VIERNES, 24 DE OCTUBRE

5:57

Dos depredadores que se huelen la polla, sentimiento de territorialidad, sonrisas que sirven para mostrar los dientes. El cachorro joven contra el viejo lobo. Marc Fons frente al Tuerto Durán. Sería divertido si no se matasen.

—¿Por qué conduce él? —pregunta Fonsi desde el asiento de atrás.

—Para eso ha venido.

—Yo también sé conducir, no me jodas, Antonio.

—Niñato. —La pupila del Tuerto en el retrovisor—. ¿Sabrías escapar de una emboscada de tus compañeros a doscientos por hora? ¿Sabes girar derrapando con las ruedas delanteras? Hostias, ¿puedes acaso distinguir entre el embrague y el freno de mano?

—Deberías ir con cuidado con lo que dices, abuelo.

—Claro, colega —ironiza—. Ya sabes que tu opinión es lo más importante para mí.

—Corta el rollo.

—Baso la mayoría de mis decisiones en tus pensamientos. Por cierto, el otro día me salió una almorrana enorme. ¿Qué crees que debería hacer?

—Empujarla para dentro del culo.

—Yo también tengo una lista de cosas que te puedes meter por ahí, empezando por tu puta madre.

—Se ve que eres un experto en ojetes. No me extraña que te hicieras marica en la cárcel. ¿Cuánto fueron, cinco años? ¿Ocho?

—La diferencia es que a ti te gusta. Reconócelo, chaval: te excita sentir un rabo ajeno en la boca.

—A nadie le gusta comer pollas, ¿vale? —interrumpo, aunque es como meterse entre dos trenes que circulan en dirección contraria por la misma vía—. Ninguno quiere estar aquí y, mucho menos, tratar con esos cabrones rusos. Así que comportémonos como profesionales, ¿de acuerdo? Esto solo es un trabajo. Y mañana a estas horas estaremos contando fajos de billetes. Creo que el objetivo merece que estemos cinco minutos en silencio.

Enchufo la radio. Los programas nocturnos resuelven problemas de gentuza sin vida ni sueño. Un suicida que asegura que quiere morir en antena, un adolescente que se acuesta con su madre paralítica, una anciana que hace quince años que no sale a la calle, un taxista que traslada a yonquis a pillar en los peores pueblos chabolistas de Madrid.

—Marica —dice Durán sin disimulo alguno.

—Te he oído, mamapollas —le espeta Marc.

Esto va a resultar más complejo de lo que esperaba.

6:32

Debería sonar una balada rock. Una dura, con la batería al ritmo de cada paso que damos. Si así fuera, al menos, nos daría valor.

Alguien supuso que era buena idea ampliar el aeropuerto de El Altet, a pocos kilómetros de Alicante capital. Por los aviones entra droga y turistas a partes iguales. Reflotaría la ciudad. Ese mismo alguien debió prever que ganaría mucho dinero con las obras. De momento, aún no las han terminado, y lo único que se ve en la oscuridad es la luz roja y tétrica de las grúas, como un cementerio de cruces de hierro gigantes. Ni siquiera hay hangares con tejado. Solo tierra removida y aplanada para la futura T2. Y al fondo, con los faros de la furgoneta encendidos, se intuye la silueta de dos rusos cabrones y gordos como ellos solos.

—Este lugar apesta —dice El Tuerto, masticando el aire.

—Alicante apesta —respondo.

—Si nos quieren dar pasaporte, lo tienen fácil —prosigue—. Esto es un desierto. Ni una puta alma a la vista. No hay casas, y la autovía está a tomar por culo.

—¿Eres marica, Durán? —se burla Fonsi, aunque en su voz hay cierta vibración temblorosa—. ¿Te da miedo el lobo?

—Sí, joder —se revuelve—. Esos enfermos no son de fiar. Si estoy en esto es por la pasta, ¿entiendes? No confío ni en mi puta sombra.

—¡Comportaos como caballeros, hostias! —grito—. Si nos ven con miedo nos tirarán a las fieras. ¿Queréis eso? Teníamos que quedar en un sitio seguro. Su agujero de zorras está controlado por los de bandas organizadas. Aquí estamos a salvo, hacedme caso.

Ninguno dice nada. Caminamos los metros que separan nuestro coche del suyo. Iván está fumando tranquilo de una pipa. Igor muestra el machete que le cuelga del cinto. Les acompañan otros tres tipos. Dos de ellos me suenan del prostíbulo que regentan. El otro, sin duda, es un contable.

—Hola, camaradas —saludo.

Iván se adelanta unos pasos.

Koll Ramos, ¿cómo decís en vuestro idioma? —Hace una pausa—. Algo así como: ¿tú eres gilipollas o te lo haces?

Nos miramos extrañados. El Tuerto hace crujir los nudillos con solo cerrar los puños. Fonsi le acompaña en una sinfonía similar.

—¿A qué te refieres? —pregunto.

—Sí, lo siento, koll Ramos. Mi castellano no muy bueno. Quería decir que por qué has traído a un mudak traidor como Durán.

—Él es mi enlace con vosotros. Os acompañará todo el rato.

—Nos robó droga.

—Yo no te robé una mierda —interviene El Tuerto—. Pero sí que recuerdo pagaros un buen dinero por nada.

—Aquí sobras.

—Es mi decisión.

—Y yo digo que no. ¿Ya no recuerdas qué hablamos?

—Quien no lo recuerda eres tú. Es mi negocio. Yo pongo las reglas.

—Nos necesitáis.

—El sentimiento es mutuo.

Igor salta por detrás mascullando su jerga soviética. Marc y Durán murmuran a su vez a mi oído, pero no entiendo ni media palabra. Los rusos están compitiendo para ver quién la tiene más larga, y no pienso consentir que nos intimiden.

—Jodeos —digo en voz alta.

—¿Qué? —pregunta alarmado Igor.

—Que os jodan. Eso lo entendéis, ¿verdad? Está claro que no podemos trabajar juntos, así que lo mejor es olvidarnos de todo este asunto.

Las pupilas de Iván son dos jeringas. Afiladas, sangrantes y aceradas.

—¿Y qué propones, koll Ramos? —prosigue el más listo de los gemelos.

—Ya lo sabes, tavarish Iván. El Tuerto pegado a vosotros.

—Como las ladillas a vuestras putas —interviene Durán.

—Prohibido hablar en ruso. Las palabras que intercambies con tus amigos las quiero con una dicción perfecta. Sin gestos ni nada que no quede claro.

—Y nada de vodka —dice El Tuerto.

—Nada que haya salido del alambique de Igor, ¿estamos? Aquí, el señor Durán es un alcohólico rehabilitado. No queremos que recaiga.

—Ni tampoco os gustará verme borracho. —Sonrisa patibularia—. Os lo aseguro.

Las películas de Sergio Leone tenían razón. En un duelo se mira a los ojos, una mirada marmórea, a la espera de que al otro se le encoja el prepucio antes que a ti.

En este caso, los rusos terminan por claudicar y comienzan una perorata sin sentido en su indescifrable lengua. Igor grita, gesticula con las manos, desenfunda el machete y nos señala con él. Iván grita más, se caga en todos los mártires de la Patria Rusa, o al menos pone cara de hacerlo, y después escupe al suelo varias veces. Cuando terminan la reunión familiar, Iván se acerca a mi posición de nuevo. Siento su aliento de toro bravo en la cara.

Da. Que venga Tuerto. Pero que esté callado.

—Hablaré si me da la puta gana —salta Durán antes de que nadie haya reaccionado.

—¡Harás lo que te digan, hostias! —le ordeno.

Insultos en castellano, en ruso y hasta en valenciano. Un avión nos sobrevuela y el motor de las turbinas consigue que el silencio vuelva a nuestro pequeño paraíso. Igor tiene una vena hinchada en la frente. Iván mueve los labios bajo la barba.

—¿Tienes la ruta? —pregunta, tenso.

Le tiendo el papel doblado que vegeta en el bolsillo de mi chaqueta. Sin siquiera mirarlo se lo pasa a Igor y se lo lleva a la furgoneta.

—Esta tarde seremos millonarios, tavarish.

—Más bien esta noche —rectifico.

—¿Quieres saber el plan?

—No.

—Está bien. —Se enciende un puro—. Que sepas que tenemos gente controlando la comisaría. Espero que la información sea buena.

—De primera mano.

Su gesto se endurece tras la cortina de humo.

—La cosa se pondrá seria en los días siguientes, Ramos. Tu parte consistirá en no vendernos.

Tal vez vacilo un segundo, lo suficiente para que se preocupe las siguientes horas.

—Cuenta con ello.

—Nos veremos aquí a las doce de esta noche, ¿da?

—Da.

Fonsi y yo giramos sobre nuestros talones y regresamos al coche, aunque parece estar a una distancia inabarcable. Evito echar una mirada atrás como haría un enamorado platónico. Escuchamos el motor de la furgoneta al engranar primera y la veo alejarse entre excavadoras. Marc respira con dificultad.

—No has dicho ni media palabra, compañero. ¿Estás bien?

—Esto no me gusta, Antonio —dice—. ¿Qué harán con El Tuerto?

—No me importa. Solo espero que sepa cuidar de sí mismo y llegue vivo a esta noche.

Un Airbus inicia la maniobra para aterrizar a nuestra espalda. El ruido es ensordecedor.

—Durán tenía razón.

—¿En qué?

—Nos pueden soltar un tiro en cualquier momento.

9:08

—Estoy cansado de hablar.

—Para eso estás aquí.

—Ya, pero ¿no se supone que deberíamos avanzar?

—Estamos avanzando.

—Como los cangrejos.

Esta vez el doctor Cortés me psicoanaliza con la ventana abierta. No se puede fumar, es su lugar de trabajo, pero ha hecho una excepción. Puede que mi nerviosismo sea más evidente de lo que me gustaría.

—Está bien. —Se sienta en el pico de la mesa—. Vamos a hacer algo. Quiero que me hable de forma coloquial. No sé, inicie una conversación como si fuéramos amigos.

—¿Somos amigos?

—Podríamos llegar a serlo.

Y me sonríe tras la barba. Y la barba me recuerda al testimonio de las violaciones, el cabrón que se cargó a la Carmencita, el mismo tipo de barba que gasta Jesús. Y entonces sé que este tipo y yo jamás seremos amigos. Él nunca sabrá que ha sido por una estupidez como una catedral, porque si algo tengo claro es que el doctor Cortés es un buen hombre y no un criminal.

—Está bien. ¿Qué quiere saber?

—Todo y nada.

Repaso mentalmente los últimos días. Nelson Chávez flotando en una playa, el cadáver de Cosme Trujillo sosteniendo una escopeta, el psicópata de Julián Moscardó viniendo hacia mí cubierto de sangre, la tragedia de llamarse Teodora Atienzar, el triste regreso a las Islas Afortunadas de Carmencita, las lágrimas de Marc, el desprecio del Zorro ante sus admiradores, el desprecio de mi esposa, el de mi hija, la indiferencia de mi hijo. Suspiro. Será mejor que hable de cualquier estupidez.

—El otro día un colega me contó que iba a escribir un libro. El tío es periodista, aunque no creo que tenga mucha imaginación. El título es Ríos de Farlopa.

—Es potente.

—Eso piensa él.

—¿De qué trata?

—Creo que no lo sabe, pero le gusta el título.

—¿No dijo nada?

—Se lo tuvimos que sonsacar, aunque creo que lo estaba improvisando. El protagonista era un honesto y heroico reportero, ¿se lo puede creer? Habla de sí mismo. Me recuerda a la tipa esta que siempre escribe sobre escritoras neuróticas.

—Algunas personas tienen bastante con su vida para inspirarse.

—Entonces yo debería hacer una puta trilogía.

—¿Y cómo la titularía?

—Yo qué sé. Lo he dicho por decir.

—Es obvio. Pero en el caso de que fuera a escribirla de verdad, ¿cómo la titularía?

—¿Mi vida?

—Su vida.

Todo lo que soy, lo que fui, lo que pude llegar a ser. Resumido en una frase. Y la respuesta está tan clara como el agua amarga.

—Insensible.

—¿Y por qué?

—Por todo y por nada.

—Esa respuesta es muy vacua.

—Es… A ver. No sabría explicarlo.

—Todo es intentarlo.

—Insensible… Por un lado porque siento que tengo una película que me aísla de los demás, que deja toda la mierda fuera. Se podría decir que voy por ahí con una coraza, como los caballeros andantes, solo que a mí me la pela todo. Mi armadura es de indiferencia. Me distancio de mi trabajo, de mis amigos, de mi familia. A veces pienso en cosas que he hecho y me parecen mentira. No vivo el momento, ¿sabe? Te das cuenta de los buenos momentos cuando ya han pasado. El futuro es ese lugar luminoso que no termina de llegar y, cuando lo hace, no es como esperabas. Puedo soñar con dinero, pero cuando lo tengo lo guardo y, si lo gasto, me siento culpable. Es una lucha contra la vida, pero esta es más puta que tú. Así que decido contemplarla desde mi palco, mi pequeño mundo donde todo es posible. ¿Sentirme vivo? A veces. Pero siempre espero la hostia, el disgusto del día, el giro cabrón que me haga replantearme las cosas solo para volver a dejarlas como estaban. Ni siquiera el sexo me entusiasma. Es algo que nunca esperé decir en voz alta, pero así es. A veces veo a los pederastas y a los desviados que se tiran a perros, y pienso en cómo habrán llegado a ese nivel. ¿Nacieron enfermos? Yo creo que comenzó con una decepción, la más grande, la que las mujeres guardan entre las piernas. Después buscan ese algo más que les prometieron, y lo encuentran donde no está. No los justifico. Me dan náuseas, joder. Pero siento que podría convertirme en uno de ellos, en el monstruo, el tipo al otro lado de la ley. Follo por follar. Con rabia. A veces por compromiso. Otras, por asco. Es como si la coraza que me protege y separa de todo y todos llegase hasta la punta de la polla. Y sin ilusiones por nada, con indiferencia hacia los demás, con una mala leche que me sale por las orejas, lo raro es que no me haya pegado un tiro. Si no lo he hecho es porque hasta eso me da igual.

12:47

Alguien ha hecho una tabla de apuestas en el corcho de anuncios, junto al próximo partido de la liguilla de fútbol. De momento, gana por cinco a uno que Jesús es inocente. Hasta el payaso de Miñarro ha apostado a que es culpable. A Rog le encantaría esta apuesta. No resisto la tentación y me apunto a boli en el bando perdedor.

—Yo creo que todo esto es una perdida de tiempo, inspector —ronca una voz a mi espalda.

No me sorprendo al encontrarme a Francis Portela. El cínico uniformado me observa con aburrimiento mientras hace nada.

—No me jodas, Francis. Llámame Antonio, ¿quieres?

—¿Ya te has sacado el cactus del culo?

—Me dijeron que era bueno para la circulación.

—¿Y funciona?

—En tu cumpleaños te regalaré uno y me lo cuentas de primera mano.

—Olvídalo. —Señala la lista—. Añade mi nombre en la columna de culpable.

—¿No te han convencido sus argumentos?

—Ese tipo es una aberración. No hace más que manipular la palabra de Dios. Le da la vuelta para que signifique lo que le interesa a cada momento. ¿Sabes a quién me recuerda?

—¿A la Conferencia Episcopal?

—Muy gracioso. No, ese imbécil es como el concejal de Urbanismo. Si no se metiera droga seguro que ganaba las elecciones.

—Eso precisamente es lo que hacen los políticos.

—Están esperando a que le venga el mono a ver si canta otra cosa, pero el tío aguanta bien. Algunos hasta se creen ese cuento chino de que es Cristo. Estoy deseando que me dejen a solas con él para quitarle la gilipollez a hostias.

Marc atraviesa el dintel y se coloca en mi escritorio. Me despido con cortesía de Portela y me acerco. Nuestra forma de disimular consiste en no mirarnos a la cara. Me pasa varios expedientes sobre el caso de Cosme Trujillo.

—Inventario completo —explica—. Tras la pared falsa encontramos cantidad de papeles archivados. ¿A qué no lo sabías?

—Corta el rollo. —Los hojeo—. ¿Me haces un resumen?

—Eran informes médicos de los años setenta y ochenta. Hay varios cientos. Son todos de mujeres. He separado los más interesantes. Fíjate en los nombres.

Me siento tras el escritorio. Reconozco varios apellidos. Esposas de conocidos empresarios, herederas de fortunas millonarias y hasta varias hijas de cierta duquesa. En páginas interiores se detalla con meticulosidad una intervención para provocar un aborto.

—Hemos llamado a varias. Ninguna quiere hablar. Dicen que no sabe de qué hablamos. Lo típico.

Continúo absorto en la lectura de los informes. Algunas no tenían ni los dieciséis cuando fueron a abortar. Otras estaban ya en los ocho meses de gestación. Las más desconocidas tienen apuntadas siglas al lado. Se describen las herramientas usadas para triturar el feto en la barriga, el tratamiento para el postoperatorio y hasta medicinas importadas de Suiza para la recuperación. Las fechas van desde 1973 hasta 1985. El cabrón hizo negocio durante mucho tiempo. En otra carpeta hay una pequeña biografía de Cosme Trujillo. Tenía el título de veterinario. Un carnicero arrancando la vida a niños no natos.

—¿Qué te parece, Antonio?

—El tipo tenía montada una clínica de abortos ilegales para la alta cuna de la Comunitat Valenciana. En los años en que se produjeron era un delito grave. Trujillo debía proporcionarles discreción absoluta. Incluso los nombres que no dicen nada pueden ser seudónimos y que las siglas coincidan con la identidad real. Joder, hasta puede que sean de las amantes de los ricachones de la época, que no querían tener hijos bastardos por el mundo. Eso explicaría los fajos de billetes que coleccionaba.

—Algunos eran de las antiguas pesetas, antes de la llegada del euro.

—Por eso mismo. Nuestro amigo Cosme Trujillo parece que hacía su agosto amenazando con poner en circulación sus archivos secretos. Mira esta tía. —Señalo un nombre—. Es una reputada coleccionista de arte y hasta hace de mecenas para algunos jovenzuelos. Si hubiera salido a la luz el aborto, podría haberse producido un escándalo.

—Hoy por hoy está más normalizado. No entiendo por qué siguen dando tanta importancia a estas cosas.

—No lo entiendes. A ese nivel de vida, la reputación es lo que te mantiene las puertas abiertas. ¿Imaginas lo que haría Roger Escudero con esta información? No, esta gente necesita la prudencia para mantener su estatus. Y esta mierda sería un escándalo gordo.

—¿Qué hacemos?

—Nada, que decida el comisario. Esto no es nuestro problema, pero puede serlo si termina filtrándose.

—¿Crees que lo mataron por eso? Llegó un sicario y le metió un chute mortal. La venganza por estar chantajeando a quien no debía durante tantos años.

—No lo sé, es posible. Aunque el modus operandi no es el típico. ¿Por qué no descerrajarle un tiro al viejales? Y te recuerdo que tenía una escopeta entre las manos.

—¿Crees que esperaba visita?

—Creo que estaba loco para lo que le interesaba. Vivía como un mendigo pero rodeado de billetes. El caso es que quien lo hizo no se llevó los informes. Ni siquiera los buscó, porque entonces habría encontrado el dinero. Hay dos opciones: la primera es que le importaba una mierda que se supiera, porque la persona implicada ya estaba muerta o algo por el estilo; la segunda, que desconociera su existencia, en tal caso, el crimen no fue por revancha.

—Lo que no entiendo es cómo coño se pusieron en manos de un veterinario para abortar. Hay que estar muy desesperada. ¿Con toda la pasta que debían tener en la época y no encontraron nada mejor?

Una corazonada. Me muerdo el labio inferior. Veo la conexión y me parece muy débil, pero existe y eso es lo preocupante.

—Te equivocas, Marc. Encontraron al mejor.

—¿A qué te refieres?

—Tú lo has dicho. Nadie en su sano juicio iría a abortar a una clínica para perros. Pero en el edificio de General Polavieja había otro médico.

—Asensio Moscardó.

—La familia asesinada. Los dos casos están relacionados.

16:36

Un despacho para nosotros solos. Parecemos importantes y todo. Los informes se amontonan en el suelo. La calefacción está apagada. Marc, Pilar y yo nos cansamos de esperar a la tortuga de Fermín. En realidad, no paramos de hablar desde que entramos por la puerta.

—Hay una posible conexión —explico—. Asensio Moscardó era ginecólogo. Nos preguntábamos por qué seguía viviendo en un edificio tan viejo. Esa es la respuesta.

—Cosme Trujillo lo tenía cogido por los huevos —asegura Marc.

—Chantaje puro y duro —razona Hurtado—. Asensio no podía marcharse. Trujillo le extorsionaba. Le hacía vivir en ese edificio de mierda, con un piso patera y rodeado de viejos.

—¿Podemos comprobar que trabajaron juntos en el pasado? —pregunta Fonsi.

—Dudo que encontremos pistas de hemeroteca que aún no hayan salido. —Se rasca la cabeza, suda, golpea la mesa con las uñas: Pilar necesita un café—. En cuanto tenga un hueco revisaré de nuevo sus biografías, pero dudo que un ginecólogo y un veterinario tuvieran nada que ver más allá de la clínica de abortos clandestina.

—¿Cómo coño se conocieron entonces?

—Eso ahora da igual. —Hurtado se pone autoritaria.

—Debemos atrapar al tío que lo hizo.

—Un solo asesino. —Pili extiende los papeles por la mesa como si fuera una manta de hojas del otoño—. El mismo que finiquitó a Moscardó se había encargado también de Trujillo.

—¿Partimos de que era uno solo? —Marc abre una ventana y enciende un cigarro—. Puede que fuera un grupo.

—¿Un escuadrón de la muerte? —Pilar duda—. No lo podemos descartar, pero de momento vayamos por lo sencillo. Ya habrá tiempo luego para complicarnos la vida, pero si vamos a sacar una hipótesis, quiero que sea la más clara y concisa posible.

—Pongamos las ideas en claro —prosigo—. A Trujillo lo asesinaron en plan ninja, con un veneno que no se puede conseguir, entre las dos y las tres de la madrugada del miércoles. La familia Moscardó aún tenía el café caliente cuando llegamos. Entre ambas hay unas ocho horas de diferencia. ¿Qué ocurrió?

Pilar Hurtado es una máquina de la empatía. Es capaz de ponerse en el lugar del otro y ver y sentir y pensar de forma muy similar. El método Stanislavski tiene a su mejor valedera en una policía sindicalista.

—Sorprendió a Trujillo, de eso no hay duda —elucubra la inspectora—. Le clavó la jeringa, puede que mientras dormía. El pobre viejales apenas tuvo tiempo de enganchar la escopeta y sentir cómo se le agarrotaban los dedos alrededor de ella. Puede que el asesino se tomara su tiempo, le doblara las piernas una vez muerto y lo sentase en la silla. Puede que fuera tan sencillo como hacerlo antes de que se le colapsara el corazón. Y luego esperó.

—La puerta de Trujillo estaba abierta —recuerda Marc—. Es una hoja de papel con picaporte. Pero la de Asensio Moscardó es blindada.

—Una plancha de metal de dos dedos de grosor con cerradura de seguridad —enseño las fotos de la científica—. No pudo forzarla. Debió esperar a que le abrieran.

—¿La asistenta?

—El chaval la acusó, pero ella no se atrevió a señalar al crío.

—Fijaos en esto —indica Pilar—: Quienquiera que lo hizo, no se llevó el dinero de Cosme Trujillo. Sin embargo, unos días después apareció una pared picada. De ahí surgieron los informes médicos sobre abortos en los años setenta y ochenta.

Marc y yo nos miramos por un fugaz segundo. Su mirada me indica que no va a abrir la boca. No hay manera humana de decirle a Hurtado que nosotros derribamos ese tabique en busca de más dinero. Puede que ese hecho la desvíe de la realidad, que busque quimeras donde solo hay mierda.

—Nuestro sospechoso regresó a General Polavieja, abrió un boquete, y dejó al aire todos los archivos —la mujer nos señala con la barbilla—. ¿Qué pretendía?

—Que los encontráramos —contesto por contestar.

—Puede tratarse de una venganza pura y dura. Sacar los papeles a la luz y que se joda quien se tenga que joder.

—¿Y qué pintan en todo esto el hijo de Moscardó, Ernesto, y la sirvienta, Teodora Atienzar? —Intento desviar la conversación.

—Lo descubriremos, eso seguro. Hay algo que aún no nos han contado, pero antes o después verá la luz.

—Entonces, ¿cuál es la hipótesis, inspectora? —pregunta Marc.

Se lo piensa durante unos segundos. Después se pone en pie y se acerca a mi compañero. Por un momento me parece ver la incredulidad avanzando por su interior, reptando a voz en grito, acusándolo. Pero no. Pilar abre más la ventana, le quita el rubio de las manos y aspira una larga calada.

—El informe que le voy a presentar al comisario Llorente contendrá lo siguiente —recita—: uno o varios individuos asaltaron la casa de Cosme Trujillo en la madrugada del martes al miércoles y lo asesinaron con curare, un veneno tropical complicado de obtener en España. Sospechamos que buscaban los informes sobre el aborto, y por eso no tocaron el dinero.

—O puede que sí, pero no pudieran llevárselo todo —interrumpe Fonsi.

La mitología asegura que Medusa lanzaba tal mirada que convertía a los hombres en piedra. Pilar Hurtado la tiene bastante conseguida, y lo mejor es que le sale de forma automática. El pobre Marc aún no entiende cómo funciona esta mujer. Creo que me voy a enamorar.

—Después de esperar al amanecer, aguardaron a que se abriera la puerta. La implicación de la sirvienta aún no está clara, pero todo la señala. Asesinaron a la familia a cuchilladas, torturaron a Teodora Atienzar, y se olvidaron del hijo: Ernesto Moscardó.

—Eso es una gilipollez y lo sabes —digo—. El puto crío es un psicópata.

—De momento sigamos por aquí, al menos oficialmente. Que se confíe y cometa errores.

—¿Qué más?

—Hay indicios de que Trujillo trabajó con Asensio Moscardó. Aún hay que comprobar todos los ficheros que encontramos tras la falsa pared, pero tiene toda la pinta de que es por eso. Las casualidades no existen en la policía.

—Nos llevará días.

—Lo sé.

Silencio. Pilar fuma con tranquilidad. Los tres pensamos lo mismo. Estamos como al principio. La madeja sigue igual de liada. Tenemos más preguntas y las mismas respuestas. Todo son conjeturas.

—Empezaremos revisando a conciencia todo este papeleo —suspira—. Después ya veremos. Esperemos que alguna de estas mujeres esté más dispuesta a colaborar y nos clarifique el tema.

—Eso te lo dejamos a ti —le guiño un ojo—. Este asunto necesita un enfoque femenino.

—Sin duda. Tú y tu compañero tenéis el tacto de una fresadora. —Se vuelve hacia Fonsi—. No te ofendas.

—No lo hago.

El teléfono me vibra medio segundo. Mensaje de un número desconocido. «Acuérdate de comprar el pan». Respiro aliviado: Durán se acuerda de las claves y al menos sigue vivo. Los rusos han tenido que cargar con el viejo del Tuerto.

Le quito la colilla a Pili y la consumo de una chupada. No hay rastro de carmín, ni de saliva, ni de nada. Es la mujer insípida. Se aleja unos pasos y recoge los informes. Yo apago el filtro contra la repisa y lo lanzo al asfalto. En la acera de enfrente hay un gandul apoyado en una moto. Me pregunto si me dará la hora en ruso, y la respuesta me llena de desasosiego.

Los Organov aseguran que están controlando la salida del furgón cargado de billetes, pero no puedo dejar de pensar que en realidad me vigilan a mí.

—Me pondré a revisar la documentación —asiente Hurtado, sentándose tras la mesa con aire de Prometeo ambiguo, pero condenado a la eternidad al fin y al cabo—. La conexión entre Trujillo y Moscardó debe estar aquí, en nuestra propia cara. Una vez tengamos toda la historia pasada más clara, veremos dónde nos lleva. ¿Me echáis un cable?

—Ahora mismo no podemos —digo—. Aún colea el asunto de Carmencita.

Pilar se recuesta sobre la silla, cansada y aburrida. El cuello ladeado y yo con ganas de mordérselo.

—Ya encontraste a un sospechoso, ¿qué más quieres hacer?

Atracar un furgón policial ayudado de una banda de criminales rusos. Pero en lugar de pronunciar mi suicidio, me encojo de hombros y respondo:

—Terminarlo.

18:59

El tipejo de la moto ha estado en la puerta dos horas. Después ha llegado su clon y ha tomado el relevo.

Durán manda un nuevo mensaje a la hora acordada. «Recuerda que soy alérgica al látex». Viejo cabrón. No debí darle la oportunidad de escoger las frases.

El día se alarga entre el nerviosismo y el disimulo. Me miro el reloj de pulsera, el de pared, el del teléfono y hasta el del ordenador. El tiempo se arrastra lento y denso dejando su cicatriz de baba de caracol. En ocasiones se detiene, en otras, acelera, y hay veces que parece ir marcha atrás. Este es el precio a pagar: la larga espera del reo ante el patíbulo, la antesala de un dentista al que le huele el aliento a whisky, la respuesta a ese mensaje que te confirme que el amor no es unilateral, un zulo sin ventanas, ni puerta ni retrete donde lo único que queda es el tiempo, el inagotable y eterno tiempo.

Entonces me percato. Falta algo sobre mi escritorio. Algo que no pensaba que echaría de menos, pero que no está.

—¿Dónde está mi pájaro?

—¿Qué? —Marc está como ido.

Una compañera se dirige hacia la máquina de café.

—Lidia, ¿has visto a mi gorrión? —pregunto.

—¿Bruce Willis? —De nuevo, le han cambiado el nombre—. Murió hace dos días. La de la limpieza lo tiró a la basura.

Dos días. Mi vida se volvió tan loca desde que la momia de Cosme Trujillo se cruzó en mi camino que ni siquiera me he acordado de mi nuevo amigo. Dos días en los que no he estado en mi cuerpo, que apenas he comido, que he agrandado mi úlcera y aumentado mi tensión hasta el borde del paro cardiaco. Y, sin saber por qué, por primera vez en mucho tiempo, siento una profunda pena.

—Gracias —le digo a Lidia.

—¿Estás bien, Ramos?

—Claro —sonrío—. Siempre estoy bien.

Igual que Marc. Desde ayer, Fonsi habita en una galaxia muy lejana. Su impaciencia no tiene nada que ver con la mía. Él ansía una voz que no volverá, unas caricias que ya son frías, una risa que algún malnacido se obsesionó en borrar. Carmencita no está y él se siente culpable. Y eso es lo que le falta a la investigación: un culpable. Fonsi se entregaría con los brazos abiertos, acataría toda la mierda que le echaran con tal de quitarse esa losa de la conciencia. Condenado por amar. ¿Puede existir algo peor?

Por suerte, yo estoy a su lado. Nadie le hará preguntas incómodas de respuestas interpretables. Irónicamente, le he proporcionado lo que a mí me sobra a patadas: tiempo.

—Un juego —digo para distraerlo—. Si tuvieras impunidad absoluta, si sabes que hagas lo que hagas nadie te puede tocar, ¿a quién matarías?

—¿Qué dices, Antonio?

—Sí, vamos, es bien sencillo. Tienes una pistola con una bala, ¿de acuerdo? Y te dan carta blanca para que mates a quien quieras.

—¿Quién lo decide?

—Eso es lo de menos. Tienes esa posibilidad. Puedes incluso ir a un programa de televisión y pegarle un tiro a alguien del público en directo, ante siete cámaras, delante de toda España. Y nadie te señalaría, nadie pediría justicia.

—¿Y la pregunta es…?

—¿A quién le volarías la sesera?

—Yo… no lo sé, ¿vale?

—Piensa un poco, joder.

Nunca he visto a Fonsi pensar, al menos no tanto como para concentrarse. Su gesto es extraño, con dos únicas arrugas en la frente, pero bien gruesas. Su mirada se centra en la nada del suelo y no mueve ni una pestaña.

—Al cabrón que se cargó a mi Carmen —dice por fin.

—Eso no vale.

—¿Y por qué no?

—Porque a ese nos los vamos a cepillar igual. Te lo prometí y lo mantengo.

—Lo siento, Antonio. No puedo pensar en nadie más.

—Ya veo.

—¿Y a quién matarías tú? A ver…

—Lo tengo claro desde hace años. Haría lo que te he comentado antes, lo del programa de televisión, pero no dispararía contra el público. Le volaría el melón a la presentadora. Y estoy seguro que la gente me aplaudiría.

—¿Pero qué presentadora?

—No recuerdo el nombre, pero ya sabes cuál te digo. Esa que va de periodista pero que ni tiene el título ni nada que se le parezca.

—¿La que enchufó en la tele a su hija?

—La misma.

—La hija tiene los melones hermosos, pero es más tonta que caerse de culo.

—Pues la madre es peor. Yo creo que la vomitó Satanás y nos cayó a nosotros. ¿Has visto alguna vez cómo trata a sus invitados? Me da asco, en serio, pero sigue sin morirse la tía. Y ya andará por los ochocientos años por lo menos. Creo que es inmortal, ¿sabes? Si algún día hay una guerra nuclear, solo sobrevivirán las cucarachas y ella, porque…

Marc se queda boquiabierto, blanco, una estatua de guano seco y ceniciento. Su mirada está perdida en la infinidad a mi espalda. En el pasillo hay un grupo de chicas reunidas al calor de la máquina de café. Miñarro es el chamán de la tribu, un Rey León tartamudo de mueca solemne. El trío de mujeres parece un cuadro de Goya, con gesto de velatorio, cabeza gacha, pañuelo en mano. Miro de nuevo a Fonsi. Aprieta tanto los labios que dudo que pueda despegarlos algún día.

—¿Son ellas? —pregunto para confirmar la respuesta—. ¿Son las compañeras de piso de Carmencita?

Asiente tan despacio que hasta el sol cambia de posición.

—Me enseñó fotos que tenía en el móvil.

—Escóndete detrás de unos folios. Yo me ocupo.

—No saben quién soy.

—Me da igual. Haz lo que te digo.

Avanzo hacia el comité de plañideras. Intento sonreír, pero un cristal me devuelve el gesto de un lobo mostrando los colmillos. Las chicas son tres: una flacucha con cara avinagrada, otra pequeñita con grandes tetas, y una tercera que parece que se haya comido a las otras dos.

—Miñarro, ¿qué sucede?

El Inspector Jefe me lanza la misma mirada que le dedicaría a una mosca cojonera.

—Son amigas de Carmencita —explica con parsimonia—. Hemos estado charlando.

Le engancho del brazo. No se resiste. Me acompaña un par de metros hasta alejarnos.

—Creía que estaba en el caso —le recuerdo—. ¿Por qué no me has avisado?

—Para esto se ne-necesitaba delicadeza, y tú tienes el mismo tacto que una fresadora.

Es la segunda vez que me lo dicen hoy.

—¿Habéis sacado algo en claro?

—Dicen que tenía una aventura. Nunca vieron al tipo, aunque una de ellas la escuchó varias veces hablando con un chico por teléfono. Cuando nos lleguen los listados de telefonía, la cosa se aclarará bastante.

—¿Por qué no los tenemos ya?

—Morales se está atrasando con la orden ju-judicial. Dice que está hasta arriba de trabajo y no quiere que le digamos lo que es prioritario y lo que no.

Eso nos dará algunos días antes de que relacionen las llamadas con Marc. Y tal y como sospechaba, estas estudiantes de Magisterio son tan tontas como aparentan. Ni siquiera vieron a Fonsi con ella. La Carmencita sabía cómo cubrirse el culo aunque enseñase el tanga.

—Alegra esa cara, Ramos. —Miñarro me palmea la espalda—. Al final va a ser el novio.

—¿Y qué hay de la declaración de Jesús?

—¿Tu yonqui? Creemos que a-atacó a alguien, pero iba tan drogado que no sabe a quién. De todas formas vamos a comprobarlo.

No es buena idea, al menos de momento. Hora de meter la cuchara.

—Las declaraciones de las otras chicas supervivientes coincidían con la descripción de Chus.

—Sí, sí. —Se acaricia los lacrimales—. No podemos descartar ninguna hipótesis. Por eso he montado una rueda de reconocimiento.

El mayor timo del sistema policial es el de las ruedas de identificación de testigos. El truco consiste en dar pequeñas indicaciones sin que se den cuenta. Por ejemplo, si están buscando a un tipo negro, se coloca a un senegalés rodeado de moros, por lo que nuestro hombre destacará por su color de piel más oscuro. El testigo, aunque no esté seguro, señalará al subsahariano, el cual pasará a la sombra largo tiempo. Si, como es el caso, el desgraciado que nos interesa enchironar es blanco y la estrategia es otra. Primero se le muestran fotos de sospechosos, entre las que está la de nuestro hombre. Una vez el testigo las ha visto, pasa a la rueda de reconocimiento, donde la única cara que se repite de las fotos es la de nuestro amigo. Por supuesto, lo identifica al instante. Recuerdo y manipulación se mezclan por el bien de la sociedad, aunque eso deje libres a asesinos y violadores.

Si Miñarro quiere que reconozcan a Jesús, ellas lo harán. Por suerte, yo también sé tirar de los hilos.

—Quiero estar presente —digo.

—¿No tienes nada mejor q-que hacer?

—Esto es prioritario. —Y de nuevo intento sonreír, aunque vuelve a salir el diente de depredador.

21:23

El cabrón de Miñarro me la ha jugado. Lleva horas consolando a las chicas, repitiéndole preguntas, mientras deja que Jesús se ablande en la sala de reconocimiento. La excusa oficial es que no hay bastante gente para la rueda y están buscando a más. Lo que está claro es que le gusta lo que esconde la más bajita tras el suéter de licra.

Sin embargo, el único resultado es que al final llegaré tarde a mi encuentro con unos perros rabiosos rusos. El furgón está a pocos minutos de abandonar el almacén de pruebas si no lo ha hecho ya. Durán me ha mandado un nuevo mensaje: «Ni te imaginas lo que puedo hacer con los dedos». La verdad es que no, no quiero saberlo.

—Carmen era un ángel. —Llora la de la cara de asco.

—Una santa —se suma Godzilla.

Miñarro las mira a todas y abraza a la tercera que no ha abierto la boca. Las enormes ubres de la chica se clavan en su pecho y entonces es el Inspector Jefe quien suspira.

—¿Estáis seguras de que queréis hacerlo? —pregunta tras dejar que corra el aire de nuevo—. No es agradable.

—Sí, sí —murmulla la enferma de obesidad mórbida mientras besa un rosario que lleva al cuelo—. Se lo debemos a Carmen.

—Entonces vamos.

Las tres mosqueteras entran en la sala y se cobijan tras el cristal. Engancho a Miñarro del brazo.

—Voy a ver a nuestra pieza —le digo al oído.

—No la jo-jodas, Ramos.

—A este le van a temblar las rodillas, te lo juro.

Paso a la habitación de al lado. Jesús está adoctrinando a otros cinco mendigos. La mayoría están hinchados por su dieta de cartones de vino barato. Hay veces que se escogen policías de paisano para completar las ruedas, pero las directrices de Llorente, basadas en su paranoia constante, nos lo impiden. El buen comisario asegura que se nos reconoce hasta por la forma de mirar. Los testigos huelen a un agente a metros de distancia. Perfume de Madero. Algún día inventarán esa fragancia.

—Mi hermano favorito. —Chus sonríe tras la cara, aunque en su mirada se percibe un mono incipiente—. ¿Te unes a nuestras oraciones?

Están escoltados por Portela y Moreno, ambos bajo el atento mando de un sudoroso Fermín. El abuelo está apartándose de su deber. De cualquier forma, he de ser discreto.

—¿Todo bien, compañeros?

—Terminamos con esta mierda y nos vamos al bar —dice Moreno.

—Id con cuidado. —Bajo el tono de voz, pero lo mantengo lo suficientemente alto para que me oiga Jesús—. Que no hagan gestos raros. Nunca se sabe quién puede estar mirando.

Miñarro aparece tras la puerta.

—Ramos, ¿nos acompañas?

Me despido con un saludo militar. Varios vagabundos me lo devuelven, e incluso hay uno que se golpea el pecho y lanza un «¡Viva la Dictadura!». Otro se caga en Franco y se forma una pequeña pelea. Los uniformados tienen que poner orden mientras Fermín se afloja el nudo de la corbata.

Al llegar al otro lado, Miñarro me observa extrañado.

—¿Qué ha pa-pasado ahí dentro?

—No tengo ni idea —miento.

Miro el reloj. Ahora el tiempo pasa demasiado deprisa. El furgón hace rato que va en camino. Durán solo tiene que mandar un mensaje más, el que confirme que todo ha salido bien.

El silencio tras el espejo se mezcla con las muestras de cariño de Miñarro hacia la pequeñaja de pecho generoso. La gorda amasa su rosario entre los dedos morcillones, lo besa y temo que le entre hambre y se lo trague sin masticar. La otra, la tía pellejo, se rasca el pelo con saña, como si fuera algo personal entre ella y su caspa.

El tiempo se ralentiza y al final se escucha movimiento tras el cristal. Un instante después se encienden las luces. Jesús aguanta el cartel con el cuatro y mira sereno hacia la galería. El vagabundo que lanzó una salva al fascismo luce un ojo morado, mientras que el tipo que le replicó se sorbe los mocos de sangre que le caen de la nariz rota. Fermín se ha descolgado con el número dos, no sé si para mantener la calma o porque alguno de los mendigos ha acabado demasiado perjudicado tras la trifulca.

Las compañeras de piso de Carmencita murmuran entre sí. No reconocen ninguna cara, pero la más flaca señala a Jesús con indecisión. Miñarro agarra el micrófono y dice:

—Número cuatro, un paso al frente.

Jesús le da la vuelta a su cartel y el número forma una h. Sonríe y guiña un ojo.

—Número cuatro, un pa-paso al frente —repite el Inspector Jefe.

Al final hace caso. La huesuda y la enana susurran que no están seguras. Entonces Jesús hace la señal de la cruz mientras sostiene el cartel con la otra mano. Luego mira al cielo.

Y sucede. Un estruendo espantoso, como si un meteorito hubiera impactado contra La Tierra, como si un hipopótamo hubiera aprendido a saltar a la comba, como si King Kong golpeara el suelo con la polla. Pero la realidad es mucho más terrible que la peor de las pesadillas. Todos los presentes, incluidos los mendigos al otro lado del espejo, miramos en dirección a la fuente de ese ruido. La gorda se ha dejado caer hacia delante y se ha postrado de rodillas. Lágrimas en los ojos, el rosario enredado entre los boniatos que tiene por dedos.

—¡Él! —grita como ida—. ¡Él!

—¿El número cuatro? —Miñarro se frota las manos, pero no desaprovecha la ocasión y agarra por los hombros a su pitufa preferida.

—¡Sí! —vocifera la gorda—. ¡Es el cuatro! ¡Él!

—Joder, ya lo te-tenemos.

Todo se va a la mierda. Ha reconocido a Jesús en un ataque de histeria. Esto va a complicar las cosas. Miro a mi confidente y este me guiña un ojo.

—¿Estás completamente segura? —pregunta Miñarro, sin soltar a su víctima de metro y medio.

—¡Sí! —Zampabollos sigue en trance—. ¡Es ÉL! ¡Es Jesucristo!

La cara de Miñarro es un poema. Su brazo suelta a la niña y cae flácido como su propio pene. El fin de la erección del Inspector Jefe.

—¿Q-q-qu…? —Intenta decir.

—¡Oh, mi Señor Jesucristo! —implora—. ¡He dedicado mi vida a tu nombre!

No puedo aguantar y estallo en carcajadas. La flaca duda si reír o arrodillarse, y al final no hace nada.

—Está bien… —Miñarro se lleva las manos a las sienes—. Habéis estado sometidas a mucha pre-presión. Es normal que…

—¡Tómame! —estalla la exaltada—. ¡Toma mi virginidad, oh, mi Dios!

La gorda se baja los pantalones y se arranca unas bragas del tamaño de Tanzania. Rebusca algo entre las mollas con la mano del rosario.

—Señorita, por favor —Miñarro no sabe por dónde empezar.

—¡Tuyo es, mío no! —Los ojos en blanco—. ¡Oh, Dios, oh Diosssss!

Moreno abre la puerta en ese preciso instante. No puedo dejar de reír.

—Joder, está entrando en shock —el Inspector Jefe le da varios golpecitos en la cara, pero Miss Talla Grande no reacciona—. ¡Pedid ayuda! ¡Vamos!

El novato sale a escape. Los mendigos se arriman al espejo y ponen las manos con forma de visera para poder ver lo que sucede dentro. Uno de ellos se toca la entrepierna. Los dos que se habían peleado antes deciden terminar con lo que empezaron y se lían a hostias. Jesús se coloca el pelo sucio en una cola de caballo. Dice algo que no oigo, pero leo en sus labios la palabra «milagro».

Un segundo después la chica convulsiona por última vez mientras escupe espumarajos. Cuando salgo por la puerta yace inerte.

Nadie se ríe, pero escucho llantos.

22:36

—¿Y está muerta? —me pregunta Fonsi.

—No tengo ni idea. —No dejo de mirar por el retrovisor—. Lo mismo solo se ha desmayado. Joder, parecía drogada. Quería que Jesús se la calzara.

Conduzco el coche de Marc. Es más potente que el mío y, si tenemos que salir quemando rueda del encuentro con los Organov, mejor contar con todos los caballos posibles. Mi compañero se frota las manos en el asiento del copiloto. Dice que está tan nervioso que no sería capaz ni de ponerse un condón del derecho.

—Pobrecita. Necesitaba un polvo.

—Todos lo necesitamos. Incluso los que dicen lo contrario, aquellos que están sobrados, matarían por echar uno más.

El móvil entre las piernas a la espera del mensaje de Durán. Algo no marcha bien. Se está retrasando más de lo que la templanza de mis nervios puede aguantar. Quizá tras dar el palo los rusos lo hayan liquidado. Después iremos Marc y yo. No querrán dejar cabos sueltos.

Una melodía polifónica hace que me dé un vuelco el corazón y casi nos estampamos contra un sex-shop. Un par de maricas que salían de la mano nos lanzan miradas de superioridad. Me detengo en mitad de la calzada. El autobús urbano que tengo detrás me hace luces y acciona el claxon.

En la pantalla, un nombre: Roger Escudero.

—Roger —le saludo—. Me cago en tu madre.

—Ey, chicos, tengo un problema —dice al otro lado del hilo telefónico.

—Te voy a colgar, pedazo de imbécil. Estoy esperando una llamada.

—Esto es importante. —Pongo la opción de manos libres y continúo la marcha—. Es lo del Zorro.

—¿Qué pasa con él, picapleitos? —Salta Fonsi.

—Y dale con lo de picapleitos… —se queja el periodista—. Escuchad, lo había organizado todo para esta noche. Me iban a traer la pasta, pero no puedo ir a la cita.

—¿Cómo que no puedes?

—Ni siquiera estoy en la ciudad. Pensé que llegaría a tiempo, pero es imposible. Debéis mandar a alguien en mi lugar.

—¿Y dónde coño esperas que saquemos a alguien a estas horas? —Doy un volantazo y pongo dirección a la autovía.

—Joder, ¿qué queréis que os diga?

—¿No puedes cambiar la cita?

—Quedaríamos como unos aficionados.

—Es lo que eres, picapleitos.

—¿Por qué no vais vosotros?

—No podemos —digo—. Hemos quedado.

—¿Con quién?

—Ya te enseñaremos las fotos.

—Joder, ¿y ahora qué hacemos?

—Espera. —Marc me pone la mano en el hombro—. Está bien, picapleitos. Nosotros nos ocupamos.

—¿Pero qué coño dices ahora, Fonsi? —le recrimino—. ¿Se te ha olvidado lo que estamos haciendo?

—Hazme caso, Antonio.

—Los cojones.

—Antonio… —Su mirada es mansa, me dice que mataría por mí, que iría al fin del mundo por una orden mía—. Escúchame. Por una vez en tu vida. Vamos a ver al Zorro primero.

—Hazle caso —murmura Rog.

Y la mano en el hombro, los ojos de cordero, la presión sobre mis espaldas. Es una estupidez, una ingenuidad. Pero Durán sigue sin contactar. Todo es una enorme torre de fichas de dominó a punto de derribarse.

—Espero que sepas lo que haces, Marc —contesto.

—No puedo tener las ideas más claras.

—¿Entonces vais? —pregunta Escudero—. ¿Lo dejo en vuestras manos?

—¿Quieres una confirmación por escrito o qué?

—He quedado con él a las once en la puerta de su hotel. Irá con el bigotudo de su productor. Echad un ojo antes, cuidado no vaya a ser una encerrona.

—Deseo asesinarte, ¿lo sabías? —Me sincero.

—Os amo, tíos, de verdad. Recordadme que os compre algo bonito.

—Mañana hablamos —y cuelgo.

Avanzo hasta un desvío y regreso a la ciudad. Fonsi sonríe con satisfacción. Paro en un vado y apago el motor.

—Bueno, ¿me explicas de qué va todo esto?

—Es una señal del cielo, Antonio, ¿no lo ves?

—Lo único que veo es que vamos a llegar tarde a la reunión y nos van a soltar dos tiros a cada uno.

—A eso me refiero. El Zorro es nuestro seguro de vida.

Conozco a mi compañero. No como si lo hubiera parido, pero sí sé por donde va con las palabras que no se atreve a pronunciar. Aún así, esperándome lo peor, hago un acto de fe y pregunto:

—¿Qué quieres decir?

—Los rusos se creen que iremos solos y nos pueden emboscar como quieran.

—Debemos confiar en su palabra. Y también está El Tuerto.

—No sabemos si ha cambiado de bando.

—Sé que no lo ha hecho.

—En cualquier caso, no se atreverán a hacernos nada si vamos con nuestro actor preferido de Hollywood.

El horror hecho realidad.

—¿Quieres llevar al Zorro al reparto del botín?

—Se van a acojonar. No se atreverán ni a enseñar las pipas. Si se les escapa un tiro y lo liquidan, se les echaría encima hasta la INTERPOL. No te das cuenta, Antonio: ese tío es nuestro as en la manga.

—¿Y no crees que irá corriendo a decir lo que ha pasado en cuanto nos demos la vuelta? —digo.

—Una puta arruina su reputación, pero esto además lo metería en chirona. Es participar en un crimen. No abrirá la boca aunque lo maten. Lo mismo hasta le inspira para su película.

—Oh, joder…

—Querías que participara en esto para cubrirte las espaldas. Y estas son mis condiciones: o con el Zorro o nada.

—¿Y cómo piensas convencerle para que suba al coche?

Me enseña el puño americano. Su sonrisa es inquietante.

—¿Desde cuando eso ha sido un problema?

No quiero ni pensar. Arranco y conduzco de nuevo.

—Una vez dispararon a un jugador del Hércules y perdisteis la liguilla de ascenso —continúa—. Tú me contaste esa historia.

—Me va a dar una puta úlcera…

23:07

Bienvenidos al mundo de las malas ideas. Después de los tipos que intentaron matar a Hitler e hicieron el ridículo, unos años después de que saliera al mercado la leche con flúor capaz de limpiarte los dientes pese a que el flúor es un veneno, una vez pronunciadas las famosas palabras de «tranquilos, no está cargada»… llega Marc Fons y dice que secuestremos al Zorro y lo llevemos a un intercambio de dinero negro con unos mafiosos rusos. And the winner is

Lo que más me jode es que puede llevar razón. Imagino el caso contrario, que los rusos aparecieran con el Zorro. Pensaría que es una puta broma. No sabría cómo reaccionar. Un tipo duro se compone de instinto asesino, pero un tío duro listo además tiene una parte de interpretación. Intimidar cuando hay que hacerlo, mostrar templanza en otros casos, apuntar antes de apretar el gatillo, si se da el caso.

Avanzamos paralelos a la playa. No hay tiempo para comprobar en persona si hay vigilancia. Fonsi hace una llamada a la comisaría y pregunta quién coño está realizando un seguimiento en el Meliá. Tras comprobarlo, el compañero de centralita confirma que nadie.

Recibo un mensaje. Los nervios cada vez más de punta. Es El Tuerto: «Quiero un parchís magnético».

Lo han hecho. El dinero es nuestro.

Se lo enseño a Marc. Sonríe. Aprieta los dos puños con fuerza. Nos chocamos las manos. Nos abrazamos.

—Esto marcha —dice.

—Venga, olvidemos al Zorro. Vamos con los rusos ya.

—No —responde tajante—. Es mi decisión. Saldrá bien.

Pasamos con el coche por la puerta del hotel. No hay ni rastro.

—Puede que se haya acojonado —sugiero.

—Da la vuelta y miramos por detrás.

Al otro lado del Meliá han inaugurado un casino. Está en el puerto y su aspecto es pretencioso, de iluminación obscena, esperpéntico por fuera y lujoso por dentro, una imitación decadente de Las Vegas donde perder el dinero y la vergüenza. Sin duda, el mayor pecado urbanístico de toda la provincia.

Y como un parásito que surge de sus entrañas, aparece el Zorro de incógnito. Gafas de sol, bigotudo a juego, maletín en el brazo derecho. Nadie le presta la menor atención. Parece que ha recordado cómo mezclarse con la plebe de forma discreta.

Paramos en un aparcamiento cercano. Nos reconocen al instante. El actor murmura con su productor con mostacho. Marc se adelanta.

—Buenas noches, caballeros —saluda con descaro.

—¿Todo va bien? —contesta la morsa—. Habíamos quedado con vuestro compinche.

—Perfectamente —señalo el maletín—. ¿Está todo?

Traga saliva. La parte interpretativa la controla, pero el instinto asesino lo perdió por culpa de una vida aburguesada.

—No —susurra—. No lo pude conseguir todo de golpe. Es mucho dinero. Tengo la mitad.

—Y una mierda. —Marc hace crujir los nudillos.

—Ya sé cómo funciona esto —salta el hombre tras el bigote—. Los chantajes nunca terminan. Os pagamos primero tanto, luego otro poco más. Así hasta que nos desangréis.

—¿Qué quieres decir, viejo? —pregunto.

El tipo se adelanta. Es más grande de lo que recordaba. Fonsi rodea al Zorro mientras el otro se encara conmigo. La halitosis permanece.

—No os vamos a dar ni un dólar más. Esto es todo lo que vais a conseguir.

—Tranquilos. —Le pongo la mano en el brazo y me la retira con brusquedad—. Nosotros tampoco hemos traído las fotos. Creo que es un empate.

—Mirad, cojeéis el dinero y os largáis. Si volvemos a saber de vosotros, o salen las fotos en algún medio, iremos a la policía.

—No lo entiendes, ¿verdad? —Y es entonces cuando Marc le enseña la placa—. Nosotros somos la ley.

El productor se achanta al instante. El Zorro mira al suelo y niega con la cabeza. Si lo sospechaban, ahora tienen la certeza. Los naipes están sobre la mesa.

—¿Os creéis que estamos jugando? —Fons empuja al del mostacho—. ¿Esto es una broma? Estáis en nuestra puta ciudad, y si salís vivos de aquí es porque nosotros queremos.

—Oíd… —empieza a decir el tío del bigote.

—Una polla —interrumpe Marc—. Esto es Disneylandia, ¿no? Podéis imponer vuestras condiciones y nosotros nos abrimos de piernas. ¿Has traído la vaselina?

—¿La qué?

—Da igual. —Realiza una pausa estudiada que aprovecha para hacer rechinar los nudillos una vez más—. Esto es lo que vamos a hacer. Nos vais a acompañar a comisaría. Los dos. Allí vamos a discutir quién es el bueno de esta historia.

El tipo se arruga como una polla en un velatorio. Recuerdo que creyó que éramos policías cuando entramos a su habitación, pero al final abandonó esa idea por la de criminales comunes con bastante mala baba. Y ahora sus pesadillas se han vuelto realidad.

—Venga, al puto coche —mi compañero lo engancha del hombro—. Esto lo resolvemos con el comisario.

—¿Os envía el comisario? —balbucea Bigote.

—Cumplimos órdenes —se burla.

—Está bien —interviene el Zorro, con tono neutro—. Os pagaremos más, pero esto tiene que acabar esta noche.

—Y acabará —prosigue Marc—. En cuanto lleguemos a los calabozos.

El actor da dos pasos de espaldas. Me pongo a su altura y le engancho de la manga.

—Será mejor que nos acompañéis —digo mostrándole las esposas.

—No podéis hacernos esto —murmura.

—Ya lo hemos hecho.

23:48

Cuando estás al borde del colapso nervioso, lo mejor es decir gilipolleces.

—Bueno, dime: ¿quiénes tienen las tetas de mentira?

Observo al Zorro por el retrovisor. No entiende por qué circulamos por la autovía. Aprieta contra el pecho el maletín con el dinero y mira de soslayo a su productor. El hombre está apoltronado en el sillón trasero, hundido por completo. El actor aún mantiene la compostura. Me pregunto si se habría enfrentado a mafiosos en sus comienzos por el continente americano.

—¿Qué quieres decir? —contesta.

—A veces se les nota, como la tía esta… ¿Cómo se llama? Ya sabes, la de la peli aquella que te roba el dinero y te dedicas a perseguirla. Bueno, da igual. El caso es que esos melones son de silicona pura y dura.

—Nunca mejor dicho —interviene Fonsi.

—No me apetece hablar de ese tema —responde el Zorro.

—Mis cojones no te apetece. Con todas las escenas de sexo light que has hecho, no me vengas ahora en plan monaguillo.

La noche es clara. Los edificios muertos de la costa son monolitos cuarteando el horizonte. El otoño dispersa a los domingueros que cubren los mini-apartamentos, quedando como ciudades fantasma, ni siquiera dormitorio, urbanizaciones de zombis que miran de reojo a la Ciudad de la Luz.

—Ahora en serio —prosigo—. ¿Y la que protagonizó aquella de James Bond?

—Nunca he trabajado en un film de 007.

—Ya, tú no, pero ella sí.

—¿No te sabes el nombre?

—Va, da igual. El caso es que el otro día me dio por pensar, ¿sabes? Mira, ponte en situación. Casi todas las actrices que conoces han pasado por quirófano. La que no se ha retocado la nariz se ha puesto morros nuevos. Me encanta esa palabra: retoques. En realidad las rajan de arriba abajo. Pechos, liposucciones, y hasta cambios de sexo.

—¿A dónde quieres llegar?

—¿Tú crees en los fantasmas? Yo tampoco, pero una vez vi uno.

—¿Cómo que…?

—Escucha, coño. Lo vi y ya está. El tema es que, en el caso de que palme alguna de estas tipas, ¿su espíritu se manifestaría con las tetas de silicona o con las reales?

—¿Y a mí qué me importa?

—Pues debería, porque imagina que se muere tu esposa y aparece sin retocar. Joder, lo mismo ni la reconoces y te pega el susto padre, ¿no?

—Mira, lo último que quiero pensar ahora es en que le suceda algo a mi mujer. Por favor, respeta mis deseos.

—Ya, pero ¿se ha operado?

Niega con la cabeza y mira al cielo.

—En el caso de que se hubiera hecho algo, eso es estrictamente personal y no va a salir del ámbito privado, ¿de acuerdo?

—Me lo tomaré como un sí.

Marc se remueve nervioso. Me mira e intenta sonreír. No deja de ser una mueca extraña.

—Un fantasma con silicona, vaya gilipollez —dice para disimular.

—Sí. —Le doy la razón para tranquilizarlo—. Eso parece.

El aeropuerto surge a la derecha, rodeado de autobuses, pasajeros despistados y parking cubierto. Tomo el camino habilitado para las obras un poco más adelante. Las grúas apostillan el cielo con sus siniestros pilotos rojos recortándose contra la penumbra y la contaminación lumínica.

—¿Dónde coño vamos? —pregunta el del mostacho, despertando de su letargo.

—Tranquilos, no va a pasar nada —contesta Fonsi.

Ese «no va a pasar nada» induce a sus cerebros a creer que, efectivamente, va a pasar algo: un par de palas en un descampado para cavar su propia tumba, una reunión con unos rusos enfermos mentales, el advenimiento de Venus con la secta de Zox. Da igual. Algo malo va a suceder. Llamémoslo X.

—Oíd —musita el Zorro—. Creo que como broma ya está bien. Hemos hecho lo que nos habéis dicho. ¿Qué más queréis?

Lanzo una mirada a Marc. Hay preguntas que deben contestarse.

—Un poco de paciencia —digo—. Eso es todo. Vamos a reunirnos con unas personas. Queremos que estéis quietos y en silencio. Nada más.

—¿Es un secuestro?

—Nadie os va a secuestrar, tranquilos. Es tal cual os lo he contado.

—¿Pero qué reunión? —Salta el productor—. ¿Con quién? ¿En mitad de un puto desierto?

—Es mejor que no lo sepáis —continúo—. No podíamos venir solos aquí, ¿de acuerdo?

—Nos vais a matar —asevera el Zorro.

—¡Nadie va a morir, hostias! —grita mi compañero—. Por eso estás aquí, porque eres famoso de cojones. Esto va a durar cinco minutos, ¿vale? No nos pongamos nerviosos y terminemos cuanto antes.

Si yo tengo la delicadeza de una fresadora, Marc es más bruto que Lucifer haciéndose pajas. Lejos de tranquilizarlos, están aún más nerviosos. No quiero ni pensar lo que les está pasando por la mente.

Alcanzamos el lugar indicado. Avanzo los últimos metros con los faros apagados. El suelo está cubierto de chinarros y basura. Una lata cruje bajo el neumático. Cambio el sentido de la marcha para que el coche mire hacia la salida. Me detengo con el motor en marcha. Y esperamos.

—Tranquilos —digo modulando mi voz—. Podemos conseguirlo.

Pero me tiembla la mano sobre el volante. Fonsi es un saco de nervios, frotándose las piernas como un desquiciado en un manicomio. Los del asiento de atrás no se atreven ni a respirar. Me miro el móvil. Durán ya no ha vuelto a contactar. Quizá hemos llegado pronto. Quizá no vengan. Lo único que tengo claro es que este asunto termina esta noche.

Entonces aparecen. La comitiva del diablo. Marc se pone tenso. No parece una fiesta de reparto de bienes, sino más bien un funeral. Son dos coches y una especie de camión. Las largas me deslumbran. Se arrastran en fila, despacio, una marabunta organizada, un gusano de tres cuerpos, la víbora de fuego que invocan los chamanes, el veneno deslizándose entre unos labios sin depilar.

—Vamos.

Todos me hacen caso. Hasta el Zorro y la morsa de su productor se bajan del coche. Tal vez piensen en huir amparados por la luna. Dudo que estén en forma. Me adelanto unos pasos y Fonsi me imita. Se coloca el primero, recortado por los haces de luz, dibujando una sombra triple entre los restos de obra. El vaquero en el duelo a medianoche, con el sol en la frente, en la negritud de la boca del lobo.

Pero no es hasta que los tenemos a escasos metros cuando digo:

—La madre que los parió…

Si las cosquillas en mi estómago auguraban algo más que una úlcera incipiente, era que algo no iba bien. Y ahora ya lo sé.

Los dos coches se detienen flanqueando al camión, uno muy especial. Quizá sean las mangueras enrolladas a un lado, o la sirena apagada sobre la cabina, o la escalera de mano recogida en la parte superior, pero sin duda es el vehículo que echaban en falta en el parque de bomberos.

Y lo peor de todo es que no puedo contárselo al Martínez.

Veo al Tuerto en la cabina. Bajan todos a la vez. Son siete: los hermanos Iván e Igor Organov, el contable encorvado, y otros cuatro cargados con fusiles Kalashnikov como si esto fuera Chechenia. ¿Y nosotros? Dos maderos de pueblo, un actor internacional, su productor podrido a pasta y un matón de un solo ojo.

—Bonito carro. —Señalo al camión de bomberos—. Es ideal para atracar estancos.

Da, koll Ramos —asiente orgulloso Iván—. Españoles se apartan hacia aceras cuando ven venir, aunque asiento trasero incómodo para sexo. Estilo ruso, tavarish.

Igor acaricia el machete descomunal que le cuelga del cinto en compensación por su minúsculo pene. El Tuerto se coloca a medio camino entre nosotros y ellos. El aire apesta a polvo y a queroseno quemado. Uno de los matones rusos dice algo en su infecto idioma y señala con la metralleta al Zorro. A Iván se le abren los ojos como platos.

Chert. —Se lleva las manos a la cabeza—. Me preguntaba quién eran tus amigos, pero es él. Yo gran admirador desde película de matar americanos.

—Gracias… —murmura el Zorro desde lejos.

—Tú pam-pam. —Forma una pistola con los dedos y dispara alrededor—. Muerte a yankis.

—¿Cómo ha ido el tema, tavarish? —interrumpo.

Miradas de lobo estepario.

—Ha sido hasta aburrido —contesta el Tuerto—. Estos cabrones los han sacado de la carretera con la tontería del camión de bomberos.

—Dinero en bolsillo, mi koll. —Iván da unos golpecitos a su coche.

—¿Ha sido limpio? ¿Os ha reconocido alguien?

Niet. —Niega con la cabeza, haciendo aspavientos exagerados—. Todos tendrán boca cerrada.

—Les acribillaron —dice Durán—. No quedó ni uno vivo.

Un pequeño mareo, algo de vértigo. Marc se adelanta aún más.

—¡Putos psicópatas! ¿En qué coño pensáis? ¿Estáis enfermos o qué? Ahora que hay compañeros muertos no pararán hasta detenernos a todos.

—Tranquilo, socio. —Igor desenfunda el machete y apunta hacia Fonsi—. Tener todo previsto.

—Esto ya es cosa de robos, bandas organizadas y homicidios, por no hablar de que les habéis dado el palo en mitad de la autovía y la Guardia Civil meterá el hocico. Joder, parecéis retrasados.

—Ata a tu perro, Ramos —indica Iván sin levantar la voz.

—Vale, ya está bien —me acerco hasta Marc y lo empujo hacia atrás—. Repartamos los billetes y olvidémonos de que nos hemos visto, ¿de acuerdo?

Da, da. —Iván hace un gesto y sus esclavos levantan las metralletas—. Pero antes resolver otro asunto.

Un avión nos sobrevuela alzándose hacia los cielos de la noche. El ruido de las turbinas hace imposible entender lo que dice el ruso. Los ojos de los cañones nos observan tras los faros de los coches, oscuros y fríos. Resolver otro asunto, ha dicho el cabrón. Pienso en la profecía de Marc de que usarían el ruido de los despegues para camuflar los disparos con los que nos ejecutarían. Aguanto la respiración, unos segundos tensos, infinitos, el corazón en la garganta y los nervios al límite. Por fin, el armatoste se aleja por los aires. Sopla algo de viento. El ruso se enciende un cigarro. Seguimos vivos.

—Baja los fusiles, Iván —digo.

—Enseguida. —El hermano Organov fuma tranquilo—. Pero primero tirad armas.

Escucho los jadeos nerviosos del Zorro a mi espalda. Miro al Tuerto y me devuelve una pupila asesina y carente de alma. No sé si está con ellos o con nosotros, pero levanta las manos y las pone tras la nuca.

—No nos precipitemos —continúo—. Esto no es necesario. Hicimos un trato.

Igor masculla algo indescifrable. El cuarteto de cuerda tira del seguro y apoyan la culata en el hombro.

—Joder, está bien. —Desenfundo la PK y la tiro sobre unos plásticos—. Estáis como un puto cencerro.

Marc gira el cuello. Sus ojos se muestran duros, pero aparece la sombra de la duda, de la incredulidad, del «esto no puede estar pasando». Debe pensar que no nos matarán delante del Zorro. Sabe que, si quisieran vernos fiambre, ya habrían disparado. Los rusos buscan otra cosa, pero no sé qué es. Al fin, escupe hacia un lado y arroja su arma con funda y todo.

—¿Eso es todo? —pregunta Igor.

—¿Qué coño te pasa? —grita Fonsi—. ¿Acaso crees que esto es una puta película y tenemos un bazzoka en el culo?

—¿Eso es todo? —repite el ruso, remarcando cada palabra.

Mi compañero se yergue. Estira los hombros hacia atrás y aparenta ser el doble de grande. Entonces rebusca algo en el bolsillo y lo lanza al suelo. Es su puño americano.

Da, perfecto. —Iván se pasea hasta nuestro lado y recoge mi pistola—. Yo sé que esto no es película, aunque vais con actor conocido. Siempre quise tener pistolita en tobillo. Es genial, pero vas cojeando. De joven, en patria madre, adorar a Tony Montana. Él hermano comunista en Cuba que conquista a yankis. Scarface mata a todos asesinos con metralleta. —Y de nuevo gesticula, pero esta vez con mi arma—. Pam-pam-pam. ¡Saluda a mi amiguito! Pam-pam-pam. ¡El mundo es tuyo! Y al final termina vivo con cocaína y dinero.

El Zorro va a contestar algo, pero abre y cierra la boca sin emitir sílaba alguna. Igor espeta una perogrullada incomprensible. Su hermano asiente y se repeina la calva grasienta con la mano.

—El asunto es el que sigue. No fiarnos de policía. Sabemos que investigar. Tu perro lo ha dicho —señala a Fonsi—. Investigar mucho y mucha gente. No es bueno.

Doy un paso hacia él, pero me apunta con mi propio hierro. Debería sonar música de violines, quizá una tuba, y no este incesante pitido en mis tímpanos.

—Nosotros somos los únicos que podemos desviar la investigación en otras direcciones y lo sabes —y añado—: Nos necesitas.

Koll Ramos, eso no del todo cierto.

—¿Cómo que no?

—No os necesito a los dos. —Quita el seguro al arma y la agarra con las dos manos—. Con uno me basta.

Acciona el gatillo. El corazón me da un vuelco. Ni siquiera hay un puto avión haciendo ruido.

Me giro aterrado. El Zorro y su amigo se tiran al suelo con retraso, el Tuerto se aparta un poco más. Fonsi se toca el pecho con ambas manos. Está intacto. Me mira con ojos de niño.

—¿Pero qué coño haces? —le grito al ruso.

—Fallar —contesta.

Entonces apunta con más precisión y dispara. Esta vez la bala impacta en la frente de Marc.