápido. Si no, la violación está asegurada.
Pero puede que todo sean paranoias mías. He sufrido mucho estrés, el trauma de la muerte de Marc. Quizá los han secuestrado. Quizá estaban muertos desde esta misma mañana.
Dos uniformados me salen al paso. Por su forma de andar, diría que son pareja.
—¿Es usted Antonio Ramos? —pregunta el más maricón.
Un pensamiento atroz cruza mi córtex cerebral. Todo es una trampa. El comisario ha hablado con Beatriz y la ha coaccionado para que me llame, para convencerme de que me entregue. Han corrido más que yo. Me consideran un criminal fugado. Soy el hijo de Hitler, el enviado de Satán, la cruz tras el clavo.
Aún así, digo:
—¿Mi familia está bien?
Los dos gays se miran extrañados. Después ponen gesto profundo, esa misma cara que los médicos ensayan en tercero de carrera para dar las malas noticias a los allegados. Defunción, obituario, una bonita esquela en los diarios.
Escucho gritos. Alguien se abalanza sobre mí. Sé que es Beatriz antes de verla. Su tacto, su olor, sus lágrimas. Leo y Ernesto se suman al abrazo común.
—¿Estáis bien? —Mis palabras salen por inercia, no por necesidad—. ¿Qué ha ocurrido?
Dos puñetazos en el pecho. Frustración contenida ante los extraños. Palabras duras pese a la presencia de observadores anónimos. Ya no le preocupa el qué dirán porque hace tiempo que hablan mal de ella.
—¡El desgraciado de tu vecino! —chilla—. ¡Es un asesino! ¡Quiere matarnos!
—¿Qué?
—Se ha cargado a su esposa —dice Ernesto.
—Se llamaba Judith. —Leo se aguanta el llanto para no estropear el maquillaje de zorra que lleva por rostro.
Bernabé. Me cuesta creerlo. Es como un chiste o una cámara oculta. Tras lo que he vivido esta noche, después del susto de pensar que un sicario soviético hubiera asesinado a mi familia, esto me parece de risa.
—Dos tiros, papá —prosigue mi hijo—. En la cabeza. Yo los he oído y tenía la música a todo trapo.
—¿Y tú dónde estabas, desgraciado? —Rabia, enfado, miedo—. ¿Cómo nos dejas solos? Un ama de casa con dos menores. Debería…
Cuando una mujer no conserva la cordura en situación normal, es imposible que lo consiga en momentos de tensión. Aparto a Juana la Loca y me acerco a la pareja del año.
—¿Dónde está Bernabé?
—Eso nos gustaría saber a nosotros —contesta uno—. Su esposa nos ha dado el aviso. Escucharon dos tiros sobre las doce y media. Al subir encontramos la puerta abierta. Había una mujer con un disparo en el pecho.
—El otro impacto se lo llevó la televisión —confirma.
—Hemos comprobado sus antecedentes.
—Sí, ha tenido problemas con la justicia —digo—. Pero jamás creí que…
—¿Sabe por qué tenía un revólver en casa?
—Nunca me habló de él.
—¿Desde cuándo se conocían?
—Escuchad, compañeros. —Mi mejor sonrisa por novena vez en la noche—. Mi mujer está muy nerviosa. No va a querer pasar la noche aquí con ese desgraciado suelto. Mirad, cojo un par de cosas, me los llevo a un lugar seguro, y después hablamos.
Sus ojos afeminados indican desconfianza. Saben que soy policía, pero no quieren cagarla más.
—Esta noche está siendo de locos. Entre el furgón y ahora esto…
—Será solo una hora —le interrumpo—. Volveré enseguida.
No espero su respuesta. Me acerco de nuevo a mi familia. Sus ojos van desde la emoción de videojuego de Ernesto a las de pena profunda de Leo. Pero los que más me impactan son los de Beatriz. El reproche que siempre lleva tatuado en el rostro se ha amplificado hasta convertirme en el culpable de todos sus males. Cree que por mis pecados han matado a Judith, que su vida miserable se debe a mi presencia en casa, que su falta de fe es consecuencia directa de la mía, que le he contagiado el virus de la infelicidad.
—Vamos a hacer la maleta —digo—. Esta noche dormiremos fuera.
Intento apartarle el pelo, limpiarle las lágrimas con una caricia, besar las heridas de su alma. Ella me rechaza con un gesto despectivo que de tanto repetirlo se ha transformado en parte de su personalidad. Su odio es palpable, y lo peor de todo es que creo merecerlo.
04:29
El coche es un funeral. Nadie dice nada. Hasta Beatriz se ha guardado sus histerismos para sí misma.
Hemos recogido algo de ropa y nos hemos marchado. Antes he agarrado los ahorros que guardo en el fondo falso del armario. Los necesitaré para lo que se avecina.
—Deberías haberlo visto, papá. —Ernesto rompe el silencio—. La calle estaba llena de maderos. Y hasta una ambulancia. Trajeron perros y todo.
Alcanzo la última curva y me planto ante el refugio. En ocasiones toca tragarse el orgullo y otras veces te lo meten con calzador. Sé que aquí no podrán hacerles daño, que jamás los encontrarán. Pero puede que, si alguna vez regreso, ya no estén.
Beatriz me mira sorprendida. Creo que está actuando, porque desde el principio reconoció el camino, pero su asquerosa manía de aparentar lo que no es la hace disimular de una forma esperpéntica. A una mujer de su nivel imaginario le corresponde sentirse abrumada por los acontecimientos, aunque en el fondo lo esté deseando.
Bajo del coche y pulso un timbre que no hace ruido. No se escucha a nadie en el interior. Al poco rato los veo aparecer. Son unos diez. Sin embargo, solo se aproxima uno.
La puerta se desliza hacia un lado con el ruido del motor eléctrico. Un hombre surge de las tinieblas.
—No sabía adónde más ir —digo, antes de que pueda abrir al boca.
Zox me observa con templanza. Tiene la cara hinchada y cubierta de vendas. Uno de los ojos está tan amoratado que no puede ni abrirlo. De su nariz de tejón hasta casi la frente hay una cicatriz cubierta de yodo que deja vislumbrar una docena de puntos. Al respirar emite un sonido curioso, como si tuviera algo atascado en las fosas nasales.
Sin embargo, lejos de parecer un hombre derrotado, se engrandece ante mí. Sabe que ha ganado. Es la última batalla. Le entrego a mi familia. Jamás podré echarle nada en cara. Este es el mayor sacrificio. Para salvarlos a ellos me condeno a su ausencia. He luchado por mis hijos y esposa, he estado a punto de matar, pero al final el agua se vierte en el tiesto y yo no puedo hacer nada.
—Está bien —sisea—. Pueden quedarse con nosotros.
No impone condiciones. La guerra ha terminado y yo he perdido. En su única pupila hay condescendencia al sentirse superior a mí. Ramiro/Zox tiene la sartén por el mango, le he cedido mi lugar y lo ha ocupado con satisfacción sin dejarme siquiera las migajas. Y lo peor de todo es que me da igual. No siento esa furia que me consumía desde las tripas, que me hizo reventarle la cabeza. En lugar de eso hay calma, resignación. El corderito manso ante el lobo feroz.
Hago una señal a mi descendencia. Bajan con las maletas y se acercan a nuestro lado. Mi esposa tiene una cara extraña. Por un lado se alegra de que haya sido yo quién haya decidido por ella y, por otro, siente pena por la vida que va a dejar atrás.
—Antonio, yo…
—No pasa nada. Vete.
—Pero…
—No te lo puedo poner más fácil, Beatriz.
—Lo sé —dice.
Me observa con el alivio de poner fin a una relación que hacía tiempo había muerto, aunque ninguno de los dos quisiera verlo. Hace un amago de acercar sus labios a los míos, pero es una deferencia hacia el espectador. En realidad no quiere un último beso. Dudo que alguna vez haya deseado incluso el primero. Cuando se percata que no obtendrá nada más de mí, baja la cabeza y se reúne con mi sustituto.
Abrazo a mis hijos. Les murmuro palabras de ánimo, bromeo con ellos, y los abrazo de nuevo. Ernesto pasa de todo, pero Leo tiene cierto aire triste que me conmueve. Después van junto a su madre y al tejón. La puerta se cierra muy despacio. Me da tiempo a pensar en ir tras ellos, olvidarme de todo, unirme a la secta, que alguien decida por mí, sin dolor, sin las preocupaciones de distinguir lo que está bien o lo que está mal, tener la certeza de vivir una mentira pero no atreverme a reconocerlo, aferrarme a una fe absurda basada en una deidad omnipotente creada por los hombres a su imagen y semejanza.
Sin duda, sería más gilipollas, pero también más feliz.
La puerta se cierra con un chasquido metálico. Me recuerda al nicho de aluminio cromado de Marc. Quizá se trate de lo mismo, un lugar donde se guardan los cadáveres, aunque con formas diferentes.
Regreso al coche y parto rumbo a la última parada de la noche.
5:02
Dicen que la resaca ensucia las playas, pero lo que hace es revelar los restos del naufragio. La marejada no tiene culpa de que llenemos el mar de inmundicia, y no me refiero solo a los bañistas. Hay basura a toneladas, desagües de alcantarillado, colillas, bolsas de plástico. Y la gente solo se fija en las algas muertas que la corriente abandona en la orilla. Luego lloran si se suicida una ballena. A eso se le llama hipocresía.
La última vez que estuve aquí dije muchas cosas, la mayoría ciertas. Todo continúa con la misma pátina de decadencia de antaño, con polvo y suciedad, pintadas en la pared, y el eco de dos viejos amigos que se cuentan las penas.
La única diferencia es que ahora Bernabé tiene un revólver.
El peso de la PK me da cierta tranquilidad. Me pregunto por qué no avisé a los compañeros cuando pude. Me convenzo a mí mismo de que quiero que todo salga bien.
—Sé que estás ahí —digo, pero solo me contesta el silencio—. Bernabé, vengo solo.
De nuevo, la quietud es la respuesta. Pienso que tal vez me haya equivocado, que Bernabé conoce un escondrijo mejor, que tal vez ya lo hayan detenido mientras tomaba el ferry a Orán. Entonces escucho un sollozo. Las lágrimas se confunden con la bebida, y una voz ronca y gangosa suplica la muerte.
—Antonio…
—Voy a entrar, amigo.
Avanzo al interior de la casa de pescadores donde tantas cervezas hemos compartido. Siempre es arriesgado actuar de esta manera, más con un hombre borracho que solo siente dolor.
Lo encuentro agazapado bajo la ventana. Ni siquiera mira al mar. A sus pies hay una botella de ron vacía y otra a medio consumir. Sus ojos son dos bulbos rojos e irritados empañados por la tristeza profunda. Entre las manos, un revólver oxidado. Me planto a unos pasos de él.
—¿En qué estabas pensando, tío?
Bernabé se sorbe los mocos.
—¿Quieres algo? Tengo de todo. Mira, aún queda whisky.
—Es ron.
—¿Ah, sí? —Observa la botella entre la penumbra de la noche—. Ya decía yo que sabía a garrafón…
—Bernabé, esto es serio.
—¡Lo sé! —grita—. Joder, lo sé.
—No, no tienes ni puta idea. Has matado a Judith. Te espera una vida asquerosa entre rejas. Ya tenías antecedentes por intento de violación, así que te van a clavar todos los años. Aparte de que serás la comidilla de todos los informativos hasta que un juicio rápido haga que se olviden de ti.
Mi vecino se ríe bajo la barba. Niega con la cabeza. Suspira hacia el cielo.
—No… tú eres quien no tiene ni puta idea.
Saca un cigarro mojado y lo enciende con parsimonia. Me ofrece uno de la cajetilla arrugada y niego con la cabeza.
—Tienes que venir conmigo, Bernabé. Antes o después te van a atrapar. Lo mejor es que te entregues por tu cuenta. El juez lo considerará un atenuante. No te queda otra.
—Siempre hay una escapatoria.
Levanta el revólver y se lo pone bajo el cuello. No me atrevo ni a gritar. Al final, lo baja de nuevo y el llanto regresa a sus pupilas.
—Soy un fracaso, Antonio —dice—. Ni siquiera soy capaz de tomar la salida fácil. ¿Se puede ser más cobarde? En la televisión siempre termina el hombre suicidándose después de matar a su mujer. Y yo… joder, me cago de solo pensarlo. Ni con todo el ron del mundo me atrevería.
—Mira, dame el arma, ¿vale? —Estiro el brazo, suplicante—. Yo me ocuparé de todo. Confía en mí. También he tenido un día bien jodido y quiero descansar un poco.
—Y sin embargo con ellas sí que he podido.
La sombra de la duda salta dentro de mí, pero prefiero ignorarla.
—¿Te refieres a Judith?
—La otra noche fui a tu casa, Antonio. Te quería contar que estaba perdiendo el control. Yo… al final se me ha ido todo de las manos.
Cuando supe lo de Judith, quise enterrar su visita en esos recuerdos que están mejor en el país de lo que nunca debió suceder, pero siempre reptan por salir de su tumba.
—¿Qué has hecho, Bernabé?
—Yo…
Las conexiones se suceden en mi cabeza, demasiado poderosas para ignorarlas.
—Mírame a los ojos. Quiero que te centres.
—Con Judith no debería haber sido así. Joder, no… ella no…
La pregunta que nunca pensé hacer.
—¿A cuántas has asesinado?
Sus ojos como dos cuchillos. El regusto del placer del crimen en su mirada.
—Judith es la tercera.
Mis pies se ponen en marcha. Pienso mejor cuando camino. Recorro la pequeña ruina.
—Vale, céntrate. Por lo que más quieras, céntrate.
—Lo que más quería está muerto. ¡Dios…!
—Pues entonces hazlo por mí, ¿de acuerdo? Para salir de esta tienes que ser sincero conmigo, Bernabé. Quiero que me cuentes quién fue la última chica. ¿Una puta de carretera? ¿La conocías de antes? ¿Ibas borracho? ¿Qué hiciste con el cadáver? ¿Te ayudó alguien?
Bernabé me observa perplejo. Es como si no entendiera mis palabras. Entonces abre la boca y se desata el cataclismo.
—Ya sabes quién es, Antonio.
El puzzle se completa de golpe en mi mente, pero me obligo a mirar en otra dirección. La barba, el revólver, una infancia modelada a hostias, maltratador y machista. Es tan obvio que prefiero no verlo.
—¿Sabes a quién me refiero? —pregunta.
—No quiero saberlo.
Posesivo, violento, sádico.
—La chica guapa, una joven —prosigue.
Condenado por acoso e intento de violación.
—Carmencita —murmuro.
Se rasca la nuca. Ladea la cabeza hacia un lado.
—Así que ese era su nombre…
Aprieto los dientes. La respiración forzada. Me cegó la amistad. Nunca debí separar la vida privada de la profesional. Hice la vista gorda cuando maltrataba a Judith y eso me impidió ver al monstruo que tenía delante.
—¿A cuántas has violado?
Se encoge de hombros.
—Al principio las contaba, luego ya no. Sé que algunas lo denunciaron, pero otras estaban demasiado asustadas —se relame—. No es que quisiera, Antonio. Era lo único que me excitaba, ¿sabes? Imagina lo que es no llegar jamás al orgasmo, salvo cuando actúas cómo yo lo hice.
—¿Esa es tu excusa?
—No —niega tajante—. Lo hice por Judith. Pensé que si descargaba al animal contra las otras, a ella no le haría nada. Pero la bestia es más fuerte que yo, Antonio, y al final despertó también en casa.
—¿Y la otra chica? ¿Una ecuatoriana?
—Puede ser. No era de aquí. Al principio me bastó con humillarla, pero después volvió la flacidez. No se me pone dura. Es jodido decirlo, significa que soy un marica.
—Por eso le introducías un garrote, ¿no?
—¿Garrote? —Levanta el revólver—. Era más divertido con el cañón.
No recuerdo la última vez que me quedé sin calificativos.
—¿Y por qué matarla? —digo.
Apoya la cabeza en una mano.
—¿Sabes? Yo nunca quise. Debes creerme. Se me fue de las manos. No sé. Con la ecuatoriana sucedió así. Se resistió más de la cuenta y la molí a leches. Si hubiera querido liquidarla de primeras, le habría pegado un tiro.
—Como a Judith.
—No digas eso, Antonio. Lo de esta noche ha sido un accidente.
—Accidente…
—La culpa es de la camarera. Cuando me cargué a la ecuatoriana noté que se me ponía dura. Pero con esta… joder, me empalmé según la vi.
—¿Y por qué ella, Bernabé?
Resopla cansado. Una alimaña atrapada en el cuerpo de un desgraciado.
—Cuando liquidé a la ecuatoriana pensé en entregarme —explica—. Fui a buscarte a la comisaría. Me dijeron que no estabas, que mirase en el bar de enfrente. Y allí la vi. Creo que me tomé como cien cervezas hasta que se marchó de allí. Después la seguí hasta un apartamento. Iba a sorprenderla en el ascensor, pero había un tipo esperándola en la puerta. Entonces me escondí y la ataqué cuando volvía a su coche para regresar a casa.
Marc la recibió, se besaron, fueron felices. Ahora los dos están muertos, y este psicópata dice que fue culpa mía por llevarlo hasta ella.
—Me suplicó, ¿sabes? —continúa—. Dijo que estaba embarazada, que no le hiciera nada. Las chorradas que dicen todas. La obligué a conducir hasta la playa y allí le abrí la cabeza. Después la violé con el revólver. Aquella vez la erección me duró hasta el punto que me dio tiempo a masturbarme, pero desapareció antes de que pudiera correrme.
Me falta el aire. Bernabé lo cuenta todo con voz neutra de enfermo mental. Vi la escena del crimen. El muy cabrón la mató primero y luego la profanó. No sé si eso me consuela o me hunde más en la mierda.
—Cuando lo pensé en frío, fui a buscarte a tu casa. Esta no es vida, Antonio. No es que me arrepienta, pero no quería hacerle eso a Judith. Y al final el demonio que corroe mis tripas la ha asesinado a ella también. ¿Y sabes qué? He eyaculado al instante.
Sin duda, me hunde en la mierda hasta el fondo.
—No digas que fue un demonio, un animal que está dentro de ti, porque es mentira.
—Tú qué sabrás —se jacta, con desprecio.
—Me das pena, Bernabé. Tú eres el asesino, la bestia. No hay una fuerza interior que te obligue a actuar como lo haces. Todo es culpa tuya.
—No… es el alcohol. Hace que salga la fiera…
—¿Dónde está esa fiera? —Miro a mi alrededor teatralmente—. Porque aquí solo veo a un cabrón.
—Por favor, Antonio.
La decisión está tomada.
—He hecho todo lo que podía por ti, Bernabé. He intentado ayudarte. Te juro que lo he intentado. Pero ya no me quedan más fuerzas. Ya no.
Me doy la vuelta. Camino unos pasos hasta la puerta.
—¿Te marchas?
—No, pero no quiero mancharme con tu porquería.
—¿Qué?
—Te dije que esto acabaría así si seguías maltratando a tu mujer.
—¿Conmigo entre rejas?
Me giro con la pistola desenfundada.
—O suicidándote.
Un avión pasa sobre nuestras cabezas. Parece que siempre están presentes en las muertes.
—¿Estás de broma? —dice abandonando el revólver a un lado.
—Es lo mejor que te puedo ofrecer.
—No me vas a disparar, Antonio. Somos amigos, por el amor de Dios.
—¿Y por qué no? Al fin y al cabo, tú disparaste a tu mujer y la amabas.
En el bolsillo tengo los casquillos que recogí del aeropuerto. Los lanzo a la oscuridad.
—Pero…
—¿Sabes qué? Esta noche han matado a mi mejor amigo. Le han volado la cabeza con mi propia arma. —Me señalo la frente con la otra mano—. Después lo han decapitado a machetazos y me han dejado con el cuerpo.
—¡Joder! ¿Por qué me cuentas esto?
—Esa gente ha robado un furgón cargado de dinero y han tiroteado a varios compañeros. Y a mí me da igual. Solo quiero venganza.
—¿Y qué tiene que ver conmigo?
—No lo entiendes, ¿verdad? Le prometí a él que te mataría.
Está tan borracho que no hace nada. Gesticula con los brazos y poco más.
—¿Y sabes qué es lo más gracioso? Que al final le achacarán a él la muerte de esa pobre chica. Aunque confesaras, hay una probabilidad muy alta de que no te condenaran por culpa de las estúpidas pruebas de ADN, o que digan que debes ir a un psiquiátrico. Y con las leyes de mierda que tenemos, en quince años estarías en la calle.
—¿Qué?
—Da igual. Pensaba en voz alta. Hoy he dinamitado mi vida. No me quedan amigos, ni familia, y mi trabajo está en la cuerda floja. Y ahora que sabes todo esto no puedo dejarte vivo, ¿no crees?
—Antonio, por Dios.
—Me das asco, Bernabé. Eres un despojo humano. Nadie te echará de menos. Incluso puede que gane alguna medalla.
—Dime que es una broma…
Le concedo unos segundos de cortesía. Creo que es mejor que lo asimile. Su rostro se compunge en un rictus suplicante, miserable. Quería que lo oyese, que se diera cuenta de su naturaleza, que por una vez fuera la víctima y no el verdugo. Una gota de babas le cae por la mandíbula, una sombra oscurece su entrepierna.
—Bebe un último trago si quieres —digo.
No se lo piensa. Se lleva la botella a la boca, pero le tiembla tanto la mano que termina bautizándose con ron. Deja el vidrio en el suelo y levanta la mirada.
—Por favor, Antonio —balbucea—. Eres policía.
—Eso dicen.
Disparo dos veces. Ambos plomos se incrustan en su pecho. Compruebo que está muerto. Una de las balas le ha atravesado el corazón.
Observo la escena del crimen. No queda del todo realista. Un tercer disparo contra la pared disimulará la ejecución. Los casquillos que recogí del aeropuerto quedan como prueba de dos balas que se perdieron en la oscuridad de la noche.
Pateo el revólver y lo alejo del cuerpo, tal y como habría hecho en una situación real. Después llamo a la central y doy parte.
Esta vez, nadie llorará por el suicidio de esta ballena.
13:19
La policía es la reina del eufemismo. La violencia de género se usa para no decir que a una mujer la han matado a hostias. Libre y voluntariamente suele ir unido a una citación y a unos grilletes bien gordos. Lo contrario seria resistencia activa del individuo, que suele emplearse para obtener carta blanca para patearle la cara a algún desgraciado. Acceso carnal es violación pura y dura. Ya no se interroga, sino que se toma declaración. Además, si eres menor de edad, en ese caso se llama exploración. Del mismo modo, el calabozo de los críos es idéntico al de los adultos y hasta huele igual de mal, pero se le denomina sala de menores, que suena más bonito.
Y, ahora mismo, digamos que me están tomando declaración.
No puede haber una prueba más evidente de que he perdido el juicio. Estoy sentado al otro lado de la barrera, en el lugar donde deberían estar los yonquis, los camellos y las putas. Mi culo se apoya en la misma silla de plástico donde se han meado hombres adultos rogando por un pico. Joder, cuando vuelva a casa tendré que cambiarme de pantalones.
Entonces recuerdo que no hay casa adonde volver ni amigos a los que acudir. Los he enterrado a todos, de una forma simbólica o real.
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo? —pregunto.
En la sala están el juez Morales y el Comisario Llorente. El mono de tabaco hace que Su Señoría tenga que estar en pie todo el rato.
—Las que haga falta, inspector —dice—. Queremos entenderlo con toda claridad.
—¿Y Miñarro?
—Se ha tomado una excedencia forzosa —contesta Llorente.
—¿Al final se murió la gorda?
—Eso da igual. El caso es que la cagó.
—Está de moda joderla, ¿no?
—Vamos a repasarlo otra vez.
La muerte de Bernabé me proporciona una distracción perfecta. Sin él, alguien con olfato habría preguntado por qué se había disparado mi arma hacía poco, o por qué faltaban balas en el cargador. Es mejor excusa hacer frente a una investigación por abrir fuego contra un asesino armado que rogar porque se traguen cualquier otro bulo.
—Llegué a casa sobre las tres y media de la madrugada. Mi vecino se había cargado a su esposa de dos tiros. Beatriz estaba preocupada por los niños, así que los llevé con unos amigos. —Mis tripas se revuelven—. A la vuelta pensé que Bernabé podría ocultarse en la vieja caseta de pescadores. Al llegar intenté razonar con él, pero estaba demasiado borracho y amenazó con disparar el revólver.
—No pediste refuerzos.
—No.
—Y lo mataste.
—Me amenazó, Llorente. Primero intenté intimidarlo disparando por la ventana, en dirección al mar, pero fue en vano. Le temblaba mucho el pulso. Me podía haber liquidado. Simplemente actué.
—¿Cuántas veces disparaste?
—Un par. Puede que tres. Era un momento de mucha tensión, no lo recuerdo con nitidez.
Cuando la respuesta que se da es la única lógica, pruebas mediante, es que debe ser la verdad. El comisario me desollaría solo por hacerle trabajar en sábado, pero mi versión es sólida.
—¿Te contó por qué asesinó a su mujer? —Morales toma el relevo.
—Dijo que era una puta. No sé qué puede significar eso.
—¿Por qué imaginaste que estaba allí?
—En una ocasión me contó que se marchaba a la casa abandonada de la costa a beber cerveza.
—¿Nunca sospechaste que podría hacer algo así?
—No teníamos una relación de amistad tan fuerte. Simplemente, era mi vecino.
Pero el juez se sabe todas las canciones como si las hubiera escrito él y no se rinde con facilidad.
—Maltrataba a su costilla. ¿No oíste nada extraño?
—Sí así hubiera sido, lo habría denunciado.
Las pupilas de Llorente me atraviesan. Se podría moldear su rabia hasta formar una bonita escultura. A él le importa bien poco que un tipo mate a su mujer. Sucede en todas partes y a todas horas. Ni siquiera le molesta que haya tirado de gatillo en este asunto. No. Lo que le aprieta las gónadas es algo bien diferente. Se relame los labios y lee de un informe.
—Según los agentes que se encontraban de guardia en tu casa, llegaste a las cuatro menos cuarto.
—Es posible.
—¿De dónde venías?
Responde rápido, pero no mucho. Puedes pensar primero. Que no se note que estás representando Romeo y el coño de la Bernarda Alba.
—Seguía una pista.
—¿Qué pista?
—Confidentes. Solo los puedo localizar a esas horas.
—¿Nos puedes decir sus nombres?
—Sabes que no. Me debo a ellos.
Llorente resopla como un miura. Los cuernos ya los trae de casa.
—¿Qué caso investigabas? —interrumpe Morales.
—La del violador en serie.
—Ya detuviste a un sospechoso.
—No creo que haya sido él.
—El ADN…
—El ADN es una mierda. —Y muestro mis cartas—. Yo creo que el cabrón que lo hizo no podía ni empalmarse como es debido. Por eso no encontramos semen nunca. Además, una de las víctimas aseguró que la violó con un objeto redondeado.
—Pues esta vez sí que había esperma.
—Sería del novio. O del amante. Quién sabe.
—Lo del amante lo estamos investigando, no te preocupes.
—No lo hago.
—¿Y averiguaste algo?
—Nada reseñable.
—Este no parece un caso que se pueda resolver preguntando a travestis.
—Son mis métodos, ya lo sabéis.
Llorente golpea la mesa con el puño cerrado. Cambiaría de orientación sexual por un chicle de nicotina. El sudor se le acumula bajo las axilas formando manchas en su camisa de cien euros. Escupe algo que suena a insulto hacia mi madre, se levanta apoyando los nudillos en la silla.
—¿Dónde coño estabas ayer entre las diez y las once?
—Aquí, en comisaría.
—¡Mis cojones! —Varios papeles salen despedidos—. Te largaste a las diez y media con Fons.
—Sí.
—No tienes ni puta idea de lo que te hablo, ¿verdad?
El furgón blindado. Por suerte tengo coartada.
—Ayer a las diez y media atracaron el transporte de pruebas que iba hacia Madrid —explica Morales, con calma—. Llevaba el dinero que encontramos en General Polavieja. Un coche de bomberos le hizo señales para que se apartara y cuando pasó por su lado los sacó de la autovía.
—Después se liaron a tiros —Llorente está fuera de sí—. Llevaban fusiles del ejército, hostias. Los acribillaron. Tengo cuatro muertos.
Mi capacidad de disimulo no alcanza hasta el punto de fingir sorpresa, por lo que guardo un prudente silencio.
—Marc anda en paradero desconocido. Y lo último que sabemos de ti es que entras a una puta choza disparando como John Wayne.
—Fonsi se marchó en su coche. No me dijo dónde.
—¿En serio? ¿No te lo dijo?
—Comisario —tercia el juez.
—¿Y si te dijera que lo sé todo?
—¿Qué es todo?
—Tú atracaste ese furgón. Montaste una trama. Y me importa una mierda que tengas una coartada, porque de esta no te salva ni Buda.
La policía está autorizada a mentir en los interrogatorios. Es algo que todo el mundo sabe, pero lo de Llorente es distinto. Me pregunto cuánto sabe de verdad. Por suerte es un pésimo jugador de póquer. Toca tirarse un farol.
—¿Qué tiene eso que ver con Marc y conmigo?
—No te hagas el tonto, Ramos, que te cruzo la cara de una hostia.
Eso también puede hacerlo en un interrogatorio, aunque se maquilla con fragmentos de verdades a medias.
—Ni siquiera sabía que habían atracado el coche de pruebas —digo—. Estaba demasiado preocupado trabajando a deshoras y protegiendo a mi familia.
—No me jodas, Antonio…
—¿Quién ha dicho esa majadería, Llorente?
Y ahí viene, como un elefante en el Palacio del Pardo, la trola de las trolas:
—Marc —pronuncia con placer—. Tu compañero te ha vendido.
Pobre, pobre niño rico. Me da tal pena que sería capaz de regalarle una galleta.
—¿Marc ha dicho eso? —continúo como si hubiera picado el anzuelo.
—¿Quieres un careo? —prosigue Morales—. Tenemos su declaración jurada.
Me recuesto en mi infecta silla forrada de meados. Después apoyo los codos.
—¿Él ha dicho que atracó el furgón? —Las manos a la cara—. Joder, Fonsi…
—¿Llamamos a un abogado? —propone el comisario—. No me hagas repetirte tus derechos.
Siento una pena profunda. Es un sentimiento demasiado arraigado para ignorarlo. Las conjeturas van en mi dirección, pero no son más que eso. Llorente tiene algo que le hace sospechar de mí, y yo solo puedo traicionarme a mí mismo para salir de esta.
—Marc lo dijo en broma —explico—. Ya sabes, en mitad de una cerveza. Decía que ese dinero nos correspondía, que al final terminaría evaporándose y nadie preguntaría. Creo que tenía deudas. Su paso por los ultras lo dejó marcado. Joder, nunca creí que hablara en serio.
Los dos hombres se sientan. Obtengo la misma atención que una stripper en una iglesia. Y yo acuso a mi difunto mejor amigo de toda la mierda que he fabricado con mis propias manos.
—¿Qué te dijo exactamente? —Llorente toma notas nerviosas.
—¿No lo habéis detenido? —Levanto el rostro—. Solo eso, decía que teníamos que hacernos con el dinero. Yo le dije que ni loco. Son muchos años en el cuerpo y tengo una familia que mantener.
—Todos conocemos tu historial, Ramos.
No sé si en esa frase hay sarcasmo, ironía o sinceridad. Mejor no pensarlo.
—Ignoro lo que os ha dicho Marc, pero yo no tenía ni idea de lo que tramaba, si es que ha sido él. Otras veces hablaba de matar a la presentadora del telediario y sigue viva. Pensé… joder, Fonsi. ¿Qué has hecho?
—¿No notaste un comportamiento extraño en él? —Morales cruza los dedos.
—Estaba más irritable. Creo que follaba poco.
Los dos hombres se miran entre sí.
—Vamos fuera, Comisario.
—Esperad. —Me incorporo—. ¿Qué está pasando aquí? Quiero ver a Marc.
Sus retinas se cruzan de nuevo. Dudo que sepan comunicarse sin palabras. Optan por sentarse.
—Hemos encontrado el coche de Marc —explica Llorente—. Estaba calcinado, aunque había restos de sangre en el maletero.
—¿Sangre? —Mis nervios se camuflan como asombro.
—Creemos que hubo una filtración desde dentro —prosigue—. Era imposible que supieran la ruta. Los cabrones que lo hicieron tienen un topo dentro.
—Por las indagaciones hechas hasta el momento, pensamos que son una banda organizada del Este.
—¿Dónde está Marc?
—Eso nos gustaría saber a nosotros —Llorente—. Hasta ahora no me he atrevido a mover ficha, pero voy a dar la orden de busca y captura.
—¿Ha sido él? Mierda, Fonsi…
—No lo sabemos. Puede ser. Joder, uno de mis hombres… Esto es una mierda gorda, Antonio. Han muerto policías.
—Entonces no perdamos el tiempo. —Me incorporo y siento la ropa pegajosa—. Yo puedo ayudar a…
—No me jodas, Ramos. —Me señala con el dedo—. Aún no estás fuera de sospecha. Y ya hemos visto cómo actúas cuando tienes implicaciones personales en los casos.
—¿Qué? —Indignación, enfado—. Soy la persona que mejor conoce a Marc.
—Por eso te quedarás aquí y te tomaremos declaración. —Morales se rebusca algo en el interior de la oreja.
—¿Aquí? Llevo seis horas de cháchara inútil. Así no soy de utilidad.
—Te quedas hasta que terminemos de sonsacarte y luego ya veremos —gruñe el comisario—. Por si lo has olvidado, te has cargado a un imbécil a tiros.
—Vamos…
—De momento, quedas suspendido. Cuando se aclare toda esta mierda veremos qué hacemos contigo.
Es absurdo insistir más. Pueden retenerme el tiempo que quieran. De momento, parece que tiene prioridad el caso del furgón de pruebas.
Los dos trajeados salen por la puerta y me dejan con mis quimeras. Repaso los cabos sueltos que puedo haber dejado. Si mantengo mi versión minimalista, estaré fuera de peligro. Mi coartada es firme. Solo quedan los rusos.
Me abandonan en el horno. Tengo pánico de que mi cerebro no soporte más presión y enloquezca. He traicionado a Fonsi. Le acusan de robar el furgón. Se va a tragar toda la mugre. Joder, debería de haber escondido el coche. En ese caso aún sería el sospechoso número uno. Ahora mismo creo que estoy a salvo. De no ser así, habrían hablado fuera en lugar de pedir mi colaboración aportando datos. Más vale que la mierda recaiga sobre Marc si así puedo liquidar a los Organov.
La puerta de la pequeña sala vuelve a abrirse. Pilar Hurtado está en el umbral. La envían para arrancarme todos los pequeños detalles, aunque no pienso soltar ninguno. Llorente es un cabrón manipulador.
—Yo también me alegro de verte —dice ella.
21:27
Las horas pasan y al final ocurre. Un pequeño cabo suelto desmorona el castillo de naipes en mi dirección. La compañía telefónica ha entregado el listado de llamadas, y al cotejar los números más frecuentes, han descubierto uno que no esperaban: el de Marc Fons.
Entonces mi versión toma fuerza. Fonsi estaba loco, perdió la cabeza cuando se infiltró en una banda de skins, era machista, celoso, tenía deudas con medio Alicante.
Ahora corroborarán el ADN. El charco de sangre del maletero y el semen del coño de Carmencita. Los amantes serán recordados como asesino y víctima. Un triste final para una historia de amor.
La hipótesis oficial es que Marc sigue vivo hasta que se compruebe que la sangre encontrada es suya. Ha pasado casi un día. Esperan que esté escondido. Y lo está. Al menos, tan bien oculto como puedan estar los Organov. Y yo tengo que evitar a toda costa que los encuentren, porque de lo contrario cantarán todo lo que saben.
La opción B es matarlos.
Ruso a ruso. Ellos son un clan, y yo un madero sin empleo. Pero, si lo hago, ¿cómo ocultar una matanza?
Pilar Hurtado me ha traído unas galletas de limón blandas, y lo raro es que estoy agradecido. Llevo sin dormir casi dos días, y en este puto agujero más de quince horas. Hemos hablado mucho, repetido una y otra vez la misma historia, lanzado alguna mirada libidinosa y hasta recibido apoyo por el cabrón de mi compañero.
Y ahora, cuando me dispongo a firmar el documento que certifique mi suspensión laboral, a entregar mi arma para su examen, el bolígrafo me tiembla entre los dedos.
—¿Cómo estás? —pregunta ella.
Es la primera vez en toda la tarde que me trata como a una persona, no como al criminal que debe interrogar. Su mirada tiene cierta chispa que no sé interpretar.
—No lo sé. —Pero me lo pienso mejor—. Mal. Joder, estoy hecho una mierda.
Pilar me observa con ojos perturbadores de mujer decepcionada. Lo que hubo se extinguió, lo que pudo haber sido nos torturará. Tuvimos algo y ahora solo queda escarcha, un muro de hielo e indiferencia. El acto irreflexivo de la pasión fue mutuo, pero en su recuerdo solo permanece mi culpabilidad.
—Antonio, creo que Marc está muerto.
Las palabras de Hurtado me sorprenden. Inesperadas pero lógicas como las lágrimas de una prostituta el Día de la Madre. Sus dedos fríos se posan sobre mi mano. No recuerdo la última vez que me regalaron una caricia, una real, no fingida por años de matrimonio ni estandarizada por un amigo.
Y es entonces cuando surge el fantasma de Fonsi descerrajando un tiro a mis entrañas, arrastrándose por las arrugas de mi memoria, sucio de barro y sangre, su cabeza arrancada al estilo talibán, el demonio sosteniéndola por el cabello, el chasquido del machete rebanando su garganta, el rugido del disparo que le incrustó un proyectil en la frente, uno de mi propiedad, misma pistola pero distinta mano ejecutora, sin aviones profanando el cielo pero con un alma que se escapa por los agujeros de bala.
Algo cae sobre la mesa. Tardo varios segundos en comprender que es una lágrima.
Pilar está en pie a mi lado. Sus manos rodean mi cuello y me atrae hacia su regazo. Las mujeres tienen ese sexto sentido que las hace ir por delante de cualquier hombre, transformando al adulto en niño, retornando al momento en que saliste del útero bajo el sonido de tu propio llanto.
Y, por primera vez en demasiado tiempo, lloro como un crío, expulso los fantasmas, me rompo por dentro y lo expreso hacia ella.
—Tranquilo —susurra—. Estoy aquí. Te tengo…