Hay hijos que se parecen a su padre. Y no me refiero a aquellos que heredan la nariz, las orejas, los ojos o la alopecia. Se trata más bien de aspectos psicológicos. Un padre debe ser un ejemplo a seguir para su hijo, y el niño tiene que verlo como un héroe. Ya llegará la adolescencia y se convertirá en lo que tenga que ser, pero en la infancia el modelo paterno es indiscutible.
El problema surge cuando el modelo paterno no tiene hijo al que impresionar.
Jaime era mi espejo. En una ocasión le grité a la tele en mitad de un partido de fútbol, y mi crío se puso a llamar tontos a los jugadores. Ahí me percaté del poder que podía ejercer sobre él. Después de aquello me fijé más en lo que hacía. Aprendió a sentarse como yo, me imitaba al caminar, las palabras que usaba terminaban formando parte de su vocabulario. Durante una cena con compañeros, dije que me había acostumbrado a dormir boca arriba. Jaime estaba presente y dijo que él se acostaba boca abajo «porque se había acostumbrado». Mi hijo era mi fotograma, mi negativo, mi clon. La infancia que estaba viviendo era la mía, y yo le observaba a través de sus ojos.
A los psicólogos se les llena la boca al hablar de que los maltratadores proceden de familias desestructuradas, y que vieron a sus padres maltratar a sus madres cuando eran niños. No quería nada de eso para Jaime. Me veía como el justiciero, el policía que detenía a los malos que ponían en peligro a los niños. Para él, era un superhéroe.
Y una tarde descubrimos juntos que los superhéroes no existen, pero sí el mal. Se desvaneció en el aire, justo delante de las narices de papá policía. El poderoso guerrero no era más que un ser humano.
Esperaba en el coche, como casi siempre. Había quedado con Ramos y llegaba tarde. Por la calle había familias con sus hijos. Ignoraba si ya tendrían colegio o aún les duraban las vacaciones, pero había bastantes. Algunos tenían la mirada de sus padres, y por sus ojos se podía distinguir si los visualizaban como modelo a seguir.
Unos golpes en la ventanilla me sacaron de mi ensoñación. Era Antonio. Le abrí la puerta y entró al coche.
—¿No podíamos quedar en el PP? —preguntó.
—Es mejor que no me vean contigo.
—Pues llama por teléfono. Joder, tienes el coche hecho un asco.
—Este vehículo me trae grandes recuerdos.
—¿Como este cartón de vino vacío? —Antonio pateó la basura acumulada en los pies del copiloto.
—¿Has sacado algo en claro con Víctor Hugo?
—Nos contó la verdad. —Me pasó un par de folios que traía en el bolsillo de la chaqueta—. La asistenta es su amorcito, y le dijo que la chica llevaba desaparecida un par de días. Creen que el padre tiene negocios turbios y por eso le da miedo que entremos nosotros, por si le sacamos cuentas en Suiza o yo qué sé. Ya los hemos mandado con el juez Morales.
Morales era sinónimo de proceso largo lleno de papeleo que inevitablemente terminaba en prisión preventiva. Llevaba poco tiempo en el juzgado, pero quería hacerse un nombre delante de los otros jueces. Hasta los que abollaban el coche al aparcar pasaban un par de noches en el calabozo. Decía que por las malas se aprende antes la lección. Al amigo Víctor Hugo le esperaba una estancia cómoda en Fontcalent.
—¿Crees que se han callado algo? —dije mientras revisaba por encima la declaración que habían firmado.
—Están demasiado asustados. No sé qué clase de justicia les depara en Colombia, pero intentan llegar a un acuerdo para que Martha Cecilia no pise prisión. Han visto demasiadas películas, porque van de cabeza al hoyo.
La declaración tenía multitud de detalles que cobraban verosimilitud. Hasta explicaba que Víctor Hugo fotocopió la carta en una copistería cercana a la Universidad para que no le pillaran huellas dactilares. Estaba paranoico antes de cometer el crimen, por lo que la mezcló con un montón de papeles y se la dio a la dependienta esperando que no se parase a leer lo que tenía entre manos. Casi se meó encima. Sin embargo, lo más importante, el paradero de África, seguía siendo un misterio. Juraban y perjuraban que no sabían nada, y Antonio se lo creía.
—¿Qué vais a hacer ahora? —pregunté.
—Ya lo hemos hecho. Hay un par de compañeros en la casa de los padres. Les tomaremos declaración e intentaremos averiguar qué camino tomó con el coche. Por cierto, como vuelva a sacar una pipa lo empapelo para toda su vida.
Cuando Antonio decía «empapelo» quería decir «matar a palos». Estuve tentado de contarle que el revólver de Diego ahora estaba en la guantera del coche, tras pasar un tiempo por el bolsillo de mi chaqueta. Estaba más seguro conmigo que con un padre ansioso capaz de matar a la asistenta o de pegarse un tiro en la cabeza.
—No sufras por eso.
—Yo no sufro por nada, ni por almorranas.
—Eres un tío duro.
—Como el rabo de un elefante.
—¿Qué más vais a hacer?
—Llamaremos al timbre de algunos vecinos, a ver qué saben o dejan de saber. Pondremos firme al novio y a los amigos por si es una violación que acabó mal. Y después, buscaremos en las calas.
—¿Piensas que está muerta?
Ramos recogió los papeles y los guardó de nuevo.
—Sí —contestó—. Y tú también.
Abrió la puerta del coche y se bajó sin preguntar si quería que le acercase a alguna parte. Yo permanecí un rato mirando por la ventanilla. La gente iba y venía, los niños parecían felices. Algunas madres llevaban los carricoches como si fueran tanquetas, sin miedo a chocar contra otros transeúntes.
Me frustraba comprobar que había padres que no se daban cuenta de que sus hijos querían ser como ellos; y los apuntaban a pesadas actividades extraescolares como tocar el piano o jugar al fútbol en un equipo de empresa. Esos padres proyectaban la frustración de su vida esclavizada al horario de trabajo y querían vivir sus sueños a través de sus vástagos. Lo que no he tenido yo, que lo tenga él. En el fondo lo hacían por bien, pero a veces se trata de observar al niño y ver si le gusta el piano o la pintura, el fútbol o la lectura de cómics. Quizá el crío sueña con ser fontanero, como su padre. O policía, como Jaime.
Yo no quería que jugase con pistolas de plástico, pero a él le entusiasmaban. Inés le compraba accesorios diversos, y él disfrutaba esposando a sus peluches por haberse portado mal. Era imposible hacerle entender lo que era en realidad el trabajo de un patrullero, la cantidad de escoria humana que había suelta por las calles. En una ocasión le conté a Inés un mal día en el curro, donde hallamos a un viejo que llevaba muerto varias semanas. Los vecinos dieron la voz de alarma, ya que la familia lo tenía abandonado en su apartamento. Encontramos comida podrida en la nevera, con larvas de gusano retorciéndose sobre un filete de ternera. La peste era infernal y no conseguí quitármela hasta que me hube duchado cuatro veces. A Inés no le gustó la historia, y me pidió que no volviera a contarle nada tan sórdido. Sin embargo, al ver a Jaime jugando a policías y ladrones, tenía unas ganas terribles de gritarle lo que era en realidad la vida, que no se parecía en nada a sus juegos inocentes. Ojalá lo hubiera hecho. Tal vez, ahora estaría a mi lado y este no sería un mundo peor.