Ayer hablamos, hija mía. No te diste ni cuenta. Salías del gimnasio, como cada martes. El pelo aún húmedo. Yo estaba enfrente, sentada en la parada del autobús. Llegaste a mi lado sin que me lo esperase. ¿Por qué aquel día no llevabas el coche? ¿Acaso estaba roto? ¿La criada no vino a recogerte? Nunca viajabas en autobús. Por eso no esperaba que fueras directamente a mi lado.
Te sentaste junto a mí, en el banco de metal, bajo la marquesina. Nunca te había sentido tan cerca. Nunca nos habíamos rozado. Olí el perfume sobre tu piel. Noté tu calor. El frío desapareció.
Y me hablaste. A mí, a mamá. Tus palabras rozaron mis oídos. Nunca olvidaré que dijiste «¿Sabe si falta mucho para el siguiente autobús?». Y yo no lo sabía. No tenía ni idea. Ojalá lo hubiera sabido, de verdad, mi amor, mi Esperanza, mamá quería decirte exactamente cuánto tiempo quedaba, que vieras en mí a una salvadora, a tu héroe, a tu madre.
Pero no lo sabía.
Te contesté casi sin aire, de forma mecánica: «no lo sé». De verdad, perdóname, hija mía. De saber que ibas a venir a mi lado, habría contado cada segundo entre un bus y otro. Habría memorizado la cadencia, estudiado el tráfico por posibles atascos. Te habría contestado la verdad, para que así supieras cuánto faltaba con exactitud.
Deseaba abrazarte, comerte a besos, pero no lo hice. Preferí que continuaras viviendo una mentira. Que siguieras llamando «papá» y «mamá» a esos sinvergüenzas que te robaron. Porque ellos tienen dinero, te pueden dar un futuro.
Yo solo podía compartir mi frío. Enseñarte los cortes de mis brazos.
El autobús llegó poco después. Tú subiste, yo me quedé en tierra. No nos despedimos.
Esa noche prometí que nadie te haría daño jamás.