Encontré una vez a Barrachina. Podía volver a hacerlo.
Entré en un supermercado y compré el vodka más caro que encontré. Aquel día no quería contenerme, y si terminaba entre rejas al menos habría disfrutado de un trago en condiciones.
Los quioscos de prensa aguantaban el frío como podían, plantados entre el gentío con periódicos con las mismas noticias de otros años. Localicé el que buscaba en mitad de Alfonso X. Se diferenciaba de los demás por contar con un gran surtido de cómics, revistas de videojuegos, caramelos endurecidos y un amable dependiente que regalaba chicles a cada cliente entre diez y quince años. Era Marcos Espinosa, alias Gominolas, un asociado conocido de Barrachina y quien me contó hace años dónde podía encontrarlo.
No me reconoció al llegar. Quizá había ganado peso y entradas, pero él continuaba igual, con ese rostro retocado por el bótox que le daba un aspecto cadavérico. Se gastaba todo lo que ganaba en tratamientos de belleza para parecer más joven. Tenía la piel grasienta de la mezcla de cremas, y un desafortunado trasplante de pelo le había dejado la cabeza con aspecto de muñeca de plástico, con pequeños mechones cuadriculando su calva. Leía una de esas revistas para adolescentes en las que regalan pulseras de la suerte, hacen tests para confirmar si sabes besar y te dan los doce consejos infalibles para gustarle a ese chico. Espinosa estaba bien informado de la actualidad juvenil.
—Hola, Gominolas. —Saludé.
El pervertido me observó con distancia. Me había reconocido al fin, pero trataba de disimularlo. Llamarlo por su mote acentuó el tono de agresividad.
—¿Qué quieres?
—¿Dónde está Barrachina?
Su respuesta de «no sé de qué hablas» se mezcló con el sonido de mis patadas a su mercancía. Desparramé pilas de periódicos deportivos por el suelo que los equipos de limpieza municipal habían dejado encharcado.
—Tienes esto muy desordenado, Gominolas. Deberías ser más cuidadoso con tus productos. No creo que puedas devolverlos en este estado.
Tenía un stand giratorio para los cómics. Lo empujé y cayó en mitad de la acera. La gente se detuvo a mirar.
—¡Para, por Dios!
—Estoy muy borracho. —Saqué la botella de vodka del amplio bolsillo de mi chaqueta y le metí un trago—. No soy consciente de lo que hago.
—Te juro que no sé dónde está Gaspar.
—¿Te importa si meo? Tengo la vejiga a reventar.
Hice el ademán de bajarme los pantalones, pero Espinosa se llevó las manos a la cara en su cubículo, mientras repetía «vale, vale, vale».
—Le soltaron hace unos meses —dijo—. Se quedó en mi casa un tiempo. Decía que iba a buscar trabajo y un apartamento para él solo, pero se dedicaba a pajearse y a salir hasta tarde por afters de adolescentes.
—¿Sigue en tu casa?
—Lo tuve que echar hace dos semanas.
—¿Qué?
—Está enfermo. —Recapacitó unos instantes y continuó—. Bueno, más enfermo que otras veces. Lo pillé masturbándose, ¿sabes? Estaba viendo un video de niños discapacitados. Era de una fundación de nosequé, y los enseñaban a nadar. Aquello me pareció demasiado.
—Y lo dice otro pervertido.
—Yo quiero gustarles. Pero lo de Gaspar con los críos paralíticos… Me dio pavor. Me contó que había descubierto un filón en los chicos con parálisis cerebral, que muchos no podían ni hablar, y tampoco podrían chivarse de lo que les hiciera. Estaba preparando un currículo falso para entrar a trabajar en un colegio de educación especial.
Barrachina no se recuperó en la cárcel de sus depravadas inclinaciones, sino que se había hecho más listo. Ahora quería una víctima aún más indefensa que un niño. No podía imaginarlo trabajando con disminuidos psíquicos y físicos. Iba demasiado lejos, cruzaba una frontera que no podía ni concebir.
—¿Y por eso lo echaste? ¿Por ser más enfermo que nadie?
—No quería que me relacionasen con él, ¿vale? Tenía claro que iba a terminar de nuevo entre rejas, y prefería no tenerlo bajo mi techo. Joder, yo tengo un negocio, y no violo a niños. Trato de ser amable, pero Gaspar está desesperado. Es capaz de cualquier cosa.
—¿Dónde está ahora?
—Le di mil euros y le dije que no quería saber nada de él, pero después me llamó y me contó que estaba en un hostal. Ahora no recuerdo el nombre, pero…
Rompí a puntapiés un cristal lateral donde guardaba revistas descoloridas por el sol. Los peatones observaron todo incrédulos. Cuando iba a destrozar el soporte de películas malas, Gominolas salió del quiosco con gesto suplicante. Iba a pegarle un puñetazo de carácter gratuito y sin garantía, pero llevaba las manos por delante y se cubrió rápido.
—El hostal Mayamy, ¿de acuerdo? El Mayamy.
—¿Tienes su teléfono?
—¿No me has escuchado? Está en un hostal. ¿Cómo quieres que…?
Una nueva patada contra la sección de revistas de coches interrumpió su perorata y consiguió que me prestase toda su atención.
—Si me entero de que lo has avisado de alguna manera, volveré por aquí. Y te juro que quemo el quiosco contigo dentro. Barrachina se puede escapar, pero a ti te tengo bien vigilado. ¿Quieres que te joda vivo? —Negó con la cabeza, al borde de las lágrimas—. Pues estate quietecito.
Estiré el brazo y cogí un paquete de tabaco del interior. Le dejé el dinero sobre la repisa y me marché. Tropecé con una pieza de plástico de uno de esos coleccionables de montar cosas que nadie se termina.
—Recoge todo este desastre —dije—. Tienes el quiosco hecho un asco.