África tenía un revólver en la sien. Tras ella había una mujer a la que reconocí al instante. Estaba muy envejecida, con el pelo cano y arrugas en el rostro. Parecía enferma, y aún tenía ojos de loca.
—¡Tira el arma! —Gritó Ramos.
—¡El revólver! —Gritó el veterano.
—¡Al suelo! —Gritó el joven.
Y más y más gritos. La mujer parecía absorta de todo lo que sucedía en el cuarto. Órdenes, jaleo, pistolas apuntando a una psicópata y África con los ojos rojos, temblando tras su abrazo. La secuestradora abrió la boca y susurró algo que se perdió en la mezcla de voces. Después lo repitió con la misma calma. Y luego una vez más.
Ninguno pudimos oírla.
El veterano pidió más refuerzos por la radio que llevaba colgada al pecho. Al novato le temblaba la pistola en la mano y estaba a punto de mearse encima. Antonio buscaba un tiro claro. Yo me arrepentía de no haber bebido la cerveza que me ofreció Benito en el Tugurio.
Entonces la mujer hizo algo que no esperábamos. Con una delicadeza extrema, sin dejar de apuntar a África, arrastró poco a poco el cañón del arma hasta su propia sien y colocó la cabeza junto a la de la chica. El silencio apareció de la nada y pudimos escuchar las palabras que salieron de su boca.
—Marchaos.
Una bala, dos víctimas. Si disparaba, no solo se volaba los sesos, si no que se llevaba a África por delante. Antonio y yo nos miramos. Había una posibilidad remota de que el plomo no atravesase su cráneo y se quedase dentro, pero había una mayor de que sí lo hiciera. En ese caso, la bala no tendría la suficiente fuerza para salir y rebotaría dentro del cráneo de África, licuando su cerebro. No era cuestión de arriesgarse.
—Está bien —dijo Ramos—. Mira, bajo el arma. —Lo hizo, pero los otros dos, no—. Vamos a hablar.
—No hay nada de qué hablar —contestó con voz rasposa.
—Tienes que bajar el cañón, guapa —prosiguió Antonio—. Te tenemos. No puedes escapar. Vamos, ven con nosotros.
—Ya lo he perdido todo. —Amartilló el revólver como un pistolero del salvaje oeste—. Y no tengo intención de ganar.
—Venga, dinos lo que quieres.
—Que os marchéis.
Abandonó el abrazo de África y la agarró del cuello con la mano libre. Aplastó su cabeza aún más junto a la suya. Sus ojos prometían desesperación, locura y firmeza. No iba a rendirse. Nadie iba a ponerla nerviosa. Había llegado hasta allí y ni Satanás podría detenerla.
—Os doy diez segundos. Después me mato y me la llevo conmigo.
África soltó un hipido. Habría sido un sonido ridículo en cualquier otra circunstancia, pero en esa ocasión resultó aterrador. Antonio apretó la mandíbula. Aquello iba a terminar en un baño de sangre.
—No puedes salir de aquí —dijo él.
—Ya lo sé —contestó ella.
—¿Y qué vas a hacer?
—Quedarme.
—Antes o después tendrás que moverte.
—Diez segundos. Nueve. Ocho.
Era imposible razonar con ella. Tenía la mente quebrada. Ramos lo sabía, y yo estaba de acuerdo. Avanzó de espaldas a la puerta y cogió a los dos uniformados del hombro.
—No podrás salir —dijo de nuevo.
—Te repites, policía. Siete. Seis.
Caminé de espaldas, sin perder contacto visual con la enferma. Entonces sus ojos azules se clavaron en mí y dijo con toda la tranquilidad del mundo.
—Tú no, Roberto Cusac. Tú te quedas conmigo.
Miré a Ramos. Negó con la cabeza.
—Ni se te ocurra.
Cerré la puerta antes de que intentase cualquier cosa. Antonio golpeó la chapa. Gritó. Me insultó.
—Coloca esa mesa delante. —Me ordenó la mujer.
Había varios muebles cubiertos con sábanas blancas. Arrastré el fantasma y bloqueé el acceso. Miré lo que acababa de hacer. No podrían entrar al asalto, ya que se encontrarían con un obstáculo. La persiana estaba bajada. Nadie vendría al rescate. Era yo contra el abismo.
—No voy armado —dije.
—Ya lo sé.
—¿Qué quieres de mí?
—Que escuches, ya que eres la única persona que puede entender lo que tengo que contar.