No puede ocurrir lo mismo dos veces. No ahora que se había marchado el frío. No a mí.
Alguien me vigila, lo sé. No se ven, no se oyen, no se huelen. Pero están ahí. Son ELLOS. Los vigilantes. Los mismos que me destrozaron la vida hace años. Usan cámaras, satélites. No se puede luchar contra ellos. NO SE PUEDE HACER NADA.
Me escondo, pero me encuentran. No puedo dormir por las noches. Me hago cortes en los brazos. Me mantienen alerta. El frío se atenúa. La vigilia me fortalece.
Olvida las pastillas. Los médicos están con ELLOS. Todos me persiguen. Ella no está.
Desapareció en la carretera. No fue al gimnasio. Las pesadillas se repiten. ELLOS regresan. Quieren ver qué hago. Sé que hay cámaras. Micrófonos. Me escuchan llorar. Graban cómo me corto los antebrazos. Se ríen del frío de mis huesos.
Y ella no está. No la encuentro. Así que sigo al hombre. Al borracho. Al extraño. Lo observo en ese bar al que va siempre. Él no me ve. Nunca mira al otro lado de la calle. Sus ojos se parecen a los míos. También siente el frío. Él busca lo mismo que yo, pero no lo sabe.
ELLOS me acechan. Yo lo vigilo.
Se llama Roberto Cusac.
Esperanza. Frío.