Durante mucho tiempo, mi cuadro preferido fue Saturno devorando a sus hijos, de Goya. Plasmaba una pesadilla como nadie. Después me enteré de que tras una restauración le quitaron un enorme pene erecto. Aquello me pareció aún más horrible, traspasando los límites de la razón. Y, cuando desapareció Jaime, ya no pude volver a ver esa pintura.
Devorar a niños. Pene erecto. Pesadilla. Horror.
Las palabras de Ramos eran de apoyo, pero su mirada indicaba otra cosa. Sabía que si quería encontrar a Barrachina, tendría que usar mis propios medios. No podía quedarme quieto en casa. Algo dentro de mí me empujaba a moverme. Antonio buscaría por su lado, pero yo lo haría por el mío.
Llamé al Hostal Mayamy y me hice pasar por funcionario del juzgado. Pregunté por Gaspar Barrachina para llevarle una notificación. El recepcionista me comunicó que se alojaba en la habitación ocho, pero que en ese momento no estaba allí. Lo apunté en mi libreta y colgué. Era todo cuanto necesitaba.
El Mayamy era una ruina reconvertida en antro. Algunas prostitutas se paseaban por la calle a la caza de algún capullo con pasta para gastar. Tenía una puerta de cristal que el conserje de día se afanaba en limpiar. La roña, sin embargo, era más tozuda y prefería quedarse en su lugar original. Un grafiti en la pared sugería que la gente debería usar las tripas del último poli para ahorcar al último Papa. Toda una declaración de intenciones en una metáfora sutil y bella.
Vigilé desde el bareto de enfrente. No era el Tugurio, pero estaba bien. El camarero disimulaba cuando le pedía un refresco de naranja tras otro y lo mezclaba con mi propio vodka. A partir del cuarto decidió cobrarme por adelantado. La ira maceraba por dentro, los demonios se despertaban y hacían planes alegres sobre matar y mutilar. El alcohol pateaba mi estómago, pasaba a mis venas y se alojaba en el córtex cerebral, formando un almizcle de justa venganza y de mirada borrosa.
Abrí mi cuaderno de notas. Subrayé el nombre de Barrachina. Repasé el número de la habitación. En una esquina escribí mis pensamientos:
«Lo mataré. Cabrón, estás muerto, tres años después dejarás de respirar. Sé que te llevaste a Jaime. Sé que tienes a África escondida en alguna parte. Te extraeré una confesión a puñetazos. Disfrutaré viendo cómo te salto los dientes. Cabrón, estás muerto. Muerto».
Niños paralíticos. Barrachina tenía una nueva filia, todavía más enfermiza. Ya no era un ser humano. Había involucionado hasta convertirse en un depredador urbano de instintos básicos y sádicos. Saturno devorando a sus hijos tenía el rostro de Barrachina.
El alcohol rellenaba mis venas. Desde que Inés regresó a mi vida había bebido menos. Pero la batalla por mi alma la ganaba Gaspar Barrachina. Era el amo y señor de mi corazón negro. El vodka ayudaba a centrar mis impulsos homicidas en su persona. Puede que tardase días en aparecer, pero yo no iba a ir a ninguna parte. Aguantaría. Le esperaría.
Palpé el bulto de mi bolsillo. El revólver de Diego Rojas pesaba en mi costado. Iba a matarlo a tiros, como tenía que haber hecho años atrás. Observaría cómo se desangraba. Seis balas con su nombre.
En la televisión apareció el rostro de África Rojas. Daban datos de su vida, de su aspecto, del coche. Clara se había movido rápido y los contactos de Inés hicieron un buen trabajo. Sin embargo, era yo quien tenía a Barrachina.
Pasaron seis copas hasta que apareció por un acceso a un parking cercano. Entró al hostal Mayamy a toda velocidad, sin detenerse a mirar si alguien le seguía. Apuré lo que quedaba de mi copa, guardé la libreta y salí a su encuentro.
El conserje no preguntó cuál era mi habitación. Ni siquiera se fijó en mí. Estaba bastante entretenido luchando con un videojuego conectado a un monitor de vigilancia. Una cámara de seguridad grababa a todo el que subía y bajaba. La miré de frente. No quería que hubiera errores de identificación. Iba a matar a Barrachina con el arma de Diego Rojas. No quería colgarle el muerto a nadie.
Subí las escaleras despacio. Estaba un poco mareado por el alcohol, pero nada que no hubiera soportado antes. Tenía la mente fija en un único objetivo. El pasillo podía moverse como un barco a la deriva, pero yo no iba a besar la lona hasta terminar mi trabajo.
Alcancé la habitación ocho y toqué a la puerta con el cañón del revólver. Intenté abrir, pero estaba cerrado. Barrachina contestó al otro lado de la plancha de madera.
—¿Quién es?
—Soy Roberto Cusac —dije—. Abre la puerta, Gaspar.
Después hubo silencio.
—No lo haré. Márchate.
—Sabes que no iré a ninguna parte. Y tú tampoco. La ventana de tu cuarto da al patio de luces. Estás encerrado conmigo, así que es mejor que abras la puerta antes de que la tire abajo.
—Llamaré a la policía.
—No lo harás. Vas a abrir la puerta y a dejarme entrar.
Más silencio. Después sollozos.
—Oh, Dios. Por favor…
—Ahora.
El mecanismo de la cerradura crujió, las bisagras chirriaron y la puerta se abrió. Gaspar Barrachina esperaba con el torso desnudo. Los ojos húmedos, a punto de llorar. La mandíbula temblorosa. Había ganado peso y ahora lucía un tatuaje taleguero en el pecho que representaba un corazón dentro de otro: un símbolo pederasta.
—No me mates, por favor —dijo.
Cerré la puerta tras de mí.