JUEVES, 23 DE OCTUBRE

5:35

La Biblia lo llama «vender el alma». Curiosamente, solo se puede ofertar al Diablo. Satán cuenta con un negocio capitalista. Dios te ama, pero te lo tienes que ganar. Su contrato lo firmas desde que naces, pero siempre puedes pasarte a la competencia, que te acoge con los brazos abiertos.

El nudo en el estómago ha desaparecido. Ha dejado su lugar a un temblor de manos que tiene toda la pinta de ser duradero. Pero la angustia ya no está. Ahora es adrenalina, nervios y algo parecido a los remordimientos.

Juego con el vaso de chupito de los Organov. Los dedos se resisten a dejarlo caer pese a mi pulso de nonagenario. Observo a través del cristal y solo veo oscuridad.

No es la primera vez que vendo mi alma, pero esta vez puede ser la definitiva. En este trabajo debes moverte rápido si quieres conseguir algo. Eres un zurullo que flota en un océano de mierda, pero un excremento al fin y al cabo. Y si te descuidas, te puedes hundir. Ese es el motivo de colocar pruebas falsas, de buscar cabezas de turco a los que cargarles el marrón. Esa y no otra es la razón por la que voy a atracar un furgón cargado de dinero. Para seguir flotando en este mundo miserable. Para no hundirme como el mojón que soy.

La placa no me distingue del resto de infelices: tan solo me da permiso para llevar un arma.

Recuerdo la primera vez. «Bautismo de fuego», dicen en las películas. Fue tan sencillo que casi no le di importancia. Estaba en prácticas y requisamos una remesa de cintas piratas. Ni siquiera eran CD, sino cintas magnéticas para casete. Al llevarlas a comisaría las repartimos entre los compañeros. Se firmó un justificante de destrucción y nadie preguntó. Después el asunto se va poniendo más feo, no sabes cuándo parar y terminas vendiendo tu alma a precio de saldo.

No sé cuánto tiempo llevo sentado en el coche, sin apenas moverme. Necesito un cigarro, pero no me atrevo a que se vea la brasa brillando en mitad de la oscuridad. No estando tan cerca de convertirme en un criminal, uno de verdad, de los que matan a bebés de foca, que se meten kilómetros de rayas, que trafican con adolescentes ucranianas y se ocupan de estrenarlas.

Marc no quiere saber nada del asunto. Piensa que he perdido el juicio y está en lo cierto. Casi mato a Zox delante de toda su tribu, en su propia casa, con mi arma reglamentaria. Se merece un tiro entre las cejas, sin duda, pero hay que ser más listo.

Mañana tengo cita con Álvaro Cortés para una nueva sesión de psiquiatría. Con un poco de fortuna descubrirá que estoy loco y me recetará algo para dejar de pensar, para no preocuparme, para olvidar, dormir, soñar.

Siempre quise ser un pez grande en un enorme mar. Fui lo bastante listo para ver peces pequeños devorados por otros de mayor tamaño. Al cabo de los años he comprendido que siempre habrá un pez más grande en alguna parte, un pez que te dará por el culo y ni siquiera lo verás venir. El pez polla, ese quiero ser yo.

Ahora observo los nudillos pelados y pienso en si me la han clavado y no me he dado cuenta. La vida se divide en víctimas y verdugos, en presas y depredadores. Si no estás en un grupo, estás en el otro. Y ahora que me voy a meter en la boca del lobo me pregunto si también soy un lobo o una pobre oveja.

Dejo la pistola en la guantera y salgo del coche. Palpo el vaso de chupito mientras avanzo hacia la guarida del diablo. La chica del guardarropa me reconoce, y en lugar de pedirme la chaqueta, me devuelve la que dejé olvidada la noche pasada. La obsequio con el vaso en miniatura, pero no lo toma.

Avanzo. Los reos camino del patíbulo deben sentir algo similar. La garganta seca, la respiración entrecortada, los latidos del corazón en los oídos, la adrenalina por las nubes.

Iván e Igor Organov están donde los dejé. Es como si no se hubieran movido desde nuestro último encuentro. Incluso visten la misma ropa. Están rodeados de varios de su séquito y media docena de putas.

Tavarish Ramos —dice Satanás—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Trago saliva. Las cuarenta piezas de plata de Judas pasan por mi tráquea.

—Tenemos que hablar de negocios.

9:37

Pero la vida sigue.

Ahora toca disimular. Eres un policía, Antonio. No uno excelente, ni siquiera uno malo, sino del montón. Haz tu trabajo de funcionario público, de esclavo occidental, de bueno para nada. Hazlo. Y por lo que más quieras, que no sospechen de ti.

Las letras de los expedientes flotan ante mis ojos. El caso de la familia Moscardó, asesinados y torturados, no me puede importar menos. Los chicos han hecho inventario de todo lo relevante. En el ordenador del padre han encontrado archivos de pruebas médicas. Guardaba datos confidenciales de sus pacientes junto a las fotos del verano en Terra Mítica. Sin duda, Asensio Moscardó es todo un criminal de guerra.

El desgraciado de su hijo tiene todas las papeletas para dormir a la sombra una temporada. En pocos años estará rehabilitado de cara al gran público. Le habrá dado tiempo para salidas controladas, y para acabar la carrera y hasta a salir con una de esas chicas góticas y tristes que se enamoran de los asesinos en serie. A veces pienso que esta sociedad premia al criminal y prostituye al obrero.

Ahora yo voy a ser un delincuente más.

No sé nada de Marc desde la noche anterior. Probablemente esté dando explicaciones por el agujero en la casa de Cosme Trujillo. Espero que sepa llevar el tema con discreción.

En cualquier caso, tenemos que hablar. Lo del furgón se hará. Los Organov se ocuparán de ello y nos darán un trozo del pastel. Hay suficiente para todos. Pero a cambio necesitan saber la ruta que tomará, y eso solo lo sabe el Comisario Llorente. Esa es mi mejor baza. Por eso no lo hacen ellos por su cuenta. Soy el mal necesario para los gemelos.

Abro los expedientes de los Organov. Me los sé de memoria, pero no puedo dejar de repasarlos. Asesinos, traficantes, atracadores… Han tocado todos los palos antes de asentarse en la costa levantina. No puedo confiar en ellos, necesito a alguien a mi lado. Debo convencer a Fonsi para que se una a la fiesta. Es demasiada presión para un solo hombre.

Pero los Organov tampoco aceptarán a Marc. Sigue faltando un eslabón. Necesito a alguien que se mueva en sus mismos círculos, que piense como ellos pero que sea más listo y, sobre todo, que tenga alguna utilidad para los rusos. De lo contrario, se negarán. O lo que es peor: lo despacharán.

Y la persona que tengo en mente desea mi muerte desde hace tiempo.

El pánico aparece. Es una misión suicida destinada al fracaso. Solo por haberles hablado a Iván e Igor del furgón de pruebas cargado de billetes, ya es suficiente para que me encierren de por vida. Rezo porque la vigilancia del Martínez no tuviera micros aunque, por lo que cuenta el muy bocazas, es bastante improbable.

Pero el terror está ahí, la sensación palpable de que todo lo que pueda fallar, fallará. Ahora todo el plan parece endeble. Miedo escénico. Debo pensar en otra cosa para no volverme loco.

Llamo a Marc. Sé que no debería usar el teléfono estos días, pero aun así no puedo evitarlo. Varios tonos y salta el contestador.

Me arrastro hasta la máquina de café. La comisaría está tranquila, tal vez demasiado para ser jueves. Algunos compañeros trasladan a una horda de congoleños vestidos con camisetas Nike camino del juzgado. Les han quitado los cordones de las zapatillas y hasta el hueso de la cabeza. Me pregunto si vienen a España esperando cazar cebras con sus lanzas de caña y piedra.

Uno de los mejores chistes que he oído es el del tío que selecciona un capuccino en una máquina de café. La gracia radica en que todos los brebajes que expende el dichoso cacharro saben a meados de iguana. La elección es ficticia, pero aun así el dedo se dirige y pulsa el botón. Al final será cierto que los policías somos más sádicos que masoquistas.

Y es cuando el líquido hirviente me toca los labios que mi mano se cuela en el bolsillo del pantalón y encuentra un vaso de chupito que pesa como una losa. Lo que era un suave olor a café se convierte en lejía y aguarrás, en vísceras, en aliento de momia, en pedo de cadáver, en felación de Cosme Trujillo vivo o muerto, da igual, porque la arcada viene sin avisar.

Aguanto lo suficiente para alcanzar el servicio más próximo. El contenido de mi estómago es vodka y bilis, el típico desayuno siberiano. Levanto el hocico y me miro al espejo. Francis Portela está custodiando a un chino que orina sujetándose una minúscula polla. Tiene los pelos púbicos más largos que el propio cipote. Me pregunto cómo no se han extinguido todavía. Me dan ganas de sacármela y enseñarle por qué soy tan chulo.

—¿Un mal día, Ramos?

—Y que lo digas.

—He oído que le diste una buena tunda al Profeta. —Señala hacia mis nudillos pelados—. El pobre cabrón aún piensa que le atropelló un tranvía.

—No podel… yo no podel si tu milal… —interrumpe el chino.

—Te jodes coño, que esto no es un hotel —recrimina Portela—. Gracias tienes que dar que no me dejen sacarte los meados a patadas.

—¿Qué ha hecho este?

—Lo de siempre. Trampas a las tragaperras. Cuando llegamos, el dueño estaba a punto de abrirlo en canal con el cuchillo de cortar jamón. ¿A que sí, Bruce Lee?

—No hablal, pol favol…

—Pero el puro gordo se lo va a llevar por no identificarse. Estos se creen que no los distinguimos y se pasan los papeles de unos a otros. Y puede ser que nos cuelen alguno pero ¿a quién se le ocurre usar la documentación de una mujer?

—Viendo el nabo que tiene, estoy por creérmelo.

—¿Eso es lo que eres? —Francis le da una colleja—. ¿Un transexual tailandés?

—Nacel en Sigapul.

—Tu puta madre me vas a decir tú dónde has nacido —le mete dos empujones y Fumanchú se guarda el rabo a toda velocidad—. Tira a tomar por culo, que ni meas ni dejas mear. Por cierto… —Se gira hacia mí—. Buen equilibrio.

El vaso de café sigue en mi mano. No he derramado ni una gota. Sin embargo, el asco continúa. Aboco el vaso contra el WC y el capuccino de máquina se mezcla con lo que debería ser orina de chino.

Miro lo que tiene que ofrecerme el espejo. Hoy no he pasado por casa, no he tenido mi momento de intimidad en el baño. La cuadra no es el mejor lugar para relajarse, con ruidos, gritos y golpes constantes. Pero lo sabe. El tipo del cristal sabe lo que tengo que hacer.

Tengo que conseguir la ayuda de Marc. Debo lograr tener ojos y manos en el corazón de los Organov con un secuaz de su calaña. Y por encima de todo, necesito obtener la ruta del furgón de pruebas.

En eso se resume mi pesadilla.

De vuelta a la mesa el teléfono grita. Descuelgo. Es Pilar Hurtado.

—¿Dónde coño estabas? —pregunta.

—¿Acaso quieres venir?

—Llevo intentando localizarte media mañana.

—Te doy mi móvil, si prometes hacerme llamadas obscenas a altas horas de la madrugada.

Disfruto de su indignación a través de la línea.

—Voy de camino al hospital. —Cambia de tema—. Le han bajado los sedantes a la asistenta para que podamos interrogarla.

—Me apunto a la fiesta. —Necesito que me dé el aire—. Tardaré quince minutos.

—Allí nos vemos. —Y añade—: Pero esta vez deja que hable yo.

—Vamos, Pili, ya sabes que tengo buena mano con las mujeres. En concreto, buen dedo corazón…

—La decisión ya estaba tomada. Y puede que seas tan bueno con tus falanges de tanto metértelas por el culo.

Y cuelga.

Sonrío. Por fin entra al trapo con mis comentarios sexuales. Antes de que termine la semana bailaremos en horizontal.

11:02

—Llegas tarde.

—Me gusta hacerme esperar. ¿Ni siquiera me das dos besos?

—La doctora De la Torre vendrá en un rato. —Hurtado saca su libreta y repasa sus notas—. Ella no ha tenido tanta paciencia como yo.

—Por eso eres especial, Pili.

En la puerta 426 hay un compañero de punta en blanco. La misma enfermera del otro día pasa por el pasillo moviendo el culo. Pese al uniforme demasiado ancho para su talla, se intuyen las curvas de una bailarina de burdel, de una sirena de agua carbonatada, de una musa de piloto de rally. Melena tostada más larga por el hombro derecho, uñas de porcelana, mirada tranquila de pupilas inquietas. Camina despacio, como si le costase por no llevar tacones, yendo de arriba abajo por el pasillo sin nada entre manos como una modelo de pasarela de hospital. Imagino cosas malas, fantasías de adolescente mezcladas con el sexo aburrido del hombre adulto, con prisas, sin cariño, solo la necesidad básica de descontrolarse en el armario de la limpieza, en la sala de espera, en el cambiador de las chicas y hasta en la cama del tipo en coma. Sin embargo, el custodio de la puerta ni la mira. Pienso que es gay y mis fantasías toman cierto toque homosexual, con dedos en el ano, tal y como había pronosticado Pilar por teléfono. Regreso a la realidad con la erección disipándose entre lo que nunca fue y lo que no quiero que sea jamás.

De la Torre, la misma doctora que se ocupa del chaval Julián Moscardó, termina de romper el encanto del asunto cuando dobla una esquina y nos recibe con gesto de disgusto.

—Buenos días —saluda—. La paciente no está para hablar demasiado. Le hemos bajado los calmantes, pero aun así tiene unos dolores insufribles. Le han seccionado los nervios ópticos y los tendones de Aquiles. Su vida futura no se diferenciará demasiado de lo que es ahora. Necesitará medicación fuerte y somníferos para poder dormir. A esta pobre la han jodido, pero bien.

Me sorprende ese último comentario profesional, aunque supongo que se trata más bien de su opinión.

Tras la puerta la veo. Teodora Atienzar. Cuando nos conocimos no sabía su nombre. Estaba todo lleno de sangre. Actué por instinto. La abracé. Le susurré palabras que no recuerdo, probablemente mentiras a medias y verdades truncadas. Ahora, en el reencuentro, tengo la sensación de que aún podía haber hecho más.

Una gasa le cubre los ojos, privándola de expresión. Se sobresalta al oír el ruido de las bisagras y sus dedos se agarrotan sobre las sábanas, encrespados, tensos, tratando de asirse a una seguridad que ha perdido y que ni con toda la terapia del mundo recuperará.

—Señora Atienzar. —La voz nítida de De la Torre, más que hablar, recita—. La policía está aquí. Quieren hacerle unas preguntas.

—Buenos días —saluda Pilar colocándose a un lado—. Somos los inspectores Hurtado y Ramos, señora Atienzar.

—Hola —digo.

Como si de un resorte se tratase, sus manos van directas a las mías y me agarran. Aprieta fuerte, pero firme, sin llegar a hacerme daño con las uñas. Su cabeza se dirige hacia mí pese a no poder ver.

—Yo le conozco… —musita—. Usted… usted…

—Lo sé —contesto.

—Pero…

—Lo sé.

Su cara se congestiona. Me pregunto si aún puede llorar pese a la carnicería que sufrieron sus globos oculares.

—Pensé que estaba muerta y me hablaba un ángel. Pero el dolor estaba allí, y usted olía a tabaco… y supe que todo era real, que seguía viva.

De la Torre me tira del brazo y me hace gestos para que la calme.

—Tranquilícese, Teodora. ¿Se llama así?

—Sí, señor.

—De acuerdo. Estamos aquí para hablar, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

—Y puede dejar de llamarme «señor».

—Es la costumbre, lo siento.

—No pasa nada. Mire —y me arrepiento al instante de haber usado ese termino—, mi compañera le va a hacer unas preguntas, ¿vale? Queremos saber quién le ha hecho esto.

—¿Cómo está el niño? —Me agita la mano.

—Bien, no se preocupe y relájese —interrumpe Pilar, armada con su bloc—. Necesitamos concretar unos datos, ¿le parece?

—Yo… —balbucea—. Todo es muy confuso. No recuerdo nada, lo siento.

—Hace un segundo sí se acordaba de que mi compañero apestaba a tabaco. Incluso le reconoció por la voz.

—Eso es distinto.

—Vamos, Teodora. —Me siento a su lado, hundiendo el colchón bajo mi peso—. Si se esfuerza seguro que podrá ayudarnos.

Respira hondo. Su mano tiembla. Tarda varios segundos en contestar.

—No lo sé. Alguien me atacó y no recuerdo más. Luego me desperté y oí su voz.

—Deje que yo la guíe, Teodora —se desmarca Hurtado—. Quiero que me narre lo que ocurrió la mañana del martes día veintiuno.

—Eso fue hace dos días —la informo.

—Yo…

—Piense primero lo que hizo el lunes por la noche —prosigue mi compañera—. Así será más fácil.

—Si no hice nada…

—Por favor.

—Pues terminé de poner la secadora y me acosté. Por la mañana estaba recogiendo la ropa y alguien me atacó.

—¿A qué hora fue eso?

—No lo sé. —Se muerde el labio—. A las nueve.

—¿Está segura?

—No, señora.

—¿En qué habitación se encontraba?

—Yo… estaba en el pasillo. Sentí un golpe en la cabeza y me desperté en el salón. Todo me dolía.

—¿La trasladaron?

—Sí, señora.

—¿Cómo está tan segura? Es decir, despertó en shock, herida y ciega. ¿Cómo es posible que supiera que estaba en otra estancia?

La muy zorra es buena. No se le escapa una.

—No sé por qué lo sé, pero lo sé.

—Eso no me sirve.

—Hay cosas que se saben. —Me suelta la mano de un respingo—. Por la alfombra.

—¿Cómo dice?

—La alfombra. La limpio todos los días. Sé cómo es. Recuerdo su tacto al despertar.

—¿Vio a su atacante?

—No, señora. Lo único que recuerdo fue el golpe y despertar abrazada a su compañero.

Le paso la mano por el cabello, como quien acaricia a un gato. Me siento raro haciendo el papel de poli bueno, pero no me queda otra.

—¿Sospecha de alguien? —prosigue Hurtado.

Mueve la cabeza de forma involuntaria, como intentando apartarse de una mirada inquisidora que no puede ver.

—No. Nadie quería hacerles daño. Eran muy buenas personas.

—¿Cómo sabe que la familia ha muerto? —pregunto.

Se agita nerviosa. De la Torre niega con la cabeza.

—Yo…

—Nosotros no le hemos dicho nada —prosigue Pilar—. Nadie ha hablado con usted desde que está en esta habitación.

—Al entrar nos ha preguntado por el crío, no por los padres. Ya sabía que estaban muertos.

—¡No! ¿Por qué dicen eso?

—¿Los vio morir? —Pili.

—Cuéntenos lo que sabe, Teodora.

—Yo no…

—¿Los mató usted, señora Atienzar? —Poli mala, malísima.

—Usted es buena, Teodora. Pero sabe quién lo hizo.

—Fue el crío, ¿verdad? —Hurtado pone las cartas sobre la mesa—. El hijo mató a sus padres y la atacó después.

—Por favor… —musita—. Él no…

—¿Fue Julián? —La cojo de la mano de nuevo—. Vamos, Teodora…

De la Torre prepara un calmante intravenoso, pero le ordenamos que espere unos segundos.

—No le debe nada a ese malnacido. —Aprieta mi compañera—. Mire lo que le ha hecho. La he dejado ciega e inválida.

—No tenga miedo —digo con mi mejor voz de lameculos—. Nosotros la protegeremos. Jamás se volverá a acercar a usted.

—Por favor, señora Atienzar.

—Confíe en nosotros, Teodora. Julián jamás saldrá de la cárcel.

Y entonces sus uñas se clavan en mi piel. Aguanto sin moverme.

—¡Oh, Dios! —grita—. ¡Jesucristo!

—Tranquilícese —susurro.

—Ya basta —interrumpe la doctora De la Torre—. Le voy a poner los calmantes.

La agarro del brazo justo cuando va a introducir la hipodérmica en el gotero.

—¡Cristo! —prosigue Teodora—. ¡Cristo bendito!

Juraría que está llorando.

—Está bien. —Acaricio el reverso de su mano—. Ese cabrón no saldrá de esta.

—¡No! ¡Oh, Virgen Santa! ¡Fui yo! ¡Yo los maté!

En algún lugar del mundo, un castillo de naipes se cae justo cuando se coloca la última pieza.

—¿Puede repetirlo? —dice Pilar, con un tono neutro.

—¡Yo los maté! ¡Los acuchillé! ¡A los dos!

—¿Y quién le ha hecho eso?

—Yo. Yo lo hice todo.

—Y una mierda. —Me levanto de la cama—. ¿Pretende que nos creamos esa basura?

—Yo los maté —se reafirma.

Acerco mi cabeza a la suya. Le aparto el pelo. Le susurro al oído.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué proteges a ese desgraciado?

—Yo los maté…

—Mira lo que te ha hecho, Teodora. No es lógico. Vamos, dime por qué te inculpas.

Se gira muy despacio, completamente repuesta, sin rastro de nerviosismo en su rostro.

—Quiero hablar con el juez —sentencia.

Miro a Pilar. Se encoge de hombros. De la Torre le enchufa el calmante.

A mí se me hinchan los cojones.

Salgo a toda velocidad. Atropello a una enfermera que ya no quiero tirarme. Ahora es el momento de las respuestas, de la venganza.

Alcanzo la planta en cuestión de segundos. No tengo sensación de haber venido corriendo, pero resuello del esfuerzo. El compañero de la puerta me hace un saludo militar, el muy gilipollas, y me deja pasar.

Julián Moscardó está comiendo de una bandeja. Comida de hospital que devora con fruición. Al hijo de puta aún le queda apetito.

—¿Qué coño le has dicho? —pregunto.

—¿Y a mí que me cuentas, tío?

Mando a la mierda la bandeja. La comida se desparrama por la pared.

—No soy tu tío —le digo, encarándome a él—. Y me tocan los cojones los listillos.

—Vale, calma.

—Mataste a tus padres, pequeño desgraciado. Los dos lo sabemos.

Sonríe. El muy bastardo sonríe.

—¿Eso te ha dicho ella? —Hace una pausa para mirarme a los ojos—. Esa vieja no me vendería en la vida. ¿Qué os ha dicho? ¿Que se los cargó ella?

—Niñato de mierda.

—¿Sabes qué? Quiero cambiar mi declaración. Ahora acaba de venirme el recuerdo nítido de la asistenta cargándose a mis padres.

Levanto el puño. Tenso el brazo. En la vida he tenido tantas ganas de golpear a nadie. El crío mira mis nudillos pelados. Descargo el directo contra la almohada y salgo de la habitación. Julián Moscardó grita de fondo.

—¡Te denunciaré, madero! ¡Y pide que me traigan la comida otra vez!

Avanzo por los pasillos hasta encontrar la salida. Enciendo un cigarro y fumo con rabia.

Odio este trabajo. Odio a los cabrones como Julián Moscardó. Vivimos en un sistema que deja libres a los culpables y encierra a los débiles. Un tiro a tiempo, maldita sea. Algunos se lo merecen.

Pienso en volver a hablar con Pilar. Ahora debo centrarme en el asalto al furgón de pruebas y en aparentar ser un poli respetable. Cuando tenga pasta dejaré atrás toda esta mierda. Unos años de excedencia y una jubilación anticipada. Ese es el paraíso.

Suena el móvil. Es de la central.

—Ramos.

—Tienes que venir rápido —dice la voz del Inspector Jefe Miñarro.

—Ahora no puedo.

—No lo entiendes. Ha aparecido un cuerpo.

—Aparecen a diario.

—Esta vez es distinto. —Y por su voz sé que es verdad—. Es Carmencita, la del bar de enfrente de la comisaría. La han violado y estrangulado. En nuestras propias narices, Antonio. En nuestras propias narices.

12:23

Hay algo distinto en la imagen de siempre. La chica tirada en el suelo como un montón de cristales quebrados. Sangre en el pelo, las uñas rotas, la cara amoratada. Solo que esta vez el rostro es el de Carmencita. Sus piernas no volverán a navegar por el bar. Ahora es un fotógrafo de la científica quien la retrata con las medias desgarradas. Las pupilas fijas en el infinito, el maquillaje corrido, los labios hinchados. Gritabas, ¿verdad? Buscabas una salvación que no creías posible. Un pecho de fuera, implantes de silicona, vergüenza póstuma de sus secretos revelados.

—Tapadla, joder.

—No podemos, Antonio —contesta Miñarro sin trabarse—. Ya lo sabes.

Carmencita con el pubis rasurado. Sangre entre las nalgas.

—No me jodas, Miñarro. Ahora no.

Pienso en Marc y sé que no es buena idea. No pienses en él o te volverás loco. Pero el cabrón se mete en mi cabeza, tenemos un diálogo, lo rechazo pero regresa, y seguimos la charla y aunque es imaginaria pronto se convertirá en realidad.

Estoy aterrado.

La chica del expediente, un número, una cifra. Carmencita, sin apellidos, con pasado canario, de morbo exultante. Alguien pensó lo mismo y supo que su cuerpo solo sería para él. Su último polvo convertido en pesadilla. Para mí y para nadie más, cabrón.

—Avisaron hace una hora —explica el Inspector Jefe—. Unos chavales estaban haciendo footing cuando la encontraron tirada donde ves.

La playa ruge, mis zapatos se hunden en la arena. No puedo dejar de fumar. Carmencita, joder. Carmencita…

—Su coche está en la avenida. Aún tenía las llaves puestas y las luces encendidas. Ni rastro del teléfono. Nuestro amigo ha cometido muchos errores. Esta vez le pillaremos. Ahora es personal.

—Deja de decir eso.

—¿El qué?

—Que es personal.

La ropa interior de encaje, quién lo hubiera dicho. Un tatuaje en la pelvis. Una mariposa, tal vez un ángel. La chica de vidrio fracturado, una pulsera de rosario con una cruz al final, varios anillos incrustados en sus dedos inertes.

—Intentamos localizar al novio. Siempre es el novio.

—Esta vez no.

—¿Cómo lo sabes?

—No es la primera violación. En mi mesa tengo tres expedientes similares. El último con víctima mortal. Se cargó a una pobre ecuatoriana.

Muñeca rota, princesa de deshechos. Una vida, plena, con proyectos, juventud, ilusiones, truncada, muerta, ajada. ¿Cuántas veces te miraste en el espejo sabiendo que habías nacido para comerte el mundo? ¿Cuánto tiempo perdido aguantando a borrachos de uniforme? ¿Cuántas horas en la peluquería, en el centro comercial, eligiendo el mejor perfume, la falda más sexy, los pantalones más ceñidos? ¿Ponías la tele hasta que te quedabas dormida o acaso preferías leer una revista? Rutinas, pequeños detalles que juntos conformaban el crisol de tu existencia, Carmencita, un mosaico de instantes, suspiros que se frenaron en seco, que se detuvieron para siempre en una Polaroid color sepia.

—El hijo de puta traspasó la línea. ¿Por qué matar ahora?

—Puede que la chica gritase mucho y quisiera acallarla. Se pasó de fuerza. La estranguló. Eso le excitaría más. No llega a eyacular. El tío es un enfermo.

—En e-eso te equivocas. —El nerviosismo regresa a su voz—. Esta vez hay semen.

Miñarro lee un puñado de papeles arrugados. Al muy imbécil le gusta hablar. En comisaría solo abre la boca para lamerle el culo al comisario Llorente y ahora está desatado. Me cuenta que hay restos de leche en la vagina, que compartía piso con unos estudiantes, que el exnovio se va a comer el paquete entero. Y mis teorías psicológicas están desfasadas. Anoto en el móvil: preguntar al doctor Cortés.

—Gracias por esperarme, compañero —saluda Pilar.

—¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo, ¿es que no lo ves?

—Así andas un poco y adelgazas ese culo enorme.

—Inspectores, por favor —tercia Miñarro.

—Tranquilo, tenía mi propio coche. Pero algo de comunicación no viene mal, ¿sabes?

Hurtado salta la cinta de la científica y husmea por la arena. Se mueve como una gata, casi sin tocar la arena con sus bailarinas. Parece que lo tiene todo controlado, que sabe si se le va a caer un pelo en la escena del crimen, que sus pies no dejan huellas en el suelo, que su piel no se va a descamar. Se agacha y recoge una colilla semienterrada. Pide una bolsa y la guarda en su bolsillo.

—Esto no tiene prioridad, ya lo sabes Antonio —sigue Miñarro, calmado, sin tartamudear—. Los políticos presionan para finiquitar las muertes de General Polavieja.

—¿Pero…?

—Pero voy a poner a todos los grupos trabajando a la vez en esto. Un error tipográfico sin importancia del que no me daré cuenta. Esto es más importante que un viejo enterrado entre montañas de basura.

El pobre de Miñarro también estaba enamorado de Carmencita. Como Marc. Como yo. Como todos.

Un coche aparece cortando el aire y se detiene junto a las otras patrullas. Entre dos ambulancias surge Fonsi corriendo a toda prisa. Casi todos pensamos que lo mejor es tranquilizarle, pero nadie sabe cómo, ni están tan locos para intentarlo.

Y como sucedía cuando aún estaba viva, Carmencita consigue apaciguar a la bestia.

Al llegar a su altura aminora el paso. Niega con la cabeza, gesticula con los brazos, grita algo que no entiendo, y por fin se detiene a mi diestra. Miñarro abre la boca para decir algo, pero en un ataque de cordura la cierra sin emitir sonido. Marc se sienta sobre la arena, los brazos alrededor de las rodillas. Dos lágrimas caen al unísono de sus ojos, goteando por las pestañas, como si se hubieran puesto de acuerdo para emerger de sus cristalinos.

—Joder… —musita—. Joder…

Enciendo un cigarro con la colilla del anterior y se lo paso a Fonsi. Lo agarra con pulso trémulo. Está pálido, la cara congestionada.

—Antonio…

—Lo encontraremos, compañero.

—Que la tapen de una puta vez, hostia…

—Vamos. —Le pongo la mano en el hombro—. Estar aquí no te hace ningún bien.

—No —contesta, y sigue mirando—. Necesito verlo.

Transcurren los minutos. Pilar encuentra pistas invisibles para el ojo humano, y los de la Científica llenan un par de tarros con la arena. Un regional pasa por la vía cercana y todos sus ocupantes miran en nuestra dirección. Marc se balancea, se restriega las lágrimas con el dorso de la manga y reacciona.

—Está bien. Vamos a otra parte.

Cuando nos alejamos fumando por la playa, Carmencita aún sigue con un pecho al aire.

—No te voy a preguntar cómo estás —digo.

—Esto es peor que… Dios, no puede haber nada peor.

—Le vamos a arrancar los cojones a ese tío. Lo sabes, ¿verdad?

—Da igual, Antonio. Está muerta. Se ha cargado a Carmen.

—Miñarro dice que fue el novio.

—Ese no sabría ni encontrarse el culo. —Lo dice tan serio que no es una broma—. Todo es culpa mía, joder.

—No digas eso. No pudiste hacer nada.

—Tuvo que suceder sobre las cuatro y media de la mañana.

Me detengo en seco. Una teoría imposible surge en mi mente.

—¿Cómo sabes eso?

Marc me observa. Es un hombre derrumbado. Las ruinas de un imponente torreón, ahora agrietado y frágil.

—Teníamos una aventura, Antonio —dice mientras exhala el humo a la brisa marina—. Aunque ahora da igual…

—No da igual.

—¿De qué hablas?

—Estamos jodidos.

—¿Estamos?

—Tú estás jodido.

—¿A qué te refieres?

—Han encontrado semen. Si se confirma que es tuyo, eso te convierte en el principal sospechoso.

13:10

Hemos pedido de comer, pero los platos se enfrían sobre la mesa. Ninguno de los dos va a probar bocado.

—Empezó como un tonteo —explica Fonsi—. Tú estabas presente. Ella me tiraba los trastos y yo la dejaba. La verdad, no sé ni cómo sucedió. Simplemente, un día la encontré volviendo a su casa y me ofrecí a acercarla. Resultó que estaba esperando a que saliera de la comisaría, ¿sabes? Las mujeres como Carmen son de armas tomar. La muy manipuladora tenía el coche en el aparcamiento de Alfonso el Sabio.

—Sigue.

—En su portal pasó lo que tenía que pasar. Nos besamos a muerte, Antonio. Y besaba muy bien. No es que haya tenido muchas oportunidades, pero te puedo asegurar que las canarias besan mejor que cualquier zorra de los Ultra Sur, por muy chungas que se crean.

—¿Nada más?

—Ella no quería que nadie se enterase. Ni sus compañeras de piso, ni ese imbécil que tenía de novio. El pobre diablo tiene cáncer, ¿sabes? Uno de esos que se pueden operar, pero no le parecía correcto dejarlo en ese momento. Ahora será él quien la llore al pie del ataúd, mientras que yo me conformaré con leer la esquela en el periódico.

—Imagino que sus padres se llevarán el cuerpo a la isla. Ese tipo no tendrá más privilegios que tú.

—Eso espero.

Al fondo del bar veo entrar a un vendedor de lotería. Un tipo paga con un billete de cincuenta y no le devuelve el cambio. El cliente se enfada, y el ciego asegura que le quiere timar, que le ha dado veinte, que él no es tonto. Varios parroquianos se ponen de parte del invidente y el pobre idiota se queda con cara de tonto. Cuando el ciego desaparece por la puerta se percata de que su boleto es de la semana anterior y sale corriendo a buscarlo ante las quejas del camarero que le pide que abone la consumición.

—Las noches siguientes subimos las apuestas —prosigue Fonsi—. Hace unos días lo hicimos por primera vez. Ella continuaba con sus manías de discreción. Ni siquiera sus compañeras de piso sabían lo nuestro. Decía que tenía una reputación, y era verdad. Los hombres siempre la miraban como a un objeto, y ella respondía siendo la chica más inalcanzable y picante del planeta. Pero en la intimidad era todo mimos, inseguridades. No sabría describírtelo, Antonio, pero cuando cobijaba su cabeza entre mis brazos era como un pájaro en su nido, tan expuesta a mí, a mis caricias…

Se viene abajo. Si pido un whisky se puede poner peor. Lo último que necesito ahora es que se le nuble la mente.

—¿Fue la madrugada del lunes al martes? —pregunto.

—¿El qué?

—El día que le partiste la mandíbula al meón. Estabas más alegre. Te dije si habías follado. ¿Fue la primera vez?

Asiente.

—Se nota que eres inspector por instinto, cabronazo. —Media sonrisa después, dice—. ¿Cómo te diste cuenta?

—Eso da igual. Ahora quiero que tengas la cabeza despejada, ¿vale? Tienes que contarme lo que hiciste anoche. Con detalles, Marc. Cuéntamelo todo.

Se recuesta en la silla. Mira al techo. Le imito. La mitad de las placas de escayolas están ennegrecidas, y en otras solo queda el hueco que permite ver cables, como si de un tablero de ajedrez enfermizo se tratase donde puedes perder a la reina por un agujero.

—Después de nuestra amigable visita a Zox, la llamé a toda prisa —prosigue—. Nunca apagaba el móvil. Decía que era por si pasaba algo, y al final la tragedia le vino a ella.

—Céntrate.

—Tienes razón. —Apoya los codos sobre la mesa y esta se inclina bajo su peso—. Estaba muy nervioso, Antonio, debes comprenderlo. Tú estabas ido, diciendo todas esas tonterías de asaltar el furgón de pruebas. Acabábamos de reventar la casa de Cosme Trujillo, y poco más y le descerrajas un tiro a Zox. No estaba bien, y necesitaba de sus abrazos, de oír su voz. Joder, en mal momento lo hice…

—Nada de esto ha sido culpa tuya, ¿de acuerdo? Vamos, concéntrate: ¿a qué hora hablaste con ella?

En lugar de responder consulta el listado de su teléfono.

—A las doce en punto. Tras dejarte en casa, aparqué y la llamé. Me dijo que era tarde, pero que si quería podíamos vernos. No le conté nada de lo que hicimos, puedes estar tranquilo, aunque a estas alturas ya da igual. —Hace una pausa—. Bueno, le dije que le partí la cara al Zorro, pero no me creyó.

—No importa. Sigue.

—Quedamos en mi casa. Cuando llegué estaba fumando en el portal, sobre el capó de su coche. Ni siquiera hablamos. Nuestras lenguas se juntaron y de ahí a lo demás. No llegamos a tocar la cama. Terminamos en el sofá, joder, como dos quinceañeros.

—¿A qué hora sucedió?

—Una media hora después de llamarla, más o menos.

—Y no te pusiste globo.

—Ya te lo he dicho, Antonio. —Su voz suena a resignación—. Como dos adolescentes. Con prisas, como si fuera la última vez…

Y fue la última vez, pero no lo dice. Se queda embobado mirando las palmas de sus manos, esas mismas que han roto cráneos y hundido tabiques nasales, convertidas en armas de amar por influjo de una mujer.

—¿Qué ocurrió después?

—Estuvimos charlando. Ella ya sabía que este trabajo era duro, y me acariciaba el pelo según le contaba toda la mierda de este mundo. No me pedía que pasase por alto los detalles escabrosos. Los aguantaba. Le hablé del caso de Cosme Trujillo, de todo ese dineral. Me contestó que el dinero solo me podía hacer más desgraciado, que con un beso y una caricia bastaba para tener la felicidad. Qué razón tenía la cabrona…

—¿En qué momento dejó tu casa?

Las manos a la cabeza. Luego de nuevo a la mesa.

—Debería haberla acompañado, pero…

—No me jodas ahora, Fonsi. Ya sabes cómo van estas cosas. Ha sucedido así, y así se va a quedar. No es culpa de nadie. Necesito que te centres. Tenemos que resolver esto a espaldas del Cuerpo. Vamos, ¿a qué hora se marchó?

Mi compañero es un hombre apagado, un vidrio translúcido, con fisuras por donde se filtra la desesperación y la culpa.

—Creo que llegué a proponérselo, ¿sabes? Acompañarla a casa. Contestó que no, que había venido en el coche y yo tendría que seguirla con el mío, que era una tontería. Le dije que se quedara a dormir, pero tampoco quiso. Sus compañeras de piso estaban recelosas desde hace un tiempo, y no era cuestión de jugar con fuego. Esas fueron sus palabras, jugar con fuego. Así que se vistió y se marchó. Y yo me dormí al segundo. Antes de cerrar los ojos vi que eran las cuatro y media.

Y ella bajó al coche y se encontró con la muerte. El asesino la llevó hasta la playa en su propio vehículo, y allí la violó y la mató.

—Esto es lo que hay —digo—. Debemos hacernos con su móvil, que no salga a la luz que te llamó a ti por última vez. Deja que me encargue yo.

—Vale. Me tenía como Marcos.

—Deshazte de todo lo que pueda relacionarte con ella. Si se dejó ropa en tu casa, cosméticos, fotos. Lo que sea. No llevabais tanto tiempo juntos, debería de ser sencillo.

—Eso lo dirás tú.

—Las compañeras de piso son un problema. Habrá que orientar su declaración. Probablemente ya sea tarde y le hayan dicho a todo Dios que alguien la telefoneó a las doce y no regresó en toda la noche. Dirán que sospechaban que se veía con alguien.

—Joder.

—No es fácil, pero debemos fabricar a un culpable.

—¿Cómo? Esto no es un yonqui muerto. Joder, Carmen tiene mi ADN entre las piernas. Si al tío que detenemos le hacen una prueba, se darán cuenta del engaño. Estoy jodido, Antonio. Lo mejor sería decir la verdad.

—Bueno, como te he dicho, no es fácil, pero no nos vamos a quedar de brazos cruzados. Habrá que deshacerse de pruebas, manipular atestados y vete a saber qué más. Esto nos va a llevar más de dos tardes.

—Y mientras tanto, ese hijo de puta seguirá suelto.

—Le encontraremos. De eso que no te quepa la menor duda. Y cuando lo hagamos, no pisará la cárcel. Le encerraremos en un almacén. Nos lo tomaremos con calma. Que suplique. Pagará por Carmencita, pero no en prisión. Y cuando no pueda sufrir más, le partiremos el cuello a la altura de la primera vértebra, sin matarlo. Que se quede inválido desde la nariz para abajo, y después le sacaré los ojos con mis propios dedos. Que ni siquiera pueda masticar, ni comunicarse, ni ver. Ese será su infierno, por mis cojones que lo será.

Mis palabras le calman. La televisión da el avance informativo: crispación y altercados en el pleno; GRUMM Internacional adquiere el 51% de acciones de un banco, el tenista de moda se rompe la rodilla. Ni rastro del asesinato de la Carmencita de momento. Los ojos de Fonsi vuelven a tomar el tinte duro de siempre, la mirada de neonazi que le acompaña desde la mili.

—No, Antonio —responde—. Le mataré. Le mataré con mis propias manos. Pero antes haré que un perro lo viole. Cuando lo hallen, se preguntarán cómo llegó su polla dentro de su culo.

—Como prefieras, compañero. Es tu venganza. Y ese tío es hombre muerto.

Suena el móvil. Miñarro:

—¿Dónde estáis? ¿Cómo está Marc?

—¿Qué ocurre?

—El asesinato de la chica es un circo. Al ser al aire libre esto se ha llenado de curiosos. El comisario Llorente viene para acá con el alcalde. Al final parece que va a convertirse en un asunto de primera urgencia por el bien del turismo. Me encanta esta puta ciudad.

Llorente de camino a la escena del crimen. Todo Cristo dirigiendo su atención hacia el asesinato de Carmencita. La coartada perfecta.

—Llegaremos enseguida. —Y cuelgo.

El ciego de antes regresa al local. Se quita las gafas de sol y se toma unas cañas con el resto de clientes tras repartir el billete de cincuenta euros con sus compinches. No está mal por dos minutos de trabajo.

—¿Adónde vamos? —pregunta Fonsi.

—Tú, a la costa. Yo, a comisaría.

—¿Qué ocurre?

—Llorente va de camino a la playa. —Le miro a los ojos—. Necesito que me cubras.

—Joder, Antonio. ¿Qué vas a hacer?

—Debo hacerme con la ruta del furgón de pruebas.

—Mierda… Lo sabía…

—Dependo de ti en esto, compañero. No puedo hacerlo solo y lo sabes. He hablado con los rusos y ellos se ocuparán de dar el palo, pero…

—¿Los rusos? ¿Estás loco? Esos tíos te la van a jugar, Toni.

—Por eso necesito tenerte cerca. —Y aunque no quiero decirlo, añado—. Me lo debes.

La comida parece de plástico sobre la mesa. El salero está pegajoso. La partida de ajedrez se aboca hacia un abismo sin fondo.

—¿Cuento contigo?

Levanta la cabeza. Tiene las pupilas afiladas.

—No lo sé, Antonio —contesta—. No lo sé. Esa es la mejor respuesta que puedo darte ahora mismo.

14:44

Esperaba encontrarme con un cementerio, un crisol de rostros petrificados en sus fichas policiales, almas distantes obsesionadas con el crimen de la camarera. Y pese a todo, el mundo todavía gira, y la burocracia se zampa lo que debería ser y lo transforma en lo que es. Los de tráfico siguen con sus rutinas, los de DNI se pelean con extranjeros indocumentados, hay quien chatea desde el ordenador y hasta novatos que se entrempan cuando ven a una prostituta.

La muerte de Carmencita no ha cambiado nada. El que haya dejado su hueco poco importa entre estas paredes que apestan a sudor y frustración.

Y eso me aterra.

Camino por los pasillos. Disimula, Antonio. Nadie sabe nada, solo vas para tu mesa, no parezcas gilipollas. Pero tengo esa sensación, como de que alguien me esta observando, y no es agradable. Adrenalina disimulada, nerviosismo contenido. Soy el niño de quince años acomplejado por el acné que no se atreve a acercarse ni a la gorda de la discoteca, la respiración agitada del ladrón de supermercado, el culo apretado del recluso en las duchas.

El Martínez con los codos apoyados sobre la mesa chupando un sello. Abandona tan ardua tarea y me mira con aburrimiento.

—¿Te sabes la última del coche de bomberos? Lo han vuelto a sacar de paseo, macho. No tengo ni idea de dónde lo esconden para que no lo veamos, pero esos chorizos están haciendo el agosto en pleno octubre.

—Se lo habrán metido en el culo, Martínez.

Me observa, perplejo, y por fin se ríe. Murmura algo y continúo mi camino.

Al sentarme tras la mesa me doy cuenta de lo nervioso que estoy. Las piernas no pueden quedarse quietas, las manos arrugan un folio. Un ladrón a cada lado y el Martínez enfrente. Enciendo el ordenador con la mirada puesta en la oficina de Llorente. La puerta cerrada, las persianas ocultando la ventana.

Conozco las costumbres del viejo. El comisario es demasiado terco, escrupuloso y maniático para no actuar de forma previsible. Nunca cierra con llave, salvo el cajón de su escritorio, y hasta la contraseña de su ordenador es de dominio público. El mayor problema es dejarlo todo exactamente igual que estaba. Si ve un bolígrafo cambiado de sitio, o la silla con las ruedas orientadas de forma distinta, puede sospechar. El obsesivo de Llorente lo tiene todo milimetrado: distancias, ángulos y hasta olores.

El Martínez sigue a lo suyo. Nadie mira a nadie, como si fuéramos desconocidos. La definición de burocracia consiste en que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, ni aunque le esté pellizcando un huevo al sistema. Sin embargo no me fío. Me digo que es normal estar nervioso, que te pueden pillar, pero sin riesgo no hay gloria y los putos rusos han dejado las cosas claritas: o se hace o se hace. Cualquier otra opción sería un suicidio para ambas partes.

La ley. Dije que la protegería. Tras mi puesta a punto, con el desfile ante el Rey, lo único que recuerdo es la borrachera posterior. Unos compañeros y yo le dimos de hostias a cuatro indeseables en un bar. Decían que estábamos mirando a sus mujeres. Y era cierto, pero eso no las convertía en su propiedad. Desde entonces aprendes que el sistema es ese lodo donde el bien y el mal se funden. Pero luego escuchas la frase «violar la ley», y te sientes como un gilipollas. He visto violaciones y nunca he considerado que infringir unas cuantas normas fuese lo mismo.

Hasta hoy.

Hoy voy a violarla, a despedazarla a mordiscos, a fraccionar lo que tanta sangre y lucha y sacrificio ha costado. He vendido el alma: ahora solo queda sacar tajada de ello.

Me desperezo. Cuatro papeles en la mano. La cabeza agachada. Observo a ambos lados. Me pongo en pie. Miro la hora. Avanzo hasta el despacho de Llorente. Hago el paripé de tocar en la puerta. Entro.

El sonido de las bisagras al cerrarse agita mi respiración. Aprieto los dientes. Enciendo el ordenador del Comisario. Premios por las paredes, recuerdos de viajes astrales y ninguna foto que de calor a las cuatro paredes. El Pc me pide contraseña. Hércules. Espero que por el equipo, no por el mito, aunque tratándose de un semidios como Llorente, todo es posible.

Los dedos temblorosos sobre las teclas. Abrir el correo electrónico. Mensajes recibidos: enlarge your penis, free sex web cam, gana dinero desde casa, Fw, Re, itinerario Z-187.

Te tengo, cabrón.

Saludo oficioso cargado de errores sintácticos y pdf adjunto.

Ábrete Sésamo.

Ruta, horario y hasta un mapa de carreteras. Memorizo antes de imprimir. Noche del viernes al sábado a partir de las diez de la noche. Callejeo y Autovía de Alcoy. Desvío a la Autovía del Mediterráneo. Entre una y otra hay que darles fuerte.

Pulso el botón de impresión. La multifunción de Llorente permanece callada. Siento una presión en el pecho. Compruebo la configuración: tiene seleccionada la general de la planta.

Mierda.

Cierro todas las ventanas. Apago el ordenador. Elimino rastros de mi presencia. Salgo al mundo irreal.

La fotocopiadora está a unos pasos. Y Martínez inclinado sobre ella.

Calma. Pasos rápidos, pero sin correr. Puede que aún no haya salido.

—¿Vas a algún lado? —pregunta Martínez.

Y me muestra el mapa. La ruta. Los horarios.

Se los quito de las manos antes de que pueda replicar. Me obligo a sonreír.

—Beatriz, que se ha empeñado en visitar Madrid. Estaba seleccionando la ruta más segura, ya sabes.

—Ya, claro. —Y tras unos segundos eternos, añade—: Me lo deberías haber dicho antes, Antonio. Mi cuñado trabaja en una agencia de viajes, ya lo sabes. Te podría haber buscado una ganga.

—He encontrado un buen precio, Martínez. —Le golpeo en la espalda, aguantándome las ganas de estrangularlo.

La máquina escupe varios folios. El Martínez los recoge. Llevan tatuado «Vendo Opel Astra». Me sonríe con cara de complicidad. Observo su yugular, tan expuesta, tan cercana al degüello.

Aplaco mi instinto homicida y le guiño un ojo.

—Por cierto —dice—, te estaba buscando Llorente. Han matado a…

—Ya estoy enterado.

—El viejo se ha ido a la playa. Al final se va a manchar los zapatos.

—Sí, ahora iré. Tengo que recoger unas cuantas cosas.

—El alcalde le ha cogido de los cojones, ¿sabes? Se los está apretando a conciencia, y Llorente se los estruja a Miñarro, y él al resto.

—La duda es quién se los aplasta al alcalde.

Debo abandonar esta puta conversación o terminaré mandando a la mierda al Martínez.

—Su mujer, quizá. Aunque creo que quien se los limpia a lengüetazos es otra. ¿Sabes que lo vi entrando al D’Angelus?

El alcalde en una casa de putas de élite. Martínez con más información que la rata de Roger Escudero. Una incertidumbre golpeándome las tripas.

—¿Cómo sabes eso?

No contestes. No contestes. Por tu padre, Martínez, no lo digas.

—Ponemos vigilancia en cada prostíbulo.

Y me veo a mí mismo entrando a la guarida de los Organov, el ojo de una cámara grabando lo imposible, el coche de antivicio aparcado en lo oscuro, con micros orientables, preguntándose qué coño hace un compañero negociando con dos reconocidos criminales.

—¿Unidades móviles? —Haz que hable, que te diga lo que sabe.

—Rutinas absurdas, Antonio. Politiqueo. Mandamos a un par de chavales a que observen sin ven algo raro, cada noche a un local distinto. Así nos va.

¿Sabes algo que no quieres decir, Martínez? ¿Me estás jodiendo? ¿Sabes lo que voy a hacer y quieres un cacho de pastel?

—¿Así os va? —repito.

—Deberías ver los informes que me entregan por la mañana. Porque soy un cabrón insensible, que si no lloraría y todo.

Nos miramos a los ojos como dos enamorados, como un hipnotizador y su gallina, como el vampiro y la víctima. Si sabe algo, disimula de puta madre. Me digo que las probabilidades son del 50-50. Decido arriesgar.

—Busca en los garajes —digo.

—¿Dónde?

—Tu coche de bomberos. Lo deben de tener a buen recaudo. Busca en los hangares del puerto o en los polígonos. Es tu mejor baza.

—Sí, bueno… Aún es pronto. Supongo que esperaremos a que actúen de nuevo y luego ya lo estudiaremos.

Dócil y simpático Martínez.

—Eres sabio, compañero.

De vuelta al escritorio, doblo los papeles y los guardo en la chaqueta.

La maquinaria está en marcha. Marc terminará por sumarse al plan. La ruta pronto estará en manos de los Organov. Ahora, solo me falta alguien que los acompañe, que sea mi ojo en todo este asunto, un criminal al que traten como a un igual y que no se intimide ante los rusos cabrones.

Es hora de ejercer de diablo. Veamos si consigo que me vendan un alma a mí.

18:31

De la misma forma que las mujeres no saben interpretar los mapas y los hombres sabemos más que los GPS, debería de ser bueno a los videojuegos. Sin embargo, mis manos no se adaptan al mando, aprieto varios botones a la vez y algunos controles no los controlo. El partido va Real Madrid 0, Elche C.F. 7, y eso que mi adversario intenta dejarse ganar desde el primer momento.

—¿Cuál me has dicho que era el de pase?

—El cuadrado es pase al hueco, el triángulo, pase largo y el círculo, pase normal. Si pulsas R1 hacen otras cosas, y con la ruleta regateas. Dale varias veces a R2 para correr y acuérdate de dirigir el tiro y darle la potencia justa.

Me pregunto cómo alguien es capaz de pulsar los mandos sin dejar de mirar la pantalla. Farlopero López explica que hay campeonatos internacionales con millones en premios. Como los dardos y el póquer, solo que a esto ganan los japoneses. Al entrar en la funeraria y pasar a su vivienda, estaba enchufado a uno de matar zombies, pero pronto ha decidido cambiar de registro, quizá pensando en que le podía meter un tiro entre los ojos. Sus putas salieron meneando el culo, tal vez pensando en que les podía meter otra cosa.

Ambos estaban en lo cierto.

Mientras tanto, sigo esperando. Chuto cuando quiero pasar, pero en el fondo es lo mismo: esperar a que venga mi verdugo.

—¿Sabes qué? —prosigue Farlopero López—. Creo que solo es una mala racha.

—¿Y por qué piensas eso?

No aparta las pupilas del televisor. Sonríe, regatea a mi portero, y se mete hasta el fondo de la red.

—Porque no tienes esa cara.

—¿Qué cara?

—La de tío que no ha metido un gol en toda su vida.

Y, ahora sí, nuestros ojos se cruzan. Me mantiene la mirada, como en los duelos utópicos de los spaghetti western.

—En esta vida hay dos opciones —se enciende un cigarrillo mientras la repetición de la jugada se sucede desde distintos ángulos—. Marcar todos los que se pueda, o todos los que te dejen. Hay que tener el balón en los pies, ¿sabes? Porque si esperas a que te hagan un pase… bueno, entonces mejor que esperes sentado.

—¿De qué coño hablas?

—Esta vida es de los chupones. Y no me refiero a chupar pollas, que eso no nos va a ninguno, sino a chupar balón. —Señala la consola—. Por eso te digo que es una mala racha. Tienes cara de coger lo que quieres cuando quieres. Por eso sé que antes o después volverás a marcar un gol.

Me pregunto en qué momento se ha vuelto a chutar y yo no me he enterado.

—Tienes razón. Tengo la cara suficiente para hacer lo que me venga en gana. Pero tengo algo incluso más valioso.

—¿El qué?

—Huevos para lograrlo.

De nuevo, Clint Eastwood y Lee Van Cleef se miran sin pestañear en el duelo final de la película. El bueno y el malo en un mano a mano, pero faltaba el feo.

—Dime, López, ¿por qué pasas coca?

—¿Hipotéticamente hablando? —Se cubre las espaldas.

—Claro.

—Es un filón. La gente empeña sus joyas por llevarse algo a la boca. Un gramo de oro cuesta unos doce euros. Sin embargo, un gramo de cocaína cuesta sesenta. Joder, es más barato meterte una raya de oro que de farlopa. ¿No te parece un buen negocio?

—Habrá quién lo haga, ¿no?

—¿El qué?

—Esnifar oro. Luego hablan de tabiques de platino, pero hay imbéciles que le echan oro a las comidas. Comer oro. Es absurdo.

—Sí. Siempre pensé que después cagarían lingotes.

López pulsa la pausa. El Tuerto eclipsa la puerta. Llevo tanto tiempo sentado que me parece más grande incluso de lo que es. Tiene una pequeña marca que le sube por la ceja izquierda, creando una flecha que señala a su cuenca de cristal. Su rostro mezcla las cicatrices talegueras con las arrugas de la calle. Las manos relajadas son las zarpas de un oso, su mueca impasible, la sonrisa de una guadaña.

Quiere matarme y yo a él.

—¿Me buscabas, Mierda de Perro? —pregunta.

—Hola, Tuerto.

Farlopero López se despereza, apaga la consola y se retira hacia un mueble bar cercano.

—Tenemos que hablar —digo.

—Pues habla.

—No —salta López—. No quiero saber nada de vuestros asuntos. Ha venido a buscarte y te ha encontrado. Ahora, id a dar una vuelta por ahí.

Dicen que a veces la tensión se puede cortar con un cuchillo. Ahora mismo la siento como si estuviera en una balsa de barro, densa, pegajosa. El peso de mi cadera derecha me da algo de tranquilidad, pero con el Tuerto Durán nunca se sabe.

Salimos a la parte del negocio. Unas señales indican el camino al tanatorio, otras al crematorio, pero me conduce hacia el muestrario de lápidas. Observo su cojera, hipnótica, y me pregunto si será capaz de correr de ser necesario. Es un gran ladrón de coches, un excelente conductor, un gorila sin igual. Pero está viejo, cojo y medio ciego. Los castillos de naipes no deberían ser tan difíciles de construir.

—¿Hoy no has traído a tu putita?

—Vengo en misión diplomática —contesto—. Las hostias vendrán luego.

Las hostias llegan ya. Un tren de mercancías explota contra mi estómago y me doblo como una bisagra. Me concentro en respirar, pero Durán ya me tiene inmovilizado por el cuello. Beso el suelo y sabe a lejía, a zapatilla de vieja enlutada, a ceniza de incineración reciente. El Tuerto me engancha de los huevos y me cachea todo el cuerpo.

—No llevo micros, capullo —digo con un hilo de voz.

Me quita la Star del cinto con una facilidad asombrosa. Se conoce al dedillo el mecanismo de seguridad de la funda.

—Vengo a proponerte un negocio, imbécil.

—¿Desde cuándo puedo fiarme de ti?

Relaja la presión. Consigo incorporarme. Un ojo de cristal y otro de acero, ambos ciegos, me observan. El Tuerto Durán se acomoda contra un ataúd de madera demasiado clara para causar tristeza.

—Aún recuerdo la última vez que hicimos tratos —masculla—. Casi termino entre rejas.

—Y gracias a mí no fuiste al talego.

—Me jodiste.

—Te jodiste tú solo. Nadie te obligó a matar a tu socio. Yo te protegía.

—Tú me chantajeabas, mamón.

—¿Eso fue antes o después de que intentaras extorsionarme?

Un silencio de cementerio rodeado de lápidas y con la muerte delante. Mi trabajo no es hablar. La policía actúa, obliga a que los sospechosos canten en do mayor: la policía no pide, sino que coge lo que quiere cuando quiere. Joder, somos el macho alfa, no debemos rendir cuentas ante desechos sociales.

Sin embargo, hoy necesito a este cabrón.

—Está claro que nuestra historia de amor no empezó de la mejor forma, pero sabes que soy de fiar.

—Eres una rata traicionera e hija de puta capaz de follarse a su madre por el culo si con eso aumenta su cuenta corriente.

Me relamo.

—Por ochocientos mil limpios hasta me tiro a mi padre.

Un brillo en el ojo, sutil, casi imperceptible. La naturaleza humana es como es. Los chicos listos de barrio que consiguieron llegar a viejos lo lograron por ser más espabilados que los demás, pero en el fondo siguen siendo la misma mierda. Navajeros con artrosis, matones de geriátrico, urracas sin nido, hombres de negocios que perdieron la corbata, pero amantes del dinero fácil en cualquier caso.

—No me interesa —farolea.

—General Polavieja —le interrumpo—. Lo has visto en las noticias. Más de un millón y medio escondidos en bolsas de basura. Yo estaba allí, vi el dinero. Joder, lo tuve a mi alcance y me lo quitaron.

—Una historia terrible.

—Lo están llevando a Madrid. Son pruebas, dice el juez, y por eso no lo ingresa en la cuenta del Ministerio. Ya han trasladado una remesa. La siguiente sale mañana.

Se cambia la pistola de mano y estira los brazos hasta dejarlos en cruz. Un Jesucristo de metro noventa y más de cien kilos. Zox cambiaría de religión si lo viese.

—Ochocientos, Tuerto. En una puta furgoneta de pruebas. Ni siquiera llevan escolta. Ya tengo la ruta y el plan de ataque, pero necesito un conductor de fiar.

Se rasca los huevos. Jesús nunca lo hizo, estoy seguro.

—¿Quién hará el trabajo?

—Los Organov. Ya lo han hecho antes. Para ellos será coser y cantar.

—Nunca lo es.

—Ya lo sé.

—No cuentes conmigo.

—¿Qué?

—Los Organov no me tragan. Antes o después, uno de los bandos acabará enterrado.

—¿Estás enemistado con medio Alicante o qué?

—Con la ciudad entera. Yo trabajo solo. No me meto en territorios que no son míos.

—No me jodas. Hace tiempo que estás limpio. Tú ya no tienes ningún negocio. Cotizas igual que yo y al final de mes toca hacer cuentas. Esta es tu última oportunidad de dar un palo grande y puede que la mía también.

Y aunque no lo sepa, ya está metido en el plan. Su cabeza fantasea con el dinero, imagina el ataque al furgón, la adrenalina del asalto, las diferentes posibilidades, el reparto, el botín. Acaricia el hierro como si fuera un pene. Me escruta con su única pupila, monstruo mitológico, aliado por circunstancias.

—Quiero imponer mis condiciones —contesta—. Si participo, lo haré a mi manera.

Intento no saltar de alegría. Las partidas de póquer implican contención.

—No te querría si no fuera así.

20:38

Dicen que a los policías se nos reconoce por la forma de andar. Tal vez sea por eso que los yonquis se alejan de mi paso.

La cuesta que conduce al Castillo de Santa Bárbara. Barrio antiguo, farolas rotas, casas viejas. Hay trozos de montaña virgen donde aún no ha llegado la excavadora, reductos de naturaleza salvaje, islotes tomados por toxicómanos en masa. Los dejamos taladrarse el futuro siempre que no salgan por el día. Los turistas alemanes son la especie protegida por concejales, y los drogatas lo saben. Hienas al acecho de presas que no pueden cazar, como vampiros alejándose del abrazo del sol, dotando a la mañana de vida y jolgorio, y a la noche, de miseria y decadencia.

Decenas de cuerpos alfombran las aceras, evitando mi mirada. Cualquiera de estos desgraciados podría servir, pero no me puedo fiar. Necesito a alguien más listo, con don de gentes. Alguien lo bastante espabilado para esconderse aún más que el resto, que se oculta de la lluvia y de la muerte, y que aun así llama la atención por parecer inofensivo. Su nombre es Jesús, pero la calle le conoce como Cristo.

El Salvador llegó a Alicante hará unos años. Al principio fueron rumores, luego testimonios y, por último, grabaciones de seguridad: había un anormal que atracaba tiendas diciendo que era el Hijo de Dios. Su aspecto lo reafirmaba: alto, melena y barba, ojos cándidos, mirada de colgado. Para ser fiel a la verdad, el tío era clavado, nunca mejor dicho. Cuando lo detuvimos hubo quien se besó el crucifijo que llevaba al cuello. Cuando abrió la boca en el interrogatorio, su carisma hizo que el agente que le custodiaba se quedara prendado. Tuvo que venir el comunista de la comisaría para que el asunto avanzara, aunque hubo que sujetarlo para que no le soltara dos hostias. El juez dejó en libertad a Jesús por no meterlo al manicomio, y desde entonces no hemos vuelto a pillarlo. Hay quien dice que ha fundado una religión paralela al Cristianismo, pero en realidad se trata de una utopía juguetona.

Alcanzo una cochera abandonada. En su interior resplandecen las llamas de unas velas. Apesta a marihuana, aunque alguna feligresa la confundiría con incienso. Paso sin llamar. Y allí está, tumbado sobre unos cartones. Pies descalzos, una colilla entre los dedos, cicatrices sobre el brazo remangado, bolsitas vacías de coca desparramadas como pétalos de una rosa blanca.

—Agente Ramos. —Sonríe—. Bendito el que viene en nombre de El Señor.

—Esta no es tu casa, Chus —contesto.

Algo se remueve entre unas cajas. Un adolescente gordo y lleno de granos se levanta como un aparecido. Sostiene una botella de ginebra en una mano y viste un babatel de vómito.

—Profanaste el santuario de Dios —masculla—. No eres digno de entrar en su casa, pero una palabra suya bastará para… no, espera, no era así.

—Suelta esa botella —ordeno.

El crío está borracho, drogado, y es gilipollas. Una combinación peligrosa.

—¡Póstrate ante su misericordia!

—Debes perdonar a Cerullo —tercia Jesús—. Es mi apóstol más impetuoso.

—¡Esta es la casa de El Señor! —continúa.

—Jódete. —Le enseño el hierro sin sacarlo de la funda—. La casa de Dios está de puertas para afuera. Este edificio lo ha construido el hombre, y ni siquiera es una iglesia.

Cerullo se pone rojo, luego bizquea y por fin se echa un trago largo de alcohol.

—Bueno —claudica—, pero no entres en pantalones cortos.

—¿Qué coño dices ahora, payaso?

—Es una falta de respeto entrar con pantalones cortos en un santuario.

—Claro. Es mucho más respetuoso vestir un abrigo de visón en primera fila, ¿no?

—Solo si el visón es creyente —puntualiza Cristo.

—Oíd, no estoy para estas mierdas, ¿de acuerdo? Últimamente, la religión y yo no somos muy amigos.

—¿Por qué? —Dios se rasca la barba—. Si no existiese, habría que inventarla.

—¿Eso es ironía?

—Soy el puto Dios. ¿Tú qué crees?

El aroma a porro debe estar afectando a mis alvéolos. Es hora de centrarse.

—Tengo un trabajo para ti, Chus.

—¿Cuál es el milagro que tengo que realizar?

Cerullo saca un pañuelo lleno de mocos y esputo.

—Esta es la Sábana Santa —explica con los ojos desorbitados—. ¡Bésala!

—Ni de coña —respondo—. Pero como insistas te la meto por el culo.

—¿En qué consiste el trabajo? —Jesús se incorpora y hasta parece persona—. No puedo convertir el agua en vino, pero sí el vino en calimocho.

Pupilas dilatadas, mandíbula bailarina. Creo que no es tan buena idea como había pensado, pero ahora me da igual. Necesito que alguien señale en otra dirección y no puedo confiar en nadie más. Genaro no es tan lista, sospecharían de Roger, y hasta el chapero de Chopito García cantaría demasiado. Debo recurrir a una cara nueva, y por mis cojones que este tío dirá lo que quiero que diga.

—Este es el plan. —Extraigo varios billetes de cien—. Vas a dar un sermón, y lo vas a hacer bien.

Dios agarra la pasta. Mira un verde al trasluz, lo huele, y después lo lía con forma de canuto.

—Soy tu hombre. En cuerpo y alma.

—¿Tu colega es de fiar? —Señalo con la cabeza.

—Sabes que no.

—Joder, está bien. La homilía es la siguiente. Ayer, sobre las cinco de la mañana, estabas paseando por El Postiguet. Viste un tipo que caminaba a toda prisa por la acera. Estaba nervioso, vestía ropa oscura y estaba lleno de arena. Pensaste que sería buena idea levantarle la cartera. Aquel individuo se giró y os mirasteis a la cara. Tenía barba castaña, una gorra azul, y sangre en las manos. Entonces salió corriendo. Pensaste que llevaba guita encima y lo perseguiste un par de manzanas hasta que lo perdiste en la oscuridad. Entonces regresaste sobre tus pisadas y encontraste el cuerpo de una chica muerta. No te acercaste, pero tuviste la intuición de que era mejor escapar de allí para que no te echaran las culpas. Volviste a este agujero hasta que vine a buscarte y me contaste lo que pasó.

Jesucristo levita por la estancia. Las bolsitas de coca se apartan a su paso como si tuvieran vida propia en vez de electricidad estática.

—Esto huele a que quieres que cargue con el muerto —reza.

—¡Él puede resucitar a los difuntos! —farfulla el apóstol.

—Han encontrado semen —le cuento—. El ADN te exculpará, pero puede que te aprieten las clavijas un par de días.

—¿Quieres que desvíe la atención?

—Primero con tu testimonio, y después con tus antecedentes.

—¡Yo tomo testimonio! —regurgita Cerullo—. Estoy escribiendo el Evangelio según Cerullo. —Muestra unos folios arrugados—. Empieza diciendo: «Al principio fue el vodka…».

Le engancho del pescuezo y lo tiro al suelo sin esfuerzo. Le piso el cuello como nos hacía el brigada en la mili cuando tirábamos ráfagas a los soportes de las dianas. El crío se tira una sonora ventosidad que, espero, no venga con regalo. No hace falta decir nada, pero aun así lo hago.

—Si cuentas, y sobre todo si escribes, una puta palabra de todo lo que estamos hablando aquí, te juro que te degüello yo mismo, pedazo de retrasado.

—Déjalo, Ramos. Que en lo de resucitar a Lázaro aún estoy algo verde.

—Como me joda lo reviento aquí mismo. Nadie echará de menos a un gilipollas como este. Puede que haya quien que incluso me lo agradezca.

—¡Ah! —Cerullo grita como una mona en celo que ha encontrado un plátano—. ¡Ah!

—La gente como tú debería tener prohibido pronunciar el nombre de Dios, ¿me captas? Y esto no lo digo yo, porque ya lo decía mi madre.

—Cerullo es inofensivo. Y contaré lo que pides.

—Joder. Claro que lo harás.

—Pero si me envían a la trena, te pediré más tela.

—De eso ya me ocupo yo. Necesito que marees la perdiz unos días. Es probable que te acusen a ti de matarla, pero hasta que no tengan el ADN no moverán un dedo. Dime, ¿podrás hacerlo?

Sonríe.

—Ya te lo he dicho antes: soy el puto Dios.

21:27

Lo que debería ser un rapapolvo de Miñarro para la complacencia de Llorente se convierte en toda una salva de lametones en la polla. Los «¿Dónde coño has estado, gilipollas?» se transforman en «Buen trabajo, Antonio». En la playa pasó lo que tenía que pasar: levantamiento de cadáver, foto del comisario con el alcalde de cara a los medios, despliegue de la Científica en un desierto de arena y cientos de borregos curiosos asomando el hocico.

Pasan a Jesús a la sala de interrogatorio. El tío representa bien su papel, tal vez demasiado. Ya hay un par de compañeros que le ríen las gracias. Por suerte, Pilar Hurtado tiene uno de esos días de mala hostia creativa y calla al pobre Salvador con un par de frases lapidarias y feministas.

Algún día se la tengo que meter otra vez.

Miñarro y Llorente se asoman a mi mesa. Nadie me prohíbe encender un cigarro.

—Llevo toda la tarde en movimiento, de un chivatazo a otro —explico la mentira oficial—. Un par de guarros me han hablado de este tipo, que iba por ahí contando que se había cruzado con una tía muerta. Tiré del hilo hasta que lo encontré cerca del Castillo de Santa Bárbara.

Un murmullo de aprobación se instala en la habitación. Al fondo, en un más que prudente segundo plano, Marc permanece de brazos cruzados, expectante ante mi declaración.

—Bien hecho, Ramos —se relame Llorente—. Estábamos estancados en este asunto.

—Tenemos el ADN —tercia Miñarro.

—Los cojones tenemos —le grita—. La prueba de esa mierda aún tardará varias semanas, y eso que Morales le ha dado prioridad.

—Todos los jueces le dan prioridad a sus asuntos —murmulla Martínez, que pasa por aquí.

—¿Crees que ha sido él? —pregunta Llorente.

—No —contesto—. No se ajusta a la descripción que dan las otras mujeres.

—Bu-bueno, tiene barba. —Miñarro intenta hacerse el listo—. Entre los nervios del momento las descripciones pueden con-contener fallos. Además, hay diferencias en las declaraciones de las mujeres, pero en lo que coinciden es en la ma-mata de pelo en la cara.

—Que podría ser un disfraz —interrumpo—. Si hubiera sido él, una de dos: o se habría callado como la puta que es, o habría ido fardando de la enculada brutal que le metió a la Carmencita.

—Un respeto, coño. —Llorente golpea la mesa—. Esa cría no tiene culpa de tu lenguaje callejero.

Y tiene razón.

—En cualquier caso —prosigo—, es un buen punto de partida. Los antecedentes de Jesús indican otro modo de actuar. Y ha venido aquí de buena fe.

—Nunca mejor dicho —musita el Martínez al oído de otro compañero.

—Vale, quiero un informe en mi mesa para anteayer —ordena el comisario—. Vamos a ver qué canta el pájaro.

La muchedumbre se marcha al tiempo que apago la colilla en el suelo. Siguen a Llorente como al líder de una Roma en decadencia, aspirantes a lameculos temerosos de su ira pero codiciosos de su estatus. Cuando todo vuelve a la normalidad, Fonsi se acerca a mi vera.

—Gracias —dice.

—Esto nos dará algo de tiempo. Pero aún tenemos que ocuparnos de varios asuntos. Las compañeras de piso no serán tan participativas como Chus.

—Ya han declarado —me cuenta—. Vinieron esta tarde.

—¿Algo comprometedor?

—Lo que suponías. Hablan de que se veía con alguien, pero que no sabían de quién se trataba. También han hablado con el novio.

—¿Y?

—Se ha puesto a llorar. El pobre gilipollas está medio consumido por la quimioterapia.

—Bueno, olvidemos a las compañeras y al cornudo. Me preocupa más el listado de teléfonos. Las llamadas iban a tu número. Debemos hacernos con ese papel antes que nadie.

—¿Y manipularlo?

—Eso ya lo veremos.

—No sé, Antonio. Creo que sería mejor que contase lo que sé.

—¿Y crees que te van a hacer caso? Carmen tiene tu ADN por todo el bajovientre. Ya sabes cómo funcionan las cosas por aquí. De todas formas, siempre estarás a tiempo de contarlo si sale mal, pero ahora no es el momento.

—Dios… es que…

—Tranquilo.

—Todo es tan surrealista, ¿sabes? —Se sienta sobre la mesa—. Siento como que nada de esto está sucediendo. Es como estar ausente en mi propia vida. ¿No te parece estúpido?

—Mañana tengo cita con el doctor Cortés. Le preguntaré cómo afrontar esta mierda, ¿de acuerdo?

—Puede ser buena idea.

—Bien, ahora hay que volver al trabajo. No podemos levantar sospechas.

—Por cierto, hay novedades del caso Cosme Trujillo. ¿Recuerdas la habitación que abrimos a martillazos? Pues puede resultar clave para resolver todo esto.

—Ya me lo cuentas mañana. Ahora tenemos que resolver otro asunto.

Un compañero pasa por nuestro lado y espero a que se aleje.

—¿Es lo que creo que es? —pregunta Marc.

—Exacto.

—Joder, Antonio. Debes quitarte eso de la cabeza.

—Ya está en marcha. Esta noche vuelvo donde los rusos a darles la ruta.

—¿Has robado la…?

—No grites, joder. —Miro en todas direcciones, pero nadie nos hace ni puto caso—. Sí, ya la tengo, ¿qué pasa? Y otra cosa, no estaremos solos.

—¿Qué has hecho ahora?

—Nuestro común amigo el Tuerto Durán nos acompañará.

—¿Esa mala bestia? No te puedes fiar de alguien así.

—Da igual. Ya está hecho. Y sí se puede confiar en él, si le hablas en términos que entienda.

—Ese no entiende más que la hostia en la boca.

—Y el dinero —rectifico—. Él se ocupara de estar pegado a los rusos en todo momento. Conduce rápido y pega duro. Nos vendrá bien.

—Antonio, yo no sé si…

—Te necesito, Marc —le corto—. Ya te lo dije antes. No puedo hacer esto sin tu ayuda.

—¿Y para qué me necesitas?

—¿Quieres que me meta yo con esos rusos cabrones?

—Ya lo has hecho.

—Necesito apoyo, compañero. Formamos un equipo. Yo solo soy un poli, pero juntos somos imparables.

Nos quedamos en silencio de nuevo, cada uno mirando en una dirección. Al fondo, el Martínez habla por teléfono. Un tipo regresa de la sala de interrogatorios santiguándose sin parar. Si Jesús fuera un político, ya habrían legalizado la marihuana.

—Me marcho —digo—. Pasaré a recogerte sobre las seis de mañana.

—¿Y el informe de Llorente?

—Que se joda Llorente. Ya lo escribiré. Hoy quiero llegar pronto a casa. Me espera una buena…

—¿Crees que tu mujer sabe lo de Zox?

—¡Qué inocente eres, Fonsi! —bromeo—. Esa gente está conectada por telepatía a través de las lunas de Mercurio.

—Mercurio no tiene lunas.

—Eso díselo a ellos…

23:00

Chirlo.

Chaqueta de cuero, tatuaje que le sube por el cuello, barba de chivo, Harley auténtica y manos en el culo de mi hija adolescente. En la puerta de mi casa. Como dijo Miñarro: en mis propias narices.

—¡Hola, Leo! —les saludo.

Me da la bienvenida el dedo anular oprimido por un anillo satánico y coronado por una uña larga y llena de roña de El Chirlo. No quiero ni pensar dónde habrá estado. Leo reacciona mirándome con ojos idos.

—Jódete, papá.

—¿Este mierdas es tu padre? —pregunta él.

Se separan. El aire huele peor. El Chirlo me encara.

—No me gustan los maderos —escupe—. Sois todos unos hijos de puta.

—Algo debíamos tener en común con los moteros maricones.

Imagino que hay tensión en el ambiente, aunque yo estoy bastante tranquilo. El Chirlo, pañuelo en la cabeza, muñequera de pinchos: un gilipollas más en un mundo de anormales. Si me levanta la mano, si acaso siquiera lo piensa, se la arranco y se la meto tan dentro del culo que…

—Deberías darme las gracias por traer a tu hija sana y salva, madero, ¿o te llamo «suegro»?

Tranquilo, amigo. No voy a iniciar una reyerta con un desgraciado del montón. En lugar de eso voy a tomar buena nota mental de su matrícula y cuando acabe el asunto del furgón de pruebas, entonces, solo entonces, le costará encontrar su mano.

—Gracias —respondo con mi mejor sonrisa.

Los ojos de El Chirlo bizquean por un segundo. No le gusta que le ignore, no le gusta que le dé la razón. Ni siquiera le gusta mi Leo. Solo quiere ser el rey de su mundo, empequeñecer a los demás para sentirse grande, imponer sus propias leyes sobre las ajenas. Pero no es tonto. Sabe que algo tramo. Algo gordo. Piensa que él es el centro de mi ira contenida y eso le asusta. El gran guerrero de la noche, el pajillero sobre dos ruedas, abre la boca:

—Me voy ya, papaíto —retrocede.

—Vamos, Chirlo —le anima mi hija, borracha como una tonadillera—. ¿No le vas a partir la cara?

El tipo arranca la máquina y se ajusta el casco, por si acaso lo multo, imagino.

—Ya te llamaré —dice mientras se aleja a toda prisa.

Leo se queda mirando la estela de humo y abandono. Solo cuando el médico le cortó el cordón umbilical la vi más callada. La boca entreabierta, el maquillaje avejentado, las pupilas dilatadas. Le coloco una mano sobre el hombro desnudo. No parece sentirla.

—Vamos a casa, hija.

Se gira y me observa. Me pregunto qué clase de persona está viendo. Pestañea para esquivar el llanto.

—Que te den por culo, papá.

Y sale disparada hacia el apartamento, con el sonido de sus tacones resonando por la avenida desolada.

Yo soy más lento. No tengo prisa alguna para alcanzar el cálido abrazo del hogar. Sé el amor que me espera en su interior. Las sábanas frías, la felicidad en otra época, tal vez ilusoria, un espejismo teñido por el recuerdo de lo que nos gusta pensar que fue y la derrota que ha sido.

Enciendo un cigarro y lo apuro mientras cruzo el patio exterior. Voy tan despacio que cuando alcanzo la puerta de entrada ya se ha cristalizado en una colilla amarillenta y mojada. Aboco el humo al firmamento, un dragón con faringitis, la chimenea por donde se escapa mi alma.

Los ascensores deberían bajar al infierno y no subir al él. Al pulsar la tecla del sexto sin «T» me siento como un experto en explosivos daltónico. Da igual cortar el cable azul o el rojo, porque la bomba va a estallar de todas formas.

Al entrar en casa hay silencio. Leo llora en su habitación, Ernesto tiene los cascos del ordenador tan altos que consigue aislarse. Beatriz está en el sofá encerrada en una bata, simulando que mira el televisor, con los dientes apretados y el gesto altivo de siempre.

Me pongo cómodo en el dormitorio y me aseo en el baño. Al mirarme en el espejo pienso en el tiempo que llevo sin meter un gol, como aludió Farlopero López. Sé hacerlo, pero no lo intento. Ni siquiera lo espero.

El timbre suena. Solo hay una persona en el edificio, así que decido abrir.

—Hola, compañero —saluda Bernabé, con una bolsa de supermercado llena de cervezas.

—Hoy no puedo quedar contigo. Tengo que resolver unos problemas en casa.

—Espera —dice, alterado—. Necesito contarte algo, por favor.

—De verdad, esta noche no puede ser.

—Antonio, por favor, debes escucharme. Creo que he perdido el control. He hecho algo horrible. Ahora me doy cuenta de que soy un monstruo. Fui a buscarte a la comisaría y me dijeron que estabas en el bar, pero…

—He estado ocupado. Casi nunca estoy en la comisaría.

—Yo… sí, eso pensé. Pero quería contarte algo.

—¿No puedes esperar a mañana?

Me observa con ojos de duelo. Todo él es tristeza. Desde la forma en que le cae la ropa hasta la bolsa que cuelga de su lado. Incluso la marca de cerveza que compra produce tristeza.

—Claro —suspira—. Mañana te lo contaré.

—¿Seguro? Si quieres puedo salir cinco minutos.

—No, da igual. —Se aleja hasta el ascensor—. No era tan importante.

—¿Le has hecho algo a Judith?

Sonríe. Triste sonrisa de un hombre consumido por la tristeza.

—Ella está bien —y rectifica—. Bueno, está como siempre, ya sabes.

—Me habías preocupado.

—Nos vemos, Antonio —se despide.

Lo observo entrar en la cabina que le llevará al piso de arriba. La puerta se cierra al mismo tiempo que se apagan las luces del descansillo.

Avanzo hacia el cadalso. El sofá es puro hielo, y Beatriz la doncella de la recriminación. Sigue ignorándome. Está claro que sabe lo de Zox, la paliza que le di con Fonsi, la bala encajada en su zaguán.

—Tenía que hacerlo —digo justificándome.

Beatriz se mantiene impasible. Desea gritar, colocarse en esa posición elevada que tanto le gusta, de sentirse superior a mí sin razón alguna, olvidándose de que el mundo está cubierto de personas y que ella no es nadie para juzgarme. Solo la policía está por encima de la vida y la muerte. Eso tiene en común con El Chirlo: hacer que los demás se sientan inferiores para sentirse superior. Rezonga un rato antes de abrir la boca.

—Aguantaré —dice por lo bajo—. No vas a joder a esta familia, Antonio. No lo permitiré.

—¿A qué te refieres?

—No te concederé el divorcio. Las Leyes de Zox no lo permiten. Apechugaré con lo que haga falta. No dejaré que me alejes de mi fe.

—Nunca lo he pretendido.

—Puedes golpearme si quieres, como tu amigo el vecino. Me da igual. Porque Zox guía mis pasos, habla a través de mí, soy su elegida, y no puedes vencerme.

Permanecemos un rato en silencio. La televisión emite anuncios fraudulentos de lejías infalibles, coches de consumo mínimo e iguales garantías de seguridad, productos de alimentación bajos en grasa, colesterol y sabor, tarifas para móviles tan rebajadas como su cobertura y desodorantes que te harán única aunque los vendan a millones de consumidores.

—Aguantaré, Antonio —repite Beatriz—. Te juro por Zox que aguantaré.

En ese momento la abrazo. Ella se resiste, pero no me retiro. Intenta apartarme, pero sus brazos dicen lo contrario. Al final acaba cobijada en mi pecho, llorando desconsolada.

—Lo sé, cariño —murmuro—. Eres una luchadora.

No sé el tiempo que se eterniza la situación. La tele sigue encendida.