El culpable era el mayordomo. O, mejor dicho, la asistenta. No reproduciré los insultos que le dedicó Rojas a Martha Cecilia. La mujer se llevó una bronca de escándalo, atacada desde el flanco legal de cooperadora necesaria para cometer un crimen, y también por el lado personal y emotivo con el clásico «con lo que hemos hecho por ti». Esa misma noche llegó una patrulla de la policía y se la llevó detenida.
Pero África seguía desaparecida.
Cuando se marchó Martha Cecilia, nos sentamos en la mesa del sobrecargado salón a dar explicaciones.
—Cómo habrá podido… —Clara estaba más impresionada que enfadada—. ¿Habéis visto que se ha puesto a llorar? Y no de pena. Lo que lamenta es que la hayan pillado. Pensar que estaba a mi lado durante todo el tiempo que lleva África fuera.
—Con lo bien que la hemos tratado. —Prosiguió Diego, al tiempo que nos servía unas muy necesarias copas de ron—. Si hasta nos la llevamos de vacaciones a nuestra casa de Ibiza.
Dudaba que la asistenta hubiera disfrutado de las vacaciones, y más bien pensé que se dedicó a atender a sus amos. Su mentalidad de buenos samaritanos, mezclada con la distancia que produce tener el dinero suficiente para comprar cualquier cosa o persona, hacía que no entendiesen las motivaciones de Martha Cecilia para actuar como lo hizo.
—Vino con unas referencias excelentes, y mirad, una delincuente —dijo Clara.
Inés permanecía a su lado, cabizbaja. Estaba seguro de que nuestros pensamientos eran similares. Nunca encontramos a Jaime, y aunque Diego y Clara estuvieran más centrados en la farsa del secuestro, no dejaba de ser una mera anécdota respecto a lo que importaba de verdad. África no aparecía, no había rastros, ni pistas, ni sospechosos. La sombra de Jaime era alargada, y el suplicio posterior, ese que tan bien conocíamos ella y yo, se abatía sobre nosotros como una mortaja pesada y fría.
Durante el trayecto en coche, Diego y yo consensuamos la versión que contaríamos al llegar a su chalet. Decidimos omitir el hecho de que había sacado un arma, o de que casi se escapa en la persecución. Las marcas en nuestros rostros hacían imposible mentir sobre la pelea con Víctor Hugo. Durante la explicación se vislumbró que nuestra victoria solo era parcial.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Clara—. Mi niña sigue en alguna parte.
Todas las miradas se centraron en mí. Era el detective que habían contratado para encontrar a su hija. En realidad, solo me había comprometido a actuar en caso de rescate. Sin embargo, había cometido el error de involucrarme demasiado, y ahora ya no había marcha atrás. No podía dejarlos en la estacada, no en ese momento.
—Mañana se ocupará la policía —expliqué—. Vendrán, os interrogarán, harán pesquisas. Después buscarán testigos, y más tarde decidirán el lugar donde realizar una batida.
—¿Una batida? —preguntó Diego—. ¿A qué se refiere, Roberto?
Inés se adelantó y habló por los dos.
—Llevarán a perros amaestrados a las zonas más comunes donde pueda estar el cuerpo.
—¿Creen que mi hija está muerta? —Clara salió de su asombro—. Pero si todavía no han empezado a investigar.
—La policía no tiene recursos infinitos. —Proseguí—. Distribuirán las fotos, hablarán con sus amigos, y si no encuentran nada, cerrarán esa vía de la investigación. Entonces buscarán el cuerpo en acantilados y bosques.
—No lo entiendo —dijo Diego—. ¿Por qué iban a cerrar el caso?
—Porque tienen otros ocho encima de la mesa y son muy pocos agentes. Buscar a una persona es algo complicado. Por eso se recurre a detectives con frecuencia.
Clara se mareó. Inés aguantó las lágrimas y la abrazó. Ella ya había pasado por eso, y sabía lo que ocurriría. La policía haría su trabajo, sin extralimitarse. Tal vez, si movía algunos hilos o llenaba de dinero los bolsillos adecuados, pondrían a un tipo al lado de un teléfono a la espera de que alguien llamase con información nueva. La investigación estaba estancada, y no tenía pinta de que fuera a cambiar.
—Podéis acudir a programas de televisión —contó Inés—, y pegar carteles por las calles. Seguro que alguien ha visto a África y os echará un cable. Tengo el teléfono de una periodista que se volcará con vosotros.
No lo decía, pero Jaime seguía presente. Ellos conocían nuestra desgracia, y aquello no les daba demasiada esperanza, estaba claro. Bebí un trago largo de mi copa y el alcohol me quemó la garganta. Eran altas horas de la madrugada y no había cenado. Aquello era lo primero que terminaba en mi estómago, y tal vez por eso me infundí un valor que creía perdido.
—El hombre aprende de sus errores —dije—. Encontraré a su hija.
Todos me miraron extrañados. Tal vez pensaban que me iba a rendir de nuevo, dejarme arrastrar por la marea de acontecimientos. Pero estaba dispuesto a llegar al final.
—¿Qué necesitas, Roberto? —preguntó Diego, y aquella fue la primera vez que me habló de tú.
—Quiero hablar con todos sus amigos antes de que lo haga la policía. Necesito contactar desde ya con Elías, su novio viajero. Me da igual que esté en Francia o en Liliput. Quiero saber lo que él sabe. —Miré el reloj—. De momento, quiero ver la habitación de África.
Esta vez, Inés sí que estalló en lágrimas.