Nunca llueve en Alicante. Aquella noche había nubes de tormenta.
—Sabes por qué estoy aquí, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
—Hazlo rápido —dijo—. No quiero sufrir.
—No tenemos prisa. Han pasado años desde nuestro último encuentro. Podemos esperar un poco más, ¿no crees?
Estaba sentado sobre la cama, yo permanecía en pie ante él. La habitación era pequeña y olía a humedad. En la pared había un enchufe quemado, junto a un calendario de una hermandad de Semana Santa. La cisterna del aseo estaba rota y no dejaba de gotear. Las sábanas parecían acartonadas. Barrachina estaba muerto de miedo y yo iba a disfrutar de un plato frío.
—¿Quieres hablar de tu hijo? —preguntó.
—¿Tienes algo que decir?
Sorbió mocos. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó.
—Muchas veces he pensado en la credibilidad, ¿sabes? Es como aquella fábula de Pedro y el lobo. De tanto avisar, al final nadie te cree cuando algo es cierto. Si una mujer se encierra en el baño huyendo de su marido maltratador, y este le pide que abra la puerta, que no le pasará nada, ¿qué crees que hará?
—Tú has abierto.
Suspiró.
—Es difícil creer en alguien que ha demostrado durante toda su vida que no es de fiar. Hace poco hubo un escándalo sexual en Estados Unidos. El presidente se vio entre la espada y la pared. Porque, ¿quién puede confiar en un tipo que engaña a su esposa? Estuvo a punto de dimitir.
—Lo recuerdo.
—Pero ¿y si era la persona más indicada para dirigir al país? ¿Cómo podemos juzgar el trabajo de un hombre por sus inclinaciones sexuales? Piénsalo. Imagina que, por ejemplo, en prisión hay un violador en serie incapaz de rehabilitarse por mucho empeño que le ponga. La violación va en su sangre, en su alma. Sin embargo, tiene una idea revolucionaria y muy barata para acabar con el hambre en el mundo. ¿Crees que alguien le prestaría atención?
—Probablemente, no.
—Nadie le escucharía. Ese es el estigma que soporta la gente como yo. El hecho de que me gusten los niños no quiere decir que sea una mala persona en otros ámbitos de mi vida. Soy un buen cristiano, ¿sabes? Procuro dar limosna a los mendigos, reciclo siempre que puedo, me entristece ver que existen personas que maltratan a sus mascotas y las abandonan en verano. Hace años encontré una cartera y no toqué un solo billete. La devolví en una comisaría y no esperé recompensa. No soy un mal ciudadano, tan solo me gustan los niños. Y por eso se juzga todo lo que hago, así se frustran todos mis proyectos. No es justo, pero lo puedo entender.
—Lo comprendo —dije—. Y te creo.
—Pero no vas a creer nada más de lo que tengo que decirte, ¿verdad?
—Lo dudo.
—Sé que es imposible. No eres el primero, Roberto. Para ti y para todos los demás soy un asesino, un monstruo, un animal que estaría mejor muerto. Y no puedo hacer nada para demostrar mi inocencia. Por eso te pido que acabes rápido, porque suplicarte por mi vida es alargar la agonía.
—Como te he dicho, no tenemos prisa.
—¿Quieres oírmelo decir? ¿Aunque no me creas?
—Inténtalo.
Tragó saliva y respiró nervioso.
—Yo no me llevé a tu hijo.
Me lancé sobre él y le golpeé con la culata del revólver. Gritó como un perro y se protegió la cara con las manos. Me daba igual. A cada impacto gritaba más. Me salpicó sangre en la chaqueta. Y él gritaba. Gritaba como el culpable que era. Cuando terminé, tenía una brecha abierta en la ceja.
—Tenías razón: no te creo.
Agarré una toalla del aseo y se la arrojé. Se taponó la herida como pudo.
—Ni siquiera estaba cerca. —Continuó—. Es cierto que paseaba por ese parque, pero no tenía planes de llevarme a ningún niño.
—Pero lo hiciste.
—No era capaz. Y ahora tampoco. Los tiempos han cambiado, Roberto. Los chicos de hoy en día hacen cualquier cosa por dinero. Hay niñas de dieciocho que ejercen la prostitución, o salen en películas porno. Las llaman teens, ¿sabes? Las hacen para aquellos que les gusta fantasear con menores. Algunas se pagan así la universidad. Empiezan jóvenes, y siempre habrá gente como nosotros para pagarles.
—¿Hasta los paralíticos? ¿Ellos también aceptan tus sobornos por prostituirlos?
Le temblaba la mandíbula.
—¿Cómo sabes…?
—Eres un enfermo mental, Barrachina. Encerrarte solo soluciona el problema en parte, porque es imposible que te reinsertes en la sociedad. Me importa una mierda que encuentres la solución al hambre en el mundo, porque el remedio es arrancar los problemas de raíz. Eres un cáncer para la sociedad.
—Y tú el bisturí que va a extirparlo, ¿verdad?
—¿Quieres que lo haga?
—Hazlo. —Cerró los ojos con fuerza.
—¿Por qué? ¿No eres capaz de suicidarte tú solo?
Se echó a llorar. Dejó la toalla ensangrentada a un lado.
—Intento ser buena persona, pero tengo un estigma sobre mí. En prisión me saqué el título de Educación Social, pero nadie contrata a un exconvicto. No sabes lo que es vivir en contra de tus impulsos. Sé que lo que hago es aborrecible, una abominación. Pero no puedo evitarlo. Hay gays que se casan con mujeres y tienen hijos, pero antes o después muestran su verdadera cara. Solo me queda aceptar lo que soy, reconocer que mis genes están mal y mi propia naturaleza tiende a acosar a niños y adolescentes. Mi vida es un infierno.
—Un infierno es perder a un hijo a tus manos.
—Nunca le he hecho daño a nadie.
—A mí me atacaste.
—Entraste en mi casa, a oscuras. Pensé que querías matarme.
—No te equivocaste.
—Pero no soy capaz de hacerle daño a un niño. No podría asesinar a nadie.
—Me das asco. Dices que no les haces daño a los críos, pero es solo una forma de evitar la culpa. Porque de eso no tienes ni puta idea. No sabes lo que es tener cargos de conciencia, noches en vela deseando haber hecho otra cosa, no haber dejado que tu hijo jugase ese día al escondite. Hasta le he deseado el mal, ¿te imaginas? Ojalá se hubiera roto una pierna en un columpio. Ahora sería un niño cojo, o tal vez en silla de ruedas, pero no estaría desaparecido y probablemente muerto.
—Yo no he matado a nadie. Nunca.
—He intentado comprender qué lleva a una persona a abusar de un niño, y he fracasado. He leído sobre psicología, genética y hasta religión. ¿La naturaleza del violador se lleva desde que se nace? ¿Eso lo redime? Si fuerais enfermos, en algún momento se podría poner tratamiento, y eso me revienta. Que la gente como tú pueda tener esperanza, que puedan alcanzar el perdón porque les movía un ansia que no podían controlar… Se quiere entender al pedófilo, pero nada puede justificarlo. Por eso no puedo creerte. Me gustaría, pero no puedo.
—Entonces mátame.
—¿Qué hiciste con Jaime?
Se enjugó las lágrimas.
—Roberto, sé que es duro de aceptar, pero no fui yo. En el mundo hay más monstruos, más pederastas. Puede que hasta lo secuestrasen por otras razones. Te obsesionaste conmigo, y no te culpo, pero te equivocaste.
—No puedo aceptar eso.
—Has venido a vengarte, no a escuchar mis razones.
—¡Mi hijo desapareció ante mis narices! —Grité—. Si no fuiste tú, ¿quién?
—Si lo hubiera sabido, si me hubiera enterado de algo, te juro por lo más sagrado que lo habría contado. No soy estúpido. Habría sido mi tabla de salvación.
—No me pidas que acepte que me equivoqué, que perdí el tiempo mientras se esfumaba su rastro. No me pidas eso.
—¿Y si te digo que me lo llevé? ¿Me creerías? ¿O todo lo que diga siempre será mentira?
—¿Lo hiciste?
—No, Roberto. —El llanto le atragantaba las palabras en la garganta—. Tienes una fijación con mi culpabilidad, pero yo no sé qué pasó aquel día. Me partiste la cara, me amenazaste con matarme, y te conté la verdad. ¿No puedes verlo?
—Te detuvieron por exhibir los genitales en la puerta de un colegio. Encontré fotos de violaciones a niños. ¿Cómo puedes seguir negando la evidencia?
—No soy un santo, pero ese pecado no lo cometí.
La conversación con Barrachina se había postergado mucho tiempo. Tenía muchas preguntas sobre Jaime. Las había repasado en mi cabeza durante años, incluso todas sus posibles respuestas. Y entre las posibilidades estaba la más aterradora: que no se hubiera llevado a Jaime. Durante estos años había llegado incluso a creerlo, pero los sucesos de los últimos días traían bajo el brazo la pesadilla de mi pasado.
—¿Vas a matarme?
—Sabes que sí.
—Hazlo de una vez.
—Solo necesito saber una cosa más. ¿Qué has hecho con África?
—¿Con quién?
Le pateé la cabeza. Se hizo un ovillo sobre la cama y gimió de dolor.
—Basta de tonterías. África Rojas. La acosaste en su domicilio. Te tenemos grabado por la cámara de seguridad. Vas al Cubil a masturbarte mientras la ves bailar.
—Allí van muchas chicas —dijo—. No sé de quién hablas.
Le regalé un par de puñetazos en los riñones. Su espalda se arqueó con cada impacto. Balbuceó algo que no entendí. Saqué la foto de mi bolsillo y se la puse en la cara.
—Desapareció hace una semana, el día antes de Nochevieja. ¿La has matado? ¿La retienes como esclava sexual?
—¿Desaparecida?
—No te hagas el tonto, que no te pega nada.
—En el libro. —Señaló el cajón de la mesita de noche—. Mira ahí.
Dejé a Barrachina y vacié el cajón. Había un libro de Juan Rulfo y dos billetes de tren grapados a modo de marcapáginas. Era de un viaje de ida y vuelta a Barcelona. El sello de RENFE daba fe de su autenticidad. Las fechas me dejaron helado: de Nochebuena al dos de enero. Barrachina había estado fuera cuando África desapareció.
—¿Qué se te ha perdido a ti en Barcelona?
—Fui a pasar las navidades con mi hermana. Hasta los monstruos tenemos familia que nos quiere.
—¿Por qué lo has conservado? Lo normal es tirar los billetes a la basura.
—Se equivocaron con el importe. He presentado una reclamación.
Bajo el libro había un folio amarillo doblado por la mitad. Se trataba de una queja por un cambio de tarifas de un año a otro cobradas a posteriori. Le habían hecho pagar cinco euros con ochenta céntimos de más antes de poder regresar con el tren. Estaba firmado por Barrachina y por el revisor del tren. Aquello no me cuadraba.
—Puedes llamar a mi hermana si no me crees. Tenemos hasta fotos.
Me abalancé sobre él y le machaqué el rostro. Estaba furioso, pero algo en mi cabeza me obligó a parar. Barrachina tenía la cara hinchada y un ojo medio cerrado. Aún sangraba en la brecha.
—¿De qué va todo esto? —dije—. ¿Estás tomándome el pelo? ¿Es eso?
—¡Míralo tú mismo, joder! Tengo una coartada. No sé nada de esa chica.
—¿Niegas que la conoces?
—Sí, voy al Cubil y a otros bares a masturbarme, y la he visto un par de veces. Pero yo estaba en Barcelona. A cientos de kilómetros de distancia. Habla con mi hermana, por Dios.
—Esto no puede estar pasando… Otra vez no.
—¿Qué esperas que diga? ¿Qué me monté en el tren solo para tener una coartada perfecta, pero que regresé para llevarme a esa chica? Tú sabes que digo la verdad, Roberto.
—Mientes.
—Soy culpable de muchas cosas, pero de eso soy inocente.
—¡Cállate! —Le apunté a la frente con el revólver.
—Y tampoco me llevé a Jaime. Debes aceptarlo.
—No quiero oírte. —Quité el seguro.
—Siento lo de tu hijo. —Su voz se trababa por el llanto—. Lo siento. Que Dios te perdone, lo siento de verdad… Pero yo no tuve nada que ver.
Las lágrimas también recorrían mis mejillas. Dos hombres adultos llorando por el fantasma de un niño. El arma pesaba en mi mano temblorosa. La estela de la duda pasó ante mis ojos.