Aquella era la segunda vez que me sentaba al otro lado de la mesa. La primera vez que me tomaron declaración fue por el incidente con Barrachina, años atrás. Y de nuevo me encontraba del lado del interrogado por el mismo motivo. Solo había una diferencia: Barrachina estaba muerto.
—Dime que no has sido tú, Roberto. —Ramos estaba inquieto.
—He venido por propia voluntad, ¿no?
—Era eso o que te enganchara de los huevos y te trajera a rastras.
—Ni caso, Roberto. —Interrumpió Pilar Hurtado—. No se te acusa de nada, solo queremos que nos contestes a unas cuantas preguntas. Por lo que a mí respecta, sigues siendo un compañero.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
Pilar se sentó ante mí. Antonio permaneció en pie.
—El dueño del hostal Mayamy se ha encontrado a Barrachina con dos tiros en el pecho —me explicó ella—. Tenemos las grabaciones de seguridad, y en ella se te ve entrar al hostal.
No lo decían, pero era su principal sospechoso. Un paso en falso y resbalaría hasta la prisión de Fontcalent a la espera de que el juez Morales terminase de crucificarme.
—Llegué a las seis de la tarde, más o menos. Le esperé en el bar de enfrente. Apareció pasadas las siete y media. Subí a su habitación y hablé con él. Cuando lo dejé estaba vivo.
—¿A qué fuiste?
—Los amigos de África Rojas me pusieron sobre su pista. Lo habían visto los días anteriores a su desaparición acosando a chavales en una discoteca. Yo mismo lo vi entrar por la puerta, pero se escabulló antes de que pudiera sonsacarle nada. Me dieron el chivatazo de su dirección y fui a buscarlo.
—¿Querías matarlo? —Hurtado tomaba notas en un par de folios sueltos.
—Sí, pero no lo hice.
—¿Querías venganza?
—Sí, pero no he matado a nadie.
—¿Cómo podemos creerte?
—Salí de allí al poco rato. Estuve unos quince minutos, puede que veinte. No lo maté. Comprobad las cintas.
—Se te ve saliendo de allí bien lustroso, capullo. —Ramos se acercó a la mesa y relevó a Pilar—. Lo que no indica que Barrachina siguiera vivo en ese momento, ¿verdad?
—Ni tampoco que estuviera muerto.
Antonio se cruzó de brazos y se apoyó en la pared. Pilar dio una serie de golpecitos en la mesa con el bolígrafo.
—¿De qué hablasteis? —Me preguntó ella.
—De Jaime. De África. Me dijo que no sabía nada de todo aquello. Incluso tenía una coartada. Le creí y me marché.
—Alguien le había ahostiado, ¿lo sabías? —Ramos hablaba con desgana.
—Quizá se me fuera un poco la mano a la hora de preguntar. —Reconocí.
—¿No te contó nada más? —Continuó Pilar—. ¿Algún enemigo que tuviera?
—La conversación giró en torno a otros temas.
—Jaime y África.
—Exacto.
—¿Dónde tienes tu libreta de notas? —preguntó Antonio.
—La he perdido.
—¿Dónde?
—Ayer me emborraché, ¿vale? Después de ver a Barrachina me pillé un ciego de infarto. No podía quitarme su voz de la cabeza y empiné el codo.
—Ese parece más bien un comportamiento de culpabilidad, ¿no te parece? —dijo Pilar, algo sorprendida.
—Sentía culpabilidad. Quería matarlo y no pude. La culpa me asfixiaba.
Pilar y Antonio intercambiaron una mirada de complicidad. No se soportaban, pero había algo entre ellos, quizá una conexión que no se apreciaba a simple vista. Hurtado abrió una carpeta que tenía ante sí y sacó una libreta manchada de sangre. Estaba dentro de una bolsa de pruebas, pero enseguida adiviné que era la mía.
—Estaba encima del cuerpo de Gaspar Barrachina —explicó—. Era como si el asesino hubiera dejado una tarjeta de visita.
—Si lo hubiera matado, habría venido a entregarme. No soy tan imbécil para seguir haciendo mi vida normal. Si hasta miré de frente a la cámara de seguridad del hostal para que no hubiera dudas. El problema es que no lo maté.
—Fuiste policía igual que nosotros, Rob. —Ramos apoyó los puños en la mesa—. ¿Qué deberíamos pensar? Dices que fuiste a matarlo, pero no pudiste. Después aparece muerto con tu libreta en la misma habitación. Joder, si hasta has confesado que le has dado de hostias.
—Porque quiero colaborar.
Pilar manipuló la libreta dentro de la bolsa y consiguió abrirla por la última página escrita.
—Aquí aparece la dirección del hostal y el nombre de Barrachina. —Señaló las letras—. ¿Ves lo que pone aquí?
Eran amenazas de muerte hacia Barrachina. Mientras bebía en el bar me entretuve macerando odio hacia él.
—Es mi letra —dije con calma—. Yo escribí eso. Pero no lo he matado.
—¿Tienes coartada para esa noche?
—Estuve borracho en casa. Inés me despertó. Es lo único que os puedo decir.
Me encontraba al borde del abismo. La cuerda floja se tambaleaba y estaba a punto de quebrar. Sin embargo, había algo que no cuadraba. Por alguna razón, no me terminaban de considerar sospechoso de la muerte de Barrachina. El hecho de que no me hubieran ido a buscar y me hubieran esposado me daba a entender que se guardaban parte de información.
—¿Qué está sucediendo aquí, chicos? —pregunté—. Está claro que es un montaje absurdo. No soy tan idiota como para dejar mi cuaderno en la escena del crimen. Alguien quiere comprometerme, ¿no lo veis?
Clavé mis pupilas en Ramos. Él era mi amigo. Tenía que reaccionar de alguna forma.
—Ven con nosotros —dijo—. Quiero que veas algo.