Víctor Hugo pensaba que Diego Rojas ocultaba algo. Creía que se trataba de algún negocio sucio que podía descubrirse si la policía lo ataba en corto. Tal vez tenía información de la asistenta. Quizá eran conjeturas.
Ramos pensaba que África estaba muerta. Iba a interrogar a sus vecinos, conocidos y amigos. Puede que hasta a los profesores que tuvo. Sospechaba que era un delito sexual.
Yo no sabía qué pensar, pero sí qué hacer.
Con un par de llamadas contacté con Miriam, una de las amigas de África. Le comenté lo de la desaparición y le pedí que se reuniese conmigo en un bar cercano a su casa. Le insistí en que avisara a las personas más próximas a África de su grupo de amigos.
El local era una cafetería decorada con gusto inglés. Había placas de moto, anuncios de Coca-Cola, una guitarra eléctrica colgada de la pared y un cuadro de Marilyn Monroe tonteando con James Dean y Elvis Presley. La clientela era joven, de esa que se sienta con un café para cuatro y están todo el día ocupando la mesa.
El camarero no tenía pinta de hooligan, más bien de haberse bajado de un tren procedente de Badajoz. Servían cuatro cervezas distintas de grifo, pero tenían muchas marcas de botellines en una nevera cercana. No había ni rastro de boquerones, y las cañas amenazaban con ser caras, pero me arriesgué a probar una pinta de trigo. Me la sirvieron en un vaso de Guinness y tenía aspecto turbio. La cerveza negra nunca me gustó porque me recordaba demasiado al café, pero tras varios años bebiendo cualquier cosa que tuviera algo de alcohol, estaba dispuesto a arriesgarme con tal mejunje. Me dije que si Miriam tardaba en aparecer me tomaría una segunda pinta de malta quemada.
Andaba por el tercer cigarro cuando la vi entrar por la puerta. Era apenas una niña, pero pesaba como una adulta. Estaba gorda, y su andar bamboleante me pareció hipnótico. Un mechón rosa le daba un toque personal a su rostro aniñado. A su lado caminaba un chico con aire desgarbado. Le calculé dos metros de altura, y estaba tan flaco que dudaba que pudiera hacer sombra. Mi presencia en el local destacaba tanto como una folclórica en un entierro y se dirigieron directamente a mi rincón de la barra.
—¿Eres el detective? —preguntó ella, con la misma vocecilla aguda con la que me había cogido el teléfono.
—Me llamo Roberto Cusac. Trabajo para los padres de África. Vamos a sentarnos en una mesa, ¿de acuerdo?
El chico hizo gestos extraños con las manos y estuve tentado de meterle un puñetazo. No sabía si me estaba insultando o practicando algún tipo de arte marcial. Miriam reaccionó de una forma similar, gesticulando con los dedos. Aquello me resultaba remotamente familiar.
—¿Qué ocurre?
—Siso me preguntaba qué habías dicho —contestó Miriam—. Con el cigarro en los labios no es capaz de leer lo que dices.
—¿Eres sordomudo?
Habría sido divertido que me hubiera contestado. Apagué la colilla y nos dirigimos a un reservado del fondo. Las butacas eran similares a los asientos de un coche, pero con una mesa en su mitad.
—Después de que me llamaras, he hablado con sus padres —dijo—. No tenía ni idea de que se había escapado de casa.
—No se ha escapado. Alguien la acechaba y se la ha llevado.
—Madre mía…
Siso trazó palabras en el aire. Podía estar llamándome «concejal», o quizás algo peor. Nunca lo sabría. No quedó más remedio que esperar a que terminase de trenzar el aire y aguardar la traducción simultánea.
—Dice que si podemos ayudar en lo que sea, que nos lo digas.
—¿Dos horas agitando los brazos y solo dice eso? —pregunté.
—También dice que no se fía de ti. La verdad es que yo tampoco. ¿Tienes alguna placa o licencia?
—Por supuesto. Suelo salir a la calle con todos los títulos que tengo desde parvulario. —Sus miradas eran de desconcierto—. No llevo arma, ni tengo placa y no visto con gabardina y sombrero. Busco personas. Así que, cuanto antes podamos empezar a hablar, antes podré encontrar a África.
Volvieron a realizar esos gestos que tan nervioso me ponían.
—Está bien. —Asintió Miriam—. Queremos ayudar, ya te lo hemos dicho.
—De acuerdo. —Saqué mi libreta de notas—. ¿Sois amigos de África?
El chico empezó de nuevo a remover el aire. Tenía miedo de que invocara el fantasma de Franco, así que le detuve en seco agarrándole un brazo.
—Ya vale, ¿quieres? Si tienes algo que decir, lo haces al final. Si no, no terminaremos nunca.
Miriam puso paz dando un paso adelante.
—No pasa nada. Yo contestaré por los dos.
—Mucho mejor. Mis nervios te dan las gracias.
—Conozco a África desde hace años. Antes de mudarse, vivíamos en el mismo barrio. Siso la conoce por mí. Es mi novio, ¿sabes?
—Fascinante. ¿Te consideras la mejor amiga de África?
—Claro.
—¿Y por qué no la has llamado en cinco días? ¿Acaso sabías que había desaparecido?
Tocar el ego de las mejores amigas solía funcionar entre mujeres. Siempre caían en la trampa, sobre todo si estaban juntas. Después le lancé el directo a la mandíbula. Según la lista que me había pasado Clara Orozco, Miriam llamaba por teléfono un par de veces por semana. Y lo más curioso de todo es que no había telefoneado ni una sola vez desde que África desapareció.
—Yo no sabía que había desaparecido. Ella dijo que tal vez se iría a París con Elías. Es su novio, no sé si lo conoces. —Asentí con la cabeza—. Me contó que, si no me llamaba estos días, es porque estaba de viaje por Francia. Le di un par de toques al móvil, y como lo tenía apagado supuse que estaba en plan turista. ¿Cómo iba a imaginarme que estaba desaparecida? Hasta que no me has llamado, no tenía ni idea. Ya te digo que he hablado con sus padres para que me lo confirmaran. Todo esto me parece un mal sueño…
Siso le pasó el brazo por encima del hombro para abrazarla. Aquel gesto en concreto sí que lo reconocí. Yo también había consolado así a Inés cuando tuvo los abortos.
—¿Pasabais mucho tiempo juntas?
—Bastante. Íbamos por ahí cuando no estaba con Elías. Es muy celoso, no le gusta que salga con nosotros.
—¿Sabes si África tenía algún enemigo?
—Llevo pensando en eso toda la mañana y no se me ocurre nada.
—¿Algún exnovio? ¿Un admirador secreto?
—Elías es su primera pareja seria. El resto, ya sabes, algún rollo sin importancia. Y tampoco es del tipo de chicas que ligue sin proponérselo. No atraía a muchos tíos, la verdad.
Ella tampoco era de ese tipo de chicas. Junto a Siso, formaba una pareja medio cómica, medio extraña. Él tan alto, ella tan gorda. Los dos hablando con gestos. Si tuvieran un programa de televisión, seguro que funcionaba.
—¿Te habló de algo que la inquietara? ¿Tenía miedo de alguien?
Lo pensó durante un par de segundos.
—Con Elías tenía peleas de vez en cuando, pero como todos. Nada importante. Y ya te digo, enemigos ni uno.
—¿Cuál era la relación con sus padres?
—A ratos bien, a ratos mal. El señor Rojas es un manipulador. Si fuera por él, su hija tendría hilos y la manejaría como una marioneta. No quería que fuera a Francia con la familia de Elías, ¿sabes? Siempre le ponía pegas a todo lo que hacía.
—¿Alguna vez amenazó con irse de casa?
—No llegaba a ese extremo. Quería terminar el colegio y marcharse a estudiar a otra ciudad. Es lo más parecido que le oí decir.
Me quedaba sin preguntas, y los interrogantes continuaban sin respuesta.
—¿Qué crees que le ha podido pasar?
—No entiendo por qué alguien querría llevársela. Todo esto es muy raro. Estoy bastante nerviosa, la verdad.
Siso gesticuló con violencia. Imagino que esa era su forma de gritar. Miriam le contestó con la misma actitud. Al fondo, el camarero de Badajoz nos observaba con la resignación de que éramos de los que se pedían un café para ocho y ocupaban la mesa hasta el cierre.
—¿Qué le pasa ahora?
—Nada, da igual.
A Siso no le gustó que no le tradujera y se mostró aún más intratable.
—¿Qué dice?
—No importa.
Siso resopló, dio un golpe en la mesa y me arrebató la libreta y el boli. La tentación de darle una bofetada era algo que salía de dentro de mí, aún no entiendo muy bien por qué. Se ve que hay gente que te cae bien, y otra que no la vas a tragar en toda tu vida por muy amable que sea. Siso pintarrajeó una hoja en blanco y escribió una única palabra.
—Violador. —Leí—. ¿Qué significa esto?
Miriam se tapó la boca con la mano antes de hablar.
—Es una tontería que se le ha metido a Siso en la cabeza. Es mejor no hacerle caso.
—Claro, pero qué te parece si primero me lo explicas y luego ya decido.
—No es nada. Es que Siso se monta cada película que…
—Cuéntamelo.
La chica miró al cielo. No era resignación, sino aburrimiento. Estaba convencida que lo que iba a decir era una tontería muy grande, pero aun así lo dijo.
—Nosotras solemos ir a un local que se llama el Cubil. África viene muy a menudo. Pero desde hace un par de semanas ha aparecido por allí un tipo extraño. Es mayor, y se pone en una esquina a mirarnos. A Siso no le gusta, porque siempre tiene las manos en los bolsillos y cree que se toca. Piensa que es un pederasta, que le gustan las jóvenes. Antes o después molestará a alguien y le partirán la cara.
Un hilo al que agarrarse. Endeble pero sospechoso.
—¿Y no crees que esa información era importante? —Pregunté.
—Ese tipo es un pobre desgraciado. Estoy segura de que acaba de salir de un divorcio y no sabe qué hacer. Tiene la sociabilidad oxidada. Siempre hay gente de esa, y nos mira a todas, no solo a África. Al Cubil va mucha gente, ¿sabes?
Siso señaló de nuevo la palabra que había escrito. Estaba convencido de que era un pedófilo, y quería que actuase. Pero ¿hasta qué punto estaba relacionado con África? Tal vez Siso había visto en mí la solución para quitarse de encima a un señor adulto que les molestaba en su local de casi adultos.
—Lo tendré en cuenta —dije.
—Haz lo que quieras. Espero que encuentres a África pronto. Tenía un examen en unos días.
Miriam vivía en su planeta. Estaba nerviosa, pero no terminaba de comprender la envergadura de todo este asunto.
—Antes has dicho que vivíais en el mismo barrio. ¿Cuál era?
—San Blas. Éramos vecinas puerta con puerta. Nuestros padres también son muy amigos. Cuando se lo he contado no se lo creían.
Me rasqué la cabeza. Tenía la sensación de estar dando vuelta sobre lo mismo.
—¿Y el resto de los amigos de África? ¿Por qué no han venido?
—No son tan cercanos… —De nuevo, el ego de la mejor amiga proliferaba—. Hemos quedado esta noche en el Cubil. Si quieres, los puedes encontrar allí.
Siso señaló de nuevo la palabra «violador» escrita en mi libreta. Quizá al final tendría que ocuparme de aquello.
—¿A qué hora soléis ir?