El día después siempre es el más crítico. Hacía tres años que no éramos una pareja. Tres años sin sexo conjunto, sin vida, sin conexión.
Había escuchado historias de matrimonios que se divorcian pero quedan para hacer el amor. Lo nuestro fue un distanciamiento por supervivencia. El vacío que dejó Jaime tomó dimensiones inmensas. Estaba en todas partes, incluido en nosotros mismos. Ya era difícil mirarme al espejo después de que me robaran a mi hijo en mis propias narices, así que no le reproché a Inés que no pudiera aguantarme la mirada.
Acaricié su cuerpo desnudo junto al mío. Nos habíamos acostado con la misma fiereza con la que nos separamos. El olvido había hecho estragos en nuestra sensibilidad y el dolor había estado presente hasta el orgasmo. Lo llevábamos tatuado en el alma, fundido con pena candente y una aleación de soledad. Era algo con lo que nos estábamos acostumbrando a sobrevivir.
—¿Estás despierto? —preguntó con los ojos cerrados.
—Es una forma de verlo.
—¿Y cómo lo llamarías?
—Más bien estoy un poco zombi. —Encendí un cigarro.
—¿Qué diferencia hay?
—Los zombis están muertos.
Se incorporó y me robó el tabaco de las manos. En su pecho se marcaban las costillas, pero me seguía pareciendo atractiva y deseable.
—Si una mesa se moviera y tuviese hambre, ¿considerarías que está viva?
—¿Estás comparando una mesa con un zombi?
—Tú te estás comparando con un cadáver. —Realizó un aro de humo—. Yo prefiero las mesas con dientes. Algún día harán una película así. El ataque de las mesas vivientes. Será un éxito.
—Llamaré a Amenábar, a ver si le interesa tu guión.
No hubo risas. Solo un silencio espeso. Era una situación cómoda, pero a la vez era parecido a estar con un extraño. Inés tenía la misma mirada apagada. Sabía que no podía funcionar, que cuando saliera de mi apartamento ya no la volvería a ver. No quería despedirme de ella, pero tampoco podía retenerla.
—Esta semana ha sido la primera vez en mucho tiempo que me he sentido vivo —dije—. Buscar a África me ha puesto las pilas. Incluso bebo menos.
—Te encontré borracho, ¿recuerdas?
—Lo de Barrachina fue la gota que colmaba el vaso. Cedí a la bebida. Fue superior a mí.
—Podías haberme llamado.
—¿Qué podías hacer?
—Patearte el culo, para empezar. No me gusta ver cómo te autodestruyes, ya lo sabes. Si necesitas apoyo, estaré a tu lado. —Sonrió.
El problema era que no estaría. Las primeras semanas viviríamos un espejismo parecido a la felicidad, pero no iba a durar. El sufrimiento era demasiado grande. Cuando llegase el cumpleaños de Jaime y los dos nos abrazásemos entre lágrimas, no habría chaleco salvavidas, solo el alcohol. No iba a hacerle eso. El dolor es algo que se lleva en el interior y no se comparte.
El teléfono nos sacó de las utopías. Era demasiado temprano hasta para los panaderos. Me resultó extraño y descolgué. Era Ramos.
—¿Dónde coño has estado? —dijo—. ¿Acaso no escuchas los mensajes de tu puto contestador?
—¿Ocurre algo?
—Pasa que no sé si matarte o salvarte la vida. Eso pasa.
—Cuéntamelo.
—Tienes que venir a comisaría.
Miré a Inés. Apuraba el cigarro con gesto expectante.
—¿No podemos quedar en el PP?
—A comisaría. —Repitió—. ¿O prefieres que mande una patrulla a buscarte?
—¿Qué sucede?
—¿No lo sabes?
—No soy adivino.
—Se han cargado a Barrachina. Tienes que contestar a unas cuantas preguntas.