Encontré al dueño de la funeraria en la calle. Vestía un chándal blanco y fumaba un cigarro rubio. Estaba claro que no sabía llevar el negocio.
—No pareces familia —dijo.
—Nadie lo parece.
—Putada lo del chico. Al final de Navidad. Sus padres no volverán a ser felices en estas fechas.
Había muchas fechas en las que era fácil sentirse como un desgraciado. En Navidad se incitaba al consumo desmedido, al regalo para los amigos, a los viajes largos. Algo en nuestro interior siente placer por comprar y comer. Ese era el secreto de la Navidad. No había magia en el aire, no se exacerbaba la caridad o el compañerismo. Los centros comerciales dictaban cómo debíamos sentirnos año tras año.
—¿No terminas inmunizándote? —pregunté.
—Naaa. El tabaco y yo ya somos uno. Es como lo del huevo y la gallina, ¿sabes? ¿Qué fue primero?
—Me refiero a la muerte —expliqué—. ¿No te inmunizas al dolor? Cada día viendo a gente llorando, maquillando a muertos…
—La televisión nos ha jodido el cerebro. Pones el telediario y no ves más que a gente matándose. Y tú ahí, comiéndote el cocido y bebiendo cerveza.
—¿Te gusta esto?
—Se está tranquilo. Los muertos no arman mucho follón, la verdad. Bueno, salvo aquel que se levantó del ataúd y quería comerme el cerebro. ¿O eso lo soñé? Da igual, el caso es que pongo el horno crematorio y paso el invierno calentito.
Habría apostado a que lo del zombi era cierto. Sus palabras demostraban que, en caso de tener cerebro, lo tenía reblandecido.
—¿Y tú de qué curras, colega? —dijo.
—Soy asesor.
—Deberías pensarte trabajar aquí. Tienes un careto de palo que vendría de puta madre para consolar a la peña. Es como si estuvieras más triste que los mismos familiares, y no te ofendas.
Lanzó la colilla al aire ayudado del dedo pulgar a modo de catapulta y la brasa salió disparada hacia la carretera. Puede que sí tuviera buen ojo para los negocios. Al menos, a mí me había calado.
—Me llamo López. —Se despidió—. Si necesitáis algo, dadme un toque, ¿vale?
Necesitaba algo que me colocase de verdad, pero dudaba mucho de que me lo pudiera proporcionar.
La soledad de la calle me ayudaba a pensar. La noche estaba a punto de caer y las respuestas me evitaban. La madeja se enrollaba cada vez más y costaba distinguir si la había cogido por el principio o por el final. Algo se escapaba, ¿pero qué?
Pensé en Elías. Lo imaginé paseando de la mano con África, agarrándole con fuerza el culo. Reconstruí sus últimas horas de vida. Lo había interrogado la policía, lo habían acusado de ser gilipollas, le habían amenazado con un buen paquete. La bronca de sus padres debió de ser de campeonato. Llegaron a casa, lo encerraron en su cuarto. Y después saltó por la ventana de un primero.
No cuadraba.
Elías quería a África. La escondió en su casa aprovechando que estaba de vacaciones. Le habían descubierto, pero no era tan grave como para matarse. Diego ni siquiera había mencionado una carta de despedida.
Recordé la silueta del video. Salía en casa de los Rojas, salía en el hostal Mayamy. Barrachina muerto, Elías muerto. Intentaba implicarme. Me había robado el revólver de Diego. ¿Había arrojado a un chico joven y fuerte por la ventana?
Una anciana salió a la calle. Me resultaba conocida, pero no supe ubicarla.
—¿Puedo fumar con usted? —preguntó.
—Por supuesto. —Le acerqué mi mechero, pero ella lo rechazó con educación—. ¿Nos conocemos de algo?
—Bueno, usted es la persona que mi hija contrató para buscar a mi nieta. —Sacó un cigarro con elegancia, como una amante de Hitler que fuma con boquilla—. Nos vimos fugazmente en el chalet cuando apareció África.
Aquella noche había mucha gente y no me fijé en quién estaba. El encuentro con Barrachina y la posterior borrachera me habían embotado los sentidos, pero ella parecía despierta y vivaz.
—¿Es la abuela?
—Nunca me ha gustado esa palabra, ¿sabe? Abuela… Es tan… apocalíptica.
—No la entiendo.
—Esa palabra significa que tu propia descendencia ha tenido descendencia. Lo cual me sitúa a mí, como abuela, en el final de mi vida. Y aún tengo muchas cosas por hacer.
Era una mujer de ojos oscuros, como los de Clara. Se apoyaba en un bastón para andar. Calculé que debía pasar de los ochenta años con facilidad, y aún tenía ganas de fumar. Clara había heredado la forma de la nariz y el cuello, pero África no tenía nada de ella. Desprendía un aura de calma y de persona culta, de saber las respuestas porque había creado las preguntas.
—¿Qué le parece todo lo que ha ocurrido? —pregunté.
—Es una desgracia. Sin precedentes. Una familia no debería pasar por esto. Y mi pobre Clara… con lo que costó tener a África.
—Fue una niña muy deseada, ¿verdad?
—No sabe cuánto, hijo. Mi Clara pasó por todos esos abortos. Fue una pesadilla. Casi muere en la operación en la que le quitaron el útero. Imagine, ya rondaba los cuarenta y no era ninguna jovencita. Tuvo una infección y casi no sale de la U.C.I.
Un momento…
—Un momento —dije—. ¿Le extirparon el útero?
Tomó una larga calada. Hizo aros de humo. Tal vez en la prehistoria fue sexy.
—Me hago vieja y ya no sé ni lo que digo —contestó con media sonrisa—. Le quitaron el apéndice. Me he confundido.
Había conocido a mucha gente confundida a lo largo de mi vida. Mi primer compañero de brigada confundió la batidora con un consolador. Hasta yo mismo había estado confundido millones de veces. Pero aquella mujer no. Ella no tenía demencia, ni problemas de memoria.
—¿Lo sabe África? —pregunté.
Aquellos ojos negros. Eran como tinta de imprenta. Podían escribir palabras en el aire, pentagramas musicales con redondas y corcheas. Una mirada inteligente, de leona vieja y cansada pero con ganas de guerrear.
—No sé a qué se refiere.
—A que es adoptada.
—Es hija natural de Clara. Le puedo enseñar fotos de cuando era pequeña. Hasta de cuando salimos del hospital.
—¿Y del embarazo? —dije—. Mi madre tiene fotos de cuando estaba embarazada, y ni siquiera teníamos cámara en casa.
Sus ojos negros denotaban inteligencia. Clara también tenía los ojos oscuros, pero en vez de inteligencia mostraban sumisión. Hasta Diego tenía el iris marrón. Pero África no. Su mirada era tan azul y cristalina como las aguas de un río calmo.
—No, no lo sabe —confirmó la abuela adoptiva—. Y preferiría que continuase así.
Pensé en África, una niña abandonada. Pensé en la madre que la dio en adopción. Pensé en Jaime, un niño robado. A unos no los quieren y los desprecian como un desperdicio o un estorbo; mientras que arrancan de los brazos de sus padres a los niños que son amados. Al menos África había terminado en una buena familia, con dinero y todas las facilidades del mundo. Jaime, sencillamente, ya no estaba.
—¿Por qué no se lo dicen?
—¿Qué conseguiríamos? ¿Acaso la consolaría el hecho de que su madre drogadicta la abandonó a las puertas de un orfanato?
—Eso tendría que decidirlo ella.
—Son sus padres quienes deben contárselo, nadie más.
Tenía razón. Además, no era el momento, con el cuerpo del finado aún caliente.
—Ha hecho un buen trabajo encontrando a mi nieta. Le felicito.
—No ha sido un éxito mío. El tema se ha arreglado solo. Al final, no soy más que un observador.
—Por un clavo se perdió la herradura. Por la herradura, el caballo. Por el caballo, el caballero. Y por el caballero, la guerra. —Formó un nuevo anillo de humo—. Sus actos han influido en todo esto, no lo dude.
—Si una mariposa bate las alas en España, se forma un tifón en el Atlántico, ¿no?
Asintió con profundidad. Iba a contestarle que esa historia siempre me pareció una tontería. Si un mono roba una cartera en la India un policía pierde a su hijo en un parque. Nada estaba conectado, solo existían nuestras acciones y nuestras consecuencias.
—Comienza a refrescar. Disculpe si vuelvo adentro.
Apagó el cigarro en la acera y regresó sobre sus pasos. Yo me quedé con la colilla apagada entre los labios. Refrescar no era la palabra. El frío se había instalado en aquel tanatorio y ni el horno de cremaciones podría calentarlo.
Pensé en las parejas que adoptan a niños. ¿Se puede llegar a querer a un hijo ajeno tanto como si fuera propio? En el caso de Diego y Clara, era lo más parecido a lo que podían aspirar. Yo no podía imaginar a otro chico que ocupara el lugar de Jaime. Sería como un sustituto, un segundo plato, un recordatorio constante de que una vez la cagué. Mi cerebro rechazaba pasar por esa situación.
Desde hace siglos se habla de las utopías. Una posible sociedad perfecta pudo ser la espartana, donde cada madre daba su hijo al gobierno, y este lo ubicaba con las familias que decidía. Cada padre se encargaba de un niño que no era propio. Y al no saber cuál era de la misma sangre, todos cuidaban de todos por igual. Sin embargo, en esa utopía habría gente como Barrachina, violadores, secuestradores de niños, perturbados.
Una sociedad no puede ser perfecta porque los hombres no somos perfectos. África debía saberlo muy bien: tenía la familia perfecta, pero su vida, en ese instante, carecía de significado.