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África no era ninguna niña. Su habitación no estaba decorada con pósteres de cantantes de moda o actores guapos. En su lugar había cartulinas pintadas de múltiples colores que dotaban al enorme dormitorio de un aura optimista. Sobre el escritorio se acumulaban folios y apuntes. En una estantería encontré novelas de bolsillo colocadas en estricto orden alfabético del apellido del autor. Una balda la reservaba para cómics manga románticos. El resto de la decoración tenía toda la pátina de Clara Orozco, con una colcha demasiado seria para un dormitorio juvenil. La mesa del escritorio, el armario y las cortinas terminaban de ensombrecer un espacio que África había tomado como suyo.

Aún recordaba la habitación de Jaime. Era suya, pero la habíamos decorado nosotros. Ahí radicaba la diferencia. Sus cosas eran las cosas que Inés y yo compramos para él. Los dibujos de las paredes eran del colegio, pero fuimos nosotros quienes decidimos colgarlos. Si hubiéramos tenido otro hijo, habría sido igual. Sin embargo, lo que la hacía única, lo que la convertía en el dormitorio de mi niño, era Jaime. Sin Jaime no era nada más que cuatro paredes y pósteres de Disney. Y, cuando desapareció, me di cuenta. Ya no eran simples sábanas de dibujos animados, sino las sábanas de Jaime. Nunca volvería a dormir en su cama, jamás volvería a hacer nada suyo. Y lo que quedaba, esas tristes cosas que se vendían a miles, ya eran únicas.

Lloré cuando todo su recuerdo, su esencia, acabó en cajas de cartón.

Diego me observaba desde el umbral de la puerta. Le resultaba duro entrar al cuarto, y el alcohol entristecía su mirada.

—Te dejo a solas, Roberto —dijo.

—Está bien, Diego.

—Si necesitas algo, me das una voz, ¿vale? Estaré en el salón con mi mujer.

—Trate de descansar, ¿de acuerdo?

—Eso haré. Y por favor, tutéame. Ya casi te considero de la familia.

Rojas se marchó por el pasillo. Me dejó con la duda de qué era eso de considerarme de su familia. ¿Significaba que me tocaba un pellizco de la herencia? Estaba seguro de que tenían una bodega privada que les abastecía de vino de calidad.

Empecé el registro por lo que menos tiempo me iba a llevar. Miré debajo de la cama y levanté el colchón. La mesita de noche tenía tres cajones, los tres con calcetines y ropa interior. Comprobé que no había un doble fondo y continué.

No tenía muy claro lo que estaba buscando, ni tan siquiera si había algo que encontrar. El armario contenía ropa de invierno. Todas las mudas eran de colores llamativos, salvo el uniforme del instituto de pago al que iba, que era negro y gris. Metí la mano en los bolsillos de las chaquetas y pantalones. En un plumón verde fosforito encontré el recibo de unas entradas de cine de varios meses atrás. Había unos diez bolsos diferentes, la mayoría vacíos, salvo uno que simulaba una guitarra eléctrica de color rojo metalizado. En su interior hallé un tampón, una muestra de colonia, un posavasos de cartón de un local llamado el Cubil y varios preservativos. Estaba claro que era el bolso que más usaba al salir de fiesta.

El escritorio era un amasijo de papeles, por suerte bastante ordenado. Aquello me llevaría casi toda la noche y parte de la mañana. Revisé las libretas y los libros. Encontré un par de números de teléfono y los apunté en mi cuaderno. Me resultó extraño no ver la agenda. Tal vez estaba en el coche, o en el bolso con el que salió aquella mañana. En los márgenes de los folios había anotaciones. Entre las citas en la biblioteca o recordatorios de examen, encontré algunas anotaciones personales. Apunté los nombres: Miriam, Siso, Fernando.

Al cabo de un rato me di por vencido. La vida de África era la de una chica normal de su edad. No había drogas, ni indicios de problemas. Era feliz, y aquello me atenazaba por dentro.

Antes de salir, cogí un álbum de fotos que había en una repisa. En él aparecía África con multitud de amigos y familiares. Reconocí a Elías al instante. Tenía toda la pinta de ser el típico novio que desaprobaría su padre: melena planchada, cara de bobalicón, el polo sujeto a los hombros. En aquel fragmento congelado aparecían sentados a una mesa, con los dedos entrelazados. Me guardé la foto y regresé sobre mis pasos.

En el salón nadie se había movido. Parecía que posaran para un pintor renacentista.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Rojas.

—Poca cosa. ¿Sabéis si África tenía un diario?

Clara pareció despertar de improviso. Sus ojos se abrieron al tiempo que contenía la respiración. Algo me decía que había dado en el clavo.

—Una vez la vi escribiendo —dijo—. Era una libreta roja de tapa dura. La esconde en el cajón del escritorio, entre los apuntes.

—¿Cómo lo sabes, Clara? —pregunté—. ¿Alguna vez la viste? ¿O fue Martha Cecilia quien te lo contó?

—La vi. Incluso lo leí por encima. Hablaba de Elías, de lo bien que estaba con él. Eran cosas muy inofensivas. ¿Por qué? ¿Lo has encontrado?

—He revisado todas las libretas, y esa no estaba.

—¿Crees que se la ha llevado la asistenta? —dijo Inés, algo más recompuesta.

Algo no encajaba. ¿Para qué querría nadie el diario? Era absurdo pensar que África había salido con él en el bolso. Si había algún detalle comprometedor y Martha Cecilia se lo había llevado, Ramos se lo sacaría sin dificultad. Sin embargo, dentro de mí seguía esa sensación que hace que se ericen los pelos de la nuca.

—¿Puede venir conmigo, Clara? —dije—. Quiero que me diga si falta algo más de la habitación de su hija.

—¿Piensas que Martha Cecilia ha estado robando en casa?

Aún tenían la idea fija de que la sirvienta era el enemigo, ese ente sin rostro que se había llevado a África. Estaban obcecados por la traición, pero mis objetivos eran otros.

Clara paseó por la habitación fijándose en cada detalle. Se detuvo en el armario y comprobó cada vestido.

—Aquí falta ropa —aseguró—. Se compró un chándal nuevo para ir al gimnasio, y no está.

—¿Puede ser que saliese con él puesto?

—No, recuerdo que se llevó un vestido azul con ribetes blancos. Se lo ponía mucho, era de sus preferidos.

—¿Qué zapatillas usaba para hacer deporte?

Los zapatos estaban colocados en la franja inferior del armario. Clara los fue pasando de par en par, y su respuesta fue extraña.

—No las veo. Son violetas, con purpurina en los lados. Brillan mucho, son muy características.

El diario desaparecido. También la ropa deportiva. África.

—Mañana llamaré a mi colega en el cuerpo —dije—. Le pediré que pregunte por las zapatillas y el chándal. Puede que Martha Cecilia haya manipulado la habitación para despistar, por si investigaba la policía.

—¿Entonces, qué hacemos? —preguntó—. Estoy agotada de esperar.

—Volvamos al salón.

Fue al salir por la puerta cuando me percaté de algo más: el silencio. La habitación de África era un páramo sin sonidos, el claustro de un monasterio. Con Jaime en casa, todo era ruido y caos. Le gustaba golpear aquel tambor que le regaló la abuela, o berrear las canciones de la tele, o correr de un lado a otro de la casa con un avión de papel en la mano. Dulce ruido, maravilloso caos. Cuando desapareció, todo se convirtió en silencio. Eso era lo peor de todo. Podías aislarte del sonido, pero no del silencio. Era una masa que te absorbía, que te empapaba por dentro, que te desquiciaba. Al separarnos, Inés se llevó los videos caseros de Jaime. No podía soportar el silencio, pero era peor aún ver su fantasma en una pantalla. Allí estaba todo: su voz, sus gestos, mis esperanzas. Su ruido.

—¿Todo va bien, Roberto?

La mano de Clara se posó sobre mi hombro y me sacó de mis ensoñaciones.

—Sí, lo siento. —Me disculpé—. Los demás nos esperan.

Diego ya andaba por el cuarto ron. Había estado a punto de matar a un hombre, y quizás de encontrar a su hija. Ya no tenía nada más que ofrecer al mundo, salvo borrarse de la ecuación a base de alcohol. Conocía muy bien esa sensación. Inés miraba por la ventana, con los nervios de punta. Vivía la situación como si fuera propia. Los fantasmas resucitaban y se paseaban por la estancia. También conocía esa sensación.

—¿Qué has pensado? —dijo Diego.

—Hablaré con sus amigos. —Les pasé el álbum de fotos—. Quiero que me apuntéis al lado de cada persona quién es. Y si tenéis su teléfono o dirección, aún mejor.

—De eso que se ocupe mi mujer. —Rojas se sentó en el sillón—. Yo apenas conocía a sus amigos.

—En ese caso, quiero que pienses en todas las personas que alguna vez te han deseado algún mal. Desde amigos de la infancia resentidos a algún antiguo vecino, ¿de acuerdo? Lo único que sabemos es que el secuestro fue un montaje, pero alguien husmeó días antes por las inmediaciones. El video no miente. Hay alguien implicado.

—De acuerdo.

—Hace días que África no está. —Continué—. ¿Hay algún amigo que haya llamado con insistencia? ¿Alguien que suela llamar mucho y no haya dado señales de vida en todo este tiempo? Si daban un toque al móvil de África y no se lo cogía, es de suponer que llamarían al teléfono fijo de casa, ¿no?

—Lo apuntaré todo detrás de cada foto —aseguró Clara.

La mujer me sorprendió por sus renovadas fuerzas. De nuevo, se sentía útil en la búsqueda de su pequeña perdida, y aquello hacía que se concentrase más en los pequeños detalles que, hasta ese momento, había pasado por alto.

—Una última cosa —dije—. ¿Sabéis cuándo aterriza el avión de Elías?