Me habría imaginado a los Rojas viviendo en un adosado con jardín, pero en San Blas no abundaban las casas bajas. La zona estaba cubierta de pisos viejos de tres plantas, la mayoría con fachada clónica. El ladrillo rojo no pasaba de moda, aunque los árboles de la acera los ocultasen. La parte baja había perdido la batalla contra los grafitis. Una patrulla nos esperaba con las luces encendidas.
—Buenas noches, inspector. —Saludó uno de los policías, ya demasiado mayor para seguir de ronda—. Hemos tocado al timbre, pero nadie contesta.
—¿Por qué no habéis entrado por las malas? —preguntó Antonio.
El otro uniformado, sin duda un novato, se encogió de hombros.
—No tenemos orden judicial para acceder a ese domicilio.
—Joder, ¿es que no habéis aprendido nada?
Tocamos todos los timbres a la espera de que otro vecino nos abriese el portal de abajo. Una gota de agua golpeó en mi rostro. Después otra.
—Está lloviendo —dije.
—¿Y qué? —Antonio no tenía ganas de charla.
—Nunca llueve en Alicante.
Cuando el chaparrón arreciaba, conseguimos que nos abriera una viejecita con cara de ardilla. Ascendimos hasta el segundo. En el descansillo comprobamos que la puerta era de contrachapado y no tenía cerradura de seguridad.
—¿No oís eso? —Antonio puso la oreja sobre la puerta.
—¿El qué? —preguntó el novato.
—Esos gritos…
El chico gesticuló, como si arrugando la frente se agudizase su sentido auditivo.
—Yo no…
—Shhh —mandó callar—. Es la voz de una chica.
—¿Y qué dice? —El principiante lo imitó y colocó la oreja sobre la puerta.
—Son gritos de auxilio —contestó—. Debemos entrar a socorrer a alguien. Es nuestro deber.
Por supuesto, nadie gritaba, pero había que entrar como fuera. Ramos soltó una patada contra la puerta sin que el novato hubiera despegado la oreja. La cabeza rebotó cuando el puntapié impactó en el contrachapado. El veterano ayudó a Antonio colocando el pie en la base y realizando presión. Una segunda patada hizo que la cerradura quedase colgando de la madera aglomerada.
—¡Policía! —gritó el veterano.
Antonio sacó el arma. Los otros dos lo imitaron sin entender demasiado lo que ocurría. El automático estaba enchufado, aunque algunas bombillas estaban fundidas. De fondo se escuchaba el chirrido de un refrigerador antiguo. El olor a cerrado era contundente y se mezclaba con el de humedad. Había polvo en el ambiente, flotando desde el papel que tapizaba las paredes hasta dar la vuelta por el recodo del pasillo. Era como un camino de miguitas de pan.
—Tened cuidado —dijo Ramos, muy serio—. Puede que haya alguien en la casa armado con un Smith and Wesson.
La vivienda destacaba por la escasez de mobiliario en contraste con el chalet de la zona de Monforte. Era como si el éxito en los negocios de Diego hubiera acabado con la vida sencilla y tranquila de una familia mediterránea más. Habrían necesitado cinco pisos como aquel para meter todo lo que tenían en la mansión de las afueras. Quedaban algunos trastos cubiertos con sábanas blancas, como fantasmas petrificados pertenecientes no a otra época, sino a otra vida.
Permanecí a la espalda de los policías. Antonio iba delante, abriendo camino. Se asomaron a la primera de las puertas. Era un salón, completamente vacío, con las persianas bajadas y sin rastro de cortinas. En las paredes se dibujaban las siluetas de muebles ya desaparecidos, una estantería gigante repleta de libros o tal vez de fotos en color sepia.
Avanzamos en silencio, como los comandos militares de las películas. Se enseñan los movimientos en la academia, pero casi nunca se usan en la vida real. Ramos gritó bien fuerte que era la policía. Se escuchó un ruido proveniente del fondo. Los hombres se pusieron nerviosos. El novato se asomó al siguiente cuarto, que resultó ser un minúsculo baño. El veterano se detuvo ante la cocina, ubicada en mitad del pasillo y Ramos se abrió paso hasta el siguiente recodo. Entonces se oyó de nuevo el ruido. Provenía de la puerta del fondo, la del final del corredor. Con cautela, se asomaron a la siguiente habitación, correspondiente a un dormitorio con dos sillas fantasma.
Y por tercera vez se escuchó movimiento tras la última puerta.
—¡África! —Grité—. Soy Roberto. ¿Estás ahí?
El silencio por respuesta no era buena señal.
Nos colocamos en las jambas de la puerta. Antonio la abrió de golpe. La tenue luz del pasillo iluminó el interior.
Allí estaba África. Y había alguien más.