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—Esto es una puta tomadura de pelo —dijo Ramos.

Encontré a Antonio en casa de los Rojas. Le habían avisado al mismo tiempo que a mí, pero al parecer él sí tenía el teléfono móvil a mano.

—Volvimos del tanatorio sobre las ocho —explicó Diego—. Queríamos descansar para el funeral de mañana. El entierro es a las doce y mi mujer ya no se aguantaba en pie.

Hablábamos en el sobredecorado salón. Clara estaba casi tumbada en un sillón orejero, junto a Inés y su madre. La anciana me observó con ojos de víbora y sentí la fascinación de un ratón que está a punto de ser devorado.

—Se fue a su habitación sin abrir la boca. Entonces he escuchado la alarma. Alguien había abierto una ventana. Me asusté y fui corriendo a su cuarto. Pensé que tal vez la calefacción estaba muy alta y África tenía calor. Abrir una ventana en invierno, es de locos…

—Céntrese en la historia, por favor. —Le pedí.

—Como si pudiera… —Murmuró Ramos, a mi lado.

—Al llegar, África no estaba. Me asomé a la ventana y la vi montada en su coche. Salió hacia la verja y se marchó. Cogí el Jaguar para seguirla, pero no la vi. Entonces les llamé a los dos.

—¿Iba sola? —pregunté.

—Sí, lo vi con claridad. No había nadie más con ella en el auto.

—Entonces no es un secuestro —prosiguió Ramos—, si no una pataleta de niña malcriada.

—Oiga… —Diego se puso rojo, pero calmó la ira con un trago largo de whisky.

—Ha dejado una nota, ¿sabes? —Antonio me pasó un folio dentro de una bolsa de pruebas—. La niña odia a sus padres. Los culpa de todas sus desgracias.

África tenía una letra redonda y ágil. Era la evolución de niña a adolescente, y de ahí a mujer. Ella se sentía como una adulta. Había perdido a su ser más querido, Elías, y nada la retenía en aquella casa. Dedicaba palabras muy duras hacia sus padres. Todos los agravios, los internados, las escuelas privadas, hasta los campamentos del Opus en verano. No entendía por qué se marcharon de San Blas para acabar a las afueras de la ciudad. Odiaba a Clara por ser una marioneta de Diego, una esposa sin criterio, una mala madre sin complicidad con su hija, poco sensible a sus problemas, sin esperanzas de futuro salvo comer, dormir y hacerse la loca cuando su marido se acostaba con putas de lujo. Por su parte, a Diego lo odiaba por ser Diego.

Después hablaba de la sombra. Así la llamaba ella: la sombra. Era algo que la acechaba, siempre oculta en la oscuridad. Alguien que robaba su ropa, que la seguía a la piscina, que vigilaba a sus amigos. Alguien que había asesinado a su novio. Una especie de ángel de la guarda psicótico, enfermo, que la quería solo para él.

Devolví la nota a Antonio. Diego y Clara tenían la mirada gacha. Ninguno quería afrontar la realidad de que se había marchado, que no habían conseguido ser buenos padres pese a todos sus esfuerzos. Una madre que se distancia de su hija al entender que no es de su sangre. Un marido que se separa de su familia porque se ha casado con los negocios y el dinero. Una chica perdida que decide perderse por sus propios medios. Una sombra que no la deja en paz.

—Antes contaba con la complicidad de Elías —dije—. Ahora no tiene esa ventaja. Sabe que si se marcha con los amigos, la descubriremos. Y lo mismo si usa las tarjetas de crédito.

—Tiene dieciocho —recalcó Ramos—. En la carta deja claro que no quiere que la busquen. ¿Por qué no la dejan en paz?

—Es nuestra única hija —contestó Clara—. Está confundida, no sabe lo que dice. Es solo una niña. Deben buscarla.

La convicción no estaba con ella. Antonio estaba a punto de cerrar la investigación. No tenía ninguna intención de seguir con toda aquella basura. La consideraba poco más que una riña familiar. Decidí tocarle las narices.

—Hay que encontrarla —dije.

—Y también hay quien quiere encontrar al Yeti, pero es otra pérdida de tiempo.

—Su novio ha muerto. Ella está muy afectada, tal vez haya tomado tranquilizantes. Es posible que esté pensando en el suicidio.

Diego apuró su copa de un trago. Clara casi se desmaya. Inés ni me miró. La abuela me taladró con las pupilas.

Sin embargo, mis palabras no eran para herirles o preocuparles más, sino para hacer reaccionar a Ramos. Si había una sospecha evidente de que la persona desaparecida, ya sea menor de edad o adulta, podía resultar dañada, su deber era encontrarla. Y África estaba muy tocada por lo de Elías. Si le ocurría algo y él se cruzaba de brazos, el resultado sería que le abrirían expediente.

—Eres una mala puta, ¿lo sabías? —dijo.

—Me lo dicen siempre.

—Vale, la chica no es tonta —Antonio se encendió un cigarro—. No usará la tarjeta de crédito. Y por mucha pasta que se haya llevado, antes o después se le terminará. Está acostumbrada a dormir en sitios cómodos, y el coche no es una opción. Tal vez haya ido a un hotel. Llamaremos a todos los que podamos, a ver si alguien tiene registrada a su hija.

—¿Y si ha repetido el mismo esquema de la otra vez? —pregunté—. No le fue mal. La encontramos porque ella se entregó.

—¿Crees que se ha ido de nuevo con la familia de Elías? —Diego rellenó un nuevo vaso de licor.

—Yo sé por dónde va. —Cortó Antonio—. ¿Tiene más propiedades a su nombre? Es decir, algún apartamento que solo usen en verano, o un piso en alquiler en otra zona.

—Sí, tenemos varias parcelas. —Rojas salió hacia el descansillo—. Y algunos pisos.

Abrió un minúsculo armario repleto de llaves, cada una con un llavero de plástico colgando de su cáncamo. Diego las repasó a toda prisa.

—Aquí. —Señaló un hueco vacío—. Falta la de nuestra antigua casa.

—En el barrio de San Blas.

—Sí. —Se puso la chaqueta—. Ahora mismo voy para allá.

—Mejor vamos nosotros —dije, y Ramos me miró con desdén—. Usted quédese aquí por si se arrepiente y les llama.

—Para eso está mi mujer.

Le agarré de los hombros y le hablé con franqueza.

—Será mejor que no venga. Está muy nervioso. Y la última vez casi mata a aquel tipo, ¿lo recuerda? Usted se va a quedar en casa, al lado del teléfono, con su esposa y su suegra, y nosotros le traeremos a África sana y salva.

Asintió. No le había convencido, pero aceptaba su rol de segundón. En un papel nos apuntó la dirección.

—No tardaremos, se lo prometo.

—Cierren la verja al salir —contestó.

Ya en el jardín, Antonio se encaró a mí.

—¿Desde cuándo das las órdenes? Ni siquiera eres la autoridad en esta casa. ¿Qué me impide mandarte de vuelta con ellos a lamerte las heridas?

—Que no te pienso hacer caso —dije—. Podemos ir juntos o cada uno en su coche, a mí me da igual. Pero yo no voy a dejar que esa pobre cría esté suelta de noche con un enfermo mental tras ella. Mató a Barrachina, es posible que se cargara a Elías. Tenemos que traer a África de vuelta. Y rápido.

Ramos me observó con ojos fríos. Todo aquel lío no dejaba de ser una molestia. Había muchos psicópatas sueltos en el mundo y su turno había terminado hace un rato. Me abrió la puerta del coche y monté.

—Será mejor que pida refuerzos —dijo.