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El cine no ha sido capaz de retratar una buena borrachera. La visión se vuelve borrosa, aunque apenas te das cuenta de ello. El verdadero problema visual viene cuando eres incapaz de mantener la vista fija en un punto. Es como una foto que se mueve. Cuando logras fijar las pupilas en alguna parte, todo rota hacia arriba, y de nuevo vuelves a centrar la visión para que, un segundo después, se desplace hacia el cielo. Cuando me ocurría, no me costaba trabajo imaginarme bizqueando al mundo.

Aquella noche, tras abandonar el hostal Mayamy por la puerta de delante, agarré una buena melopea. Me costó bastante. El cuerpo es sabio y me había inmunizado al efecto de la bebida. Tuve que tragarme el resto de la botella de vodka y comprar otra en una tienda veinticuatro horas. En algún momento sonó el teléfono móvil. Lo lancé contra una pared y se rompió en pedazos.

Llegué a casa chocando con las paredes. Además de la incapacidad para mirar hacia delante, apenas podía mantener el equilibrio y me paraba cada poco. En el ascensor me fui al suelo y salí a rastras. La botella se había roto y sangraba de la mano, aunque no sentía dolor alguno. Logré no perder las llaves durante todo el trayecto, y al cabo de varios intentos conseguí abrir la puerta. Cerré de un portazo y me derrumbé en el sofá. Notario no estaba en su jaula.

No había podido matar a Barrachina. Lo tuve ante mí, lo golpeé con saña, pero fui incapaz de apretar el gatillo. Tenía grabados a fuego sus ojos suplicantes, el terror mezclado con resignación, sus ganas de acabar con el sufrimiento de ser un enfermizo hijo de puta. Aún sentía el peso del revólver en mi mano, aceitoso y frío, con ese rechinar característico del tambor al girar. Quería disparar, ver sus sesos esparcidos por toda la habitación, observar cómo su cadáver se pudría y perdía el uso de los esfínteres. Era venganza, furia de padre abandonado, pero no pude. Algo en mi cabeza me impedía acabar con otro ser humano. No iba a cruzar esa línea. Ramos tenía razón: si hubiera querido matar a Barrachina en mi primer encuentro, lo habría hecho. Si no le conté a Antonio mis intenciones, era precisamente para que alguien me detuviese.

Ahora, ya no tenía a nadie en quien personalizar mis males. Barrachina era el cabeza de turco, el chivo expiatorio. Y aunque se merecía morir, no sería por mi mano.

Los demonios me habían invadido. A mi mente venían imágenes inconexas que solo tenían en común formar parte de mis pesadillas, tanto las antiguas como las venideras. Vi a Jaime, siempre un niño, el eterno niño, con la misma edad con la que desapareció. Vi a África, perdida para siempre en un laberinto de espejos. Vi a Inés entrar por la puerta y colocarse a mi lado. Su silueta recortada en la penumbra, el pelo cayendo sobre los hombros. La vi coger el revólver y apuntarme a los ojos.

—Barrachina… —Balbucí—. Barrachina… pedófilo. ¿Dónde está mi hijo? No pude encontrarlo. Me… han robado a mi niño.

Lloraba. No podía centrar la vista en el fantasma que tenía delante, una sombra oscura con forma de mujer. Deseé que el espectro apretara el gatillo, ya que yo no había sido capaz.

En algún momento todo se volvió aún más oscuro y perdí la conciencia. Los sueños mientras dormía eran los mismos que estando despierto, y los demonios se jactaban de mi debilidad.

Noté una mano sobre el pecho.

—Roberto. —Me llamaba—. Vamos, abre los ojos.

Era de día. La luz me cegó un instante. La resaca me devolvió a la realidad. Inés estaba junto a mí. El tacto frío de sus dedos me convenció de que no seguía dormido.

—¿Cómo has entrado? —dije.

—Las llaves estaban puestas en la cerradura. Por favor… ¿se puede saber qué te has hecho?

Dudé si contarle mi encuentro con Barrachina, pero conque sufriera uno de nosotros era suficiente.

—¿Por qué has venido?

Vislumbré una sonrisa triste en sus labios. No supe qué significaba.

—África ha aparecido —dijo.

Tenía castañas asadas en el bolsillo. No recordaba haberlas comprado.