MARTES, 21 DE OCTUBRE

4:57

Marc está puntual en Luceros. Tiene más ojeras que yo. Sé que ha follado esta noche, pero no me quiere contar con quién. En vez de eso me enseña el regalo de cumpleaños que le ha enviado su hermana de Barcelona.

—Un puño americano, Antonio —comenta colocándose tras el volante—. Tío, como en las películas.

—Guarda eso y arranca. Vamos a entrar en contacto con la mafia. Nos van a negar todo y van a jurar por Stalin que son santos por la Iglesia Ortodoxa. Pero como te vean entrar con ese hierro en las manos, lo mismo nos fusilan.

—Venga, hombre. ¿Qué quieres? ¿Qué nos metamos en ese agujero sin armas?

—Eso mismo. Vamos a hablar como gente normal. El Martínez va detrás de ellos y tampoco queremos joderle la operación. Solo necesitamos ver de qué pie cojean.

—Bueno, pues yo quiero probarlo.

—Ya tendrás oportunidad.

Sonríe con malicia, cómplice.

—Oye, ¿por qué no paramos donde los drogatas?

—¿Tú te escuchas? ¿Quieres darle una paliza a un yonqui con tu puño americano?

—Joder, para algo lo he traído.

—Eres como un crío con un juguete nuevo.

—Vamos, Antonio…

—¡Que no, coño! Tenemos trabajo que hacer.

Nos saltamos los semáforos de Alfonso x y subimos por la cuesta de Jaume II hasta Vázquez de Mella. Nos cruzamos con un camión de basura. La calle está desierta salvo un utilitario que espera paciente a que se ponga el disco verde. A un lado, un borracho mea en un portal.

—No me jodas… —murmura Fons.

—Ni se te ocurra.

Antes de que termine la frase ya se ha bajado del coche y se dirige hacia el pobre diablo. Apenas puedo ser mero testigo del espectáculo venidero. El desgraciado se guarda el aparato con prisas y se orina la pernera. Marc le saca una cabeza, espera paciente a que le dé explicaciones, y después llega el golpe. El tipo cae redondo, inconsciente y con la mandíbula desencajada. El coche de delante, único espectador, se salta el semáforo y sale a escape. Fons regresa. No hablamos durante el resto del camino.

5:33

Los Organov no aparecen. Eso significa que no van a venir o que ya están dentro. Marc regresa de inspeccionar el aparcamiento.

—Hay un Hammer enorme al otro lado.

—Se nos han adelantado.

—¿Qué hacemos?

Las luces de neón parpadean en la negritud de la noche. El Purgatorio tiene fachada nueva, más cálida, pero custodiada por gorilas clónicos al resto de tugurios. Una diablesa se enrosca en el cartel luminoso chupando lascivamente un tridente. Un dibujo infantiloide para rebajar la tensión de un establecimiento donde reina la sordidez, las putas usadas diez veces por hora, y la droga apelmazada entre las letras de las tarjetas de crédito.

—Vamos a entrar —digo.

—Esos cabrones deben de estar hasta las cejas de todo. No lo veo claro, Antonio.

—¿Ya no tienes ganas de usar tu puño de hierro? Tú quédate detrás de mí y no abras la boca.

Pongo pie a tierra y enciendo un cigarro que hace tiempo me gané. La brasa brilla en la oscuridad indicando mi posición, algo que ahora me la suda. Avanzamos con paso seguro hacia la entrada. Un gigante estepario con gafas de sol y pinganillo desenchufado en la oreja nos detiene con aburrimiento.

—Estar cerrado —informa.

—Una copa y nos vamos.

Parece bastarle. El lobo bosteza y permanece en su sitio.

El interior también está reformado. Un recibidor con guardarropa es lo primero que encontramos, regentado por una abuela por la que cientos de enamorados mataron en otros tiempos. Dejo la chaqueta con disimulo, pero Fons se niega. Ha traído el arma, no hay duda.

Tras una cortina con estampado indefinido se accede al prostíbulo. Esclavas sexuales nórdicas semiocultas entre la penumbra artificial, puteros profesionales haciendo caso omiso de las chicas más feas a la espera de que la reina de la función baje del piso de arriba. Un par de fulanas nos regalan una sonrisa cínica y nos acarician el paquete con la mirada. El contraste entre la clientela abrigada y las chicas con biquini le da un toque irreal al que no termino de acostumbrarme. Es como pasar a un mundo nuevo, de bombillas teñidas de rojo, de actrices malas y semidesnudas, de feromonas mezcladas con alcohol en igualdad de proporciones. A través del espejo, Alicia también se abría de piernas.

Han colocado un separador de madera entre la barra y los reservados. Una puta baila sin ganas agarrada a una barra metálica mientras se quita el último liguero. Es joven, pero avejentada, con las costillas marcándose entre las estrías de sus grávidos pechos. El excesivo maquillaje no consigue apagar el hastío que empaña su alma.

Los espectadores aplauden desganados cuando termina el esperpento y apuran las copas. La música estridente desaparece y esa gente anónima y errante se disuelve en sí misma resignándose a la idea de volver a ningún sitio. Más al fondo, emergiendo de los cubículos, varias voces rusas reverberan entremezcladas. Indico a Marc que seguimos y responde con un cabeceo.

Los Organov parecen haber menguado. Uno sigue igual de gordo que en la foto, pero el otro está delgado pese a conservar el grosor de los brazos. Están acompañados por un par de tipos de mirada dilatada que juegan a las cartas ajenos al ruido mundano. Una adolescente anoréxica muestra una encía de caballo cada vez que se ríe. Sobre la mesa descansa un espejo cuarteado de fino polvo blanco flanqueado por copas de vodka. Los siberianos no parecen molestarse por nuestra presencia.

—Bebidas en barra, amigo —dice uno.

—Queremos hablar con vosotros, Igor.

Las risas cesan. Los rostros relajados se contraen en una mueca taleguera, de muro infranqueable. Sus pupilas van de Marc a mí, y después de nuevo a Marc.

—Policía —murmura de nuevo—. Yo soy Iván. ¿Qué querer, tavarish?

—Veo que os va bien. —Acerco una silla a su lado y me siento—. Esto antes era un antro. Te podías tirar tanto a una mujer como a su perro.

—Pero mujer morder más que perro, ¿da? Rusos tener distinta idea que colombianos. Chicas en Seguridad Social. Contrato de camarera.

—Y lo que hagan en sus ratos libres, como acostarse con los parroquianos, es cosa suya y no sabéis nada.

—¿Parroquianos? —pregunta Igor.

Da. Chicas libres. Todo en regla.

—Nelson Chávez —digo.

No reaccionan. Apuesto a que si apareciese una jirafa con cuatro cabezas por la puerta, tampoco se sorprenderían.

—No conocer ningún Chávez —contesta Igor, el gordo.

Iván dice algo en ruso y el otro le responde. Apenas dura tres segundos.

—Perdonar a koll Igor. No hablar muy bien idioma. Querer decir que hace tiempo no vemos a Nelson Chávez.

—No por aquí —dice otro.

—Mejor… —susurra la puta.

Chert! —grita Iván—. Él chico de los recados. No verlo desde hace días. Organov rezan para no pasar nada pobre Nelson.

Marc hace chasquear los nudillos. Yo apago el cigarro en el suelo. Los rusos no están demasiado borrachos, y el tal Iván parece sensato, lo cual le hace también más peligroso. Decido jugármela.

—Os voy a ser sincero —explico—. ¿Sabéis lo que significa esa palabra? Quiero decir que os voy a contar la verdad, sin mentiras ni hostias, y espero lo mismo de vosotros.

El silencio ensalza más la estupidez de sus miradas bovinas.

—Bien —continúo—. No estamos aquí para revisar los contratos de mierda de vuestras chicas. Ni siquiera queremos un soborno. Estamos investigando la desaparición de Nelson Chávez. Sabemos que trabajaba pasando droga para vosotros, así que contad todo lo que sepáis o terminamos esta conversación en la comisaría.

Nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera se remueven. Los tipos de las cartas siguen jugando como si nada. Igor le palmea el culo a la chica y esta se dirige a la barra. Le indican a Fons el sitio vacío.

—No nos vamos a quedar mucho tiempo —me adelanto.

—Claro, tavarish. —Iván entrecruza los dedos—. Pero acepta trago vodka.

—Puro Moscú —aclara Igor—. No venderse en Alicante.

Llenan varios vasos de chupito y nos los acercan. Es un paso adelante, pero quizá en falso. Nos tratan como a invitados, y rechazar la copa sería una ofensa. Pero también puede ser la primera de muchas. Apuro mi vaso de un trago y lo agarro fuerte en el puño, impidiendo que lo recuperen. Marc me copia.

—Hermanos Organov siempre igual —dice Iván—. Hace pocos años, insultarnos llamándonos asesinos. Ivan e Igor ciudadanos respetables que ganan la vida con trabajo y sudor.

—Sudor de las putas —interviene Marc.

Los rusos se ríen a carcajadas.

—Tu perro sabe ladrar —se burla Igor.

Da, sudor de otros —continúa el hermano flaco—. Igual que todos millonarios listos.

—Has dicho que os acusaron de asesinato hace un tiempo —interrumpo—. ¿Quién ha dicho que Chávez ha muerto?

—Nadie. —La jovialidad de depredador desaparece del rostro de Iván—. Pero si solo ha desaparecido policía habría enviado uniformados. Tú de asesinatos, ¿da?

No me gusta hablar con nadie que se crea más listo que yo, y mucho menos que lo sea.

—Nelson trabaja para nosotros —continúa Iván—. Él trapichear… ¿se dice así? Trapichear con droga. Distribuir entre juventud.

El hermano gordo se encabrona y se pone a gritar en comunista. El otro le planta cara y discuten un rato. Al final, Igor golpea la mesa con fuerza y se vuelve a sentar.

—Perdonar a koll Igor —se disculpa Iván—. Creer que policía España actúa igual que rusa. Yo cuando hablo de droga, no droga nuestra, claro. Es droga de Chávez. Él trabaja para nosotros como chico recados, ¿da?

Guiña un ojo de forma esperpéntica. Produce un sonido como de chicle al masticarse.

—Está bien. La droga no era vuestra. Sois angelitos bíblicos.

—Chávez desaparece hace varios días. No sabemos nada de él.

Me pongo en pie y el resto de rusos me imita. Marc se interpone entre nosotros, pero lo aparto de un empujón. El gorila de la puerta aparece acompañado de la puta adolescente de antes.

—No me jodas, Iván —le advierto—. Dame algo con lo que empezar o tendré que registrar esta casa de putas de arriba abajo. Quiero resolver esto antes de que amanezca, ¿me captas? Y me da igual enchironar a quince rusos que a un mendigo de la calle, pero necesito que me ayudes, Iván. Un nombre, joder.

El ruso se rasca la barba. Igor continúa gritando en su ruidoso idioma. Fons vigila de reojo al portero. Los de las cartas siguen en su mundo.

—Nelson tiene amigo —dice Iván por fin—. Un chapero en aseos estación de autobuses. Dicen que tiene culo tan roto que come de pie.

—El nombre, Iván.

—Chávez llamarlo Chopito, ¿da? Chopito García.

Chopito el Chapero, muy propio.

—Tú busca en estación autobús. Él masturbar ancianos.

Tavarish Iván —respondo—. Voy a comprobar lo del tal Chopito, y después decidiré qué hacer. Y por tu bien espero que no mientas. De verdad que lo espero.

El ruso sonríe. Genaro tenía razón: son unos cabrones de cuidado.

—Suerte, policía. Chávez era buen tipo.

Le doy la espalda sin despedirme y aparto al portero antes de salir. No hace falta que me gire para saber que Marc está acariciando su puño americano. Cruzamos todo el salón de putas y alcanzamos la calle. Aún no ha amanecido, pero el aire huele distinto. Fons arranca el coche y salimos de allí con la certeza de que esos rusos mienten más que hablan.

7:03

—¿Qué opinas, Antonio?

Estamos en el restaurante del Meliá. He olvidado la chaqueta en el prostíbulo y a cambio he traído un vaso de chupito. Es entonces cuándo me he percatado de los nervios que me oprimen el estómago.

—Hay dos opciones —digo—. La primera es que los rusos hayan dicho la verdad, así que nos toca encontrar a Chopito García. Y tenemos que hacerlo pronto, no vaya a ser que también le ocurra algo.

—¿Y la segunda?

Una chavala trae dos cafés con tostadas y los abandona en la mesa. Fons se tira sobre la comida como un animal hambriento. Agito un sobre de azúcar entre los dedos.

—La otra opción es que los rusos nos hayan vendido humo y hayan sido ellos los que liquidaron a Nelson Chávez. De ser así, ya podemos cerrar el caso, porque no encontraremos pruebas en la vida.

—Puede que se pongan nerviosos. Nuestra visita los ha pillado por sorpresa. ¿Viste cómo me miraba el gordo? Ese cabrón me temía. Yo creo que la van a cagar y el Martínez se les va a tirar al cuello al menor descuido.

—Eres joven, Marc, y aún te queda mucho por aprender. A esos rusos cabrones se la pela, y si van a reaccionar de alguna manera será mandando a unos sicarios a hacer su trabajo. Son mafia, amigo, no se ponen nerviosos.

La gente bulle en el hotel a esta hora de la mañana. Algún viaje organizado de turistas anglosajones acapara el comedor privado mientras el guía les insta a que se den prisa en digerir el yogur con mermelada. Varios guiris se acumulan ante la plancha donde un pobre chef con legañas se afana en freír huevos que le quitan de las manos. Una marabunta de animales extranjeros, ansiosos por disfrutar de nuestra comida, costas y mujeres y, menos mal, gastar su dinero.

Por la puerta veo entrar a una rata con cazadora y objetivo telescópico. Roger Escudero nos localiza y se arrima a nuestra mesa.

—Vaya, vaya… el mejor sabueso de la ciudad en mi hotel preferido. ¿Qué te parece? ¿No estarás intentando robarme el trabajo?

—Es una parada táctica, Rog. —Nos estrechamos la mano—. Me han dicho que por aquí para el Zorro. ¿Es cierto?

—Tan cierto como que los políticos roban a dos manos. Lo llevo siguiendo casi tres días.

Roger trabaja vendiendo mierda a editores sin escrúpulos que consideran asimismo mierda a sus propios lectores. El año pasado sacó una buena tajada cuando pilló a cierto exedil popular cascándosela a un pollino en un picadero mallorquín. Por desgracia para él, fue otro quién descubrió que, además de eso, pagaba la cocaína y los servicios sexuales masculinos con la tarjeta del Ayuntamiento. Las fotos de alto contenido pornográfico no eran del agrado de todos los paladares. Por suerte, pudo venderlas a la familia para que nunca salieran a la luz pública. Nada más se volvió a saber ni del burro ni del mamporrero, pero Rog cuenta siempre la misma anécdota con el mismo tono melancólico.

—¿Cómo lo llevas, Fonsi? —saluda.

—No tan bien como tú, mariconazo.

—¿Y qué me cuentas, Ramos? —Me palmea la espalda—. ¿Para qué quieres ver al Zorro? No habrá pedido protección a la policía, ¿verdad? De momento solo le he hecho cuatro fotos sin sustancia. Si no le pillo cagando mientras hace el pino, no tengo nada.

—Es una parada en boxes antes de pasarnos por la estación de autobuses.

—¿Qué hay allí?

—Un chapero que se va a llevar cuatro hostias —indica Marc, apurando su taza.

—Sí, bueno, pero a mi niña le gusta el Zorro —explico—. Voy a ver si me firma un autógrafo y la tengo un poco más contenta.

—¿Malos rollos en casa, Ramos?

—Joder, Rog. Para un poco, ¿quieres? Siempre estás con la caña a punto, a ver qué sacas.

—Sí, lo siento. Llevo dos días durmiendo en el coche y meando en una botella, que por cierto debería tirar ya.

—¿Y por qué no lo haces?

—Me he apostado a mí mismo que puedo llenarla hasta arriba.

Roger es un adicto a las apuestas. Siempre se juega cosas que no puede pagar y luego viene a pedir ayuda a las altas instancias. No me extraña que no le dure el dinero.

—Eso es asqueroso.

—No, lo asqueroso es lo que te voy a contar ahora.

—Estamos desayunando, picapleitos —informa Marc.

—Esos son los abogados. Los periodistas tenemos otros motes.

—¿Ah, sí? ¿Cómo os llaman?

—Pues… periodistas, claro.

—Tú no llegas ni a paparazzi, Rog —apunto.

—No jodas, Ramos, que me disperso. Os iba a contar un cotilleo cojonudo de mi casera.

—¿Pero no has dicho que dormías en el coche?

—Eso es mientras curro. En algún lugar tendré que estar empadronado, ¿no?

—A ver, cuenta.

—Bueno, el tema es que una vieja que alquila habitaciones a estudiantes, de forma excepcional dada mi simpatía sin par, me ha hecho un hueco. Es una abuela de casi ochenta años, pero hay una empollona de inglés en el otro cuarto que tiene un polvazo.

—Las pajas para tu casa, Escudero —se burla Fons.

—Sí, cierto. El caso es que esa abuelita angelical me contó cómo fue su noche de bodas. Al parecer, allá en el Neolítico, sus amigos le putearon la noche de bodas al meter quince pollos vivos en su casa y se la dejaron hecha un asco.

—¿Por qué hicieron eso?

—Al parecer querían contratar a una vieja para que les cantara saetas toda la noche bajo el balcón, ya sabes, para que los animase a follar. El caso es que no la encontraron y al final optaron por la putada del gallinero.

—Muy asqueroso, sí —se ríe Fonsi.

—Lo brutal viene ahora. El recién marido, un hombre poca cosa, no sabía qué hacer, por lo que ella, con dos cojones bien puestos, empezó a desnucar pollos con sus manos desnudas. Sin quitarse el traje el bodas. Así, a pelo.

—Ya, pues si hace eso con los pollos, qué hará con las pollas —añado.

—¡Dios, vivo con una genocida…!

Voy a sugerirle que duerma con un collar de pinchos cuando veo al Gran Hombre aparecer de lejos. Rog se da cuenta y señala con disimulo. El Zorro emerge oculto tras unas gafas de sol de tamaño industrial y envainado en un abrigo largo. La superestrella hispana de Hollywood confía en pasar desapercibido, pero va vestido precisamente como alguien que intenta no llamar la atención y acapara todas las miradas. Le acompañan dos tipos trajeados que arrastran gruesos portapapeles y le hablan sin demasiada convicción.

—Ese es el Zorro —confirma Escudero—. Apuesto a que lo esperabas más alto.

—¿Y los otros capullos?

—Ni idea. Van juntos a todas partes, como siameses. Supongo que el del bigote es su guardaespaldas o algo así, y el otro será el productor o el secretario.

—Te creía más informado —observa Fons.

—Eh, chaval, que soy el cabrón más informado de todo Alicante. He untado a un par de la recepción y a la jefa de limpiadoras, pero de momento no tengo resultados. Joder, voy a tener que rebuscar en su papelera.

Abandono a los dos filósofos y avanzo por el salón del restaurante. El Zorro observa su reflejo somnoliento sobre la superficie del recolado con leche. Cuando estoy a su vera, carraspeo, pero ni siquiera se gira.

—Hola —saludo—. Eres el Zorro, ¿verdad?

La superestrella lanza un profundo suspiro. Está demacrado, demasiado flaco para ser normal, con un aspecto descuidado. Le hace falta una ducha y un afeitado, aunque parece haberse bautizado en colonia de marca.

—Me confunde con otro, amigo —miente.

—Oiga, solo quiero un autógrafo para mi niña. Se llama Leo y le admira.

El del bigote se incorpora y me coloca una manaza en el pecho.

—Está molestando —masculla.

—Es una firma y me largo. Vamos, ¿qué te cuesta?

El Zorro se quita las gafas de sol mostrando unas ojeras de preocupación paternal.

—Pasa que si me paro a firmarte a ti, la gente querrá que le firme también a ellos y no podré desayunar y llegaré tarde a todas partes. Es o todos o ninguno.

—Estamos trabajando —dice el del mostacho, empujándome hacia atrás.

Aprieto la mandíbula para no partirle la suya. Recuerdo que con educación se va a todas partes, aunque una hostia a tiempo nunca viene mal. Después pienso en lo mucho que le divertiría a Roger que un poli del montón se metiera en gresca con el famoso actor. Mi careto saldría en todas las revistas nacionales y parte de las extranjeras, el comisario exigiría mi próstata en bandeja de plata y Leo escribiría una esquela en el periódico. No, hay que ser diplomático mal que me pese.

—A ver, que es una puta firma.

—Llamaría la atención.

—Ahora es cuando estáis llamando la atención. La peña se está preguntando qué cojones pasa, ¿no lo veis?

—Que te pires, payaso. —El hombre-morsa me empuja más fuerte.

—¿Sabes que te digo? Que a mi hija le gustas, pero a mí siempre me pareciste un gilipollas. Un capullo que se vende a los extranjeros para hacer papeles de mejicano no merece regresar a España.

El bigotudo intenta empujarme de nuevo pero le paro las manos antes de que mancille mi camisa. El Zorro susurra algo así como «suerte, compañero» sin levantar la cabeza y se concentra en unos papeles que le pasa el otro individuo. Regreso con el rabo entre las piernas y con dos conclusiones: que la fama pudre a las personas y que nunca me dejaré mostacho. Rog y Marc me miran con media sonrisa en la cara.

—¿Qué te ha dicho? —pregunta Escudero.

—Me han mandado a la mierda sin disimulo.

—He estado a punto de saltar sobre el del bigote —dice Fons.

—No merecen la pena. Son subnormales, pero reglados, con papeles.

—Sí, se les nota.

—Rog, escúchame. —Le engancho de la manga—. Quiero que me informes de todos los movimientos de este imbécil. Por mi honor que yo saco una firma y tú una foto.

—¿Aunque haya que derribar puertas? —Se relame.

—Sobre todo si hay que tirar puertas.

Permanecemos unos instantes en silencio, observando desde la lejanía al superactor asintiendo a cada papelote que le ponen ante las narices. Una madre se acerca con su hijo pequeño ya con el boli preparado, pero tras varias negaciones se marchan resignados de regreso a su mesa. Me pregunto por qué ese capullo se cree mejor que la gente llana. En sus películas interpretará a héroes, pero también a currantes de la calle. Al menos me queda el consuelo de que la cagó cuando intentó sacar un disco.

—El otro día me la encontré retorciéndole el pescuello a un pollo —dice Rog.

—¿A qué viene eso ahora? —Quiere saber Marc, ignorando el cartel de prohibido fumar.

—Lo de mi casera. —Continúa el periodista—. Resulta que está un poco senil y ahora le ha dado por recordar viejas batallas como si las estuviera viviendo en ese momento.

—¿Y de dónde sacó el pollo?

—De la nevera. Lo compró en el Mercadona. Ni siquiera tenía cabeza.

Roger debería ponerse un collar de pinchos en el cuello con urgencia.

8:20

Las grandes ciudades son mentirosas. Por ejemplo, la estación de autobuses de Alicante parece un lugar acogedor, a escasos metros del paseo marítimo y la playa del Postiguet, pero aun así céntrica, rodeada de comercios, árboles e incluso de un parque de bomberos. Pero tras la capa de luminosidad se esconde la zona más peligrosa de la maraña de cemento y edificios que componen este cáncer llamado urbanismo. Los delitos se disparan, da igual si es de día o de noche, ya sea en las proximidades o en la propia estación enfrente de la minúscula comisaría que cobija en sus entrañas. Una vez la miras de cerca, compruebas sin dificultad que se trata de un agujero de cuatro andenes donde los coches de línea tienen que ponerse en fila india, con un mural interior de aire anarquista y oficinas de información cerradas. La mayoría de la fauna que pulula por las vías de acceso son descuideros que trabajan en pareja, carteristas con ínfulas de Robin Hood que conocen los entresijos del sistema judicial mejor que la plana mayor de la Audiencia Nacional, prostitutas madrugadoras que siempre pierden el último bus o chaperos que buscan refugio entre los chupapollas del aseo menos aseado del planeta.

Buscamos a un tal Chopito García, no fichado, lo cual indica o que es muy listo o que acaba de empezar por estos derroteros, y teniendo en cuenta que estamos hablando de un hijo de la calle, la primera opción se descarta sola. Marc y yo hacemos turnos para no levantar sospechas, aunque para sospechosos los viejales que se vigilan las vergas unos a otros. Cualquier turista despistado podría pensar que los sarasas son meandantes como cualquier otra persona, y solo los más avispados se percatan de la triste verdad de que están ahí, cual estatua de sal pervertida, para enganchar tu rabo y sentirlo entre las manos ajadas. Y, de vez en cuando, puede que algún joven de buena presencia se ofrezca como recipiente para el caldo de cultivo que rebosa en sus gónadas.

Un candidato a Chopito entra con disimulo sobreactuado en el aseo. Es un chavalillo de no más de veinte tacos, con ojeras grabadas a fuego y orejas de soplillo, que se acentúan aún más por su cabeza rapada. El crío se pierde en el interior de los lavabos. Me asomo con discreción y compruebo cómo se mete en un cubículo para váter. Un pestañeo después entran al mismo habitáculo dos jubilados de mirada perversa y se cierra el pestillo.

Marc se fuma un cigarro apoyado en un meadero. Lleva las gafas de sol tan incrustadas en su cabeza cuadrada que parece que vayan a salir disparadas. Asiente mientras tira la colilla al suelo. Un par de capullos que esperan tienen un ataque de lucidez pasajero y salen a escape. Una seña y Fons patea la puerta del cagadero hasta desencajarla de sus goznes. Dentro hay una variante del Kamasutra en Sitios Estrechos con dos abuelos y un chapero.

—Chopito García —digo.

Los dos abuelos se guardan las pollas inservibles mientras que con la cabeza señalan al chaval arrodillado en el suelo. Uno de los maricones de estación tropieza conmigo al salir corriendo y siento la tentación de partirle la cara por tocarme. Echo de menos mi chaqueta. El tal Chopito García escupe un preservativo enrollado que tenía en la boca e intenta escapar. Marc le engancha de la camiseta y lo estampa contra los lavabos. Un guiri sale del reservado lindante con papel higiénico pegado a la suela de las chanclas. Chopito el Chapero se revuelve en el suelo, pero Fonsi está rápido y le pisa los cojones.

—¿Te parece bonito tirar condones usados al suelo? Lo puede encontrar un niño, pervertido de mierda.

—¡Yo no he hecho nada! —Llora García.

Marc lo levanta con una sola mano mientras aprieta el cuello de la sabandija hasta que se pone rojo.

—Aquí soy yo quién dice lo que has hecho o lo que vas a hacer —prosigue mi compañero—. Pero responde o te juro que te reviento.

—¿Qué…? —Casi asfixiado, Marc reduce la presión.

—Escupiendo condones para que los niños los confundan con globos.

—Yo no…

—¿Te gusta tragar condones? ¿Es eso? Pues ya lo estás limpiando.

Fons lo empuja de nuevo al cubículo. El chaval cae de rodillas como los gatos aterrizan de pie. Es un movimiento que debe saberse de memoria.

—Ahora te lo tragas. ¿Me oyes, julay?

Chopito García se revuelve y saca una navaja. Retrocedemos dos pasos al tiempo que echamos mano a las pistolas. El crío se da cuenta de la situación y se derrumba sobre la taza del váter. Me acerco con cuidado y aparto el baldeo con el pie. Una automática… pensaba que ya no se fabricaban.

Dos uniformados aparecen con andar patizambo y resignado. Parece que todo se pega en este lugar, incluso la apatía por seguir vivo.

—¿Qué ocurre aquí?

—Tranquilo, compañero —me identifico—. Somos de la Judicial. Buscábamos a este capullo.

—¿Necesitáis ayuda?

—Ya hemos terminado. ¿A que sí, García? ¿A que nos vas a acompañar?

Marc le aprieta los grillos y lo arrastra fuera. Yo charlo con los chicos de la estación un rato. Me comentan que necesitan vacaciones, que a ver si construyen pronto la nueva estación y cierran este agujero, que están hasta las narices de robos de maleta. En realidad conocen a los chorizos por su nombre de pila, y se pasan el día hablando con ellos para que sepan que los tienen controlados, pero terminan por quemarse. Cuando consigo quitármelos de encima, Fons me espera en el coche. El crío está tumbado en el bordillo con una brecha nueva en la cabeza.

—¡Violencia policial! —chilla entre lágrimas—. ¡Tengo mis derechos!

—A recibir otra hostia tienes derecho —contesta Marc.

—¡Tú! —me llama—. Tu amigo me ha arreado con un puño americano. Lo tiene en el bolsillo. ¡No podéis hacer eso!

—Podemos hacer lo que nos salga de los cojones, que para algo somos los buenos.

—Yo no he hecho nada… —solloza.

Lanzo una mirada hostil a Marc. El regalo de su hermana nos puede buscar la ruina. Me agacho junto al chapero. Intento tirarle la cabeza para atrás, pero apenas tiene pelo por donde agarrar.

—Chopito García, ¿no?

—Ya sabes que sí…

—¿Dónde está tu amigo Nelson Chávez?

—¿Qué? —Parece despertar—. ¿Esta mierda es por ese lechoso? ¿Qué os ha contado?

—Nada —dice Marc—. Está muerto.

Se pone blanco. Incluso la sangre parece absorbérsele hacia dentro. Aprieta tanto el culo que los ojos se le mueven entre espasmos. Mal asunto: dice la verdad.

—Dios… —tartamudea—. Joder… El Nelson…

—Te lo has cargado tú, pedazo de marica —presiona Fons.

—¡No! Yo no sé nada.

—¿Dónde estuviste ayer a la noche?

—¿Qué? ¡Ni siquiera estuve en la ciudad! He regresado hace un rato de visitar a mi hermana en Cocentaina.

Coartada. A este cabrón no podemos cargarle el muerto. Me acuerdo de la madre de ciertos gemelos rusos.

—Soltadme, cabrones —se envalentona—. Llamad a mi madre y comprobad que no os miento. Yo no he hecho nada. Estáis buscando a otro.

—¿Y a quién crees que estamos buscando? —pregunto.

—¿Qué se yo?

—Vamos, Chopito. Tú te llevabas bien con Chávez.

—Y yo qué sé…

—Mira, guapo de cara, nos lo puedes contar ahora o en comisaría.

Apoya la frente contra el suelo y aprieta la mandíbula.

—Venga, García. Que no tienes antecedentes. Aún puedes disfrutar de tu carta blanca, coño.

—¿Cómo ha sido? —murmura.

—Una navaja en la nuca.

—Como la tuya. —Marc le enseña la automática.

—Joder… ¿Es un asesino en serie que se carga a chaperos? —Me encojo de hombros—. Pues ni idea, campeón. Eso intentamos averiguar.

—Ah, al infierno. Os lo diré. El Chávez tenía un noviete, uno de esos viejos babosos que te toman en gracia y te dan algún capricho de vez en cuando.

—Empezamos a entendernos.

9:01

Rodamos con tráfico lento por Avenida Jijona dirección Plaza Manila. Chopito García va arrodillado en el asiento de atrás. Marc bromea sobre si tiene el culo tan abierto que no puede ni sentarse. El crío le ignora y nos guía en dirección al último amante conocido del malogrado Nelson Chávez.

—Es el viejo más escalofriante que te puedas imaginar. Apesta a tabaco de liar, pero yo creo que de nacimiento. Una vez nos invitó a su casa para un trío, aunque nuestra idea era que, mientras uno lo entretenía, el otro rebuscaba entre los cajones. Pero pasó que no pude ni cruzar la puerta. Tenía mierda por todas partes. Era asqueroso.

—Y aún te quedan escrúpulos, ¿no? —Se ríe Fons—. Moral de chapero. Ver para creer.

—Seguimos siendo personas —se defiende.

—Eso cuéntaselo a otro.

—¿Nuestro amigo tiene nombre? —pregunto.

—El Chávez lo llamaba Cosme Nosequé. Un hijoputa. Primero lo emborrachaba y después se lo trajinaba.

—¿Para qué hacía eso?

—Ni idea. Al Nelson le daban arcadas cuando se la chupaba con esa boca desdentada. En serio, ni siquiera se le ponía dura. Para mí que eso era lo que excitaba al abuelo. Ya te digo, un pervertido.

—Moral de chapero… —repite Fons.

—Tened cuidado con ese cabrón, pasma. Cuando fui no vi nada, pero el Chávez me contó que tenía un rifle detrás de la puerta.

Un pistolero anciano y de pulso trémulo, un Clint Eastwood desviado que sobrevivió a una dictadura. En ocasiones, la vida es demasiado irónica.

Callejeamos sin rumbo dejando atrás centros comerciales rodeados de chabolas. Chopito García nos guía desanimado hasta alcanzar la plaza. Después viramos por una callejuela y nos indica un edificio de fachada gris en General Polavieja. Tres pisos que dieron nombre al término «renta antigua», el sueño de diseñadores que ansiaban el despido, un insulto al buen gusto que daña incluso el medio ambiente.

—El segundo B —indica—. Y poneos una pinza en la nariz o algo.

Aparcamos en un vado y dejamos a Chopito esposado en la parte de atrás. Marc saca el tabaco, pero le paro antes de que se lo encienda. El tal Cosme Nosequé va a cargar con el muerto, nunca mejor dicho, y debemos parecer profesionales. Una confesión limpia.

La puerta tiene la cerradura rota y pasamos sin problema. El descansillo es estrecho y sucio. Encendemos la luz, pero no hay nombres en los buzones. Alguien pensó que no hacía falta poner ascensor, por lo que subimos en fila sin apoyarnos en el pasamano. En el primero solo hay una puerta, y por un instante pienso que Chopito nos ha timado, que no existe ningún segundo B, pero al alcanzar la siguiente planta compruebo que, en efecto, hay dos timbres. Concluyo que el primer piso deben ser dos viviendas adosadas.

No hay rastro de A o B que distinga ambas entradas, pero una tiene una diminuta placa dorada bajo una imagen de la Virgen del Remedio que pone Graciela Vilmes. Sin embargo, la prueba irrefutable es el hedor a putrefacción que emana de la vivienda de al lado.

Antes de llamar recuerdo la advertencia del chapero de que el tipo tenía un rifle y coloco a Fonsi a un lado con la pipa a punto. Aprieto el timbre un par de veces, pero no emite sonido alguno. Me encojo de hombros ante la interrogación muda de mi compañero. Es entonces cuando descubro marcas de palanca en el lado de la cerradura. Alguien ha forzado la puerta del pobre diablo, que se abre nada más apoyo la punta de los dedos.

Varias cucarachas huyen ante la presencia de la luz mientras que la escalera se inunda de una peste a corrupción tan intensa que me arrepiento de haber rechazado el cigarro de Fons. El olor a descomposición, a estercolero infecto, se filtra entre la ropa alcanzando el hueso, consiguiendo que hasta los ojos se irriten. Y dentro, iluminado por el tenue alógeno del descansillo, un anciano nos espera sentado con una escopeta entre las manos.

No hace falta ser un lince para percatarse de que lleva muerto varios días.

Marc guarda la pistola y se tapa la nariz con un pañuelo. El mío se quedó en la chaqueta de cierto prostíbulo así que tengo que agarrar los faldones de la camisa e improvisar una mascarilla. Le hago un gesto a Fonsi y me pasa un guante de látex. Él, por su parte, hace la luz con una potente linternita incorporada al mechero.

Cosme Nosequé. De setenta a ochenta años. Ojos abiertos, dedos agarrotados alrededor de una escopeta antigua que, con toda probabilidad perteneció a su abuelo, que debió heredarla del suyo. El hedor es asfixiante. Dentro hace tanto calor que casi puedes apreciar cómo se separa la carne de los huesos. Un clima de invernadero ideal para ese espectáculo único que es el nacimiento de la vida, aunque sea en forma de gusanos carnívoros. Y, alrededor del cadáver, formando un muro infranqueable, cientos, tal vez miles de bolsas de basura, se amontonan por doquier, acumulándose en cada rincón hasta el punto de reducir a un par de metros una vivienda de cuatro habitaciones.

Indico a Marc que salgamos a toda pastilla. Cerramos la puerta como podemos y bajamos las escaleras aguantando las arcadas. La llamada del vómito es tentadora, pero el aire fresco y contaminado consigue calmar la bilis.

—¿Ahora qué? —pregunta Fons, lanzando un escupitajo al suelo.

Desde su butaca privilegiada, Chopito García se burla de nuestras caras mientras repite «os lo dije, os lo dije».

—Vamos a dar aviso para que recojan al viejo. —Me apoyo en la pared al tiempo que me inclino un poco hacia delante—. Tiene pinta de llevar muerto varios días, pero le vamos a cargar el asesinato de Nelson Chávez.

—No va a colar.

—Que se joda. ¿Quién va a hacer preguntas? La madre del Nelson no quiere ni enterrarlo, y si el tal Cosme tuviese familia no creo que le hubieran dejado almacenar toda esa mierda en su casa. Son dos balas perdidas.

—No va a colar —repite.

—Hablaré con el doctor Dólera para que le baile algún número en la fecha del óbito.

—¿Crees que aceptará?

—Tiene demasiado trabajo acumulado para andarse con tonterías. Además, si le damos propina te puedo asegurar que ni se lo piensa.

—¿Y qué hacemos con él? —Señala al coche con la barbilla.

—Ponerlo de nuestra parte, claro.

—¿Te ocupas tú? No quiero que me contagie su homosexualidad.

—Sí, tranquilo. —Sería absurdo discutir con Marc sobre contagios imposibles—. Tú ve avisando a la central.

Me siento en la parte de atrás, junto a nuestro nuevo amigo. Marc saca el micro de la radio por la ventanilla e informa de nuestro hallazgo. Chopito lo observa todo intrigado.

—¿Qué pasa? ¿No había nadie en casa?

Me enciendo un pito para paliar el olor a descomposición. El humo cálido es una bendición en este momento.

—Está muerto, García.

—¿Qué? —Palidece—. ¿Se lo han cargado también?

—Tiene toda la pinta de haber fallecido de asco. Aún tenía la escopeta agarrada, el tío cabrón.

—No jodas. ¿No quería soltar el rifle?

—Escopeta —le rectifico—. Y ya te he contado demasiado, así que mejor calla y escucha, porque tenemos otros problemas.

—Dímelo a mí.

—¿Qué parte de «calla y escucha» no has entendido? —le grito—. ¿Quieres pasar un par de años entre rejas? ¿Es eso lo que quieres? ¿Ser la puta de la cárcel? Allí te van a joder vivo, niñato, y no van a ser tan cariñosos como los maricas de la estación.

—Vale, vale. Te capto. No hace falta ofender.

Chico listo. Puede que incluso llegue a la treintena.

—Van a venir varias patrullas y te van a hacer preguntas.

—Joder, ¿me vais a fichar?

—Tranquilo, coño. Estás en calidad de testigo, ¿vale? El Nelson era tu colega, así que me llamaste y yo vine, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Les cuentas lo mismo que a nosotros, toda esa mierda sobre las bolsas de basura y el viejo chupapollas. Y diles también lo que el Chávez te contó hace un par de semanas.

—¿Y qué es?

—Diles que te confesó que al tal Cosme se le había ido la cabeza, que le daba miedo, que sabía que iba a morir y quería llevarse a Nelson con él. Cuenta que le dijo que si no era de él no sería de nadie. Que el Chávez estaba aterrado por si lo mataba, que incluso le amenazó con un cuchillo. ¿Lo tienes claro? —El chaval sonríe y asiente—. Y mucho cuidado con joderme. Será tu palabra contra la mía, y no te gustará verme a malas. Si intentas putearme te meteré tal paquete que te parecerá estar en la despedida de soltero de Freddy Mercuri, ¿entendido, figura?

—Claro —contesta—. Al fin y al cabo, es la verdad.

Y me guiña un ojo. Complicidad de chapero. Siento otra arcada, aunque esta vez por razones diferentes.

11:20

El flash de un fotógrafo de la científica ilumina la estancia. Las moscas ni se inmutan y prosiguen con su festín de esclerótica podrida. En total, el piso tiene unos ciento cuarenta metros cuadrados, tres habitaciones, cocina, dos aseos y comedor, pero Cosme Trujillo, que así se llama el abuelo, dejó habitable tan solo el recibidor. En el suelo hay un colchón cubierto con mantas sucias, y en una esquina un cubo con heces que le servía de aseo. Los bultos de plástico negro se acumulan por todas las habitaciones y, si te fijas, puedes ver cómo la mierda repta por las paredes, taponando ventanas, puertas y pasillos.

—Por lo que sabemos, detrás podría haber un cementerio de chaperos —miento.

Un trasiego constante de uniformados y burócratas con identificación caminan en círculos alrededor del finado. Llevamos un par de horas aguardando al juez, pero para variar se hace esperar como una virgen la noche de bodas. El ayudante becario de Dólera, un gordo con gafas del que he olvidado su nombre, continúa dándole al botón. Parece que incluso se relame del olor a corrupción. Portela y Moreno, dos de uniforme, regresan de la ronda de entrevistas con los vecinos. Francis Portela es un caimán que no aspira a ascender porque no sabe hacer otra cosa que no sea patrullar, mientras que Rodolfo Moreno es un primavera de la penúltima hornada.

—¿No deberíamos quitarle la escopeta? —pregunta este último—. Podría dispararse.

—No hemos podido —le replica su compañero—. El cabrón la tiene agarrada con fuerza.

—¿Y por qué lo haría?

La pregunta de Moreno se queda flotando entre la peste. Como todos los jóvenes, aún tiene ideales propios y cree que cambiará el mundo. Todos hemos pasado por esa fase hasta que descubrimos que nuestro trabajo es limpiarle el culo al mundo sin papel higiénico. Al final se curtirá gracias al contacto continuo con la mierda y dejará de jugar a Sherlock Holmes.

—¿Qué habéis sacado en claro? —Se adelanta Marc.

—Los vecinos lo han descrito con barba. —Portela lee de un pequeño bloc—. Dicen que apenas salía. De vez en cuando lo veían subir con bolsas de basura. Nunca hablaba con nadie ni pagaba las cuotas de la comunidad. Todos pensaban que vivía en la indigencia y lo dejaban en paz. Yo creo que tenía la enfermedad mental esa que le hacía coleccionar mierda.

—Síndrome de Diógenes —aclaro—. ¿Nadie lo conocía? ¿Nadie charlaba con él?

—Tendremos que preguntar en la calle.

—Imagino que era un asiduo de los albergues sociales. Esta gente se aprovecha de la beneficencia, aunque tengan donde caerse muertos, ¿verdad, Cosme?

El muerto no responde. Se supone que la muerte es algo serio, pero en este trabajo tienes que aprender a distanciarte de ella si no quieres acabar tocado, y el humor es la opción más habitual.

—Tal vez tomaba café en algún bar o tenía amigos de su edad. En el barrio hay un supermercado. Supongo que alguna vez habrá entrado para comprar algo. Comprobadlo.

—Claro. —Portela palmea la espalda del novato—. Así nos quitaremos esta peste de encima.

Me tapo la cara con un pañuelo y regreso a la estancia. Marc decide esperar en el descansillo. El gordo comprueba la pantalla digital de su cámara, tal vez examinando manchas de sangre inexistentes. Observo alrededor. No sé lo que busco hasta que lo encuentro.

Flanqueada por bolsas de basura pegajosas y desperdicios varios descansa una barba postiza.

—Eh, forense —le llamo—. ¿Has visto esto?

El hipopótamo se acerca, niega con la cabeza y le hace un par de fotos. Cuando termina la engancho con el bolígrafo. Es de pelo gris, casi carnavalesca, más falsa que un billete de tres euros. El ayudante sin nombre de Dólera abre una bolsa para pruebas y la deposito en el interior.

Me aproximo al abuelo. Repaso una vez más lo que sabemos. Cosme Trujillo. Noventa años. Sin familia ni antecedentes. Apesta. Nadie sabe si cuando estaba vivo olía mejor. Sin duda, un buen punto y final para el caso Nelson Chávez. Limpio el boli en la manga y tomo algunas notas más.

El fiambre tiene el peso apoyado en el respaldo de la silla, como si se hubiera quedado dormido sin esperanzas de despertar. Bajo la maraña de larvas se vislumbra una piel arrugada y blanquecina cubierta de manchas seniles. Los dedos sarmentosos son garras alrededor del cañón del arma. Las uñas de pura corteza marrón, agrietadas y garfiosas. Viste chaqueta de felpa negra casi tan vieja como él, con pantalones a juego y zapatos desgastados. En el suelo hay varias gorras, lo que unido a la barba nos dan un abuelo demente que se quería ocultar del mundo. Un viejo desviado que contrata los servicios de un chapero que podría ser su bisnieto, que se disfraza para salir a la calle, que colecciona desperdicios, que aguarda tras la puerta con una escopeta. Definitivamente, el aire de esta ciudad vuelve loca a la gente.

—¿Es un crimen o estáis de coña?

El juez Morales entra cubriéndose la barba con un pañuelo de bolillo. Su trabajo consiste en limpiar basura. Le jode tener que levantar el culo de su despacho en el juzgado para dar el visto bueno a un cacho de carne muerta. Por ley, nadie puede hacer nada sin que él lo ordene, por lo que piensa que todos los policías somos unos inútiles. El sentimiento es recíproco.

—Se le acabaron las pilas al abuelo —contesto—. Esto es otro caso más de muerte de un anciano desatendido, de no ser porque creemos que asesinó a Nelson Chávez.

—De puta madre. ¿Y qué hace con esa escopeta?

—Creemos que estaba de guardia —interrumpe Fonsi.

—¿Qué cojones me cuentas? —masculla Morales—. ¿Qué guardaba? ¿La basura?

Marc baja la mirada y traga saliva. Está claro que todos necesitamos un cigarro. Aún recuerdo aquel tiempo no muy lejano en el que los inspectores llevábamos puros para los secretarios judiciales más jóvenes. Hasta los que no fumaban caían en el vicio con tal de no oler la peste a descomposición.

—Está claro que estaba loco —digo—. Coleccionaba desperdicios.

—Está bien. —Morales aprieta el pañuelo contra la nariz aún más—. Metedlo en una caja y arreando. Y haced que se lleven toda esta mierda de aquí. Esto es un foco de infecciones.

El juez sale a escape recitando el santoral. Fonsi se caga en su madre en voz baja.

—Anda, tira abajo y que te dé el aire —ordeno—. Diles a los bomberos que ya pueden empezar a limpiar este estercolero.

—Y de paso le daré un par de hostias al Chopito ese de los cojones.

—Ni hablar. Está de nuestra parte. Si quieres desahogarte te compras una revista porno.

Baja los escalones de dos en dos y se pierde en los pisos inferiores. El gordinflas del forense recoge sus bártulos, instrumentos médicos de precisión imprecisa, cámara digital y pruebas clasificadas que nada prueban. Cosme Trujillo continúa impávido, como si todo esto no fuera con él, tal vez burlándose de todos nosotros, tristes mortales con las fosas nasales en pleno funcionamiento ante su vertedero privado. En cualquier caso, yo seré quien ría el último cuando le cargue el mochuelo de Nelson Chávez. Sonríe desde el depósito, viejo verde, que tal vez puedas encularlo en el infierno.

Un barullo de voces superpuestas avanzan desde la zona inferior. Dos camilleros se pelean con la curva de las escaleras que les impidan pasar con la caja de plástico. Cuando descubran que el fiambre está tieso será una risa. Tendrán que romperle los huesos para doblarle las rodillas, y ya no digamos para que suelte la escopeta. Cosme, amigo, eres un chistoso.

Los de la funeraria colocan en vertical la caja y dejan pasar a unos bomberos que tienen pinta de haber dormido menos que yo. Les saludo con la cabeza cuando pasan por mi lado.

—Vamos —dice el más alto—. Recogéis vuestras cosas y nos ponemos mano a la obra. Esto nos va a llevar todo el día.

Varios apagafuegos entran pateando las bolsas de basura. Su trabajo se caracteriza por ser más efectivo que cariñoso, y esta no es una excepción. Uno de ellos lleva un hacha, Dios sabrá para qué, y remueve un montón de desperdicios. Es entonces cuando el filo se engancha en uno de los plásticos negros y lo desgarra, desparramando su contenido por el suelo. Todos nos quedamos boquiabiertos al comprobar que el interior de las bolsas de basura está lleno de billetes.

—¿Pero qué coño…?

—Al parecer no estaba tan loco —se burla un bombero.

Agarro uno de los fajos. Son billetes de cincuenta. Abro una segunda bolsa con las manos desnudas. Más dinero. Levanto la cabeza. Me mareo al calcular la fortuna que hay aquí.

Y en el silencio de aquella apestosa mañana, casi se puede apreciar una sonrisa en la mueca de Cosme Trujillo, el cadáver más rico de General Polavieja.

11:55

La escena del crimen ha terminado por convertirse en un circo. Lo que era una operación sencilla, levantar el cadáver de un viejales que se ha muerto de asco, ahora es la noticia más importante de toda la ciudad. Hay un montón de unidades móviles de televisiones nacionales grabando todos nuestros movimientos, preguntando al aire y especulando sin cesar. Varias brigadas de limpieza se afanan en separar la basura del dinero, hasta que regresa Morales enfadado de verdad. Es la segunda vez que le hacemos dejar sus asuntos. Maldice el día en que enfermaron sus ayudantes y ordena llevar todas las pruebas al juzgado, sean billetes o larvas de mosca. Nos amenaza con llamar a Llorente y jura crucificar al capullo que ha avisado a la prensa. Cuando se marcha, Moreno y Portela respiran aliviados.

—Con razón no soltaba la escopeta —murmura Fons—. Tenía más pasta que el Banco de España.

—Hasta pesetas hay, macho —confirma Francis Portela—. Fajos de diez mil pelas como la Biblia de gordos, que los he visto yo.

Moreno se rasca la barbilla y añade:

—¿De dónde ha sacado un mendigo tanto dinero?

—Lo habrá robado, seguro.

—Lo mismo es una herencia.

—Joder, Ramos. ¿Quién te iba a decir a ti que este perro estaba forrado cuando lo viste rodeado de basura?

Algo salta dentro de mí y descargo un puñetazo contra la pared. Los tres mosqueteros cierran la boca. El silencio solo se ve roto por el ajetreo de la brigada en el interior de la vivienda. Ya he aprendido incluso a ignorar el olor.

—¿Qué habéis averiguado? —pregunto con toda la calma posible.

Rodolfo Moreno golpea con el hombro a Portela y este saca el bloc.

—En el bar no lo conocía nadie. Algunos lo habían visto por la calle rebuscando en contenedores, pero nada más.

—¿Y los vecinos? ¿Habéis hablado con todos?

—En el tercero hay un piso patera. Como comprenderás, aunque les hubiera molestado el olor no se habrían quejado por miedo a que los extraditaran.

—¿En el tercero A o en el B?

—Pues… —Mira por el hueco de la escalera—. En el B. El A está vacío. Bueno, aquí enfrente vive Graciela Vilmes, una vieja que tiene el olfato mal y no se enteraba de la misa la mitad.

—¿Y en el primero?

—Nada. Hemos insistido varias veces, pero ahí no sale nadie.

—Es un consultorio médico o algo así —añade Moreno.

—¿O algo así? —grito—. ¿Vas a poner eso en el informe? ¿«Un consultorio o algo así»? ¡Cojones, más nervio!, que estamos perdiendo el tiempo.

—Tranquilo, Ramos —interviene Portela—. Hay una placa a nombre del Doctor Asensio Moscardó Díez, n.º de colegiado 278 589. No hay más información porque nadie nos abre la puerta. Imagino que se trata de un gabinete que abre por la tarde.

—¿Habéis comprobado el piso vacío? —pregunta Marc.

—Pertenece a Inmobiliaria Garduño —contesta Moreno—. He llamado por teléfono y me lo han confirmado, pero si quieres les digo que vengan con las llaves.

—No, da igual. —Me arreglo los puños de la camisa—. Vamos a hacer una segunda batida. Vosotros dos id arriba y me ficháis a los sudacas esos.

—Son marroquíes.

—Lo que sea. Me los traéis en orden alfabético, y el que no tenga documentación lo lleváis a comisaría y a ver si allí quiere hablar.

—Vamos, Ramos. —Portela se guarda el bloc de notas—. Sabes tan bien como yo que eso no nos va a llevar a ninguna parte.

—No me discutas y hazlo.

—¿Qué esperas sacar de todo esto? Si esos desgraciados estuvieran metidos en este asunto se habrían largado. Han colaborado con nosotros porque nos temen.

—No lo suficiente.

—Antonio, coño…

—Inspector, agente Portela.

Francis mira a su compañero y frunce el ceño.

—Eres gilipollas, Antonio —dice—. Gilipollas del todo.

Después se ajusta la gorra y sube sin mediar palabra. Marc obvia las reglas básicas y enciende un rubio. Fuma en silencio un par de caladas y luego me lo pasa. El tibio humo inunda mis pulmones, relajando la bestia de mi interior.

—¿Y ahora qué? —Fonsi se cruza de brazos.

—Volvemos a interrogar a la abuela de aquí al lado. Estoy seguro de que está espiando por la mirilla. ¿A que sí, señora?

Golpeo la puerta con fuerza. Al tercer puñetazo se entreabre con discreción, limitada por una fina cadena dorada que de poco le servirá el día que algún ladrón intente entrar por la fuerza. Por el quicio asoma la nariz una mujer de unos setenta años.

—¿Graciela Vilmes? —pregunto—. Desearía repasar unos detalles.

Apago el cigarro en el suelo. La mujer termina de abrir la puerta. Un viejo mueble de piel apergaminada y pelo rizado tintado de amarillo chillón. Viste una especie de camisón que no logra disimular su sobrepeso. Nunca fue guapa, y mucho menos con los dos kilos de maquillaje que se ha incrustado entre las arrugas. La aberrante máscara de cosméticos le da un aire decadente, aunque la peste de su perfume barato, de productos químicos, logra crear un aura de simpatía hacia ella.

—Ya he hablado con sus compañeros —asegura.

—Le he dicho que vamos a repasar algunas cosas, nada más. No tiene por qué preocuparse.

—No quiero líos.

—Nadie ha dicho que vaya a tenerlos. —Marc saca pluma y papel—. ¿Usted no notó la peste del piso de al lado?

—Pues no, hijo. Los demás del bloque me decían que qué horror, que era inaguantable, pero es que a mí no me da. Cuando pasaban por la calle me miraban como si fuera culpa mía. Un día incluso vi una cucaracha en mi cocina. ¿Se lo imagina? Cucarachas. Yo nunca he tenido esos bichos, así que supuse que venía de la casa del vecino.

Graciela es una de esas personas que hablan sin parar. Hay que dirigirle las preguntas.

—¿Y el propietario de arriba?

—¿Ese? Se mudó hace unas semanas. Decía que iba a alquilar el piso, pero si no lo reforma lo tiene difícil. Le pregunté cuánto pedía, para una hermana mía que vive en Monforte, pero era demasiado.

—¿Sabe por qué se mudó?

—Su mujer, esa quisquillosa —lo dice con resignación, como si fuera algo que le pesase en el fondo—. Se cree demasiado buena para vivir aquí. Necesitaba un piso más céntrico, ¿sabe? Si incluso tenemos médicos en el bloque. El marido no quería, pero al final tuvo que ceder. Ella le dejaba sin comer, no sé si me entiende…

—Por supuesto. ¿Y no se quejaba de los inmigrantes?

—Ay… pobrecitos. A mí me dan pena, ¿sabe? No se meten con nadie.

—¿Qué relación tenía con su vecino de enfrente?

—¿Qué quiere decir con eso?

—No quiero decir nada. Solo quiero saber si hablaba con él. ¿Alguna vez entró a su casa? ¿Vio lo que tenía dentro?

—Oiga, no sé quien se habrá creído que soy, pero quiero a mi marido, que en paz descanse. Tuvimos cinco hijos y nunca traicionaría su lealtad.

—¿Puede responder a la pregunta?

—Sabía que pasaría esto. Hablas con la policía de buena fe y enseguida se te echan encima. Yo lo he hecho de buena voluntad.

—No lo dudo, señora, pero…

—Ese hombre me daba miedo —prosigue—. Lo vi subir bolsas de basura un par de veces. Vestía siempre de negro, y esa barba tan extraña… no sé, no me fiaba de él. Era un tipo raro, a nadie le caía bien. Ni siquiera pagaba los recibos de la escalera, pero esto se lo podrá explicar mejor el presidente.

—¿Quién es el presidente?

—El médico del primero. Toque a la puerta, siempre hay alguien en casa.

—¿Trabaja dentro?

—Sí. También está su mujer y la chica del servicio. Su nene estudia en la Universidad, así que alguien le abrirá.

Me giro hacia Marc. Asiente con la cabeza. Como supongo que no quiere usar su puño americano con la vieja, agradezco la colaboración de Graciela y la insto a permanecer localizable por si la necesitase de nuevo. Ella cierra la puerta antes de que termine y reanuda su espionaje tras la mirilla.

—El cabrón del médico no quiere abrir —confirma Fonsi.

—O abre o la derribamos.

Por desgracia, el primer piso tiene puerta blindada, al contrario de las de cartón chapado del resto. Al tocar al timbre, una melodía clásica resuena en el interior en lugar del típico ding-dong. La placa metálica confirma que se trata de Asensio Moscardó, ginecólogo. Vuelvo a llamar y agudizo el oído ante cualquier tipo de ruido. De nuevo, el silencio por respuesta. Golpeamos con el puño cerrado alegando que somos de la policía. Si están dentro, abrirán, y si eso sucede deberán dar muchas explicaciones. Imagino que tal vez se han marchado de vacaciones, pero luego pienso en la sirvienta. Si la tienen en nómina, debían dejarla para limpiar. No, aquí hay algo que no cuadra.

Por el rabillo del ojo veo que sube alguien. Me giro esperando ver al doctor Moscardó. Para mi sorpresa, se trata de Roger Escudero.

—Ey, nada de prensa —ordeno acercándome—. Estamos investigando. Las preguntas al gabinete de comunicación, ¿captas?

—Vamos, colega. —Roger muestra una sonrisa amplia que hasta puede ser sincera—. La puerta estaba abierta. Además, ¿cómo sabes que no soy vecino de aquí?

—Porque antes de funcionario fui pitoniso, listillo. Vamos, largo de aquí.

Empujo a Marc y se encara con el fotógrafo.

—Este no es tu sitio, picapleitos —Fons le pone la mano en el pecho y le obliga a retroceder.

—No se dice picapleitos. Te lo he explicado mil veces.

—Mira, no tenemos ni puta gana de que estés aquí.

Marc le engancha del cuello y aprieta. Escudero se desliza hacia un lado como la víbora traicionera que es.

—Vale, tío duro. Entiendo la metáfora. No hace falta la brutalidad policial.

—Que te vayas, coño. Y no me llames «tío duro».

—Estás haciéndolo difícil. En cuanto aparezca un vecino, no tengo más que ofrecerle un par de billetes para subir de su mano. ¿O también vas a tirar a los invitados de…?

Roger se pone blanco al escuchar el ruido de unas bisagras al girar. Es entonces cuando comprendo que algo está sucediendo y me vuelvo hacia la puerta. La consulta del doctor Moscardó está abierta de par en par y, justo en el vano de la puerta, un chico que no llega a la veintena sostiene un cuchillo ensangrentado en la mano derecha. Manchas escarlata le salpican la ropa, tiñéndola de un rojo enfermizo. Sus ojos denotan que se halla en otro lugar.

Tardo dos segundos en reaccionar y el crío se aproxima más de lo aconsejable. En apenas un pestañeo desenfundo el hierro y le apunto a la frente.

—¡Suelte ese cuchillo y ponga las manos en la cabeza!

El chico levanta el rostro y mira a su alrededor como si no se hubiera percatado de nuestra presencia. Después observa el acero con gesto sorprendido y abre el puño. El filo resuena contra el suelo del descansillo. Antes de que pueda decir nada más, el chaval se desvanece en el suelo y adopta una posición fetal. Marc se acerca para esposarlo al mismo tiempo que grita pidiendo ayuda. Francis y Moreno bajan al instante y, como si estuvieran conectados por telepatía, uno se ocupa del cuchillo y el otro del chico.

Sin saber muy bien cómo, entro al domicilio. Unas pisadas de sangre me guían en dos direcciones. La primera lleva a la cocina. Un hombre y una mujer muertos por heridas de arma blanca. Él tiene una segunda boca en la garganta por dónde se le ha escapado la vida, mientras que el pecho de ella es un colador. El café del desayuno se enfría en la mesa.

Un gemido me transporta de nuevo a la realidad. Viene de otra habitación, y solo puede significar que alguien sigue vivo. Siento los latidos del corazón en las sienes y la boca seca. El gemido se transforma en un grito de dolor. Marcho de nuevo hacia la puerta y en el salón encuentro otro cuerpo, con la diferencia que este se mueve. Es otra mujer y está descalza, con los tobillos ensangrentados. Se arrastra sobre una alfombra de dibujos exóticos sin llegar a ninguna parte. Me arrodillo a su lado y le levanto la cabeza susurrando «policía, policía». Ahogo una maldición al comprobar que alguien le ha sacado los ojos. El rictus de dolor de su rostro es un gesto de pesadilla.

Y es ahora cuando compruebo que Roger está tirando fotos sin parar. Me ha debido seguir al interior y pulsa el botón una y otra vez. Voy a ordenarle que pare cuando compruebo que aún empuño la pistola. La dejo en el suelo y abrazo a la mujer mutilada a la espera de que sus gritos cesen y pueda oír mis propios pensamientos.

14:23

—¿Qué coño ha pasado aquí? —La voz del Comisario Llorente no está alterada, aunque su fondo sí—. Un viejo muerto con una fortuna no es tan extraño. Ni siquiera que un crío se cargue a toda su familia. Pero las dos cosas el mismo día sí que lo son, y más si suceden en el mismo bloque. ¿Alguien puede explicar lo que ha ocurrido? Porque, ¡qué cojones!, al final soy yo el que tiene que dar las explicaciones.

—Comisario…

—La Subdelegada del Gobierno se ha preocupado por saber qué sucede en mi ciudad. He tenido que apagar el móvil porque aún no sé cómo tapar esta mierda. Joder, Ramos, que hasta se os ha colado un fotógrafo.

Hay que aguantar la monserga. No queda otra.

—La prensa ya llama al asunto «La casa de los horrores». Y eso me da exactamente igual, coño. Hay crímenes a diario. El otro día apareció el cadáver de una chica violada y solo se hicieron eco los medios locales. No, lo que me jode es que me tenga que llamar la Subdelegada. ¿Sabéis qué pinta la Subdelegada del Gobierno en todo esto? Yo tampoco, pero tiene miedo de que le pidan responsabilidades a ella, y por eso me pasa toda la presión.

Llorente se quita la corbata y se sienta tras la mesa de oficina. El espacio de su despacho se ve reducido hasta el punto de que el resto debemos permanecer en pie. Media comisaría mira por la ventana, y la otra media está incrustada entre las cuatro paredes, incluyendo a Pilar Hurtado, Francis Portela y hasta el juez Morales con gesto irritado. Miñarro, el Inspector Jefe, ha regresado de sus vacaciones de funcionario y se urga la nariz con aburrimiento. A Marc y a mí nos han reservado la primera fila, y no porque al comisario se le escapen gapos de saliva cuando grita, que también, sino porque las hostias van a volar en cualquier momento.

—A ver, ¿cómo hemos llegado a esto, Ramos?

—Fons y yo estábamos tras la pista del asesino de Chávez —explico intentando no contradecir una mentira que ya no parece tan elaborada—. García contactó con nosotros y nos encaminó hacia el tal Cosme Trujillo.

—¿Quién es ese García? —pregunta Pilar.

—Era amigo de Chávez. Ha estado fuera de la ciudad todo este tiempo, y a la vuelta se ha enterado del asunto. Nos localizó él y nos condujo hasta General Polavieja. Al parecer, Trujillo no estaba bien de la cabeza y acosaba a Chávez. En una ocasión el propio Nelson le confesó a García que el abuelo le había amenazado.

—¿Qué clase de amenaza?

—«O eres para mí o para nadie». Cuando llegamos, Trujillo estaba muerto y dimos parte.

—¿Y qué hay del dinero?

Siento cómo se remueven las tripas.

—Pensamos que era basura. Olía así, al menos.

—¿Y lo del primer piso? —Salta Llorente—. La familia Moscardó.

—Sabemos lo mismo que todos. Nosotros estábamos allí por otro asunto.

—Entonces, ¿qué le cuento a la Subdelegada? ¿Los planetas se alinearon y dieron por resultado un asesinato múltiple?

—Aquí pasa algo más gordo, Antonio —dice Hurtado.

—Pues investígalo tú, cojones.

—Está bien —interviene el juez Morales—. Lo tomaremos como dos casos separados. Nada indica que estén relacionados. Mañana mismo quiero los primeros expedientes sobre la mesa de mi despacho para abrir diligencias. Entre esto y la redada del Callejón de la Muerte, los turistas no van a querer ver Alicante ni en postal.

Todos sospechamos que la Subdelegada también ha llamado a Morales.

—Otra cosa antes de que lo olvide. —El comisario se centra en Portela—. ¿Qué hacen todos esos moros en mi descansillo, Francis?

—Pregúnteselo al señor inspector, que ordenó traerlos aquí.

—Yo te dije que los interrogaras.

—Ya está bien. Les tomáis declaración y que se vayan a tomar por culo.

El timbre del teléfono móvil del comisario suena como la campana del recreo.

—Vamos, al tema —ordena Llorente sin descolgar—. Ramos, cierra lo de Chávez y ponte con el tema de Trujillo. Pilar, tú te ocupas del asesinato del doctor Moscardó y su mujer. Y quiero comunicación total entre ambos, ¿me escucháis? —Un prudente silencio—. No creo necesario decir que espero resúmenes de cada informe que se haga. Venga, gente, esto tiene que estar resuelto para antes de ayer.

Salimos empujándonos unos a otros envueltos en un manto de susurros. Morales desaparece cuando alcanzo la mesa. El gorrión está tranquilo y feliz posado en su jaula. Algún compañero le ha metido una hoja de lechuga que el bicho apenas ha olisqueado.

—Tú sí que eres un luchador.

Fons se sienta al lado y abre un modelo en el ordenador.

—Déjamelo a mí, Marc.

—Sé lo que hay que poner, no te preocupes.

Asiento con la cabeza. Llorente habla a gritos por teléfono. Al fondo, Martínez mordisquea un bolígrafo sin prestar atención a la pila de papeles que se acumulan sobre la mesa. Ojeo los míos propios: nada nuevo bajo el sol. Los de pruebas están contando el dinero de Trujillo. Hay una mezcla de euros y pesetas. Les llevará varios días, pero han hecho una media aproximada a partir de las diez primeras bolsas. En total, calculan que debe de haber millón y medio de euros. Cuando terminen, trasladarán los billetes a la central de pruebas en Madrid a la espera de un juicio que jamás se realizará porque el viejo cabrón está muerto. El dinero se irá evaporando cada vez que cambie de manos. Los chicos de pruebas cogerán una pizca, en el traslado desaparecerán otros miles, y en el almacén de la central irán escamoteando hasta que no quede nada. Diablos, es lo que hacemos con los relojes falsos que decomisamos a los africanos y con las películas piratas de los manteros, ¿por qué iba a ser diferente con esto?

Dos informes caen sobre mi mesa. Cuando salgo de mi ensimismamiento veo a Pilar Hurtado. Tras ella está Fermín, el viejo marica que la acompaña hasta cuando se cambia la compresa.

—El comisario te ha metido con lo de Trujillo, pero está claro que eso es caso cerrado —explica ella con tono solemne—. Así que, si te apetece, puedes ponerte con nosotros en lo del asesinato de la familia. Al fin y al cabo, fuiste tú quién encontró los cuerpos.

—Una casualidad, nada más. Además, el caso también es fácil. No hay ninguna conspiración. Al crío se le cruzaron los cables y se cargó a sus padres.

—¿Y la asistenta?

—A ella solo la torturó.

—Los han trasladado al hospital. El chaval está en shock, y a ella la están operando.

—Julián Moscardó —interviene Fermín mirando sus notas—. Veinte años. La asistenta se llama Teodora Atienzar.

—Los de la científica están haciendo fotos en la casa. Empezaremos interrogando al crío y a la asistenta cuando los médicos nos den permiso. Si no tenéis nada mejor que hacer, os podéis apuntar.

Me desperezo en la silla. Pilar me observa con aburrimiento, casi asco. Le devuelvo los informes que ha dejado sobre la mesa.

—Son para ti. —No los coge—. El otro día te entregaron un caso de violación con muerte. No es la primera. Yo recibí uno hace varias semanas, pero hasta hoy no los he relacionado. El otro lo han enviado desde El Campello.

Los ojeo por encima. Son dos violaciones, sin víctima mortal. Ambas chicas jóvenes sudamericanas. A una la ataron con sus propias medias. A la otra la dejaron K.O. a golpes. La denuncia vino del Centro de Salud donde las trataron por desgarros en el recto.

—No me jodas, Pili. Lo último que necesito ahora es un violador en serie.

—Violador y asesino —rectifica—. Sigue el mismo patrón. Mira, si lees más abajo, las dos chicas lo describen igual: un hombre blanco con gorra y barba. Las intimida con un revólver. Una de ellas fingió estar inconsciente y asegura que le introdujo un objeto romo por el ano, quizá un bastón o algo parecido.

—Eso explicaría la ausencia de semen.

—¿Te ocupas tú?

—¿Qué dice Miñarro?

—Lo de siempre, que nos organicemos nosotros y le pasemos los resultados.

—Entonces no. —Le devuelvo el informe de la violación—. Y tampoco hace falta que me busques para interrogar al crío ese.

—Julián Moscardó —repite Fermín.

—Lo que sea. Estoy seguro de que os valéis vosotros solitos. Yo ya tengo suficientes casos entre manos para ocuparme de más cosas.

El viejo Fermín va a decir algo, pero Hurtado se adelanta.

—No esperaba menos. Avísanos cuando entres en razón. Ya sabes donde estamos.

Ahora sí recoge los informes y se los lleva bajo el brazo. Fermín me lanza una mirada despectiva y yo le devuelvo un beso al aire. Cuando se alejan, Marc deja de aporrear el teclado y se gira.

—¿Por qué los has mandado a paseo? —pregunta.

—Date prisa en terminar eso.

Encuentro en el bolsillo el vaso de chupito que me llevé del prostíbulo de los Organov. Lo observo con fijación enfermiza durante largo rato, y no es hasta varios minutos después cuando comprendo lo que significa.

—¿Qué pongo en la hora de la muerte? —dice Marc.

—Yo me ocupo.

16:21

—A veces dan ganas de pegarles un tiro y olvidarte de todo.

Luis Dólera, médico forense amante del buen comer y del mejor beber, es el vivo retrato de Papá Noel. Tiene un perímetro abdominal de similares proporciones y una barba blanca donde colecciona pelusas. Todos en la brigada pensamos que trabaja con muertos porque son los únicos que aguantan su halitosis perenne. Lo encuentro en el Hospital Universitario de San Juan, donde ejerce como profesor de Anatomía, y al abrigo de un café me cuenta sus problemas.

—Ya sabes que doy clases de anatomía aquí, en el universitario. Sin embargo, el otro día faltó un compañero de neurocirugía y me endosaron a sus alumnos. El asunto era de una sencillez abrumadora. Debía acompañarlos por diversas habitaciones del hospital para que reconocieran a varios enfermos. Después de eso, los mandaba a casa.

—Pero si no eran tus pacientes, ¿qué les podías enseñar?

—Ahí está el problema. Lo mío son los muertos. Yo, hoy por hoy, sería incapaz de explicar trastornos neuronales. Mira, la semana pasada asistí a una colonoscopia. Consiste en introducir por el recto una cámara de video y comprobar que todo está bien.

—¿Para qué queréis hacer eso?

—Hay que chequearlo todo, Antonio. Bueno, pues resultó que el operario de la cámara, un joven doctor inexperto, la extrajo demasiado rápido y, bueno… digamos que terminó silueteado en la pared del quirófano. Cuando vi aquel géiser de heces, recordé por qué me había especializado en cuerpos inertes.

—Ya veo.

—Por eso era la persona menos indicada para llevar de paseo a los cachorros de otro, pero bueno, le debía un par de favores y se los pagué gustoso.

—Y estabas en Neurocirugía.

—Neurocirugía —repite, y toma un sorbo de café—. Los primeros pacientes que visitamos estaban en coma, así que les tomamos las constantes, repasamos el historial clínico y poco más. Pero el tercero era otra historia. Se trataba de un anciano con cara de tortuga que nos miraba impasible. A simple vista era un caso más, sin complicaciones. Se había lesionado el lóbulo temporal, que controla el lenguaje, y supuse que se quedaría en silencio durante toda la consulta.

—Pero no.

—En absoluto. El caballero padecía la llamada afasia de Wernicke. No había manera de que cerrara la boca. Hablaba sin cesar, pero como tenía el habla dañada, solo decía incoherencias. Balbuceaba formando palabras sin sentido, aunque él pensaba que su discurso era perfecto. Su mujer estaba presente y le reñía porque consideraba que estaba haciendo el tonto, sin comprender que su marido estaba enfermo. Yo le preguntaba por su trabajo, por su color preferido, y no obtenía resultado alguno. Entonces, cuando le interrogué por su nombre, contestó sin pensar: «Jeremías».

—Vaya, entonces no estaba tan mal.

—Al contrario, amigo mío. Al tener daños cerebrales, su habla se vio reducida a los estímulos inconscientes. En otras palabras, si pensaba lo que quería decir, no era capaz de articular frases inteligibles, pero si lo decía por impulso, entonces contestaba correctamente.

—Es un avance.

—Para nada. Como te he dicho, el viejo mascullaba disparates hasta que dejaba de pensarlos. Y entonces se ponía a insultarnos a todos.

—¿Os insultaba?

—Era un caos. Lo único que le venía a la mente de forma inconsciente era que su mujer le preparase la comida y cagarse en el santoral patrio.

Dólera traga su café emitiendo un ruido bastante desagradable. Los pelos del bigote se tiñen de cierto color negruzco.

—Así que imagínate el cuadro —prosigue—. Rodeado de estudiantes ansiosos por aprender, con un viejo malhablado que no paraba de mentar a mi difunta madre, y una anciana que gritaba aún más que él para que dejase de comportarse como un idiota. A los cinco minutos de escuchar a aquel desgraciado me dolía tanto la cabeza que, te lo juro, le habría pegado un tiro.

Conocí a Luis Dólera hace unos años, cuando me tocó investigar una agresión con arma blanca entre menores. Según supe después, el hijo de Dólera era el marginado del colegio. Había un grupo comandado por un tal Serrucho que agredía al chaval ante la pasividad de profesores y compañeros. El crío llegó incluso a intentar suicidarse. Aquello quemó la sangre de Dólera y decidió tomarse la justicia por su mano. Contactó con un clan gitano y les pagó para que sus hijos le dieran una paliza al Serrucho. Las indicaciones eran claras: que dejasen marcas. Confiaba en que, en el peor de los casos, como todos los involucrados eran menores de edad, no se investigaría más allá de unas simples pesquisas. Los críos estaban bien instruidos. Si algo ocurría, debían decir que le zurraron al otro por gusto. Si le preguntaban al padre, diría que eran cosas de niños. Nada debía llevar a Luis Dólera. Al final, los gitanos dejaron más marcas de la cuenta, en concreto del tamaño de una puñalada de doce centímetros. Mis métodos me llevaron a la raíz del asunto casi sin proponérmelo. Abordé a Dólera en una consulta privada que tenía a las afueras, y este se derrumbó. Cuando escuché su historia, no pude hacer otra cosa que echar tierra sobre el asunto. ¿Quién podría culparle de querer proteger a su familia? Joder, si se parece a Papá Noel.

—Los muertos son mejores que los vivos, te lo digo yo —prosigue—. Por lo menos están más callados.

—Ya que lo dices, te quería hablar de un muerto.

Dólera es un tipo listo y no se le escapa el motivo de nuestra reunión.

—Cuéntame.

—Han ingresado hoy a un tal Cosme Trujillo al que estoy investigando. No tenía familia ni amigos. Un bala perdida.

Luis se rasca la barba. Escamas de piel seca caen sobre la mesa como una nevada invernal.

—¿A qué hora lo han traído?

—Sobre la una del mediodía.

—Entonces se lo habrán asignado a Cuevas.

—¿No puedes hacer nada?

—Sí, tranquilo. Le diré que me lo ceda, aunque ando algo liado con un tipo asesinado, un tal Asensio Moscardó. Pero, dime, ¿qué es lo que buscas?

—Nada. —Me recuesto en la silla—. Estoy convencido de que el viejo estiró la pata por causas naturales, pero me resultaría mucho más sencillo rellenar el papeleo si el informe forense asegura que murió ayer por la noche.

Luis asiente muy despacio.

—¿Te va bien entre las diez y las doce?

—Perfecto.

No hace más preguntas porque sabe que son innecesarias. Al final, lo único que importa es rellenar el informe y enterrar el cuerpo, aunque con la suerte que tiene el amigo Cosme Trujillo, lo más probable es que termine flotando en la piscina de formol junto a otros infelices. La ciencia avanza gracias a la muerte ajena, aunque la fecha del óbito sea imprecisa.

17:16

Si el aire huele diferente, es que alguien ha dejado la tapa del váter abierta. Conduzco el K despacio, sin prisa, contemplando la fusión entre los últimos rayos del sol y el resplandor de los alógenos. Algo ha cambiado y me niego a aceptar la evidencia. Mis pensamientos van de la reunión con los Organov a la casa de General Polavieja. En cada pestañeo veo a Cosme Trujillo abrazado a la escopeta, la paranoia en sus ojos fríos, un rictus que no deja de ser una sonrisa camuflada. Me pregunto cuál sería tu último pensamiento, viejo idiota. ¿Eras consciente de tu propia locura? Una fortuna amasada en bolsas de plástico negro y azul condenada a desaparecer de la misma estúpida forma en que la obtuviste. Cosme Trujillo, obsesionado por la discreción con tu estúpida barba postiza, la gente te señalaba por la calle y no podías soportarlo. Te encariñaste con un niño que te juró amor eterno mientras pudieras pagarlo, pero amor eterno al fin y al cabo. Una vida sin amigos, sin mujer, tal vez luchando contra tu propia naturaleza homosexual. Esa era la única manera que conocías de ser aceptado, de obtener compañía, de encontrar un oído amable que se dignara a escuchar tus desvaríos. Pero había algo de lucidez dentro de toda esa esquizofrenia, ¿verdad? No le dijiste a nadie lo de tu tesoro, y si lo contaste es probable que nadie te creyese. Dinero, montañas de dinero. Billetes que nadie echó de menos, que aparecieron de la nada y regresarán al olvido porque son una prueba para el juez Morales. ¿De dónde los sacaste, Cosme? ¿Quién te los dio? ¿Por qué no te los gastaste?

A la altura de la Clínica Vista Hermosa el tráfico se detiene. No es que fuera fluido hasta el momento, pero de pronto todos los coches se hacen a un lado. Entonces escucho la sirena. No ubico su procedencia hasta que veo un enorme camión de bomberos por el retrovisor. Me aparto al arcén y dejo pasar a los operativos de emergencias.

Y de pronto recuerdo al Martínez contándome lo del coche de bomberos robado para atracar estancos.

Sin pensarlo demasiado, me pongo a su estela. No coloco la guinda, ni siquiera trato de adelantarlo. Solo lo sigo. Las manos sudorosas amasan el volante en cada giro por la carretera de Valencia con la incorporación Xavier Soler. Gira en el sentido correcto la glorieta que cruza con Sanchís Candela y sale disparado. Acaricio el pocket sin atreverme a dar aviso pidiendo apoyo. Les piso los talones, abstraído en el resplandor de las sirenas y el escándalo de la alarma. Tuercen hacia la derecha y luego a la izquierda y se frenan en mitad de la calle.

Salgo del coche. El aire es caliente en esta parte de la ciudad. Llevo la mano pegada a la culata y la identificación en la mano. Varios bomberos saltan del vehículo con las hachas dispuestas. Uno se ajusta el casco mientras da órdenes. Algunos vecinos observan curiosos el despliegue de efectivos.

—¿Puedo ayudarle? —pregunta uno.

Me doy cuenta de que apenas me he movido. Sigo en la misma posición de John Wayne, preparado para desenfundar. En las proximidades no se ve un solo estanco, ni siquiera una puta máquina expendedora. Respiro hondo y trato de disimular.

—¿Qué ha sucedido?

—Alguien ha dado aviso de un anciano atrapado en su domicilio.

Tras esta escueta explicación retoma sus quehaceres. En la lejanía se escuchan más sirenas. Me siento como un estúpido y regreso al vehículo. Tengo que hacer marcha atrás para salir del callejón bloqueado por los bomberos. Unos niños escupen contra el parabrisas.

19:37

—Te has perdido lo mejor, Antonio —me cuenta Marc, al abrigo de una pinta de rubia en la tasca PP—. Los chicos del turno tres habían detenido a varios yonquis y los tenían en el calabozo. Uno de ellos era un gordo de esos que tienen un michelín en la nuca más grande que su papada. No quiero ni imaginarme lo que hará para encontrar una vena para pincharse. Bueno, pues los compañeros le quitan los cordones de las zapatillas, la cartera, el reloj y los pendientes. Le incautan un cuchillo y un par de papelas, lo normal. El gordo este da el coñazo toda la noche, sin parar de repetir que tiene que tomar una medicina o algo así, que se va a morir. Los del turno tres le dan el paquete con las galletas y el zumo, la manta y la colchoneta, y pasa toda la noche encerrado. Pero esta tarde, al ir a soltarlo, el tío se encabrona.

—¿Los pendientes? —pregunto.

—Los putos pendientes. Al parecer, el que rellenó el resguardo de las pertenencias escribió «pendientes de oro» en lugar de «pendientes dorados». El tío se pone farruco, que quiere sus pendientes de oro, que esos que están en la bolsa no son los suyos, que alguien se los ha cambiado. Al final se ha emperrado y ha presentado una denuncia contra el Cuerpo. Nos acusa de denegarle su derecho a la atención médica y de torturas, además del hurto, claro.

Marc mira en todas direcciones buscando a la Carmencita, hasta que la encuentra limpiando una mesa de porquería ajena. Siempre me llamó la atención la cantidad de desperdicios que quedan en una mesa de bar aunque te lo hayas comido todo, pero a ella no parece importarle.

—Algo estamos haciendo mal cuando los criminales son las víctimas y los policías los delincuentes.

En las mesas de alrededor se arremolinan compañeros de la comisaría, algunos de uniforme y otros ya de paisano. Casi todos tienen en boca la última anécdota del día, el caso curioso de unos niños apedreando un contenedor de reciclaje de cristal para ver quién acertaba en el agujero, los aspavientos del Martínez sobre el último conflicto de bandas o las quejas vecinales sobre las prostitutas diurnas. En la barra, Tomás sirve chatos de vino a los caimanes mientras asiente con desgana ante una conversación que ya ha oído miles de veces. Una mugrienta televisión relegada a una esquina gruñe noticias locales: GRUMM Internacional proyecta nuevas infraestructuras; detenida una banda de rumanos cuando robaban cable de bronce del polígono Las Atalayas; el juicio por corrupción en el consistorio se retrasa unos meses.

—¿Va todo bien, Antonio? —pregunta Fonsi—. Te veo apagado.

Regreso a la realidad.

—He hablado con Dólera. Hará la vista gorda con la fecha de la muerte. Nos pasará el informe antes de entregarlo, para que le echemos un ojo.

—Mejor. Así nos quitamos el muerto de encima, nunca mejor dicho.

Una risa forzada me indica que Martínez se aproxima. Agarra una silla y se sienta a nuestro lado.

—¿Os sabéis la última?

—El gordo de los pendientes. —Marc muestra una sonrisa de autosuficiencia—. Se lo acabo de contar.

—Dice Portela que ni siquiera tenía agujeros en las orejas, ¿qué os parece?

—Martínez, coño, ¿cómo no va a tener marcas? —gruño—. Te han tomado el pelo.

El silencio que sigue hace más ridícula su ya de por sí patética expresión. Arruga la frente y mira de un lado a otro, pero al instante se relaja y parece que se le mueve el pelo hacia atrás.

—Portela dice que no, que nada más salir se ha ido a una tienda de tatuajes y se ha perforado hasta la nariz, el tío.

Resoplo con tranquilidad.

—Te repito que te han choteado, Martínez.

Entonces es cuando parece darse cuenta de lo que sus palabras traen implícito. No solo la estupidez propia de la naturaleza humana, sino la batalla ganada antes siquiera de que el Martínez hubiera podido asimilarlo todo.

—Será hijoputa, el Portela. Cuando lo enganche le voy a dejar las cosas claras.

Se levanta masticando palabras en valenciano y cruza todo el local hasta la barra. Tomás le sirve un copazo de ron para ahogar las penas mientras asiste resignado a la narración meticulosa de la burla de Portela.

—El Martínez es un loco —asegura Marc—. Siempre está contando batallitas. Era cuestión de tiempo que alguien le colase un gol. Lo único que lamento es no haber sido yo.

—Hoy he perseguido a un camión de bomberos —digo.

Mi compañero se encoje de hombros.

—¿Y para qué querrías hacer eso?

—El Martínez, que contó la historia aquella de un coche de bomberos robado para atracar bancos. Me he topado con uno y, joder, no sé ni por qué lo he hecho, pero lo he seguido. —Me aclaro la garganta, pero la cerveza ya no tiene gas—. Iban a un aviso absurdo, un viejo atrapado en su zulo.

—Eso es que tenía buenos vecinos. Si los de Cosme Trujillo hubieran dado la alarma, puede que no hubiera palmado como lo hizo.

Fons se convierte en el mudo de los hermanos Marx al ver mi expresión. Solo relajo las facciones al contemplar mi reflejo en sus ojos. Miro al techo. Las placas de escayola, que en algún momento del Pleistoceno fueron blancas, surgen grisáceas y agrietadas.

—Tengo los nervios de punta desde esta mañana —le confieso—. Uno siempre cree que está preparado para todo, pero algunas cosas te superan y se meten bajo la piel.

—¿De qué estás hablando? Hemos visto muchos cadáveres durante todo este tiempo.

—No me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué?

—Al dinero.

Las conversaciones continúan en su tono habitual, pero de pronto tengo la sensación de que el silencio me va a envolver y todos los presentes me van a señalar. Sí, tú, Antonio Ramos, te hemos oído, pobre desgraciado, porque eso es lo que eres, un infeliz que no sabe ver una oportunidad cuando la tiene delante y al que solo le queda llorarle a su compañero de trabajo, un crío, Antonio, mírale, no es más que un chaval y tú, no me cansaré de repetirlo, el mayor imbécil de todo Alicante.

—Olvídalo, Antonio. —Marc se inclina un poco hacia la mesa—. ¿Qué podías saber tú? Yo también estaba allí y no lo vi. Joder, pasaron horas hasta que los de limpieza rompieron una bolsa y cayó toda la pasta al suelo.

—¿No lo ves, Fonsi? Nadie sabía que estábamos allí. Ese viejo no tenía familia. Había una fortuna enterrada entre inmundicia para el primero que llegase.

—De nada sirve torturarse. Lo que tienes que hacer es dejar el pasado atrás. Yo lo hice, dejé atrás mi formación como agente de la ley y entré de lleno en los skins. Y después tocó el camino inverso. Si ahora pensase en todos los colegas que dejé dentro de los Ultra Sur, porque los tenía, ahora mismo no podría ni dormir por las noches.

—No es lo mismo. Se supone que cada persona tiene al menos una oportunidad para cambiar su vida, y yo la he dejado pasar. Ya no va a volver, ¿no te das cuenta? El dinero se va a pudrir en un almacén de pruebas hasta que alguien más listo que nosotros lo enganche por banda.

—Tómatelo como un día más, Antonio. Te vas a acostar igual que te levantaste. Nada ha cambiado, sigues siendo el mismo. Piensa así, hazme caso.

—Ese es el problema Marc: nada ha cambiado.

Un tono polifónico interrumpe la amigable charla. Tardo varios segundos en percatarme de que es mi propio teléfono. Sacudo la cabeza un par de veces y compruebo la llamada entrante en la pantalla.

—Lo que faltaba. —Descuelgo—. ¿No se supone que estabas detenido?

—No han fabricado prisión que pueda encerrar al increíble Roger Escudero —dice al otro lado de la línea—. Soy el puto Houdini, Antonio.

—No me jodas, Rog.

—Tus compañeros me han interrogado en calidad de testigo, pero nada más.

—La policía no interroga. En todo caso te habrán tomado declaración.

—Y me han robado el carrete, por cierto.

—La policía no roba. Te lo habrán decomisado y no, no pienso mover un dedo para que te lo devuelvan.

Informo a Marc de que es nuestro periodista preferido y él forma una pistola con los dedos y aprieta un gatillo imaginario en su dirección.

—Apuesto a que al final lo harás.

—¿Y por qué debería hacer eso?

—Oh, amigo, porque tengo información sobre cierto actor afincado en Hollywood que puede ser de tu interés.

21:03

Roger Escudero nos espera acechando al Hotel Meliá junto a una entrada lateral.

—¿Has oído hablar de los simbiontes? Tuve que hacer un reportaje sobre ellos para una revista de ciencia. Son especies que se unen para beneficio común, como el liquen que se pega a la corteza de los árboles.

—¿Qué es el liquen? —pregunta Marc.

—Una especie de hongo amarillo. El día que pises un bosque te fijas.

—En tu madre me fijo.

—Da igual. El caso es que nosotros también somos simbiontes. Nos asociamos para alcanzar un objetivo de mutuo interés.

—Yo no soy un puto hongo, Rog —le rectifico—. Y tú, sin duda alguna, eres un parásito.

—Es otra forma de verlo.

El Meliá de Alicante lleva tanto tiempo junto a la costa que diría que construyeron la playa a su alrededor y no al revés. La actual Ley de Costas considera ilegales las casitas de pescadores de los años cincuenta, pero nadie habla de la gran mole de hormigón que se agazapa entre el Postiguet y el puerto deportivo. El Mediterráneo se muestra calmo ante el ir y venir de huéspedes, la sonrisa amable de la ciudad, con el Benacantil de fondo soñado y el lujo como moneda de cambio.

—El tío debe seguir con el horario americano para no perder la costumbre. —Roger lee unas notas desordenadas que parecen escritas por un chimpancé borracho—. Anoche se acostó tarde, pero hoy ha cenado a las siete en punto. Los del hotel han tenido que abrir la cocina solo para él.

—¿Está buena? —Se relame Marc.

—¿La puta? Cobra mil la hora. Como para no lucir palmito.

Una fila interminable de vehículos esperan para estacionar en el aparcamiento subterráneo del otro lado de la calle. Los de gama alta giran hacia la izquierda y le dejan las llaves al aparcacoches. Algunos duermen en las entrañas de la tierra bajo el yugo del parquímetro, mientras que otros se posicionan cara a cara con los yates.

—El Zorro duerme en la habitación ocho de la última planta —continúa Escudero—. Es una de las suites de primera clase.

—La primera clase es para los aviones, Rog —le rectifico.

—Y para las personas. —Fonsi se ríe de su propia gracia, pero al comprobar que nadie le imita, decide guardar silencio.

—Bueno, vosotros me habéis entendido. El pavo soba entre las mejores sedas, come en los restaurantes más exclusivos y hasta se folla a las tías más golfas. Joder, para acercarme a una chavala así tendría que atracar un furgón blindado.

En el infinito, más allá de la razón y la vida, Cosme Trujillo se burla de mí, de Rog y de todos los otros desgraciados de este mundo.

—No hay que pegarle el palo a un banco para ser millonario: basta con escarbar entre la basura de un viejo enfermo y cadavérico. Entonces llegan las putas, los restaurantes de lujo y hasta montar una fundación para la conservación del liquen.

Marc abre la boca para decir algo, pero se lo piensa mejor y regresa a sus pensamientos.

—Eso —añade Roger—, o ser un actor del montón con algo de suerte.

—Vamos a entrar. —Me encaro al parásito—. Escucha, y escúchame bien: nosotros abriremos paso. No dirás una sola palabra. Harás fotos y nada más. Del resto me encargo yo.

—Puedes confiar en mí, colega.

—No, no puedo. Ya lo dejaste claro esta mañana. ¿Qué hacías en la casa de General Polavieja?

—Ni que fuera el único medio desplazado a la noticia.

La brisa marina cargada de salitre y contaminación me golpea en la nariz con su fétido hedor. Marc me agarra del hombro y nos separamos unos metros de Rog, aunque este continúa con la antena puesta.

—¿Estás seguro de esto, Antonio?

—Voy a conseguirle el autógrafo a mi Leo.

—Si esa rata de Roger publica las fotos nos podemos meter en un lío.

—Tranquilo, en realidad sí es de fiar. Él sabe de qué va todo esto.

—Entonces adelante.

No necesito su visto bueno. La decisión ya está tomada. Avanzamos con paso de paquidermo hacia el hotel, como si fuéramos unos clientes más. Los de recepción tienen fichado a Roger, pero él es más listo y se ha preocupado de untarlos. En caso de que consiga una noticia buena gracias a ellos, obtendrán su recompensa.

El vestíbulo es amplio y da a los dos extremos de la calle. La calefacción está muy alta y el golpe de calor es imprevisible. Caminamos confundidos con el trasiego de clientes hasta los ascensores. Una mujer espera para cogerlos. Tiene el rostro tan deformado por el bótox que parece la caricatura de un payaso, aunque con más maquillaje. Nos lanza un par de miradas recelosas justo al tiempo que suena una campana y se abre la puerta automática. Subimos los tres, pero la señora parece olerse algo y decide esperar al siguiente pese a caber en el nuestro. Cuando ascendemos, digo:

—La has espantado, Rog.

—¿Yo?

—Apestas a orines de gato —se apresura a aclarar Marc.

—Eh, me costó años destilar una esencia propia. ¿No has oído hablar de las feromonas?

—¿Y tú has oído hablar de la ducha?

Alcanzamos la última planta y salimos al recibidor. Las puertas se dividen en pares e impares. Encontramos la número ocho sin demasiada dificultad. Fonsi me indica que está preparado con un movimiento de cabeza. Acaricia el puño americano en su chaqueta. Rog extrae una llave magnética sin número.

—Las chicas de la limpieza son un encanto.

Ni Marc ni yo queremos saber lo que ha hecho para obtenerla. Introduzco la tarjeta de plástico en la cerradura y la puerta se abre en silencio. Entramos atropelladamente, chocándonos entre nosotros. Pulso un interruptor de pared y la luz ilumina la estancia. La habitación es amplia, con un cuarto de aseo del tamaño de mi apartamento y un mastodóntico armario de puerta corredera. En el centro hay una enorme cama con una pareja en pleno acto sexual. Roger dispara el flash de la cámara sin preocuparse de obtener un buen ángulo. Fons se adelanta y agarra a la tía de las muñecas.

—¿Qué es esto? —Típica frase—. ¿Quiénes sois vosotros?

La chiquilla está en cueros, pero lo que más me molesta es ver al energúmeno que se la estaba trabajando. Es el individuo con bigote de morsa que acompañaba al Zorro esta mañana.

—¿Quién cojones eres tú? —Ahora, la pregunta típica es mía.

—Joder, ¡que alguien llame a la policía! —vocifera.

—Ellos son la policía —dice la niña.

Planto los ojos sobre su cuerpo desnudo. Largas piernas perfectamente depiladas, una tira de vello púbico como único vestigio de su moreno natural. Los pechos firmes, de pezones grandes y oscuros semiocultos entre los rizos de su larga cabellera. La reconozco cuando la miro a la cara.

—Vaya, pero si es Aurora, la preciosidad del Tuerto. ¿O debería llamarte Aneris?

La chica se deshace de Marc y, lejos de mostrar pudor y taparse, coloca los brazos en jarras, las manos acentuando la cintura, apoyando el peso sobre una pierna y ladeando el cuello en actitud chulesca.

—¿Qué quieres, Mierda de Perro?

Hace un tiempo vino a mí pidiendo protección. Era un caramelo tan goloso que me lo tragué sin masticar. Al final resultó ser una trampa y el Tuerto apareció con una cámara de fotos para hacerme chantaje, aunque al final fue él quien bailó a mi son. Y ahora, ironías del destino, los roles se invierten y soy yo el que interrumpe su polvo con una cámara Réflex. Solo por eso, y por el recuerdo del sexo con una diosa como ella, le permito que me insulte.

—¿Dónde coño está el Zorro? —Escupe Marc.

—¿Sois policías? —pregunta el bigotudo, sin comprender nada—. ¿Por qué habéis entrado en mi cuarto?

—Nos pareció oír gritos de auxilio —miento—. ¿En qué habitación está el Zorro?

—Él… en la de al lado, la diez. —Se incorpora tapándose con las sábanas, como la toga de un césar romano—. ¿Puedo ver su identificación?

Agarro a Aurora de un brazo y a Rog del otro. La saco desnuda al pasillo, pero parece importarle más pisar la moqueta sucia que ocultar su piel.

—¿De qué va todo esto? —pregunta ella.

—Ya lo sabes. En cuanto abra la puerta te tiras sobre él y le chupas el dedo gordo del pie o algo así.

—Me has hecho perder dinero, Mierda de Perro. —Muerde el aire con su fuerte acento andaluz—. Me tendrás que pagar el servicio de tu bolsillo.

—Sí, joder, lo que digas.

Introduzco la tarjeta del revés y me toca sacarla de nuevo. Marc permanece intimidando al tipo del mostacho. Roger está sobreexcitado observando la belleza de Aurora.

—Céntrate, Rog —le indico, aunque no aparta la mirada de la chica en ningún momento.

La puerta se abre y en esta ocasión entramos poco a poco. El Zorro duerme plácidamente con un antifaz para los ojos. Aurora se coloca a horcajadas sobre él y entonces se despierta. Roger reacciona rápido y aprieta el botón de su cámara varias veces por segundo. El clac, clac de las fotos es música para mis oídos.

El Zorro se retuerce bajo la chica. No sabe si lo está soñando o si en realidad lo atacan. Se arranca el antifaz de golpe y aleja a Aurora de un empujón. El tío está en forma a pesar de todo. Doy un par de pasos hasta ponerme a su altura y le pateo el pecho. El tipo cae de nuevo sobre el colchón. Se arrastra hasta una esquina de la suite donde tiene un teléfono que parece de juguete. Antes de que lo alcance le piso la mano y le obligo a sentarse en una butaca.

—¿Qué sucede? —Lleva un pijama con su nombre bordado, ver para creer—. ¿Qué es todo esto?

Aurora sale de la habitación. Roger la observa con el objetivo de la cámara. Se relame por el material que ha obtenido. Acerco una silla al lado del Zorro.

—Es muy sencillo. Aquí, mi amigo, te ha fotografiado con una chica desnuda en la cama.

—¿Qué? Yo quiero a mi mujer. Esto es un montaje.

—Sí, ya he visto que eres un tío fiel. —Le lanzo una mirada a Rog y extiende las manos en actitud pedigüeña—. A mí no me puede importar menos. El tema es que tenemos tus fotos, y eso vale dinero en el mercado de la presa rosa.

—Si salen publicadas en algún medio juro que…

—¿Qué juras? ¿Que nos vas a enchironar? Cuento con ello, pero a los dos nos conviene que no salgan a la luz. Yo, para no ir a la cárcel, y tú, para conservar tu reputación. ¿Cuántos contratos publicitarios crees que firmarás después de que la gente te vea con esta zorra? —Aurora se queja tras de mí—. ¿Qué productor de Hollywood querrá tener en plantilla a un actor putero? Ya sabes cómo funciona esto.

Siento la ira en sus ojos. La ofensa recibida es demasiado para su ego. El gran héroe americano manipulado por un policía de provincias. Le tengo atrapado entre la espada y la pared. Me relamo, disfruto el momento.

—Hagas lo que hagas has perdido —prosigo—. Solo tienes que decidir qué opción es menos perjudicial.

—¿Queréis dinero? ¿Es eso?

—Las fotos valen pasta. Nos importa bien poco si nos las pagas tú o una revista de cotilleos.

—¿Cuánto?

—Ya lo discutiremos. De momento quiero otra cosa.

Extraigo un bloc y un bolígrafo y se los tiendo. No parece entender nada hasta que digo:

—Con «para mi mayor fan» bastará.

Si en su próxima película consigue poner una cara de estupefacción como esta, puede que incluso opte al Oscar.