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Durante el apartheid de Sudáfrica, el único lugar donde coincidían blancos y negros era en Alcohólicos Anónimos. Aquello fue lo que me hizo decidirme a aparecer por allí.

Hay otras organizaciones que funcionan con grupos de autoayuda, pero en AA es distinto. Todos somos alcohólicos. Nadie lo niega. Y todos somos anónimos. Al salir de las reuniones, cada cual retoma su vida como le parece mejor. No se juzga. No se obliga a nadie a hacer nada. Es voluntario. Y funciona.

Les sorprendió mi actitud. Al parecer, la mayoría acuden asustados y nerviosos, con el miedo de que los descubran. Yo llegué con la convicción de que el alcohol era una forma de castigo autoinflingido que había derivado en adicción. En mis tiempos como policía había visto a muchas familias rotas por la bebida y el juego. Mi primer acercamiento sucedió en una reunión abierta, donde puede acudir cualquiera, ya sea para cotillear o para informarse. Allí vi a hombres adultos llorar, a otros asumiendo sus errores. Miradas de súplica, de ira, de vergüenza, de desesperación, de calma. Allí sucedía algo.

Todos éramos borrachos, incluso el moderador encargado de orientar los temas. Y todos éramos anónimos. Si había un policía, un médico o un diputado, estaban allí por lo mismo que los demás. Al entrar solo éramos alcohólicos. Al salir, se retomaban las vidas de cada cual. Encontrabas madres jóvenes, jubilados en las últimas, e incluso a un homicida arrepentido que mató a un tipo mientras iba trompa.

—No hay que temer a la cuarta o a la quinta copa —dijo el moderador, a modo de mantra—. La peligrosa es la primera. Recaer es arriesgarse a morir. Un accidente de tráfico, un fallo cardiaco. Morimos. Es lo que debemos tener claro.

Alcohólicos Anónimos no es una secta, pero predican los doce pasos. En ellos, se habla de Dios. Es más fácil rezar que meditar, pero ambas son igual de válidas.

Desde que decidí acudir a ellos, he estado pensando en eso que llaman «más allá». No me refiero al cielo o al infierno. Cuando hablábamos de Dios en AA, no se referían a Cristo o Jehová. Cada cual tenía el suyo. Uno de los que acudían a las reuniones, un chico joven que resultó ser escritor, aseguraba profesar una extraña religión a dioses nórdicos, y hasta llevaba un martillo en la mochila. Pensamos que nos tomaba el pelo, pero resultó que existía. Un tal Thor.

Aquella era su visión de Dios. La mía también era particular. No podía imaginar a alguien construyendo el mundo, ni siquiera a una conciencia que nos vigilase a todos. Sin embargo, ni los científicos se aclaran al definir lo que mueve a un ser vivo. Yo creo que no es el alma, sino una energía sin nombre. Los perros están vivos, tienen momentos de dolor, de felicidad, son inteligentes. Ninguna religión los dota de alma, pero algo los mueve igual que a los demás. Llamarlo energía es tan válido como llamarlo alma.

Una vez lo comenté con Inés. Ella imaginaba el más allá como una gran sala sin paredes, donde se reúne un montón de gente sin prisas, sin nada. Porque allí no hay ropa y si la hay es la misma para todos. Porque lo que no hay es materialismo. Nadie se lleva nada al más allá. Los objetos materiales quedan en el mundo, y al otro lado se llega con las manos vacías. Se terminó sufrir por la cuenta del banco, por la letra del coche, por el colegio, el trabajo, las vacaciones. No hay nada. En el más allá todo es vacío.

Nunca imaginé a Jaime en ese lugar. Él está en un limbo extraño, informe, nebuloso, donde no pasa el tiempo y es un niño eterno.

La charla avanzaba por los derroteros de siempre, y yo me despistaba a cada segundo. Pensaba en Jaime, en África, en Inés. Me decidí y di un paso al frente.

—Hola. Ya me conocéis. Soy Roberto. Llevo unos días en los que bebo menos. Estoy ocupado con un trabajo que puede que me destroce, pero también ha logrado que me acerque a mi esposa. Es la esperanza que me queda, que nos reconciliemos, que enterremos el pasado por muy doloroso que resulte. Sé que el objetivo es no beber nada, que una copa es igual que mil, pero para mí, que he estado a punto de ahogarme en vodka, es un gran paso adelante. Me siento orgulloso. No es como racionar los cigarrillos, pero se le parece. Mi intención es recuperar el timón de mi vida y no soltarlo más. Inés representa lo bueno que tengo, lo que fui. Por mucho que intente matarme con la bebida, ahora tengo algo por lo que luchar. Y esta vez no voy a rendirme sin pelear.