Hay gente que vive anclada en el pasado. No es tan extraño. Un día sucede algo y te quedas atascado en ese instante. Un accidente de tráfico que te deja en silla de ruedas, la vez que aquella chica te destrozó el corazón, el trabajo del que te despidieron sin saber por qué, el fatídico instante en que dejaste que tu hijo jugara al escondite en el parque. Son hechos aciagos, malos momentos que se graban a fuego en tu piel y retinas. Y ya no eres capaz de salir de ahí, de retomar tu vida, de acercarte a otra chica, de ser feliz en el trabajo. Pasas la vida anclado a un día, lo revives, lo reinventas, pero no sales de él, de ese día.
En el Tugurio no pasaba el tiempo. Cada día era igual al anterior y con toda seguridad idéntico al siguiente. Las mismas caras, las mismas copas, las mismas sensaciones. Dicen que no es posible bañarse dos veces en el mismo río. En el Tugurio tienes reservado tu metro cúbico de agua, y hasta tu cuota de aire sucio la guardan de un día para otro. Nada pasa tras sus paredes, el mundo permanece inmóvil, y todos recordamos para nuestros adentros el puto día que se jodió nuestra vida.
Inchaustegui, el soldado vasco, había aprendido a beber como los políticos. Terminaba las cervezas a mayor velocidad de lo que una vejiga humana podía aguantar. Se tambaleaba en el taburete, que ya no era mío sino suyo, y pedía una nueva caña. Un alcohólico nace cada segundo y muchos más mueren de cirrosis al cabo del tiempo.
Pese a que había transcurrido bastante tiempo, no había probado ni los boquerones ni la cerveza. Benito se acercó a mi lado.
—Sabía que esto pasaría —dijo.
—¿El qué?
—Te has hecho marica. —Levanté la mirada, sorprendido—. No, no pongas esa cara. Todos lo sabíamos menos tú. No es malo que te guste comer lomo en barra, solo antinatural. Yo soy un tío abierto de miras, ya me conoces. Cuando entraron todos aquellos gitanos les dije con toda la amabilidad que pude que, o salían de mi bar, o los mataba a hostias. Así que no te preocupes por mí, que guardaré tu infamia. Es como una identidad secreta, ¿no? Tipo Batman y Bruce Wayne.
El mundo se había parado a la entrada del Tugurio, pero para Benito aún vivíamos en el Renacimiento.
—¿Pero qué estás diciendo, enfermo mental?
—Nada de enfermos mentales. Son personas, que está demostrado. He investigado mucho, y parece que al final no es algo contagioso. Vamos, que si eres gayer, lo eres porque lo decides. Un día te levantas y piensas «hoy me apetece probar el pescado». ¿Es así? ¿Me equivoco?
—La equivocación es que hayas nacido. Joder, es hasta peligroso que tengas la licencia de manipulación de alimentos.
—¿Licencia de qué?
—Da igual.
—Bueno, pues yo respeto tu inclinación. A partir de ahora arreglaré el relleno del taburete para que no te duela al sentarte.
—Estos taburetes son de madera.
—Y ya vale de boquerones mohosos y cerveza caliente. De aquí en adelante solo tapas y bebida acordes a tu nuevo estatus. Una tónica con rodajita de limón, y por aquí tengo un petit-suisse del crío. ¿Quieres mirar la fecha de caducidad? Y el café descafeinado, ¿verdad?
—Entonces, según tú, si un día no tomo cerveza, es porque soy gay, ¿no?
Benito asintió con profundidad.
—Exacto. Y que vives con un periquito. Eso es de muy maricona.
Después de eso se puso a limpiar la barra, aunque más bien restregaba la porquería y la esparcía más. Benito era un filósofo de la vida, la reencarnación de Aristóteles. No costaba trabajo imaginarlo en la Grecia antigua educando a la plebe con discursos de hondo calado y verdades universales.
—Estoy dejando la bebida. Quiero ser capaz de aguantar un día entero sin beber.
—¿Y tienes que empezar en mi bar?
—Te la voy a pagar aunque no la trague, no sufras.
—Tú sí que vas a sufrir cuando vayas a una sauna, repleta de hombretones tipo oso empapados en sudor…
Se alejó a molestar a otro cliente. Agradecí los momentos de silencio y brindé en su dirección, pero no tomé ni un sorbo. Benito me levantó el dedo corazón e hizo el ademán de metérselo por el culo.
Algún día se encontrará con el cabrón equivocado y le partirá la cara, cada día estaba más convencido. En el recreo del colegio, ante una pelea de similares características, le contábamos al profesor el típico «él se lo ha buscado».
Cada poco rato miraba hacia atrás. Sabía que alguien ahí fuera me seguía la pista. Alguien que había tiroteado a Barrachina, que había matado a Elías. Tenía más miedo por Inés que por mí mismo. Habíamos tardado, pero por fin empezábamos a perdonarnos. A perdonarme, más bien. La vida continuaba sin tener sentido, pero parecía más lógica.
El asesino no había dejado ninguna pista. Sospechaba por qué me había dejado vivo. Era su perro rastreador, el único capaz de sacar nuevas pistas, de darle algo de aire a todo el asunto. Era útil. Lo que me reconcomía era por qué tenía esa fijación obsesiva con África. Había leído reportajes de fans que acosaban a los famosos hasta la pesadilla. En el mundo normal solían ser los divorciados quienes acechaban a su expareja con tal de tenerla vigilada y controlar sus movimientos. Yo mismo me había sentido tentado de perseguir a Inés por toda la provincia, pero pronto desistí. Si se había marchado era por decisión suya. No podía retenerla. E igual que la dejé marchar, había regresado a mi lado.
El asesino funcionaba de otra forma. Le había llevado hasta Barrachina y lo había liquidado. La policía había interrogado a Elías, el culpable confeso de la desaparición de África, y celebrábamos su funeral por la mañana. Con Barrachina quiso involucrarme, y con Elías fingió un suicidio. Quizá yo sería el siguiente. Quizá ya no necesitaba que lo guiase a ninguna parte más. Quizá quiso quitarme de en medio cuando intentó involucrarme en la muerte de Barrachina.
Volví a mirar hacia atrás. Los mismos parroquianos de siempre consumían sus vidas de saldo en los mismos asientos de siempre. Tal vez alguno de ellos era la extraña figura que acosaba a África.
Pobre África, la niña de la vida de mentira. Tenía la certeza de que alguien la seguía, y al final tuvo razón. Tenía miedo, y el miedo tomó forma con la muerte de su novio. Pobre África: ni sus padres eran de verdad.
No podía hacer nada más que esperar. Hasta los sociópatas más cuidadosos terminaban por cometer errores. Era lo único que podía hacer. Esperar a que la cagase, a que viniera a por mí, a que moviese el siguiente peón.
La cerveza me llamaba. Agitaba algo dentro de mí. Me proponía la solución fácil, la conocida, el alcohol como medio hacia el olvido, una forma sencilla de dejar de sentir, dejar de pensar, dejar de ser. Solo tenía que estirar la mano temblorosa y llevarla a mis labios. Tan cerca y tan lejos. Tan inocua y destructiva. Un gesto para cambiar una vida, para fulminarla.
Supe que tenía a Inés a mi espalda sin girarme. Fue como una conexión de mentes. Pude leer sus pensamientos. Reconocí la mirada de reproche sin mirarla a los ojos.
—No he bebido ni una gota —dije—. Puedes besarme para comprobarlo.
No quería besarme. Ni siquiera quería verme. Había retrocedido una casilla. Dos pasos adelante, uno atrás. Una forma segura de no tropezar en el largo camino a ninguna parte.
—¿Qué has hecho con el teléfono móvil? —Se colocó a mi lado, pero no se sentó.
—Tuvo un pequeño incidente contra una pared. Ganó la pared.
—Diego y Clara llevan horas llamándote. Al final me han telefoneado a mí, y no sé por qué no me sorprende encontrarte aquí.
—¿Cómo has sabido donde estaba? Nunca habías venido a este sitio.
—Es el lugar de siempre. Perdóname por no querer pisar el mausoleo donde mi marido comenzó a matarse.
—¿Quieres algo, preciosa? —preguntó Benito, al otro lado de la barra.
—¡Que te den por culo, gordo de mierda! —Contestó Inés, voz en grito—. Te dedicas a crear alcohólicos. Ojalá revientes.
Benito abrió la boca, la cerró y luego la volvió a abrir, pero no dijo nada. Todo el bar estaba sorprendido por la forma que tenía Inés de mandarlo a paseo, aunque tal vez se debía a que era la primera mujer que entraba allí en décadas.
—¿Qué ha ocurrido?
—Miles de cosas, joder. —Inés se llevó las manos a la cabeza y se ahuecó el pelo—. No sé ni por dónde empezar.
—Por la más urgente.
—África se ha escapado de nuevo. Sus padres tienen miedo.
Barrachina muerto. Elías en la morgue. África desaparecida otra vez. Dicen que quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Yo creo que se repite de todas formas.