Él resultó ser ella.
La figura que acosaba a África, la que grabó la cámara de seguridad de Diego Rojas, se llamaba Laura Sanchís. Nació en Madrid capital cuarenta años atrás, soltera, trabajaba en una zapatería del centro hasta que le dejó. Desde entonces no se le conocieron trabajos estables, salvo el de castañera en invierno. Castañas asadas, hollín, ese extraño olor que la cubría por completo.
En casa de Laura encontraron cientos de notas manuscritas. Se trataba de cartas nunca enviadas a África. En las que detallaba su día a día, el gran amor que sentía por ella y el tremendo vacío que la roía por dentro. Cartas sin sello, sin remitente ni dirección, pero con un destinatario claro. En algunas le hablaba como al bebé que perdió, en otras como a la adulta en la que se habría convertido. A África también le gustaba escribir un diario. Incluso sus letras eran parecidas.
Laura conservaba un abultado tomo con recortes de prensa y otras investigaciones sobre la clínica San Ramón de Madrid. Al parecer, siendo madre soltera con veinte años, su familia la puso en contacto con una monja llamada sor María. Le asesoró que acudiese a la San Ramón para tener el bebé, y allí se lo robaron. Corría el año 1981. Según su versión, le dijeron que la niña había muerto en la incubadora. Le enseñaron el cadáver de un bebé que conservaban en una nevera para acallar todas sus dudas.
Sin embargo, Laura sospechaba la verdad. Habló con los medios, con la policía, pero nadie la escuchó. Años después localizó de nuevo a sor María. Estaba muy enferma, y como acto de constricción, o tal vez como fin de su vergüenza, le contó que su hija estaba viva. Le dijo que se encontraba en Alicante. Se trasladó a la ciudad, encontró trabajos esporádicos, y en sus ratos libres recorría la ciudad en busca de la familia que tenía a su Esperanza.
Se pidieron pruebas para determinar si eran en realidad madre e hija. El juez Morales no las autorizó, por lo que reclamaron de nuevo. Aún no han contestado.
Diego y Clara lo negaron todo auspiciados por sus abogados. África les retiró la palabra y se mudó a un apartamento en El Campello. Una noche, sin que Diego supiera nada, Clara fue a visitarla.
Fue una confesión en toda regla. Se pusieron los sentimientos sobre la mesa. Ninguna se guardó cartas bajo la manga. Dos almas al desnudo, parecidas a una madre y una hija, pero con la frontera de las mentiras de toda una vida por medio. Una, la hija deseada y de nuevo perdida, con la partida de nacimiento falsificada y un pasado y presentes inventados. La otra, una sesentona que podría ser su abuela, sin nada en común con ella, pero con esa mezcla de amor y distancia de tantos años de convivencia.
Clara le contó que la compraron por quinientas mil pesetas. Habían intentado todo para tener hijos, pero los abortos continuados terminaron en una infección y la extirpación de la matriz y el útero. Su sueño se vino abajo, por lo que decidieron adoptar. Recibieron múltiples cartas de que existían pocos menores en situación de abandono, pero no se rindieron. Diego conocía a un abogado. Este les puso en contacto con otro, y el siguiente con otro más. Una larga cadena de contactos entre juristas de pocos escrúpulos. Al final estaba la clínica San Ramón de Madrid, y en ella una África recién nacida.
No había nada más. La compraron, los abogados arreglaron los papeles del Registro Civil para que pareciese una hija natural y se la llevaron a casa. Una red organizada para robar niños y venderlos a parejas que deseaban adoptar. Sucedió una y otra vez.
Hablo con África a menudo. Trabaja en un restaurante cercano a la universidad para pagarse de su bolsillo la carrera de Derecho. Me pide consejo sobre cómo llevar su investigación. Aún está en tratamiento por presenciar el suicidio de Laura. Creo que, en el fondo, se arrepiente de sus palabras, de insultarla y ningunearla como madre, de odiarla hasta el punto de destruir el resto de la poca salud mental que le quedaba.
A veces me pregunta por Jaime. Me da ánimos para que no me rinda, para que siga buscando. Yo no sé qué contestar.
Hace poco, África me contó algo que desconocía. La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 18 de diciembre de 1992 lo que bautizó como «Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas». En ella se habla de los derechos humanos infringidos sobre aquellos que secuestran a otros, en concreto a los que se llevan a niños en contra de su voluntad y nunca aparecen.
Se firmó porque hacía falta.
En cada esquina del mundo desaparecen niños. A unos los secuestran para sacarles los órganos, a otros por motivos sexuales, y también para criarlos como propios. En el fondo del asunto, el mismo de siempre: el dinero. Niños soldados, niños trabajando en minas de Nicaragua, niños esclavos en India o China. Los sacamantecas de antaño los mataban por ignorancia, los hombres del saco de hoy se mueven por unos intereses más sórdidos. Niños como África, vendidos, viviendo una vida falsa, sin lazos con el pasado.
Pero la sangre llama a la sangre. La sangre se reconoce. La sangre busca respuestas.
Y después quedábamos Inés y yo.
La vi de nuevo un par de días después del incidente con Laura. Me encontraba en casa recogiendo mis cosas cuando llamó a la puerta. Notario aleteó como loco. Yo abrí. Estaba distinta, quizá algo más triste. En su mirada quedaba un destello de la mujer que fue, pero algo había cambiado.
—¿Por qué no contestas al teléfono, Roberto? —preguntó.
Regresé al interior del apartamento sin contestar. Ella cerró tras de sí y me siguió. Se quedó perpleja al ver las cajas cerradas de la mudanza. El piso, sin la mugre y los desperdicios, con todo empaquetado, tenía un aspecto diferente, casi acogedor.
—¿Te marchas? —dijo.
—Esta ciudad me ha derrotado. He tardado en darme cuenta, pero así es.
—Pero… ¿adónde vas a ir?
—He hablado con un amigo de Mallorca. Dice que me puede dar trabajo de vigilante jurado en una obra.
Cerré una caja de cartón con precinto. No me atrevía a mirarla a los ojos.
—¿Y ya está? —Se cruzó de brazos—. ¿Te rindes? ¿Te marchas sin dar explicaciones?
—No puedo seguir aquí. El caso de África me ha trastocado.
Se acercó a mi lado y me abrazó. No hice ningún esfuerzo por evitarlo, pero tampoco por devolvérselo.
—No tienes culpa de que esa mujer se suicidara. No tienes culpa de nada.
—Lo sé. A decir verdad, tan solo he sido un espectador más de todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
—Entonces, ¿qué ha cambiado?
Notario se posó en mi hombro. Lo agarré con cuidado y lo introduje en su jaula. Después cerré la puerta para que no pudiera salir.
—No fue que se suicidara. No es siquiera todo lo que hemos descubierto, ni todas las personas que han muerto.
—No esperes que lo adivine, Roberto. Cuéntamelo.
Me agarró de la mano y nos sentamos en el sofá. Las palabras tardaron en salir de mi garganta:
—Esa mujer… Laura. Lo que dijo. Lo que pasó. Me ha hecho plantearme ciertas cosas.
—¿Cómo qué?
—Como si ha llegado el momento de dejar de buscar a Jaime. En el peor de los casos está muerto, y en el mejor viviendo con otra familia. En el primer caso, solo puedo darle sepultura, porque ya lo he llorado durante tres años. Y si está vivo, ¿qué podría hacer? Eso fue lo que me preguntó Laura. ¿Qué harías en mi lugar? Y no tengo respuestas.
—Ya lo descubrirás cuando suceda. No tienes por qué pensar en eso ahora.
—Es imposible dejar de pensar, y tú lo sabes. Es nuestra condena. Yo no sé qué haría. ¿Tienes tú una respuesta mejor? ¿Acecharías a Jaime? ¿Se lo arrebatarías a su nueva familia? ¿Qué harías si tu propio hijo es incapaz de reconocerte como su madre?
Le aparté el pelo de la mejilla. Ansiaba besarla, pero necesitaba escapar de Alicante. Y ella era lo único que me retenía. No podía aferrarme a Inés como si fuera un bote salvavidas.
—¿Por qué te haces esto?
—No me hago nada, Inés.
—Te torturas. Es como si te gustase autodestruirte.
—Justo antes de dispararse, Laura me miró. Dijo «tú me comprendes». No lo preguntaba, lo afirmó. Y en parte tenía razón. Sé por lo que ha pasado, eso está claro. Y algo dentro de mí quiere contestar a su pregunta y gritar bien alto que sí, que haría lo mismo que hizo ella, que si es necesario convertirme en un asesino para encontrar a mi hijo, lo haría con gusto.
—Esa mujer estaba loca. Intentó involucrarte en la muerte de Barrachina, ¿lo has olvidado?
—No puedo juzgarla por eso. Yo habría hecho lo mismo. Lo sé, pero no me atrevo a reconocerlo. Por eso me marcho. Tiro la toalla. No puedo aguantar un día más soportando esta carga, esta ciudad. Este suplicio.
Me levanté. Sentí cómo sus dedos se escapaban de los míos. Ahora fue ella la que no hizo ningún esfuerzo por detenerme.
—¿Y qué hay de mí, Roberto? Pensé que estábamos arreglando lo nuestro.
—Lo nuestro se acabó en el mismo momento que insististe para que aceptara el caso. Ese ha sido el precio que hemos pagado.
La dureza de mis palabras no ocultaba su sinceridad. No quería hacerle daño. No después de todo el sufrimiento que había pasado por mi culpa.
—Y ya está. —Se encogió de hombros—. Te marchas. Ni siquiera ibas a despedirte.
—No es una despedida. Tengo que comparecer en el juicio dentro de unos meses. Podemos vernos entonces.
—Y entonces me dirás adiós, ¿no?
—No hay nada que puedas decir para que me quede. Lo siento, Inés.
Sin embargo, sí había algo que decir. Algo que me anclaría a ella, que le daría un nuevo significado a las alianzas que aprisionaban nuestros corazones. Simplemente dijo:
—Estoy embarazada.
Aquel día dejó de llover en Alicante.