Dicen que fumar puede matar. También se podía morir de tristeza. Yo lo sabía, y en eso pensaba mientras apuraba la última calada en las inmediaciones del aeropuerto. Algún poeta repetitivo habrá dicho que la vida es como un cigarro, que se consume poco a poco. Yo creo que los recuerdos son la ceniza, que a veces se la lleva el viento y otras termina desbordando el cenicero. Pasado gris y quemado.
La terminal era vieja y de techos bajos. Miré en el monitor que el vuelo acababa de aterrizar. Aún podía echarme otro pitillo, puede que hasta me diera tiempo a tomar una cerveza, aunque no recordaba la última vez que no tuve tiempo de beber un trago.
Repasé lo que me había contado Diego antes de marcharme de su casa. El novio de su hija se llamaba Elías Crespo, y a su familia le tocó el primer premio de la Lotería hace unos años. Invirtieron parte en una tienda de muebles de una población vecina. Vivía holgadamente, no tanto como África, pero sí con todas las comodidades que le permitía el plazo fijo en el banco. Tenía veinte años y había dejado los estudios de Documentación para entrar en la dirección de la tienda, aunque según Diego no daba palo al agua. Su aspecto le delataba como uno de esos niños pijos a los que sus padres se lo pagan todo, incluyendo ropa de marca con la que llenar el armario. Llevaba con África ocho meses, los suficientes para que se entendiesen sin hablar, pero demasiados pocos para que fuera el hombre de su vida.
Las puertas se abrieron y Elías apareció el primero. Llegaba solo y únicamente portaba una pequeña mochila que correspondía al equipaje de mano. Se había recogido la melena en una cola de caballo.
—¿Elías? —Le detuve—. Soy Roberto Cusac. Los padres de África me han encargado que investigue su desaparición. ¿Podemos hablar?
Era un chico corpulento, más de lo que parecía a simple vista. Esperaba que, a la hora de apretarle las clavijas, no reaccionase a golpes, igual que Víctor Hugo.
—¿Dónde está África? —preguntó.
—Eso intento averiguar.
—Quiero hablar con sus padres. No me fío de ti.
—Primero nos tomaremos un café, ¿de acuerdo?
Intuí sus nervios pese al disimulo, pero no supe apreciar si se debían a la desaparición de su novia.
—Diez minutos. Después subo a un taxi y me piro.
La cafetería más cercana era un nido de ruidos por el trasiego de viajeros. Los precios estaban inflados hasta casi el insulto, pero me arriesgué con una cerveza bien fría. Elías optó por una café largo.
—No sé cómo ha podido pasar esto —dijo—. Prometió que vendría a despedirse de mí, pero como no lo hizo pensé… Joder, yo qué sé lo que pensé. Que sus padres no la habrían dejado salir de casa, quizá.
—¿Por qué creíste eso?
—Lo último que se me habría pasado por la cabeza es que la habían secuestrado. Tenían a la asistenta amaestrada para que, en caso de llamar, me dijese que no estaba en casa. Y el móvil se lo quitaban de vez en cuando, para que no pudiéramos hablar. Su padre es un puto nazi. Una vez hasta me amenazó con una pistola.
Había conocido a Diego en un momento de desesperación, y me había brindado todas las facilidades y confianzas posibles, pero estaba claro que en su vida normal no era así. No era difícil imaginarlo amenazando al chico que le robaba el afecto de su hija. El revólver que le quité aún pesaba en el bolsillo de mi chaqueta. Si la policía me registraba, me esperaba una buena temporada en prisión solo por llevarlo encima.
—¿Te sacó un arma? —pregunté.
—No, pero me dijo que tenía una, que fuera con mucho cuidado. Es de los que echan de menos los «cuarenta años de paz». Ya sabes, que con Franco se vivía mejor. Su familia prosperó robando en aquella época, no me extraña que lo eche de menos y le guste sacar el fusco de vez en cuando. ¿Sabes cómo hizo fortuna el abuelo de África?
—Sé que tenían supermercados.
—Aquello fue después. El viejo se dedicaba a llevar una ruleta clandestina. La montaba en ciudades satélite de Madrid, untaba a la policía, y sacaba una buena tajada. Después incluso se dedicaba a merodear por las puertas de los casinos, por si alguien necesitaba más pasta. Era un prestamista, y a esos no se los engaña. Si pides dinero, al final pagas, de una forma o de otra.
—¿Eso te lo contó África?
—Y también el propio señor Rojas. Le encanta que le llamen de usted, ¿sabes?
Me caía bien Elías. Me pregunté cómo sería de pequeño. Estaba claro que toda aquella fachada de niño pijo la había aprendido en los últimos años. Algunos adultos roban la infancia de sus hijos al disfrazarlos como ellos. Imagen de éxito, léxico refinado, ínfulas de superioridad. Fantaseé con el adulto que podía haber sido Jaime, quizá parecido a Elías Crespo, tal vez un Diego Rojas en potencia, puede que un Roberto Cusac borracho y acabado. En mi imaginación, siempre era un niño.
—África desapareció el mismo día que te marchaste a París. —Bebí un trago—. ¿Notaste algo extraño los días de antes?
—Todo era normal, salvo por la bronca de sus padres. No sé por qué no la dejaron venir al viaje…
—¿Sabes si se había metido en algún lío? ¿Tenía problemas con alguien?
—Es la tía más cojonuda que conozco. Joder, espero que todo sea una broma y aparezca de una vez. ¿Crees que ha intentado ir a Francia en coche?
—No lo sabemos —dije—. Se ha llevado ropa y algún bolso. El coche tampoco aparece. Todo son conjeturas, pero queda el video.
—¿Qué video? —preguntó, extrañado.
—Las cámaras de seguridad grabaron a una persona asomándose a su ventana unos días antes de que desapareciera.
Se quedó blanco. Si estaba ocultando algo, era un gran actor. La existencia de la cinta de seguridad lo dejó tocado.
—¿Saben ya quién…?
—Todavía no, pero estamos tras la pista.
—Hostia puta… —Se recostó—. Joder…
—¿Por qué no has regresado antes de tu viaje?
—Al principio pensé que sus padres exageraban, pero luego me preocupé de verdad. He vuelto en cuanto he podido. No había tantos vuelos en estas fechas. He esperado a cancelaciones. Incluso pensé en coger un tren, aunque tardase dos días. Al final pillé un buen billete, y aquí estoy. ¿De verdad había alguien asomándose a su ventana?
—Han sido días complicados. Incluso fingieron un secuestro. Seguimos una pista falsa y hemos perdido mucho tiempo.
—¿Cómo que fingieron un secuestro?
—Fue la asistenta, pero mejor que te lo cuenten todo al llegar a casa de los Rojas, ¿de acuerdo?
—La madre que me parió… —Elías no salía de su asombro.
—¿Qué es lo último que supiste de África?
—Pues… la vi el día antes de irnos. Aún tenía la esperanza de que la dejaran venir. Si no, habíamos quedado en que vendría aquí mismo, al aeropuerto, a despedirse.
—¿Te suena un local de copas llamado el Cubil?
—Es un local nuevo. Ahí va con sus amigas, yo no suelo acercarme demasiado. Prefiero otros ambientes.
El chico se levantó y me tendió la mano.
—Oye, Roberto, ¿verdad? Espero que encuentres a África, pero me tengo que marchar. No puedo perder más tiempo aquí. Lo entiendes, ¿no?
Entendía que Elías tal vez fuera la persona que menos sabía de todo este asunto. Su coartada era sólida, avalada por su familia, que se había quedado a terminar las vacaciones en Francia. Intentaría hablar con ellos por teléfono para corroborar lo que me había dicho, pero de momento me bastaba. Mis prioridades eran otras.
—Claro —dije—. Saluda a Diego de mi parte.
—Ese cabronazo es capaz de no abrirme.
Se marchó sin haber probado su café. Yo apuré con tranquilidad la cerveza. Después llamaría a Rojas para pedirle que abriera la puerta al chaval. Lo que había dicho sobre que le gustaba que le llamasen de usted me dejó pensativo un buen rato.