—¿Sabes quién soy? —preguntó.
—Sí.
Nos habíamos encontrado a la salida del Cubil. Cuando fui en busca de Barrachina, ella se escondió en un portal y yo me abalancé sobre su cuerpo. Estuve a punto de partirle la cara a puñetazos, pero me contuve. Pensé que era una viandante asustada, no la persona que me había estado siguiendo, aunque en ese momento no lo supiese. La dejé marchar, pero no se rindió. Me vigiló de nuevo hasta casa cuando estaba borracho y robó el revólver de Diego. El mismo que usó para matar a Barrachina y que ahora apuntaba a África.
—Me has estado siguiendo. —Recalqué la obviedad.
La mujer soltó a África, que cayó desmadejada al suelo. Hice un ademán de ayudarla, pero ahora el revólver me apuntaba a mí.
—¿Por qué acosas a África? —pregunté.
Se arrodilló en el suelo y le acarició el pelo. África temblaba.
—No la acoso.
—La cámara de seguridad de los Rojas te grabó asomándote a tu ventana.
—Los Rojas… —Se burló—. Una familia de gente bien. Santos, quizá. Dan trabajo a mucha gente. Tú trabajas para ellos, ¿verdad?
No contesté.
—No acoso a nadie. La protejo.
—¿Proteger? El único peligro que corre es que se dispare ese revólver que empuñas.
Tenía unos ojos grandes. Quizá en otra vida, en otro mundo, fueron bonitos. Ahora quedaban dos bolas bulbosas, de mirada fija, de inteligencia trastornada.
—La protejo de todos. —Continuó—. No quiero que nadie la toque, que nadie la dañe. Y me da igual si es su novio o ese pedófilo que robó a tu hijo.
Aquello me dejó a cuadros. Mi pulso se aceleró aún más. La adrenalina se agolpó en mi garganta y apenas me dejaron articular palabra.
—¿Qué?
—Lo maté —dijo—. Pero antes me contó que había secuestrado a tu crío.
Continuaba acariciando el cabello de África, como si intentase peinarla con los dedos. Yo pensaba en Jaime, en Barrachina, en Inés. Un triángulo imposible. Respiré hondo un par de veces. Joder, hasta recé.
—Es mentira.
—¿Eso piensas?
—Te ocultas en las sombras, manipulas a los demás. He conocido antes a gente como tú y sé que mientes.
Se rio. Fue una carcajada sonora y sin alma. Como si le hiciera gracia algo que en realidad era una desgracia. Una risa teatrera, de serie de televisión, falsa y ronca.
—Eres un chico listo. Me alegra no haberte matado cuando pude.
—No juegues conmigo.
—¿Cómo se llamaba tu hijo? —preguntó—. El que desapareció. Lo leí en la libreta que te quité.
Titubeé. Aún no sé por qué.
—Jaime.
—Yo tuve una hija, hace muchos años. Se llamaba Esperanza. Un nombre con significado. Igual que a ti, me la robaron.
Tras las paredes se escucharon sirenas. La habitación tenía varios enseres cubiertos con sábanas blanquecinas y agujereadas por las polillas. En el centro había un objeto rectangular, tal vez una mesa o una cajonera. El filamento de una bombilla desnuda iluminaba nuestras miserias.
—Eres un hombre e ignoras la diferencia que supone ser madre. Tienes a una criatura creciendo en tus entrañas, abriéndose paso, alimentándose de tu sangre. Te patea, te produce náuseas, te hincha como a un globo y no te permite descansar. Y aún así amas al fruto de tu vientre con todas tus fuerzas. Es la vida creando vida. Es la esperanza creando esperanza.
—¿Cómo desapareció tu hija? —dije—. Tal vez pueda ayudarte.
De nuevo, el revólver quedó tenso en su mano. Mirada dura, de manicomio, de suicida ante la horca.
—No juegues conmigo. —Masculló—. Aquí no hay poli bueno y poli malo. Estamos solos los dos. Esto es una charla entre amigos. No intentes convencerme de nada, no me metas ideas en la cabeza que no son mías. ¿Lo entiendes?
A la perfección. Entendía que había pulsado una fibra sensible. Estaría bien recordarlo.
—¿Quién robó a tu hija? —pregunté.
—Los médicos. Las monjas. Es un complot. Todos están involucrados.
Conspiranoia. Estaba para encerrarla y tirar la llave.
—¿Por qué querrían robarla?
—¿No es eso lo que te preguntas cada día? —dijo—. Me levantaba cada mañana preguntándome por qué. Durante años fue así. Buscaba una respuesta y no encontraba más que desprecio. Y sé que a ti te pasa lo mismo.
—Es mejor no preguntarte nada si sabes que las respuestas no van a llegar.
—Eso pensaba, pero al final llegan.
—¿Y cuál es? ¿Por qué secuestraron a tu hija?
—¿Por qué va a ser? Por dinero. Siempre es por dinero.
Ni toda la pasta del mundo podría rellenar el vacío que sentía por dentro. No se podía comprar la felicidad con billetes, más aún cuando te la habían quitado.
—Es mentira… —lloró África—. Una pesadilla…
La mujer la consoló como lo haría un depredador que se ha comido a toda tu familia pero te ha dejado a ti con vida.
—No, hija mía, es la verdad —susurraba.
Entonces lo vi claro. Tal vez fuera cierto que era la única persona capaz de comprenderla. Aquella demente se aferraba a un clavo ardiendo. La locura se había adueñado de ella. Ordené mis pensamientos y los pronuncié en voz alta.
—Piensas que África es tu hija —dije.
—No son suposiciones. Sé que es ella.
—¿Cómo estás tan segura?
—Una madre lo sabe. Me robaron a mi niña, y por fin la he encontrado.
—Pero África tiene dieciocho años. ¿Cuánto tiempo llevas buscando a tu niña?
—Mucho, demasiado. Y lo peor de todo es que cuando la encontré ya no podía hacer nada. Tenía una nueva vida, una mejor de la que yo jamás podría haberle dado, eso estaba claro. Así que me dedicaba a mirar, a observarla desde la distancia. A protegerla. Con saber que estaba bien y era feliz me bastaba. Ella estaba contenta, yo la veía crecer, enamorarse, estudiar. ¿Qué más necesita una madre?
África era adoptada. Tal vez había algo de cierto en todo aquello, quizá África era su hija. Tal vez el dinero de Diego había comprado a una niña a una prostituta, o a una yonki. Quizás estaba asistiendo a un reencuentro de verdad.
—¿Cómo la localizaste?
—La monja… la ladrona se arrepintió en el último momento de su vida y me dijo dónde estaba. Y fui a buscarla.
África lloraba con la mirada perdida. No estaba seguro de que estuviera escuchando.
—Dices que la perdiste por dinero. ¿La vendiste?
—¡Me la arrebataron! —Se puso en pie de nuevo—. La tuve en brazos diez segundos antes de que se la llevaran. Sucia, oliendo a sangre y placenta, pero pude acariciar su cabecita. Una enfermera me la quitó y no la volví a ver nunca más. Dijo que había muerto en la incubadora. Hasta me enseñaron el cadáver de un bebé, pero no era el mismo.
—Estás loca…
—No lo estoy. —Mostró los dientes en lo que parecía una sonrisa demente—. Tengo razón, siempre la he tenido.
—¿De qué me estás hablando? ¿De una red organizada que robaba niños recién nacidos?
—Y los vendían a gente con recursos, a familias con dinero. Mi caso no es el único. —Extrajo unos papeles arrugados del bolsillo—. Llevan así desde los años sesenta.
Los arrojó a un lado. La bombilla iluminó titulares de periódicos y revistas, padres asustados, temerosos, vacíos por dentro, con hijos desaparecidos. Se repetía el nombre de una clínica, la San Ramón de Madrid. ¿Su contrahecha psique se había nutrido de noticias reales para crear una fantasía? ¿Estaba en lo cierto y había recuperado a su hija desaparecida?
—¿Por eso la secuestras ahora?
—¿Qué harías tú si un día encuentras a tu hijo viviendo con otra familia? —me espetó—. Imagina que es feliz y no te recuerda. ¿Darías la cara y le producirías un trauma? ¿Te lo llevarías a la fuerza? Nos robaron a nuestros hijos y nos convirtieron en padres abandonados. Así que dime, ¿qué harías en mi lugar?
Me quedé en blanco. Una fantasía que se repetía a menudo en las noches en vela, era la de encontrar a Jaime y traerlo de vuelta a casa. El problema es que siempre era un niño, no había pasado el tiempo. No era un adolescente, no vivía con otra familia. No era tan sencillo pensar que llevaba una segunda vida con otras personas.
—Cuando crecía en mi vientre, la imaginaba. Imaginaba cómo iba tomando forma de persona, cómo le crecían los dedos de las manos y los pies, como se removía en sueños inquietos. Y cuando me la quitaron, seguí imaginándola. En mi mente la vi crecer, ir a la guardería, jugar con sus amigos, abrir regalos en su cumpleaños. Y ahora también puedo imaginar el futuro. Sé que ella se quedará conmigo, que me reconoce como madre verdadera.
—Esto aún no ha acabado.
—Todo ha salido como debía. —Prosiguió—. Yo no la he raptado. Ni antes ni ahora. Ella ha abandonado a su familia. Ha vuelto conmigo. Estamos conectadas.
Quitó la sábana que cubría el objeto rectangular del centro de la sala. Era una cuna antigua, con ruedas en vez de balancín.
—Eres una estúpida —dije—. Pensamos que era un secuestro, pero resultó que huía de ti. Eres una presencia, un intruso en su vida. No te ama: te teme. No ha vuelto contigo, simplemente está asustada y se esconde.
África levantó la cabeza.
—Te odio —dijo.
La mujer no pareció entenderlo. Se quedó inmóvil, con la mirada temblorosa bailando de un lado a otro.
—Mataste a Elías… —Continuó África—. ¿Por qué?
—Él te había retenido en contra de tu voluntad. Lo sé. La policía lo detuvo. Pero ya no volverá a hacer te daño, hija mía.
África le aguantó la mirada.
—No soy tu hija. Jamás lo seré. Eres un monstruo.
Me pareció que África no era ninguna niña cuando visité su habitación. Esas palabras, dedicadas con tanta furia hacia su captora, me lo confirmaban. No le importaba que tuviera un revólver entre los dedos, ni que estuviera lo bastante loca como para matarnos a todos. África lo había vomitado desde las tripas, emociones sin destilar, la verdad en su horrorosa forma final.
—¿Cómo puedes… hablarle así a tu madre? —La mujer estaba perpleja.
África se incorporó muy despacio. Cara a cara, parecían un espejo invertido. A un lado la juventud, y al otro la locura.
—No eres mi madre, sino una asesina —dijo—. Nunca podré quererte.
La lluvia arreciaba en el exterior. Golpeaba la persiana bajada con la misma inclemencia que África lo hacía con palabras. El horror de un hijo que no te ama, que no te reconoce como su progenitor. Palabras, simples palabras capaces de derrumbar murallas, pero también de crear abismos entre dos personas. África y su supuesta madre, por fin las dos en la misma habitación, pero más distanciadas que nunca.
—No hablas en serio… —La mujer intentaba convencerse de lo obvio.
—Si de verdad eres mi madre, desearía no haber nacido —contestó.
Apuntó con el revólver hacia nuestra dirección.
—Después de tantos años… después de tanto sufrimiento… ¡Es injusto!
África se escondió tras de mí. Dudaba de poder protegerla, pero no había mucho más que pudiera hacer.
—Baja el arma —dije con toda la suavidad que pude—. Resolvamos esto por la vía judicial. Hay pruebas médicas que pueden demostrar que sois familia, pero este no es el camino. Por favor…
No era agradable que te apuntaran con el cañón de un revólver. Esas cosas disparaban, hacían agujeros en la carne. Servían para matar. Un coche en las manos equivocadas también se podía convertir en un objeto asesino. Y aquella señora no estaba en sus cabales.
—Hija mía… —Suplicó, y sus ojos de loca se envolvieron en lágrimas.
—Cuando mataste a Elías, acabaste con lo más importante que tenía. Mi vida no me importa, puedes llevártela.
—Ven conmigo a casa…
—Mi hogar era Elías.
—Esperanza…
—Dispara si es lo que quieres. —Abandonó el refugio a mi espalda y dio varios pasos al frente—. Y me llamo África.
Una madre es capaz de dar la vida, pero incapaz de quitarla. Salvo que tenga la razón completamente ida.
—No sabes el amor que siento por ti —dijo mientras amartillaba de nuevo el seguro.
—Ni tú cuánto te odio yo —contestó África.
La mujer clavó sus ojos acuosos en mí. En su interior vi algo indefinido, tal vez entendimiento, quizá decepción. Fue una fracción de segundo, algo que solo un padre abandonado podría discernir.
—Tú me comprendes —me dijo.
Después se tragó el cañón y apretó el gatillo.