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La vuelta a casa fue demoledora. La montaña rusa de emociones que había supuesto el falso secuestro había hecho mella en Inés. Pasó de la esperanza a la desesperación, de la incertidumbre al desasosiego, de la alegría al llanto. Antes o después llegaría la tan temida resignación.

—¿Cómo estás? —pregunté mientras conducía.

—Ya lo ves.

—Te dije que no era buena idea aceptar el encargo.

—Estamos luchando por lo que es justo. Sé que todo se resolverá. Estoy segura.

Mezclaba deseo y realidad. Ansiaba con todas sus energías que apareciese África sana y salva, pero temía que hubiese sido violada, torturada, asesinada. Ambos conocíamos el tipo de depredador que recorre las calles en busca de niños o de chicas jóvenes.

—Esto puede conmigo, Roberto.

—Pasamos por la mayor putada que les puede ocurrir a unos padres —dije—. Siempre nos acompañará ese dolor. Alargar la agonía no acabará con nosotros.

—Aún me cuesta pasar por la puerta de los colegios. Cuando veo a todas esas madres abrazando a sus hijos, pienso por qué ellas sí pueden tener a sus niños y yo no…

Cuando pasaba por los parques y veía a los padres descuidados que perdían de vista a sus hijos, me entraban unas ganas terribles de partirles la cara. La gente no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde. Debería haber algún demente que se dedicase a secuestrar a niños durante un par de días, y luego devolverlos a sus familias.

—No es ira, ni lástima, —prosiguió Inés—, es observar el futuro que nos robaron. Pienso cómo sería Jaime, en qué andaría metido, cómo le iría con las chicas o en los estudios. Otros padres lo tienen, y a veces pienso que no lo aprovechan, que no son capaces de apreciarlo en toda su plenitud. ¿Sabes de qué me arrepiento más? De enviar a Jaime a aquel campamento durante dos semanas de verano. Sé que él me insistió, pero dentro de mí tenía la necesidad de pasar más tiempo contigo. Me lo tomé como unas vacaciones, ¿te lo puedes creer? Mi descanso era perder de vista a mi hijo. Y ahora estoy cansada de descansar.

—¿Recuerdas que le contaba cuentos antes de dormir? Tú te dedicabas a fregar los platos, y yo hablaba con él antes de que se quedara frito. Me compré el libro aquel, de los 101 cuentos, pero su preferido era el de El Flautista de Hamelin. Parece casi una burla del destino, ¿sabes? Ahora no puedo ni pensar en esa fábula. Al final, los niños desaparecen igual que las ratas, y se supone que están en un lugar mejor. Yo no me puedo imaginar ese sitio. Una especie de Nunca Jamás, una cárcel de juguetes y golosinas. Si pudiera, le pegaba cinco tiros al flautista, en serio.

Inés sonrió durante un pequeño instante. Cuando sobrepasas la frontera de la tristeza profunda, esta queda mantenida, clavada en tu corazón, que ya no es capaz de sentir las mismas cosas que antes. La risa, por ejemplo, sabe amarga. La felicidad es áspera, y el sexo, frío.

—En unas horas entro a trabajar —dijo al llegar a la esquina de su casa—. Quiero que me cuentes todo lo que descubras de África.

—Serás la primera en saberlo.

Al llegar a su portal, dejé el motor al ralentí y apagué la radio. Los programas nocturnos siempre me habían hastiado. Estaban hechos para provocar sueño a aquel que no pudiera dormir. En otros, llamaban chalados que deseaban masturbarse con peluches, o automutilarse, o reprimían pensamientos incestuosos. Todos los locos despiertos por la noche, pegados al transmisor, para evitar salir por el día. No quería convertirme en uno de ellos, ni siquiera intentar comprenderlos. Que cada cual se tragase su propia basura y, como dijo el sabio: «si hay miseria, que no se note».

—Una vez vi una película sobre García Lorca —dijo—. Partía de la idea de que no murió fusilado, sino que se quedó amnésico y paseaba como un vagabundo por las calles de Granada.

Allí estaba, la ilusión de un final feliz. África tiene un accidente de tráfico y está sola y perdida por los albergues de la ciudad, esperando que alguien vaya a buscarla. Era una cábala, una posibilidad lejana, algo improbable y bonito a lo que agarrarse en lugar de a la cruel realidad. Quizá aún fantaseaba con que un día un adolescente tocase su puerta y le dijera que es Jaime, que perdón por llegar tarde a cenar. Inés se mentía, y yo no iba a destruir esas fantasías.

—Pondremos carteles. —Propuse—. Si alguien la ha visto, llamará al teléfono. Los Rojas tienen mucho capital, pueden movilizar a mucha gente. Encontraremos a África. Ya verás.

No sé si mentí bien o mal. Solo sé que a ella pareció bastarle.