MIÉRCOLES, 22 DE OCTUBRE

6:44

Dormir es una quimera. Leo lleva sin aparecer desde el lunes. Imagino que sigue con el motero de la otra noche, el tal Chirlo. Ernesto asegura que vino a media tarde, agarró más dinero y se volvió a marchar. Afirma que tenía un tatuaje nuevo en la parte interna del muslo. Beatriz aguarda el vaticinio de Zox en la terraza. Espera tapada con una colcha de ganchillo a que las estrellas tintineen a una cadencia determinada que ni el mismísimo Zox sabe cómo será, pero que reconocerá cuando la vea. El Rabadum sigue su curso al tiempo que mi esposa se hincha a antidiarreicos. El día que Zox le dé permiso para cagar es probable que defeque un ladrillo.

Me pregunto, como cada jodida noche, cómo he podido permitir que todo esto ocurra. Me educaron para conquistar el mundo, no para verlo girar desde la última fila del anfiteatro. La escala ejecutiva del Cuerpo se cerró el día que regresé de Madrid. Mi familia es una piedra fraccionada por cuyas grietas se introducen gusanos carnívoros dispuestos a devorar los restos de lo que fui. Esa piedra debía sostener nuestra vida, pero siento sus esquirlas clavándose bajo mi epidermis, creando heridas sangrantes imposibles de coser, astillando el hueso, perforando mi cerebro, consumiendo mi cordura, mi esperanza y mis ilusiones.

Y en el pozo sin fondo de mi existencia, en un recodo oscuro que me niego siquiera a contemplar, Cosme Trujillo se masturba sobre un dinero que nadie reclamará, que a nadie importaba, que nadie necesita más que yo.

Beatriz clama al cielo en una especie de oración con rima asonante. Al parecer, el amigo Zox tiene alma de poeta. Me incorporo y enciendo la lamparita de la mesilla. Observo el autógrafo del Zorro. La caligrafía temblorosa, apenas un par de frases y una firma.

El tipo del bigote, a la postre su productor, fue quien contrató a la puta. El Zorro considera aborrecible engañar a su mujer, pero las fotos están ahí. Le dejamos las cosas claras, e incluso el capullo del mostacho se puso de nuestra parte y dijo que lo mejor era pagar. Aunque nos denunciaran no encontrarían jamás pruebas de nuestra presencia en el Meliá. Sería su palabra contra nuestra coartada falsa, y él acabaría provocando el escándalo. Rog ya se ocupó de que desaparecieran las grabaciones de las cámaras de vigilancia. Al final, terminó por claudicar y pagó los once mil euros que llevaba en metálico.

Visto con perspectiva, ya no parece tan buena idea extorsionarlo. Soy consciente de que este es el momento de nerviosismo posterior a la recompensa, cuando todo se puede desmoronar, cuando mi presencia ya no intimida tanto con la distancia de por medio y las ideas surgen mucho más nítidas. En cualquier caso, ya está hecho. A la mierda. Que se joda.

Aparto un falso panel del armario y agarro el sobre. Dentro hay unos 37 000, contando la parte del Zorro. De momento, es el mayor tajo que he sacado en este tiempo. Las putas de carretera y los camellos de medio pelo no suelen ser rentables. El grueso proviene de un trabajo para un torero y un par de extorsiones encargadas por cierto empresario local. Un pequeño salvoconducto para el futuro que termina por evaporarse en untar a confites y comprar silencios. Es demasiado arriesgado y da poco fruto.

Cosme Trujillo era la respuesta.

Escondo el botín y camuflo el doble fondo para que no lo encuentre Beatriz. Si supiera de su existencia, estoy convencido de que terminaría en los bolsillos de la secta de Zox.

Me ducho con agua caliente. Luego permanezco un rato mirando mi rostro en el espejo. El vapor se condensa, empañando mi reflejo, creando lágrimas sobre la superficie argenta.

Beatriz yace en la cama cuando salgo del minúsculo cuarto de baño. Tiene los ojos hinchados y tose como una tísica. Preparo un café amargo y lo bebo en la cocina. Lo último que deseo es que se levante y tengamos alguna discusión estúpida. Me coloco la chaqueta antes de salir a la calle. Hago la anotación mental para regresar al Purgatorio de los Organov y recuperar la otra, aunque puede que los muy desgraciados se la hayan jugado a las cartas.

Llamo al ascensor. Cuando llega al sexto, observo que hay un cuerpo en su interior. Me arrodillo al comprobar que es mi vecino.

—Bernabé, coño. —Le abofeteo en la cara—. Estás hecho una pena.

Abre los ojos con amargor y se rasca la barba pelirroja. En una mano lleva una botella vacía de ginebra. Sus pupilas van de un lado a otro cuando intenta centrar la mirada. Al fin, parece reconocerme.

—Antonio… —balbucea—. ¿Qué haces… en mi casa?

—Estás en el ascensor, Bernabé. —Pulso el botón del piso siete—. Vaya mona has cogido, macho. No deberías beber tanto.

—El mundo es mejor… empapado en alcohol.

—El mundo es el mismo.

Se concentra para responder.

—Pero al menos… sabe a priba…

Salgo en el séptimo cielo con él a cuestas. Es incapaz de mantener la verticalidad, pero rechaza mi ayuda con empujones. Apoya el hombro en la pared y juega al tiro al blanco con las llaves. Al final la puerta se abre sola y Judith surge semioculta entre las sombras. Va vestida con una bata de rayas y luce el pelo sobre la cara.

—Bernabé está borracho —la informo—. Anda, ayúdame a acostarlo.

La chica regresa de nuevo al interior de la vivienda. Engancho a Bernabé del sobaco y lo arrastro adentro. Judith permanece en el balcón, fumando un rubio como si nada de esto fuera con ella. Descalzo a Bernabé y lo dejo acostado de lado.

Al salir, Judith no se ha movido ni una micra. Continúa contemplando el amanecer entre los edificios de la urbanización, exhalando el humo al ozono de la mañana.

—Gracias por nada —digo.

Entonces se gira y me dedica una mirada de odio. Su ojo derecho está cerrado y ennegrecido por una paliza reciente. Los cardenales se extienden desde el pómulo hasta la mandíbula. Toda la parte diestra de su rostro es una terrible herida, vistosa y evidente, el recuerdo de una existencia atormentada donde la pregunta lógica es cuándo vendrá el siguiente puñetazo, porque la única certeza que tiene es que habrá una próxima vez.

Aguanto sus pupilas un par de segundos. Después me marcho. Ya en la calle, la veo en el balcón. Si está decidiendo saltar o no, al menos se toma su tiempo para apurar el cigarrillo.

9:03

—El otro día llamó su superior, el comisario Llorente —me cuenta el doctor Álvaro Cortés—. Al parecer, tiene bastante trabajo acumulado y no es mi intención retenerle más de lo necesario. Por tanto, si no le importa, terminaremos antes de lo habitual.

—Se lo agradezco, doctor.

La consulta psiquiátrica, una pátina gris y aséptica. Se asemeja más a un quirófano desinfectado que a un confesionario.

—Bien, cuénteme, ¿qué tal han ido estos días?

—El trabajo me estimula lo suficiente para no aburrirme. Siempre hay casos en marcha y problemas que resolver. Ya sabe, la rutina habitual.

—Le entiendo.

—Incluso he abrazado a una mujer —explico—. La… Bueno, ella estaba herida y yo fui quien llegó primero. No sé ni por qué la abracé, solo sé que lo hice. He pensado en ello, ¿sabe? Le dije que mi trabajo no era dar abrazos, y casi sin darme cuenta me encuentro repartiendo consuelo a una desconocida.

Cortés abre una carpeta negra y subraya algo con su pluma. Sospecho que hasta el momento todo era una introducción ante la verdadera prueba.

—Bien, como le he avanzado, iremos rápido. Si no le incomoda, le haré unas cuantas preguntas sencillas para que usted se explaye cuanto desee.

Me sorprende que no me pregunte más sobre el abrazo. Es la primera vez en mucho tiempo que le abro mis sentimientos a alguien. Pero a él no parece importarle.

—Adelante.

—De acuerdo. —Se recuesta en su butacón, como si la necesidad de tomar nota fuera superflua, algo relegado al trabajo administrativo posterior, una molestia imprescindible y tediosa—. Dígame, ¿cree que la violencia es necesaria para operar con corrección en su labor?

—Hay un protocolo para cada situación. —Intento que mi voz no suene ni alterada ni tímida—. Solo nos está permitido utilizar la fuerza en casos muy concretos. Por ejemplo, cuando un sospechoso se resiste a la autoridad, hay que reducirlo. La violencia siempre es contenida, intento no extralimitarme.

Cortés da varios golpecitos con la estilográfica sobre la mesa mientras se acaricia la barba con la mano libre.

—Me encuentro en una disyuntiva —asegura—. Verá, mi labor es realizar una evaluación sencilla para el Cuerpo Nacional de Policía, pero usted no me lo pone fácil.

—¿A qué se refiere?

—Verá. Nosotros somos en realidad tres personas: la que pensamos que somos, la que ven los demás y la que somos en realidad, que suele ser una confluencia de las dos primeras.

—¿Por qué me cuenta eso?

—Porque me miente. De su boca solo salen las palabras que quiero escuchar. Eso no me sirve para nada. Usted cree que le estoy examinando, que cada sílaba que pronuncie será estudiada con lupa, y de momento lo único que utilizable para mi evaluación es su actitud recelosa.

Mi silencio es elocuente.

—Perdone que me repita, pero hoy contamos con poco tiempo. Por tanto, tenemos dos opciones. La primera es seguir como hasta ahora y terminar la evaluación.

—¿Y la otra?

—Que sea franco y sincero. No creo que tenga nada que ocultar. Por favor, confíe en mí como cuando me ha contado lo del abrazo a esa pobre mujer moribunda.

El consejo de Marc de decirle a todo «sí, señor; no, señor» se ha ido al garete. Soy un estúpido si esperaba engañar a un profesional. No queda más remedio que renunciar a mi máscara.

—¿Sabe por qué me paso el día en la comisaría? —Cortés entrecruza los dedos y golpea los pulgares entre sí—. Porque es el único instante en el que puedo ser yo mismo. Mi casa no es mi hogar. Con mi familia no tengo mayor relación que el pasado que compartimos. Respiro aliviado cuando salgo por la puerta camino del trabajo. Y si me va a preguntar si eso me influye en mi vida laboral, la respuesta es un rotundo no. El trabajo me salva, es mi bálsamo. Cuando estoy con un caso, lo último que me viene a la mente es mi vida familiar.

El doctor no se mueve. Continúa en la misma posición, y es entonces cuando veo en su efigie al juez inquisidor que decide quién vive y quién muere. La sombra de un dedo acusador se cierne sobre mí y siento angustia oprimiéndome el pecho. Tengo la certeza de que, pese a haber contado la verdad, habría estado más guapo callado.

—Bien, le creo —dice al fin, y la presión parece disiparse—. Es un comienzo. Pero, dígame, ¿cómo ha llegado a esa situación?

Y lo que debía ser una terapia en torno a mis aptitudes se transforma en un monólogo sobre problemas caseros. Me sorprendo al comprobar el efecto exhortativo de sacar los demonios interiores y ponerlos en manos de un desconocido. Puede que Álvaro Cortés esté realizando un juicio de valor sobre mis capacidades, pero no me importa. Me cuido de no decir nada que me pueda meter en un lío, como la búsqueda de un culpable falso para la muerte de Nelson Chávez o el chantaje al Zorro. Cuando termino, nos hemos pasado varios minutos de la hora prevista.

—Hasta los hombres más perfectos tienen problemas, inspector Ramos —asevera.

Me extiende la mano para que se la estreche.

—Enhorabuena —aprieto sus dedos y siento una paz interior inesperada—. Me está demostrando que es humano.

Al salir por la puerta tengo una idea descabellada, de esas que debería ignorar, abandonar en lo más recóndito de mi mente. Pero pugna por escapar, cuanto más lo pienso más me convenzo.

—Oiga, doctor —digo—. Me gustaría proponerle algo.

10:41

La comisaría es un hervidero. La bronca de ayer parece que ha dado su fruto y cada cual trabaja o aparenta trabajar. Encuentro a Marc aporreando el teclado. Tiene ojeras pronunciadas y marcas de sábanas en la cara.

—Tú has follado —aseguro.

—Inspector Ramos, no me joda —contesta con media sonrisa.

—A mí no me engañas. ¿Con quién te lo estás montando?

—No puede demostrar esas acusaciones, inspector.

—Dejaré pruebas falsas en el lugar del crimen si es preciso.

No dice palabra sobre anoche. Es un chico espabilado al fin y al cabo, siempre y cuando le expliques con paciencia qué está bien y qué está peor. Ha aprendido rápido a no comentar operaciones particulares cuando ya se han realizado.

—¿Novedades? —Dejo la chaqueta sobre el respaldo de la silla.

—Ninguna —entonces recuerda algo—. Sí, espera, Miñarro ha preguntado por ti.

El Inspector Jefe Miñarro conserva el récord provincial de absentismo laboral. Lo normal es que su jornada empiece y termine en momentos clave de asuntos ejecutivos. Mientras tanto, va y viene sin enterarse de nada. Los reclutas nuevos no entienden quién es ese tipo desgarbado y con gafas que tartamudea cuando se pone nervioso. Y lo más gracioso es que es él quien debe organizarnos, darnos casos, filtrar diligencias y, en definitiva, actuar de regente, aunque lo usual es que nos tengamos que buscar la vida nosotros solos.

—¿Dónde está ahora?

—Me ha dicho que revisase los atestados de ayer y se ha ido con Pilar Hurtado.

Avanzo entre las diferentes mesas hasta alcanzar la de Pili. Unas gafas muy finas y ridículas cuelgan de la punta de su nariz mientras repasa informes dotando su rostro ya de por sí anguloso de un aire de estudiosa griega.

—Empollona —la saludo—. ¿Has visto al Miñarro?

Levanta la cabeza, disgustada, y señala con la barbilla al fondo de la sala. El Inspector Jefe camina con paso torpe hasta nuestra posición. En la mano sujeta un vaso de plástico humeante de café de máquina. Miñarro no lleva bien lo de madrugar.

—Ramos, contigo quería yo hablar.

—Pues habla.

No debería estar a la defensiva, ni tan siquiera contestarle de forma despectiva, pero me encanta apretarle las clavijas solo para verle convertido en un tartaja.

—S-sí, escucha…

—Te estoy escuchando.

—Fermín no va a v-venir a trabajar. Se va a preju-preju…

—Prejubilar —Pilar le echa un cable.

—Los casos de G-general Polaviej-ja los tenéis Hurtado y tú.

—Yo y Fons.

—Ya no. Lo del anciano, el tal Cosme Tru-trujillo está cerrado.

—¿Cómo que cerrado? No tenemos ni idea de cómo sacó tanta pasta.

—Eso da igual. Nosotros somos de Ho-homicidios. Los delitos fiscales no son de nuestra compet… —se traba—. Competenc… —Al fin, se lo piensa mejor—. No es nuestro tra-trabajo.

—Hay que darle prioridad a la familia Moscardó —me informa Pilar.

—Te pondrás de compañero con ella —Miñarro la señala.

—Cojones, Miñarro. Ya tengo suficientes casos abiertos para encima ponerme con otro.

—Tus casos se los queda Fons. Este es más imp-importante.

—¿Y si me pones con Martínez? —propongo—. Tampoco tiene compañero.

—Martínez está con asuntos de bandas, no es mi competenc… —Hace una pausa—. Y tiene un primavera a su cargo. Te quedas con Hurtado.

Remueve su café con una cucharita de plástico transparente y sopla sobre la espuma como un párvulo que se quema la lengua con la sopa. No se ha alejado dos pasos cuando me giro hacia mi nueva compañera.

—¿Esto es cosa tuya?

—Trabajar contigo me hace tanta gracia como a ti. —Pilar me pasa una carpeta—. Miñarro se ha despertado eufórico esta mañana, ¿no lo ves? Le ha dado órdenes hasta a los de recepción. Parece que Llorente le dio un buen toque de atención.

En el fondo debería darme igual estar en un caso que en otro. Incluso puede ser beneficioso para mi cordura olvidarme de Cosme Trujillo y su fortuna. Sin embargo, lo que no considero viable es compartir mesa con Pilar Hurtado. No es lo mismo encontrártela de vez en cuando por la oficina que verle la jeta cada día. Y encima al pobre Marc lo han cargado con el papeleo, casi con toda probabilidad la tarea para la que menos preparado está.

—Ponme al día —digo.

—Ya eres mayorcito para ir de mi mano al cruzar la calle —se burla, tan fría como un estilete en el escroto—. Está todo en el dossier.

—Te veo muy colaboradora.

—No soy tu niñera, Ramos. A mí no me vas a pisotear como haces con los demás. Tenemos el mismo rango y, por tanto, los mismos derechos.

—Joder, Pili. ¿Tratas así a Fermín? ¿Qué hiciste con sus pelotas?

—No hago distinciones. Cuanto antes lo aprendas antes funcionaremos bien.

—Ya funcionamos en una ocasión, no lo olvides.

Su silencio indica que la charla ha tocado a su fin. Repaso el informe preliminar. Me salto las primeras páginas donde se explica cómo encontré los cadáveres. Las víctimas: Asensio Moscardó, cincuenta y siete años, ginecólogo. Consulta privada en su propio domicilio. Treinta y siete puñaladas en el pecho. Renata María Gómez, cincuenta y cinco años, ama de casa con sirvienta a su cargo. Dos heridas lacerantes en el cuello. Primeros planos en las fotografías forenses. El hijo de ambos, Julián Moscardó, veinte años, salió ileso. Ingresado en el Hospital de Alicante en estado de shock. La sirvienta, Teodora Atienzar, acabó reventada. Ojos seccionados por varios tajos en el rostro y ambos tendones de Aquiles cortados de raíz. Quedará ciega de por vida e incapaz de tenerse en pie.

—¿Con qué hipótesis trabajas? —pregunto.

Pilar levanta la cabeza de sus notas y por primera vez en años me mira como a un policía.

—La puerta no estaba forzada, no hay signos de violencia más allá de los asesinatos. El matrimonio murió mientras desayunaba. La casa no está revuelta, por lo que se descarta el robo. —Saca un paquete de tabaco y se coloca un cigarro en la boca sin encenderlo—. Es una masacre, Antonio. Asensio se llevó treinta y siete puñaladas. Era algo personal.

—¿De quién sospechas?

—Alguien tuvo que matarlos a todos y marcharse sin dejar huella. No tenemos más.

—La cerradura no estaba forzada. Le abrieron la puerta o tenía llaves. Puede ser algún conocido de la familia.

—Lo de Asensio Moscardó no es casualidad. —Pili se guarda el pitillo tras juguetear un rato con él—. El asesino o asesinos tenían una cuenta pendiente con el matrimonio.

—¿Crees que fueron varios?

Hurtado agarra la copia del informe y avanza páginas hasta las conclusiones forenses. Subraya con el bolígrafo un par de líneas. Las armas mortales corresponden a dos cuchillos de la cocina. Las heridas de Moscardó son de diecisiete centímetros de profundidad, mientras que las de su esposa Renata María apenas llegan a los diez.

—Dos asesinos —confirmo.

—Los agarraron por sorpresa. A ambos los mataron a la vez.

—¿Sin rastro de los cuchillos?

—Estaban en el lavavajillas. Los tienen en el laboratorio.

Avanza varias páginas más hasta alcanzar la información adicional escrita a mano. El inventario de laboratorio incluye ropa, casi toda la cubertería del desayuno y otros objetos que esperan contengan huellas dactilares. Una última anotación indica que encontraron dos cuchillos sospechosos en el lavavajillas.

—He solicitado un informe de ingresos de Moscardó —continúa Pilar—. Puede que tuviera negocios entre manos.

—¿Y qué hay de la sirvienta, Teodora Atienzar?

—¿Qué ocurre con ella?

—La torturaron pero la dejaron con vida. Y el crío está igual.

—No tendrían nada contra ella ni contra el chico. Tal vez él llegara más tarde y descubriera los cadáveres. Estaba empapado de sangre.

—¿Cuándo podremos interrogarlos?

—Los médicos deben dar el visto bueno. Mientras esperamos podríamos ir a la casa, a repasar lo que tenemos sobre el terreno. Aún no han limpiado los rastros de sangre.

12:15

Es una sensación similar a encontrarte con una antigua amante, sobre todo si tiene cara de perro. El piso de General Polavieja, un dinosaurio de otra época con los dientes amarillentos y agrietados, la prueba definitiva de que provenimos de las cuevas.

Pilar escupe un cigarro y lo aplasta contra el asfalto. La ciudad está tan febril que no consigue apagarlo del todo y allí queda, humeante, contaminando la nada de la existencia. Hurtado apenas me ha dirigido la palabra mientras veníamos de camino. Tampoco la culpo, pero habría estado bien algo de conversación. Así, al menos, me habría distraído de esa certeza que trato de ignorar mientras se abre paso a mordiscos en mi interior.

El silencio se prolonga mientras entramos al vestíbulo. Marc y yo nos entendemos sin hablar, pero en este caso es diferente. Fonsi sabe cuando callar y cuando abrir la boca. Mi nueva compañera me ofrece su desprecio sin condimentar, refinado, puro y directo con su total indiferencia.

El olor del interior de la guarida me despierta. Revivo el ayer que jamás regresará. El tacto de las paredes con gotelé, el crujir de los peldaños, la sombra de un fantasma. Primer piso: consulta del doctor Moscardó. Un bonito precinto policial nos da la bienvenida como si se tratase de la meta de una maratón en la que no importa llegar, sino ganar. El restregón de sangre en el suelo delimitado por los de laboratorio. Sin darme apenas cuenta, avanzo hasta la sala de estar donde encontré a Teodora Atienzar, polichinela en blanco y negro. La televisión está puesta. El presentador pregunta si alguien quiere comprar una vocal. En el sofá un uniformado sin zapatos.

—Eh, oiga. —Se levanta y me señala—. Aquí no se puede entrar.

—Inspector Ramos, gilipollas. —No le muestro la identificación, pero los capilares del tipo se rompen y le dan un aspecto porcino bastante estúpido.

—Perdone, inspector. Yo…

Miro la pantalla. Una tortillera con las tetas demasiado grandes para ser reales dice una consonante repetida. Está claro que el casting para los concursantes no es muy exigente.

Alguien voló sobre el nido del cuco —digo.

—¿Inspector?

—Vamos, si está clarísimo. Jack Nicholson nació para interpretar ese papel, ¿no crees?

Un imbécil con cara de empollón resuelve el panel. El Cristo Descalzo comprende por fin.

—Una gran película —responde.

—Sin duda. —Le guiño un ojo—. Por cierto, aquí han muerto dos personas y otra está mutilada. Por lo menos deberías ponerte los zapatos, ¿no te parece?

Me doy la vuelta y encuentro a Pilar en la cocina. El chaval puede dar gracias de que Hurtado no lo haya pillado, porque es capaz de dar parte disciplinario. Hay decenas de indicaciones de la científica y apenas se puede entrar.

—Vamos —indico.

La vieja grulla me guía hacia un pasillo que se extiende hasta casi el infinito. Odio este modelo de arquitectura, con decenas de metros cuadrados perdidos en un distribuidor alargado que antes o después te cansarás de patear y hasta de limpiar. En las paredes aparecen fotos del crío, fotos del matrimonio, cuadros de mercadillo, una lámina de Goya incrustada en un marco antiguo. Los interruptores de la luz están negros del polvo de carbono para buscar huellas.

—Empezaré por la consulta del doctor y luego por su dormitorio. —Me pasa unas cuantas bolsas para indicios y un par de guantes de látex—. Te tocan las habitaciones de los supervivientes.

—Si te apetece revolver las sábanas, me avisas.

Ya ni siquiera se sulfura.

—Antes me lo hago con un mandril, Ramos. Seguro que es más cariñoso.

—¿Quién ha dicho nada de acostarse contigo? —me burlo—. Si me tienes que avisar es para que prepare al novato que vigila en el salón. Lo nuestro no funcionaría, Pili, ya lo sabes.

—Voy al despacho de Moscardó. —Se gira sin mirarme—. Si encuentras algo te lo guardas para el jefe.

Camino con cautela por el largo recibidor. En ocasiones tener un dúplex no te garantiza una buena organización espacial. En este caso ha quedado el patio de luces en mitad del plano, con dos cuartos de aseo casi pegados el uno al otro. La primera puerta es la consulta del doctor, que más que una clínica parece de un abogado, con enormes estanterías cubriendo las paredes y hasta las ventanas. Una gigantesca mesa repleta de papeles espera a una desconsolada Hurtado, aunque la muy cabrona fijo que se lo ventila en unas horas.

Avanzo hasta una puerta con el cartel de «Prohibido el paso» robado de algún museo. La leonera de Julián Moscardó, una adolescencia rebelde anclada a una familia de bien en un barrio obrero. Pósteres de Metallica, fotos de botellones en El Postiguet, una multa por orinar en la vía pública a modo de trofeo trágico, la inmortal Pamela clavada con chinchetas a modo de virgen plañidera sobre el cabezal de la cama para el desarrollo masturbatorio del chaval y el escándalo de la difunta Renata María Gómez.

La cama está sin hacer, la papelera vacía y el escritorio ordenado. La sirvienta no tuvo tiempo o ganas de poner las sábanas unas sobre otras, lo que puede indicar que, o bien todo sucedió antes de que pudiera ponerse con el cuarto del chico, o que este estaba durmiendo cuando escuchó ruido y se levantó para encontrarse con todo el pastel.

El armario: más camisetas de grupos rock, alguna camisa, pantalones vaqueros, una chaqueta de cuero y la ropa interior apilada en una esquina. Rebusco en los bolsillos, pero no encuentro nada. Pegada a la suela de los zapatos hay un diminuto trozo de plástico redondeado. No hay que ser inspector para saber que se trata de una bolsa de farlopa. La cartera del crío está sobre el equipo de música. Tres tarjetas de crédito, todas con restos de coca entre las letras. Parece que llevaba la rebeldía hasta sus últimas consecuencias.

En el escritorio hay un cenicero. Abro los cajones, pero están llenos de apuntes que no pienso revisar. Me agacho y miro debajo de la cama. Entre un montón de revistas porno asoma una caja metálica. Dentro me saluda una piedra de costo del tamaño de una pastilla de Jijona. Papel para liar, un zippo con el escudo del Barcelona y boquillas para no tragar las hebras.

Uniendo cabos: el chaval se pasa la noche metiéndose de todo, fumando porros y aspirando cocaína, pajeándose hasta la madrugada con revistas de páginas acartonadas. Se le va la cabeza y mata a su padre por cualquier gilipollez. Degüella a la madre y mutila a la sirvienta. Sin embargo, ¿por qué estaba el matrimonio sentado en la mesa de la cocina? ¿Asensio Moscardó no se percató de que le abría la garganta a su esposa y siguió desayunando?

Me siento en el sillón con ruedas. El ordenador no pide clave. Está claro que los padres no curioseaban en sus cosas, tal vez por desgana, ignorancia de las nuevas tecnologías, o incluso por miedo. ¿Julián Moscardó era un hijo autoritario?

De fondo surge la portada de un disco de Green Day. Tiene varios juegos instalados y algunos programas de trucar imágenes. Las carpetas más grandes están llenas de vídeos, en su mayoría películas guarras. Tiene varios trabajos de la universidad a medias. Activo el MSN, pero no tiene la contraseña fija. Al final sí resultará que el joven Moscardó era un desconfiado. En sus páginas favoritas de internet un par de periódicos deportivos y una red social que también pide contraseña.

Decido dejar el PC para los de Informática y doy una última vuelta por la habitación. Continúo por el pasillo hasta el dormitorio de la criada. No debería sorprenderme que sea una ratonera miserable, casi un zulo. Teniendo la casa tal cantidad de espacio, abandonan a Teodora en un agujero que no sirve ni para despensa. Un catre de medio cuerpo con las patas metálicas y sin cabezal, un armario de contrachapado, una mesita de noche con una Biblia sobre ella, un espejo a falta de ventana. Al menos irá rápido.

Nada reseñable entre la ropa. Los bolsillos limpios como las uñas de un ginecólogo. Todo doblado y ordenado con precisión milimétrica. Zapatos bajo la cama, bragas en el primer cajón, un modesto neceser en el segundo. Ni bolso, ni cartera, ni nada. Entre la Biblia resalta algo. Al abrirla encuentro tres fotos. La primera es de un crío de unos tres años soplando las velas de un pastel, mientras que la segunda es de Julián Moscardó algo más joven. En la tercera aparece Julián junto a Teodora en lo que parece un día de campo. Ella le pasa las manos por el hombro, mientras que el chico parece no darse ni cuenta. La instantánea está recortada por su lado izquierdo. Sobre el hombro del chaval hay una mano solitaria de hombre con una alianza en su anular.

¿Qué coño hace la asistenta con recuerdos del hijo de la pareja que cuida? ¿Acaso el joven Julián era el único que le daba algo de cariño? ¿Amor platónico? Esto es muy raro.

Salgo con la foto para enseñársela a Pilar cuando me doy cuenta. La estancia de la asistenta es la última del pasillo y ni siquiera tiene ventana. Regreso de nuevo. Cuento los pasos que van hasta la siguiente puerta. Cuatro y medio. Algo salta en mi interior. Me digo que es imposible, que se trata de un dúplex y las dimensiones engañan, pero tengo que comprobarlo.

Recorro el distribuidor hasta salir a la escalera. Subo los peldaños de dos en dos. La puerta de Cosme Trujillo está cerrada con cinta policial. Decido no arriesgarme, aún no, y subo a la siguiente planta. Toco el timbre del piso que está justo encima del difunto Trujillo. Me abre una chica marroquí con más miedo que otra cosa.

—¿Quién es? —murmura con un acento extraño.

—Policía.

—Nosotros no hacer nada. Ayer hablar con policía.

Estoy tentado de darle explicaciones, luego de romperle la cara, pero al final empujo la puerta y me abro paso en la vivienda. Hay colchones por los pasillos y sacos con ropa en las esquinas. Los cables de las lámparas surgen desnudos de bombillas como venas sesgadas. Tardo unos segundos en orientarme. La distribución es la misma que la de la vivienda del doctor Moscardó, pero la decoración y hasta la luz no se parecen en nada. Avanzo vigilado por miradas nerviosas que se ocultan a la vista. A la derecha un cuarto de aseo, el despacho de Moscardó convertido en una sala de estar con butacas recogidas de la basura, la habitación de Julián y al final la puerta de Teodora.

—Joder —me digo—. Joder…

Un negro sale de una de las estancias. La mujer le grita algo. El moro me grita a su vez en su idioma tribal. No me deja pensar. Me sigue gritando. Regreso sobre mis pasos. El tipo sigue a lo suyo, señalándome y gesticulando como un chimpancé. Cuando lo tengo a mi altura le propino un rodillazo en el estómago y lo agarro del cuello. El moreno intenta resistirse lo justo para no ahogarse porque sabe que si me ataca le meto dos tiros. Siento asco ante su tacto y lo empujo contra la pared. La mujer chilla de nuevo y le oprimo los pómulos hasta que su boca toma forma de pez.

—No seas tan zorra, guapa.

Brinco escaleras abajo. La puerta se cierra de un portazo a mi espalda. Escucho lamentos y sollozos.

El hogar de Cosme Trujillo. Debo saberlo. Necesito saberlo. Desgarro el sello y entro. Ya no quedan bolsas de basura, pero el ambiente sigue igual de cargado. Los chicos de la científica han bajado las persianas. Me alumbro como puedo con el mechero y avanzo por el suelo pegajoso. Rezo a Zox para que mi corazonada sea cierta. Apenas registré la guarida del viejo cuando se montó el circo de los billetes. Repito la ruta del piso de los moros. Insalubre cuarto de aseo, despacho de Moscardó, habitación del hijo, ni rastro de la puerta de la asistenta. Me froto los ojos. No está. Cuento los pasos hasta la estancia siguiente: siete y medio. Entro a la habitación del crío. Espalda contra la pared: cuatro pasos y medio. La llama me quema los dedos. En mitad de la oscuridad golpeo el tabique.

Hueco.

Cosme Trujillo, maldito cabrón tramposo. Tienes una habitación fantasma. Tapiaste la entrada para esconder tu tesoro hasta que te cansaste, ¿es eso? Estoy muy nervioso, y por primera vez en mucho tiempo, siento alegría.

Ahora toca calma. No cagarla. Todo a su tiempo. Habla con Marc. Hay que hacerlo bien.

Camino de vuelta a la entrada. La imagen de Pilar Hurtado plantada ante la puerta hace que el corazón me dé un vuelco.

—¿Qué coño haces ahí? —pregunta.

Trago saliva. No sabe nada. No digas nada.

—¿Qué quieres?

—Tenemos que irnos —explica—. Han llamado del hospital. El crío ha salido del shock y podemos interrogarle.

13:53

Hospital de Alicante. Por fuera parece sacado de una serie de televisión. Rodeado de jardines, flanqueado por Gran Vía y Maestro Alonso, situado dentro de un barrio obrero, agradable, acogedor.

Por dentro es una puta ratonera.

Ascensores antiguos, pasillos agrietados, puertas que chirrían, pintura que se desconcha. Una antigualla obsoleta que suplica una reforma, una ampliación o tan solo una inspección. El olor a desinfectante no aplaca el de la humedad, el del polvo de un piso sucio y demasiado maltratado. La luz natural es un recuerdo del exterior ya que, al igual que en los centros comerciales, las ventanas quedan olvidadas en pos de una distribución de espacios óptima que ni por esas permite que los enfermos no deban compartir habitación.

—Es la versión tétrica de El Corte Inglés. —Comparto mis pensamientos con Pilar.

Estamos esperando un ascensor. A nuestra espalda hay un par de viejas gitanas que bromean entre ellas. Hurtado levanta la nariz de sus notas y mira alrededor. Después regresa a las preguntas que ha preparado para el chaval.

Ascendemos en el acostumbrado silencio hasta la planta ocho. Un celador intenta ligar con una enfermera regalándole una rosa de papel ante la mirada de una auxiliar portadora de una cuña que pronto estará en glúteo ajeno. Si combinamos ambas cosas nos da un anciano con diarrea que se limpia el culo con una flor de celulosa. Me pregunto si hay poesía en eso.

Habitación ochocientos tres. Un compañero sentado ante la puerta haciendo posturitas de tío duro ante las sanitarias, pero solo obtiene suspiros del bedel que empuja el carrito de productos de limpieza.

—¿Cuánto lleva despierto? —Pilar enseña la placa de soslayo.

—En realidad no ha dormido desde ayer, pero al menos ya no dice incoherencias.

—Nos ha avisado el doctor De la Torre. ¿Dónde está?

—Es doctora —hace una pausa esperando que contestemos—. Esperen aquí.

La puerta está cerrada. Hurtado repasa una vez más sus preguntas. Observo que al otro lado del pasillo hay un grupo de personas que nos miran con curiosidad. Le doy un codazo a mi compañera. Pili se percata de inmediato.

—Familiares —confirma.

—¿Han hablado ya con ellos?

—Ayer. No se explican cómo ha podido ocurrir. Los atestados están en la central.

—También los tenemos a base de calmantes —dice una voz a nuestro lado.

Una chica morena y alta, con mirada despierta y sonrisa amigable, de las que son capaces de enamorar al amigo guapo del novio en una boda si se ponen un vestido verde. Le calculo unos veintitantos, por su acento adivino que es andaluza y por la bata blanca que es médico.

—¿Doctora De la Torre? —Pilar le da la mano en clara conspiración feminista.

—El muchacho no está recuperado del todo. Apenas ha comido desde que llegamos y su medicación es muy fuerte.

—Serán solo unas preguntas —la tranquilizo.

—La familia allí presente quiere saber si necesita abogado. —El compañero de la puerta señala con la barbilla al grupo de individuos del fondo. Habría sido más disimulado si hubiera usado señales luminosas.

—De momento no se le acusa de nada —interviene Hurtado—. Son preguntas en calidad de testigo. Después ya veremos.

—Intenten no estresarle. —De la Torre coloca la mano sobre el picaporte—. Aunque por la experiencia que tengo en estos casos sé que harán lo que les plazca.

—Ya ve —respondo—. Nuestros trabajos no son tan diferentes.

Todos ignoran mi comentario y la puerta se abre.

Julián Moscardó ya no parece el hijo del diablo. Lleva un pijama blanco, el pelo limpio y come con ansia los restos de una bandeja de hospital. Al vernos, se paraliza y parece retraerse contra la cabecera.

Yo no olvido la figura ensangrentada que se me acercaba empuñando un cuchillo de carnicero.

—Julián, somos de la policía judicial. —Hurtado se presenta con voz calmada y neutra. Parece que haya interiorizado el manual hasta en su última coma—. Me llamo Pilar, y mi compañero es Antonio. Vamos a hacerte unas preguntas, ¿de acuerdo?

El crío asiente con lentitud. De la Torre aguarda en el umbral, observando toda la jugada. Nosotros permanecemos de pie junto a la cama.

—¿Están muertos? —pregunta el joven Moscardó.

Pilar duda un instante. Luego enciende una pequeña grabadora de bolsillo.

—Vamos a tomarte declaración. Sé que lo que viste fue duro, pero nos tienes que ayudar a resolver este lío, ¿vale, Julián?

Silencio.

—¿Qué sucedió?

Silencio.

—Vamos, chico —le animo—. Estuviste allí. ¿Viste algo?

Se remueve. Sus ojos se agitan. Entrelaza los dedos y después esconde las manos bajo las sábanas. Gira el cuello.

—No sé qué hora era. —Un hilo de voz ronca, como si le saliera del estómago—. Me despertaron unos ruidos. Era Teo… estaba… estaba gritando. Yo… Mis padres…

Mirada perdida.

—¿Dónde estaban tus padres? —pregunta Pilar.

—En la cocina. Ellos…

—Lo vimos. ¿Tus padres tenían algún enemigo?

—No.

—¿Estás seguro? Cualquier detalle puede ayudarnos.

—Yo… no me contaban casi nada. Sus asuntos eran suyos. Papá era muy reservado.

—¿Por qué estabas cubierto de sangre? —interrumpo.

Me mira. Reconozco la mirada de un asesino en cuanto la veo. Sus pupilas, frías, nerviosas, cobardes. Un niño de mamá que decide matar a toda su familia por diversión.

—Me suena —murmura—. Estaba en la escalera.

—Eso no explica por qué parecías un pimiento rojo.

—Lo que Antonio intenta decir es que te hallamos cubierto de sangre. —Hurtado se muestra maternal, tal vez demasiado.

—No lo sé. Encontré a Teo en el salón. Recuerdo agitarla, hablarle, pero solo gritaba y gritaba.

—¿Y el cuchillo? —hablo de nuevo.

Otra vez la mirada de psicópata. El doctor Cortés podría escribir un libro sobre sus trastornos.

—Estaba al lado del cuerpo. Lo cogí. Tenía miedo.

—Cuando te encontré no parecías tener miedo. Más bien era como si estuvieras en otra parte.

—Yo… oiga, no sé qué quiere decir. Todo es muy confuso.

—Es normal después de un shock —explica la doctora De la Torre—. El chico tiene más calmantes que sangre.

—Un diagnóstico médico muy apropiado —se burla la cachonda de Pilar. Guerra de poder entre mujeres. Nunca lo entenderé, pero es divertido.

—La puerta no estaba forzada —prosigo—. Alguien tenía las llaves.

—Imposible. —Y hace una pausa—. Es decir, no lo sé.

—¿Es o no es?

—A veces nos subían la compra del supermercado. Puede que mamá le diera una copia a alguien.

—¿Qué supermercado? —Mi compañera preparada para apuntar en su bloc.

—El de la esquina. Un Mercadona.

—Acabas de decir que tu padre era muy reservado. —Me apoyo contra la pared—. ¿No crees que es muy raro que permitiera a tu madre dar copias de llaves por ahí?

—Eso no tiene nada que ver. —Respuesta rápida.

—Y si venían a traeros la comida de la tienda, ¿para qué necesitabais una sirvienta? Porque según tus vecinos estaba siempre en casa para abrir la puerta o lo que se terciase.

—Yo… le he dicho que no estoy seguro. Solo sé que a veces venían del supermercado.

—¿Nunca los viste abrir la puerta con llave? —interviene Pilar de nuevo.

—Oiga, ya se lo he dicho. Puede ser.

—Pues te diré algo, chaval. —Mi cara cerca de la suya—. Si la puerta no estaba forzada, ni tampoco las ventanas, el asesino estaba dentro de la casa. ¿Y a que no sabes a quién vi cubierto de sangre y sujetando un cuchillo?

De cara de asesino a cara de susto. Es el momento de alejarse un poco para que sus orines no me salpiquen.

—Está loco —leve temblor en la voz—. ¡Eran mis padres!

—¿Qué pasó? ¿Estabas cansado de que te mangonearan? ¿Querías cobrar la herencia antes de tiempo?

—No he hecho nada.

—He encontrado tu alijo. Chocolate y coca. ¿Necesitabas pasta? ¿Tenías el mono?

—¡Yo no los maté!

—¿Quién fue?

—Antonio, ya basta.

Pilar me pone la mano sobre el hombro, pero se la quito de un empellón. El crío se balancea adelante y atrás. La médica entra del todo y se abalanza sobre la cama. Julián Moscardó llora. Mira el reverso de sus dedos como si pudiera ver a través de ellos. Y entonces explota:

—¡Mamá! —gimotea—. ¡Lo siento mamá! ¡Lo siento!

—¡Váyanse! —grita De la Torre—. Largo de aquí. ¡Vamos!

Una enfermera entra con prisas. Entre las dos apenas pueden sujetarlo. Salimos al pasillo. Necesito el cigarrillo de la victoria.

—Te dije que era el crío. —Levanto la palma, pero Pilar no me la choca.

—Deberías haberme dejado a mí. Esa declaración no vale para nada. Ni siquiera tenemos el móvil.

—Vamos, Pili. Esto lo tenemos resuelto. En cuanto le den el alta se lo llevamos al juez Morales. Si se ha derrumbado ahora, imagínate cuando ese desgraciado le apriete las clavijas.

—Joder, no sé, Antonio. Me abría gustado pillarlo en alguna contradicción más clara.

—La historia del supermercado es mentira y lo sabes.

—Bueno, da igual. Ya está hecho. Volvamos a comisaría. Aún tengo que repasar los archivos del padre.

Noto una vibración poco estimulante en mi bolsillo izquierdo acompañada de una melodía polifónica. Llamada de Luis Dólera, mi forense favorito.

—Dime.

—Tenemos que vernos Antonio.

—¿De qué se trata?

—Ya lo sabes.

—¿Y qué problema hay?

—Por teléfono no, coño. —Y antes de colgar, añade—: A veces eres un poco corto.

Me vuelvo a Pilar y le doy un beso en la mejilla. No se aparta, pero se le queda cara de asco. Me da igual. Hoy he resuelto un caso y tengo una corazonada escondida detrás de una pared.

15:19

El Hospital Universitario de San Juan no se parece en nada al General de Alicante. El hecho de que se dediquen a lo mismo en instalaciones tan diferentes da una ligera idea de por qué el sistema médico español funciona como lo hace, con listas de espera eternas, absentismo normalizado y sueldos estratosféricos para profesionales que no son más que nuevos ricos armados con bisturí.

La sala de autopsias huele a limpio. No a productos químicos, sino a perfume de mujer, a ambientador de coche deportivo, a laxante para el Rey. Una estancia luminosa, con rebordes chapados sobre los azulejos inmaculados. Una antesala decente para el otro barrio.

El doctor Dólera lava con esmero el cuerpo difunto de un chaval joven. Tiene un enorme corte en el pecho, un boquete por el que cabe un puño. La cara amoratada, el pelo mojado y sucio, gesto de tranquilidad a la espera de los gusanos. El ayudante del forense, el mismo tipo que le había hecho las fotos a Cosme Trujillo, se percata de mi presencia en su santuario de paz. Me señala con un mentón semioculto tras la papada.

—Inspector Ramos —Luis Dólera se vuelve hacia su esclavo—. Continúa tú, por favor. Tengo que atender a este señor.

El subalterno coge la manguera con poco entusiasmo y prosigue la ducha póstuma. Dólera se arranca los guantes de látex como un lagarto que se come la piel y se seca las manos en la bata. Luego me ofrece una y estoy tentado de no estrecharla.

—Vamos —dice—. Será mejor que te lo enseñe.

Algún arquitecto inteligente de los que tan poco abundan en Alicante ubicó la sala de autopsias cerca del depósito de cadáveres. Imagino que para que los especialistas obesos, o tal vez los resucitados, no tengan que caminar mucho.

—¿Quién era el fiambre? —pregunto.

—¿El crío? Un pobre desgraciado. Sus padres se mataron en un accidente de coche hará unos años. El seguro le pagó una fortuna. Imagínate: veinte años, sin cargas personales, y con más dinero del que puedes gastar.

—El paraíso.

—Ayer estrelló la moto contra una farola. No tiene más familia, así que el Estado se hará cargo de su cuerpo. Al final terminará en una fosa común o en la piscina.

En una ocasión vi la piscina. Es un enorme sumidero de formol donde flotan cadáveres sin nombre en pos de avances científicos. Gente anónima que dona su cuerpo a la medicina o mendigos que nadie reclama acaban convertidos en un número dentro de una lista escrita a mano. Momias chapoteando en una eterna juventud que los estudiantes sádicos van diseccionando clase a clase, bautizándolos con nombres ridículos, apodos cariñosos y hasta fotografiándose con ellos a modo de recuerdos de carrera. La piscina es una orgía de carne desnuda, cruda en su realidad, desangrada y recosida, el fin último de la vida donde todo se reduce a dejarse llevar por la corriente.

Alcanzamos el depósito de cadáveres en apenas veinte pasos. Varios nichos metálicos nos reciben en su distribución de 7x4. A ambos lados hay camillas solitarias a la espera de un huésped temporal. El ambiente es frío y hasta el fluorescente del techo parece temblar. No hay ventanas. Estos pacientes no necesitan vistas a la playa, pese a que algunas alemanas estén para resucitar a un muerto.

—¿Qué ocurre, Luis? —pregunto.

—Hay dos noticias. ¿Cuál quieres antes, la buena o la mala?

—Sorpréndeme.

—La buena es que la fecha de la muerte concuerda. Tu amigo Cosme Trujillo murió entre las dos y las tres de la madrugada del miércoles.

El doctor Dólera abre una de las capillas de aluminio. Un cuerpo surge con la cabeza por delante. Bajo la bolsa negra se dibujan las curvas de un hombre adulto.

—La mala —continúa—, es que lo han asesinado.

Abre la cremallera. Cosme Trujillo afeitado, casi sonriente, sin rastro de rictus o de muerte. El muy cabrón es feliz en el mismo envoltorio con el que ocultaba el dinero.

—Define asesinado.

—Se lo han cargado, Antonio —explica—. Repetí la prueba para verificar la hora de la muerte tres veces. Este tipo vino con un rigor mortis muy avanzado y no me cuadraba. Un análisis de sangre reveló ciertas toxinas, lo que unido a la marca del cuello nos daba la solución definitiva.

—Espera un poco. ¿De qué hablas? ¿Qué toxinas?

—Curare. Hace que se agarroten los músculos y provoca el óbito por asfixia. Y mira, ¿ves esto? —Señala una mancha senil en el cuello del viejo—. Es un lunar normal y corriente, pero tiene una incisión.

Afilo las pupilas intentando ver lo imposible. Un cristal en un vaso de hielo, una lentilla en el océano, una canica en el universo. Y, sobre la piel de Trujillo, elevándose como un pequeño montículo olvidado, de un color más añil que el resto, se observa una diminuta costra de sangre.

—Le pincharon una droga, Antonio. El viejo intentaría agarrar la escopeta para defenderse y con ella se quedó, paralizado.

—Coño, Luis. ¿Pero qué me estás contando? ¿Qué el profesor Moriarti ha asesinado a un viejo con un dardo envenenado? ¿Es eso?

—Mira, yo no soy quien tiene que investigar el crimen. Eso es cosa de la policía. Lo único que te digo es que no puedo taparlo en el informe. Te lo quería decir a ti primero por la amistad que nos une, pero me juego mi trabajo.

—Venga, no puede ser. —Me mira, inexpresivo—. ¿Estás hablando en serio?

—El otro día llegó una mujer joven. Estaba en forma, sin rastros de enfermedades coronarias en su historial, pero se había desvanecido en el gimnasio. Cuando la abrimos, descubrimos dos bolas de grasa como mi puño alojadas en el corazón. Al parecer, la chica estaba tomando un cóctel de medicinas para quemar sebo, y lo que le quemó fue la vida. Eso es raro, Antonio. Lo del curare también, no lo dudo. Pero que algo sea improbable no quiere decir que sea imposible.

—Mierda.

—Sí.

—¿Y dónde cojones se compra el curare ese?

—En algunos laboratorios experimentan con sus propiedades. Se crean fármacos a partir de sus componentes. Puede que lo hayan sustraído de allí, o de la universidad.

Cosme Trujillo, sinvergüenza retorcido. No contento con palmar rodeado de una cantidad obscena de billetes, ahora resulta que mueres como en las películas de Alfred Hitchcock. Si estuvieras vivo juro que te remataría.

—Me cago en el profesor Moriarti —digo.

—Nadie dijo que fuera sencillo —sentencia.

17:25

La inventiva de los criminales no es nueva. La creatividad no suele estar a la altura de los genios artísticos. Son capaces de llevar a cabo las ideas más osadas y arriesgadas. Por suerte para los que estamos en el escalafón correcto de la cadena alimentaria, también suelen ser bastante estúpidos y fáciles de atrapar.

He investigado de todo a lo largo de estos años. El robo de un banco en Nochebuena, disturbios incomprensibles que ocultaban un saqueo masivo, suicidios simulados, el viejo que escondía un cementerio de prostitutas en el sótano, la fuga de prisión de un Houdini armado con una pastilla de jabón, por no hablar de la forma de pasar la droga por las fronteras. Sin embargo, nada de eso se puede comparar al caso de Las cinco muertes de Perfecto.

Perfecto Caballero Blanco tenía el nombre equivocado. Su vida se caracterizó por el terror. Una familia numerosa a la que maltrataba a diario, una empresa multimillonaria que gobernaba con pulso de cacique, una úlcera de cuando hizo la mili y le dispararon por error. Inmisericorde con amigos, enemigos y feligreses de su parroquia. Y lo peor de todo es que el año de su muerte estaba senil y había olvidado todos sus pecados.

Sus cinco vástagos se turnaban para cuidarlo, y aunque el viejo no sabía quiénes eran, continuaba tratándolos como desechos. Perfecto se meaba y cagaba encima, babeaba, vomitaba la comida y por las noches gritaba. Lo que no hacía era morir y dejar libre la herencia, a buen recaudo en manos de un albacea. Tal vez por eso, cuando su domicilio se incendió, todos esperaban que el anciano estuviera bien tostado.

Fui de los primeros que vio el cuerpo carbonizado. Estaba en la cama, con las sábanas pegadas a la piel y el rastro inconfundible de la gasolina salpicando las paredes renegridas. Su rostro era una calavera oscura de dentadura postiza, con la mandíbula entreabierta hacia un lado y mueca de disgusto.

El asesinato no tardaría en resolverse.

Luis Dólera se ocupó de la autopsia. Sus conclusiones fueron inquietantes. Al tipo lo habían asfixiado, apuñalado, disparado en un ojo, cercenado las pelotas, envenenado y quemado. Sin embargo, el pobre diablo había muerto de un infarto horas antes de todo lo anterior.

El interrogatorio fue intenso. Ninguno de los cinco hijos se postuló en una posición hasta que se supo la verdadera causa de la muerte. Entonces todos respiraron aliviados y las confesiones se sucedieron. Aconsejados por sus abogados, que aseguraban que como mucho podían acusarlos de maltratar a un difunto, contaron una historia que aún hoy cuesta creer.

Los cinco estaban hartos del viejo Perfecto. Coincidían en que cuanto antes se muriera, mejor para todos, incluido él mismo, pero en ningún momento se pusieron de acuerdo con el plan de asesinato. La fortuna quiso que todos pensaran en realizarlo a la vez.

La hija pequeña, cansada de los gritos del viejo, decidió envenenarlo con matarratas usando la sonda que tenía en la nariz cuando pensó que dormía. Al abandonar la habitación, el primogénito se abalanzó contra el débil cuello del hombre hasta que estuvo seguro de que había dejado de respirar. Luego entró otro y lo apuñaló directamente en el corazón, tapándolo con la manta al terminar. El siguiente pasó cuando creía que nadie lo veía y le pegó un tiro en la cabeza. Usó una patata como silenciador y la bala se introdujo por el ojo izquierdo. Por fin, el último de los hermanos llegó borracho a altas horas de la madrugada, y sin preocuparse de encender la luz, lo bautizó con disolvente y le lanzó una cerilla.

Nunca se supo quién le cortó los cojones al pobre Perfecto.

Las condenas fueron irrisorias, dado que ninguno de los hijos antecedentes penales y la naturaleza muerta de la víctima. Sin embargo, lo que más fastidió a la familia feliz fue que su progenitor no pudo escuchar sus epitafios. Al parecer, todos los hermanos recitaron trabajadas frases lapidarias antes de ejercer el parricidio. Imagino que cuando recibieron la herencia se les pasó la tontería.

Hasta el momento, el caso de Perfecto Caballero Blanco fue el más extraño con el que me había topado. La naturaleza del criminal es matar con lo que tiene a mano, sin elaborar planes complejos ni nada por el estilo.

Pero no había curare. No había un viejo cabrón que usaba barbas postizas, que murió rodeado de bolsas de basura, que escondía una fortuna en el piso más sucio de toda la ciudad. Alguien ha ido un paso por delante de mí todo este tiempo. Alguien mató a Cosme Trujillo con estilo. Se han vuelto a mear en mi cara. Y, sin embargo, la pregunta que me corroe es por qué no se llevó la pasta. La respuesta: el móvil era otro.

La comisaría bulle. Una olla a presión llena de alimañas, algunas con uniforme, otras esperando el furgón para ir al juzgado, la mayoría presentando denuncias estúpidas. La gente no tiene filtro y acude a la comisaría para que le resolvamos los problemas causados por su propia ineptitud. Si una persona es gilipollas, nosotros no podemos evitarlo. Las películas americanas han hecho mucho daño, con ancianas que avisan a una patrulla para que les baje el gatito del árbol. Y si mandas a la mierda a un ciudadano, aunque sea reglamentariamente, vienen a poner denuncia. Los tocahuevos, los llamamos en la Norte. Si tienen un nombre más científico, lo desconozco.

Internet habla del curare. Planta del Amazonas usada por los indígenas de su cuenca para cazar monos. Impregnaban las saetas y paralizaban a la presa. Paso rápido de la parte histórica y me voy a la médica. Alcaloides, acetilcolina, neuroreceptores… Esa mierda provoca paros cardíacos. Usado como tranquilizante muscular para tratar convulsiones y muy habitual en anestesias.

El profesor Moriarti se lo ha currado de lo lindo.

Trasteo la base de datos buscando laboratorios que trabajen con esa sustancia, investigaciones universitarias en curso, captaciones en el mercado negro, herbolarios precintados, aduanas, restos no destruidos, clínicas ilegales. Cero resultados.

El Martínez se revuelve al fondo intentando adoctrinar al novato a su cargo. Marc no está en su mesa. Decido redactar el informe y que Miñarro lidie con el comisario. Explico la conversación con Dólera y añado que se trata de un avance de la autopsia. Lo firmo con el nombre y placa de Fonsi y lo abandono sobre su teclado.

El aprendiz de antivicio se larga con las orejas agachadas. Martínez hace como si leyera unos papeles, pero tiene la mirada fija en ninguna parte. He quedado con Marc en diez minutos en la tasca PP, así que puedo perder un rato con un charlatán.

—Parecen que salen de la selva, ¿eh, Martínez? —Levanta la cabeza y mira hacia los lados—. Los cachorros. Las academias no son como en nuestros tiempos.

—Este no sabe ni atarse los zapatos él solo. Joder, estoy convencido de que no sabría ni por dónde metérsela a una puta aunque tuviera un camino de miguitas de pan.

—Vienen cada vez más verdes.

—El mío no podría distinguir un yonqui de un cura.

—Yo tampoco soy capaz.

—El sacerdote es el que se empalma cuando ve dinero. —Hace una pausa—. Por cierto, vaya gustazo que se lo hayan llevado. La sala de pruebas por fin tiene espacio para un ventilador.

Mi instinto caníbal dice que se acabó. Sabes de lo que está hablando, Ramos, reconócelo aunque no quieras. Es la realidad. No te aferres a una ilusión.

—¿A qué te refieres? —pregunto.

—La pasta de General Polavieja, la del fiambre ese de las bolsas de basura. —La ilusión y el humo se desvanecen dejando paso a una rabia profunda que hace vacua la siguiente información—. Los de pruebas han terminado de contar la mitad de los billetes y los han mandado al depósito de Madrid. Joder, ¿para qué quiere el juez Morales media tonelada de papel?

—Dice que son pruebas —mi voz es apenas audible—. ¿Cuándo han salido?

—Esta madrugada. Han cargado el furgón y han echado por la Autovía del Mediterráneo.

Un cálculo rápido: 890 000 euros sobre cuatro ruedas. Una fortuna para casi cualquiera.

—¿Y el resto?

—Saldrá cuando regrese la furgo. En un par de días, supongo. Tienen que contarlo otra vez, ver si tienen rastros de sangre y no sé qué más. De todas formas, los detalles los sabrá Llorente.

El pequeño saltamontes regresa sudando por el cuello. Alguien le ha dado una camisa más pequeña de lo que le corresponde. Lleva un vaso de café en una mano.

—Aquí tiene su bebida, señor Martínez.

—Buen trabajo, compañero. ¿Le has puesto azúcar?

El muchacho traga saliva. Se le mueve la corbata al hacerlo.

—Pensaba que no era necesario. Como tiene una cucharita de plástico…

—Las suposiciones para cuando te trasladen a Homicidios, con el inspector Ramos.

—Tranquilo, chaval —le calmo—. Aquí eres más útil.

—Gracias, señor.

—Anda, grumete —ordena Martínez—. Vuelve a la máquina y pilla un sobre de dulce, ¿quieres? Aquí, o hacemos las cosas bien, o no las hacemos.

Se marcha presuroso, arrastrando los pies y esquivando compañeros. Pensar que ha tenido que aprobar una oposición para esto…

—¿Haces que te traiga el café, Martínez? ¿No es un poco infantil?

—Pues ni eso lo sabe hacer bien.

19:47

—¿Por dónde quieres que empiece?

Marc hace crujir los nudillos mientras busca a la Carmencita con la mirada. El PP está como siempre, con la plantilla de la Comisaría Norte casi al completo, estén de servicio, baja, vacaciones o de visita. Los viejos parroquianos con sus dos bultos en el pantalón: el arma reglamentaria y el que producen las curvas de la camarera canaria.

—¿Qué era aquello de un tabique falso? —pregunta.

—Cosme Trujillo tapió una habitación. Pero esta vez no nos la juega, compañero. Sea lo que sea que escondía, seremos los primeros en verlo. ¿Has traído los pilones?

Asiente mientras enciende un pitillo.

—Están en el maletero. También llevo linternas y bolsas de deporte.

—Esta noche, Marc. —Golpeo la mesa con el encendedor—. Cuando la vecina cabrona esté viendo el telediario, nosotros recuperaremos lo que nos pertenece.

—De acuerdo, Antonio. Pero olvídate de las bolsas de basura. Además, creo que ya han trasladado la tela a Madrid. Es absurdo que te tortures.

—Me lo ha contado Martínez. —Siento un nudo en el estómago—. Pero tienes razón. Es agua pasada. Que le den por culo. Lo importante es lo que haremos esta noche.

La Carmencita aparece moviendo las caderas. Lleva un mono con tirantes que deja al descubierto las piernas y oculta un busto apretado y firme. Hasta a Dios se le cortaría la respiración.

—Marquitos, mi vida… —Se recrea en cada letra, sonriendo al mundo con su boca perfecta—. ¿Cuándo le vas a confesar a tu madre lo nuestro, amor?

—Es demasiado pornográfico para ella, Carmen. Le podría dar un infarto.

—Tú preséntamela, que yo caigo bien a las madres.

—Y a los padres aún más —interrumpo.

Se miran embobados. Si estuvieran solos se arrancarían la ropa a mordiscos. Ni mis comentarios parecen hacer mella en su fantasía. Y sin embargo están tan lejos el uno del otro que parece que vivan en países diferentes. Dos amantes destinados a no estar juntos, a que el azar los distancie una y otra vez y solo ansíen unos minutos de cama, de piel contra piel, cóctel de sudor entre las sábanas y dedos entrelazados. El amor separado por una fina capa de látex y por los miedos de ambos.

—Tengo una cosa bien grande y jugosa para ti —prosigue ella mientras se toca un pecho en un movimiento que intenta parecer espontáneo—. Importación germana. Pura malta negra, negra.

—Ponme a mí otra —indico ante la pasividad de mi compañero.

—Solo queda una y es para mi Marquitos. Pero me tienes que invitar a bailar, ¿recuerdas?

—Ya sabes que soy un patoso, Carmen. ¿Y qué diría tu novio de que andes con otros y te acuestes conmigo?

La niña suspira y pone gesto de disgusto.

—Lo nuestro es imposible, Marcos. Así no me vas a conquistar.

—¿Quién dice que quiera hacerlo? —digo.

Suspira.

—Una negra de importación y lo que me dé la gana, ¿no?

Fonsi asiente con la cabeza como un dispensador de caramelos Pez. Al marcharse, todas las pupilas heterosexuales del local se fijan en el tanga que se transparenta bajo los pantalones cortos. Algunos se distraen con las piernas, otros con el contoneo de los pechos, que incluso de espaldas asoman por los lados. Es posible que algunos aún no sepan ni qué cara tiene.

—¿Sabes lo que es el curare, Marc?

—Solo sé que tengo ganas de pillar a la Carmencita y…

—Te he dejado un informe sobre el escritorio. —Le obligo a girar la cara hacia mí—. A Cosme Trujillo lo envenenaron. El forense no puede ocultarlo, es demasiado obvio. Así que esa será tu nueva vía de investigación. Mañana estará la oficial, pero yo te he adelantado curro.

Fonsi tiene cientos de preguntas que hacerme, pero en ese momento una mano se coloca en su hombro. Su reacción de osito amoroso indica que cree que es la Carmencita. Es entonces cuando Roger Escudero abre la boca y se disipa la magia y la mirada de Marc se endurece, volviendo a su estado natural de nazi reprimido, de animal de presa, de asesino con placa.

—Muy buenas, señoritas. —Rog arrastra una silla de la mesa cercana y se sienta a nuestro costado—. ¿Habéis visto las tetas de la camarera?

—¿Qué coño haces aquí, picapleitos? —inquiere Fonsi.

—Y dale con lo de picapleitos…

—Es lo que eres.

—Cuánto daño hizo la educación pública.

—Le he llamado yo, Marc —confieso—. Escudero se está ocupando del asunto del Zorro.

—Y por cierto, tengo novedades.

Carmencita también trae novedades en forma de cerveza. Rog se queda blanco mirando sus curvas, sin saber dónde detener las pupilas y evitando estirar la mano. Fonsi observa la operación pasando del ángel con bandeja al periodista que ansía depilarla con la lengua.

—¿Qué te pongo, encanto? —Se dirige a Escudero con esa voz tan sensual que podría doblar películas porno para invidentes.

—Un… —gesticula con las manos sin dejar de mirarle el escote—. Un de estos… ya sabes…

Marc le mira con odio. Le golpea en la pierna por debajo de la mesa. Intervengo antes de que cometa un homicidio imprudente.

—Ponle un cubata con mucho hielo —sugiero—, a ver si se le pasa el calentón. Y cóbrate también, anda, que hoy me siento generoso.

La deleito con un billete de cincuenta euros pinzado entre el índice y el corazón, como si fuera un mago que acaba de adivinar la carta de la baraja. La chica pestañea desorientada ante este alarde de poderío económico, aunque puede que solo esté sorprendida por mi sonrisa vespertina. Por fin, agarra el papel y se marcha meneando las caderas, tal vez más rápida que en otras ocasiones.

—Estás de buen humor, compañero —se alegra Marc—. ¿A quién te has follado?

—Al recuerdo de Cosme Trujillo. —Y le guiño un ojo.

—Joder qué tetas… —Rog sigue en su planeta—. No conocía este garito, pero me voy a hacer asiduo.

—Ni te acerques, picapleitos —amenaza Fonsi.

—Lo malo son los parroquianos, pero haré un sacrificio.

—¿Qué nos traes, Rog? —pregunto.

—Ah, sí. Asunto Zorro. —Se inclina sobre la mesa para hablar en tono confidencial—. Les vamos a sangrar hasta la última perra gorda.

—¿Perra gorda? —Marc se remueve incómodo.

—Eso dice la vieja con la que vivo. Aún mide el dinero en perra gorda y perra chica. Parece que era una moneda de sus tiempos, allá por el Neolítico.

—El Zorro no tiene perras, Rog —digo—. Tiene pasta a mansalva. Se le sale por las putas orejas, joder. No le hará daño compartirla con el necesitado.

—¿Nosotros? —Escudero bebe de mi botellín sin pedir permiso.

—Nosotros —repito—. Y si nos jode, sabrá lo que es el infierno de la deshonra. La foto con Aurora saldrá en todos los medios, digitales y terrenales. Hasta la publicaré en otro mundo si es necesario.

—Avisaré a Zox para que prepare la nave espacial hacia Ganímedes. —Salta Fonsi, y se carcajea. Cuando se percata que nadie más va a seguirle la coña, recula—. Perdona, Antonio. Sigue.

—Bueno, el tema es que necesita un par de días para recaudar la pasta —continúa Rog—. Su representante, el del bigote de morsa, asegura que retirarlo todo de golpe puede llamar la atención de su contable, y por descontado, de su santa esposa.

—Huele a estratagema —murmuro.

—Lo sé, pero no saldrá de Alicante. Tiene varios compromisos los próximos días. Su agenda es apretada. Yo pasaré el cepillo de la Iglesia hasta que no le quede más. Luego ya veremos qué hacemos con las fotos.

—No. —Le pongo la mano en el hombro—. Eso sería arriesgarnos de más. Incluso si se raja y no suelta la tela, nos conformaremos con lo que tenemos y buscaremos a otro, ¿de acuerdo?

—Vaya, Antonio. —Marc está extrañado—. ¿Desde cuándo le haces asco al dinero?

—Desde que lo voy a tener —y brindo al cielo del local.

Carmencita se desliza como una víbora entre las mesas y deposita un whisky cola ante Roger y un puñado de billetes ante mí. Todos vamos a decirle un cumplido a la vez, porque a mujeres así hay que tratarlas como a diosas, pero ella se desmarca de nosotros. Antes de que ni siquiera podamos reaccionar, cuchichea algo al oído de Marc y le introduce un papel doblado en el bolsillo de la camisa. Durante la operación arrastra los dedos por su pectoral, sin disimulo, como si supiera el camino de tantas veces como lo ha tomado. Se aleja contoneándose, levitando sin tocar el suelo, pero nuestras miradas se centran en Fonsi.

Debería sacar una foto de su sonrisa bobalicona.

—Bueno, ¿qué? —pregunto.

—¿Qué? —contesta.

—¿Es su teléfono? —Salta Roger.

—A vosotros os lo voy a decir. —Extrae el papel, lo mira satisfecho y se lo guarda en un bolsillo interior.

—Bueno, supongo que ya lo contarás —digo.

—Por cierto, tengo título para mi novela. —Escudero toma un trago de su cubalibre—. Será un bombazo.

—¿Desde cuando estás escribiendo un libro? —Bebo de mi negra antes de que pierda toda la espuma.

—Desde que tengo título.

—¿Y?

—Pues que es cojonudo. ¿Estáis preparados? —Hace una pausa dramática, pero no reacciona ante nuestra apatía—. Ríos de Farlopa.

¿Ríos de Farlopa? —Marc sale de su ensoñación—. ¿Y de qué trata?

—¿Qué más da? —Rog le mira por encima del hombro—. ¿Acaso lo vas a leer?

—Lo abriré por la última página.

—Sí, no te vayas a cansar.

—Vamos —interrumpo—, que no tienes ni idea.

Roger resopla y mira al cielo. Después recupera la compostura perdida y explica:

—¿Y qué importa? Joder: Ríos de Farlopa. Será un best seller. ¿Qué más da el contenido? Con una portada graciosa, no sé, de una tía en bolas o algo así, fijo que se vende como churros. Incluso tengo el seudónimo perfecto: Steven King.

—Stephen King ya existe.

—No, nada de Stephen. Yo hablo de Steven King, el gran escritor de Ríos de Farlopa.

—No puedes empezar un libro si no sabes lo que vas a escribir —se burla Fonsi.

—Vale, a ver qué os parece: un atractivo periodista se ve inmerso en…

Los ruidos se intensifican hasta hacer ininteligible la diatriba oscilante de Rog. En ese momento entra por la puerta un tipo desgarbado. No es una aparición silenciosa. Se caga en todas nuestras putas madres, nos señala con el dedo, tira un par de copas y vacía otras cuatro. El pelo largo tiene restos de espagueti, como si se tratase de una peluca horrenda. La ropa rota, la piel amoratada de una paliza reciente. Su olor corporal se compone de ron regurgitado y vuelto a tragar para vomitarlo de nuevo. Así es el Profeta, el borracho vagabundo del barrio.

—Sois todos unos hijos de la gran puta —le dice a un compañero con su voz gangosa—. Tú… la palabra «hijoputa» se inventó para ti. —Arrastra las sílabas mientras la gente le ríe las gracias.

Un día apareció por la zona. Le detuvimos cientos de veces, casi todas por escándalo público, y ahora ha degenerado a demente, un trompa de casta meritando a cirrosis, todo un ejemplo para las nuevas generaciones. Le llamamos Profeta porque asegura ser capaz de adivinar el futuro.

—Tu mujer te pone los cuernos. —Señala con el dedo, pero le tiembla tanto el pulso que nadie sabe a quién se refiere—. Mañana la verás a cuatro patas con el despertador entre las piernas. Y sonará la alarma vibradora cada minuto y lamentarás el día que te perdiste el episodio de Barrio Sésamo en el que Coco te enseñaba a vibrar con la polla.

Se rasca el pelo y se arranca un puñado de espagueti. Los mira, extrañado, hasta recuerda qué hacían allí y parece complacido. Se los echa a la boca y los mastica con fruición. Entonces nos ve. Se acerca con pasos torcidos, mascullando insultos básicos.

—Tú… pedazo de cabrón —me dice—. Tú no eres más que un hijo de puta… eres la perfección de un hijo de puta…

—Largo de aquí, payaso.

—Proserpina se empalma cuando ve entrar al Profeta. Las ladillas me hacen cosquillas en el culo y beben de mi sangre con gonorrea. —Se concentra, o lo que es lo mismo, arruga la cara y cierra los ojos—. Y tu mujer se folla a medio Alicante. Tu futuro está escrito.

—Eso es mi presente, Profeta —bromeo.

—¡Silencio! —chilla, y es como si rascases una pizarra con las uñas—. Ella se marchará para chupar pollas a pares, kilómetros de pollas pasarán por su garganta con el bálsamo blanco de la leche sifilítica aliñada con betún. Te quedarás con un perro mugriento con diarrea y le tendrás que limpiar el culo a lametones.

Al llegar al final de la historia, los parroquianos aguantan una risa floja. Todos saben de mi apodo, Mierda de Perro, y necesitan que un borracho ponga en su boca lo que piensan.

Me incorporo. Aprieto los nudillos. El primero va directo al estómago y consigue que escupa los espagueti que había tragado. No le dejo que se encorve lo suficiente cuando le devuelvo un gancho de izquierda que lo deja inconsciente en el suelo.

Escucho voces. A estos imbéciles les cae bien el Profeta. Les resulta gracioso. Ahora se ha llevado un par de hostias. Que se jodan.

—¡Que os jodan! —grito—. Vamos, reíros ahora de las gracias de este despojo. Llamadme Mierda de Perro si hay cojones.

—Vamos, Antonio —me tranquiliza Marc—. Mejor nos vamos.

El PP está en silencio. La gente niega con la cabeza. El Profeta se retuerce en el suelo. El pobre saco de huesos ni siquiera ha podido perder el conocimiento.

—Sí, larguémonos.

Nos marchamos rodeados de las miradas reprobatorias. Imbéciles. Algún día os demostraré de lo que soy capaz. Y puede que empiece esta noche.

21:09

Como un par de butroneros. Marc y yo entramos en General Polavieja armados con dos enormes martillos pilones. Podríamos agujerear la Gran Muralla China con ellos, pero nuestro objetivo es más singular.

Ascendemos en silencio, sin encender las luces. En un hombro porto una bolsa de deportes que aún conserva la etiqueta de la tienda. No es muy tarde, pero ningún vecino se asoma a la escalera. La puerta de la difunta familia Moscardó sigue precintada. En el piso de arriba, Graciela Vilmes se deleita con los gritos del presentador de las noticias.

Los goznes del segundo B continúan desencajados. El interior aún apesta. Esta es nuestra segunda oportunidad. Los trenes no pasan dos veces, pero esta vez el destino ha querido que haya una excepción en forma de puerta tapiada. Una habitación fantasma, un paraíso encerrado en una infravivienda, la luz al final del túnel.

Siempre ha habido castas, y en la Policía Nacional es más evidente aún. Por eso aguanto la linterna mientras Fonsi se prepara con un martillo. Con cuidado, se quita la chaqueta y la camisa, dejando el torso desnudo. Duda sobre el lugar más apropiado para dejar la ropa, y al final opta por mi brazo. Se enfunda unos guantes de trabajo y comprueba que el pilón esté equilibrado. Después espera mi orden. Me hago de rogar, aunque no tiene sentido. El ruido se escuchará desde el otro lado de la calle, pero siempre está el peligro de que te sorprendan. Tengo la adrenalina alta, y conociendo a mi compañero, él también.

Asiento y Marc comienza con la serenata de martillazos. Las paredes retumban y el polvo se cruza en el haz de la linterna. Miro el reloj. No son ni las nueve y media. Es lo bastante temprano como para que nadie sospeche al oír ruidos en el piso y lo bastante tarde como para que se haya puesto el sol y las aceras estén despobladas. Las personas de bien hace rato que regresaron del trabajo. Las tiendas están cerradas, los restaurantes llenos y los taxistas bostezan ante una ciudad que cambia de ritmo.

Esquirlas de ladrillo anaranjado saltan en todas direcciones. El acero forjado no tarda en incrustarse del todo en la pared. Cuando Marc tira del mango hacia atrás arranca bloques de cuajo. El interior está fresco y seco, la utopía de cualquier farmacéutico. Le pido que pare y me asomo por el agujero. Aún es demasiado pequeño para entrar, pero se puede mirar a través de él. Y como si de una ventana a otro mundo se tratase, vislumbro una mesa llena de papeles, archivadores de hierro arrinconados en las esquinas y varias bolsas de cuero.

Es mi puto día de suerte.

Fonsi le arrea con más ganas. El crujir de los ladrillos al agrietarse se mezcla con la lluvia de cascotes que salpican el interior. En apenas unos minutos ha formado un montón de graba y desperdicios. Arrastra el martillo contra ellos y los esparce y sigue y sigue y sigue. El boquete se ensancha en cuestión de segundos.

Y, al fin, silencio.

El resuello de mi compañero es comparable al de un atleta de triatlón. Se restriega el sudor con el antebrazo y se quita los guantes. Le devuelvo la ropa y sin pensarlo dos veces entro a la cámara del tesoro.

La runa cruje bajo mis suelas. La luz de la linterna choca contra el polvo. Hay papeles amarillentos por todas partes. Los estudio por encima: cifras, datos, albaranes, facturas. Encuentro dos libros contables sobre la mesa. Abro uno de los archivadores. Carpetas etiquetadas con apellidos que no me dicen nada. Escojo una al azar. Datos clínicos de mujeres embarazadas, fechas, diagnósticos. El contenido de los demás cajones es similar.

Las bolsas de cuero yacen muertas en el suelo cubiertas por una fina capa de polvo y mugre. Son maletines flexibles sin combinación, con un par de asas que se acoplan entre sí. Abro uno esperando ver el brillo cegador del oro, como en las viejas películas de aventuras, pero me recibe un olor a rancio. Es como si alguien hubiera vomitado en su interior para sellarlo después. Apunto con la linterna. Dentro hallo herramientas que no reconozco. Le doy la vuelta a la bolsa y desparramo sus tripas por el suelo. Las vísceras resultan ser gubias, bisturís, material de dentista, pinzas metálicas y gasas oscuras.

Siento la presión en el pecho. De nuevo la presión en el pecho.

Repito la operación con la otra bolsa. Esta vez caen frascos de cristal. Algunos se desintegran en mil pedazos, desparramando líquidos, salpicando las paredes. Pateo el contenido. Nada.

Te la han jugado, Antonio Ramos, poli de mierda. Cosme Trujillo te la ha vuelto a meter por el culo.

Empujo los archivadores hasta derribarlos, pero tras ellos no hay nada. Arranco los cajones y palpo el interior en busca de falsos fondos. Enfoco al techo, hago sonar mis pasos en busca de una loseta suelta, muevo la mesa, me llevo las manos a la cabeza.

Nada.

El dinero estaba en el pasado, envuelto en plástico negro. El mejor sitio para esconder algo es a simple vista, y Cosme Trujillo se lo tomó al pie de la letra. ¿Quién iba a mirar entre toda la escoria que coleccionaba?

—Vamos, Antonio —susurra mi compañero, como si de repente hacer ruido estuviera prohibido—. Salgamos de aquí.

Tiene razón. Echo una última ojeada a la estancia en busca de algo. Mi desesperación no encuentra recompensa. Abandono la guarida del ogro y bajo por las escaleras. Graciela Vilmes ha reaccionado a los martillazos subiendo el volumen del televisor. Cuando regreso a la calle descubro que estoy cubierto de polvo. Enciendo un cigarrillo y fumo pausadamente, sin prisa, dejando que el humo escape de los pulmones a su ritmo, oscilando a la deriva de mi interior.

Marc aparece al cabo de cinco minutos. Va tan sucio como yo. Porta los dos martillos y la bolsa de deporte. Los guantes asoman descarados de los bolsillos del pantalón.

—Gracias por la ayuda, compañero —se burla—. Después de abrir un puto agujero, estaba deseando cargar con las herramientas yo solo. Joder, ¿y cómo vamos a justificar ese boquete en la pared?

—¿Por qué nos sucede esto, Fonsi?

Guarda los bártulos en el maletero y lo cierra de un portazo.

—Lo mejor es olvidarlo. Ese dinero nunca existió. No estuvimos aquí. Sigamos como hasta ahora, con trabajitos por nuestra cuenta, y ya está. Yo no necesito mucho dinero para sobrevivir.

Yo sí. Yo necesito dinero para escapar. Escapar de mí, de un trabajo anodino que me cansa y me quema y me impide soñar y hasta respirar. Escapar de una rutina tediosa, rodeado de gentuza, criminales, drogadictos y putas. Necesito escapar de la sordidez de mi familia, con una mujer que nunca me quiso y unos hijos a los que no conozco. En esas bolsas no había billetes: se encontraba mi felicidad perdida.

—Necesito desahogarme. —La brasa está tan cerca de los dedos que siento como la piel se cuartea—. ¿Aún tienes el regalo de tu hermana?

Marc sonríe de par en par. Se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y en un movimiento sin duda ensayado extrae el puño de hierro montado sobre los nudillos.

—¿Bailamos con los yonquis?

—No —lanzo la colilla contra la fachada de General Polavieja—. Conozco el sitio perfecto.

—Tú conduces.

22:53

La casa está pegada a la playa. Es uno de esos edificios antiguos que la Ley de Costas no tardará en derruir. Un muro de reciente construcción aísla lo que en otro momento fue una triste caseta de pescadores hoy reformada en un chalé de tres plantas y sótano.

Detengo el coche ante las rejas de la entrada y no apago las luces. En el interior hay gente tirada en hamacas observando el cielo. Los focos alógenos parece que estropean su velada de astronomía.

Dejo el motor en marcha y bajamos. La puerta está cerrada. Toco al timbre. Nadie se mueve.

—¿Estás seguro de que esto es buena idea? —murmura Marc a mi espalda.

—Eras tú el que querías probar tu juguete.

—Una cosa son yonquis, pero esta gente…

—Esta gente también son adictos.

—¿A qué?

—A la estupidez estandarizada.

Vuelvo a pulsar el botón. Los llamo a gritos. Por fin se aproximan unos tipos. Son bastante grandes y tienen una mirada lúcida. Ambos visten como si acabaran de salir de un colegio de curas, con un pantalón gris de tela y el cuello de la camisa incrustado bajo el jersey.

—¿Qué desean? —pregunta uno.

—¿Es aquí donde chupan las pollas? Venimos a inscribirnos.

Se miran entre sí. Dos gorilas en una niebla creada por ellos mismos.

—Me temo que se han equivocado —contesta el otro—. Esto es una propiedad privada. Les ruego que se marchen.

—Venga ya. ¿Ni una triste mamada?

—Oigan, váyanse, ¿de acuerdo?

—Abrid la puta puerta y lo discutimos —se arranca Fonsi.

—Vamos a llamar a la policía.

Estiro el brazo a través de la reja y engancho al imbécil de la solapa de la camisa. Tiro con fuerza hacia mí y choca contra la puerta. Su nariz queda aplastada, pero antes de que pueda reaccionar la termino de partir con un derechazo. El otro energúmeno no sabe qué hacer, si ayudar a su compinche o pedir ayuda. Al final opta por la segunda opción.

Marc me ayuda a sujetar al idiota.

—Abre la puerta —le vocea.

—Te reventamos aquí mismo. Por mis cojones que te crujimos.

Fonsi le golpea con el puño americano. Los dientes ceden y saltan. La sangre se mezcla con la saliva. Al fondo se escuchan gritos.

Le registro los bolsillos y extraigo un pequeño llavero con forma de media luna. En un extremo hay un mando a distancia con un único botón. Cuando el gorila intenta agarrarme de la muñeca sé que he acertado. Al pulsar el interruptor se escucha un chasquido eléctrico y la puerta comienza a desplazarse hacia un costado.

Entramos.

La gente se levanta de sus hamacas y se aleja de nuestro paso. Las mujeres nos miran con miedo. Los hombres tratan de poner calma.

—No pueden estar aquí —dicen—. Márchense.

—¿Dónde está el dueño de la casa? —vocifero—. Que dé la cara.

El gorila que había huido reaparece con tres más. Fonsi sale a su encuentro.

—Quietas, señoritas —los encara.

—¡Es propiedad privada! —grita Kong—. ¡Propiedad privada!

—Pues que salga el propietario a echarnos.

Uno se intenta pasar de listo y Marc le revienta el tabique nasal de un puñetazo seco. El crujido reverbera por encima del rumor marino. Los otros se intimidan y dan un paso atrás. Me acerco a una chica joven que sostiene un niño en brazos.

—¿Dónde coño está? —pregunto.

—Por favor, váyanse.

La agarro de la cara, la obligo a mirarme.

—Que dónde hostias está tu dueño.

—Voy a llamar a la policía —dice el más listo de la clase.

Entonces los suspiros y los cuchicheos cesan de golpe y una voz resuena con acento argentino por encima de los demás.

—No hará falta: ellos son la policía.

No necesitamos presentaciones. Es un individuo delgado con aire prepotente, de mi edad, y algo más alto. Viste un uniforme idéntico al resto, con pantalones de tela, jersey a juego y una camisa interior. Es feo como un tejón y no huele mucho mejor. Su rostro es asimétrico, con la cara torcida y la boca demasiado pequeña. Aún así, sonríe y muestra una fila de dientes irregulares. Necesita una ortodoncia urgente, y estoy dispuesto a proporcionársela.

—Hola, inspector Ramos —dice el mamón desde el umbral de la puerta—. Creo que no nos conocemos. ¿Puedo salir a hablar con usted?

—Si cruzas esa puerta te parto la cara, Zox.

El líder sectario siente la mirada de sus fieles. Veremos si su fe es tan grande como mi mala folla.

—Sé que está irritado conmigo, pero las cosas son así, sucedieron así.

—Sin duda, mi mujer tiene toda la culpa —contesto mientras camino—. Cree que fue designio divino, una revelación que entrara en tu puta organización. Nadie le puso una pistola en la cabeza, nadie la obligó. La muy puerca ha decidido algo por primera vez en su vida.

Zox no mueve ni un dedo.

—Entonces, si estamos de acuerdo, ¿a qué viene tanta hostilidad?

—Viene a que Beatriz es una mujer incapaz de decidir por sí misma. ¿Sabes cómo escoge la ropa que se pone cada día? Mira el reloj, y si la hora acaba en ocho, busca algo en la percha ocho y lo combina como puede. Por eso te resultó tan fácil llenarle la cabeza de mariconadas religiosas.

—Hay mucha ira en ti, amigo mío.

—La misma que te has ocupado de aplacar en esta gente. No hay nada más triste que te quiten la libertad de decidir lo que está bien y lo que está mal.

—Legalmente, están aquí porque quieren.

—Legalmente, me has tocado los cojones.

Niega con la cabeza, muy despacio, como si temiera abanicarme con su enorme nariz de tejón.

—Deberías tener a Zox en tu interior —dice con pena sincera.

Las palabras mágicas. Algo salta dentro de mí. No me domino.

El primero le impacta en el cuello. Se queda sin respiración y se acuclilla. Le reviento la boca con un rodillazo y cae de espaldas al suelo. Desenfundo la pistola y se la pongo entre las cejas. Me observa con terror, intenta hablar, pero tiene la tráquea hundida. Estoy tentado de apretar y terminar con toda esta mierda, con mi familia, con este mamón, con Cosme Trujillo y sus millones escondidos, con la zorra de Pilar Hurtado que me trata como a un gilipollas después de haberle chupado el coño. Pero no disparo. Le reviento la boca con la culata de la Star. Siento los dientes agrietándose bajo mi puño, la sangre salpicando mi camisa. Pero sigo golpeando. Le golpeo una y otra vez, una y otra vez, y de nuevo vuelta a empezar. Solo quiero que desaparezca, que se marche el dolor y el miedo y la angustia.

Escucho gritos a mi espalda. Fonsi retiene a toda la secta solo con amenazas. Registro a Zox y encuentro una cartera. Es argentino y se llama Ramiro. Ver para creer.

—¿No puedes tener un nombre más feo, cabrón? ¿Ramiro el Tejón?

Zox escupe, gorgojea, vomita trozos de dientes y masculla:

—Deberías tener… a Dios… en tu interior.

Y me siento flotar. Mi mano se levanta sola y apunta a su frente. Deslizo el percutor y calzo una bala en la recámara. Algo me detiene en el momento que aprieto el gatillo y la bala se desvía medio metro. Me giro para asesinar a lo que haya y me encuentro con la mirada asustada de Marc.

—Ya basta, Antonio —me implora—. Lo vas a matar.

Miro a Ramiro/Zox. Sus dientes yacen desparramados en un charco de sangre, los ojos morados, la cara hinchada.

—Tenemos que largarnos —Fons tira de mí y me arrastra de vuelta al coche.

En algún momento pierdo la cartera de Ramiro. Sus iguales me observan apenados, como si hubiera cometido la mayor de las atrocidades. Al llegar al coche los alógenos me muestran unas manos rojas, las manos de un asesino. Marc me sienta en el coche y se coloca tras el volante. No recuerdo haber dejado el motor encendido, pero salimos a toda prisa.

—¿Pero qué coño ha sido eso, Toni? —resopla como un miura—. Casi matas a ese desgraciado. Como se le ocurra querellarse tenemos las de perder.

—Era nuestro…

—No tenía ni media hostia. ¿Para qué sacas el hierro?

—No… el dinero. —No sé en qué momento he empezado a llorar—. Toda esa pasta nos pertenece y la hemos perdido.

—Olvida el dinero, ¿quieres? Nunca lo vamos a recuperar.

Conducimos en silencio un rato. La playa en invierno es un cementerio.

—Debemos hacerlo —digo por fin.

—¿El qué?

—Debemos robar la pasta.

No me escucha.

—Deje de decir tonterías, inspector.

Pero la decisión ya está tomada.

—Vamos a atracar el furgón de pruebas y a recuperar lo que nos pertenece por derecho. Lo vamos a hacer, Marc. Tú y yo. Lo vamos a hacer.