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—Pega fuerte —dije.

Atendieron a Rojas en un habitáculo cercano, apenas separados por una cortina de plástico. Aplicaron hielo sobre su ojo, a la espera de decidir si además usaban crema antiinflamatoria.

—¿Qué cree que habrá hecho con mi hija?

No tenía una respuesta. Mi imaginación saboteaba a mi instinto, y permanecer sereno se había convertido casi en un suplicio. Por creer, podía ser que incluso estuviese muerta desde la primera hora de su desaparición, pero que el secuestrador quisiera sacar tajada de todas formas. Por mi mente pasaban imágenes de «ese lugar», el limbo de las personas olvidadas, donde van aquellos que se perdieron para siempre. Agujeros de gusano interdimensionales, abducciones alienígenas, o el cuerpo de la joven África sepultado en el fondo del mar, junto con los huesos comidos por los peces de un niño llamado Jaime.

No tenía respuestas. Era la persona menos indicada para dar una.

—Vine casi obligado, ¿sabe? —Prosiguió—. Pensé que la policía sería más un estorbo que una ayuda, pero me alegra comprobar que me equivocaba.

—Todo irá bien. Antonio le hará confesar dónde la tiene escondida.

En las reuniones que no me saltaba de Alcohólicos Anónimos, algunos asistentes aseguraban haber bebido alcohol de desinfectar en ciertos momentos de desesperación. Esperaba que algún médico se olvidase de mí para probar a ver qué tal.

—Sé que no debería preguntarlo —dijo Diego—, pero ¿cómo se supone que va a conseguir que hable?

Antonio siempre creyó que la policía servía al bienestar común, no al particular de un ciudadano. Por eso, cuando le llamaban de algún aviso, ignoraba al denunciante y le trataba de la misma forma que al delincuente. Nadie se le subía a la chepa. En una ocasión visitamos un taller mecánico que servía de tapadera para vender droga a menores de edad. El camello lo negó todo y pidió ver la orden judicial que no teníamos. Ramos le convenció de que era una mala idea ayudado de unos alicates. Cuando le apretó por segunda vez los testículos, nos entregó en bandeja de plata kilo y medio de cocaína. Después fue su palabra de policía servil contra la de un traficante.

—Tiene razón —contesté—. Es mejor que no pregunte.

No escuchamos gritos. El ajetreo de la sala de curas amortiguaba cualquier sonido que procediese de la habitación del detenido. Al cabo de un rato se abrió la puerta y salió Antonio. Con un gesto nos pidió que fuésemos allí. Rojas y yo atravesamos la puerta custodiada por un agente de uniforme y entramos.

Hacía calor y el olor era nauseabundo. Víctor Hugo tenía la cabeza vendada, y aún más vendas en la boca a modo de mordaza. La mano derecha estaba esposada a la cama. En las sábanas se adivinaba una mancha de orines. No había nada parecido a un médico en el interior.

—Todo ha sido una pérdida de tiempo —dijo Antonio.

—¿A qué te refieres? —pregunté—. ¿No habla?

—Oh, ya lo creo que canta. Como un mirlo, ¿a que sí, Víctor? —El detenido asintió con la cabeza—. Y ese es el problema, que me creo lo que dice.

El tipo estaba derrotado. Ya no había ni rastro del bravo motorista que nos tuvo en jaque y casi se escapa, del luchador que se paró a repartir leña en mitad de la calle. Era un superviviente, pero en aquel momento le habían vencido.

—He comprobado los antecedentes de este capullo y lo más grave que había hecho en su vida había sido no pagar un par de multas. Trabaja en una ferretería desde hace tres años. Este tío es un muerto de hambre.

—¿Y África? —Diego tiró de la manga de Ramos—. ¿Dónde está mi hija?

—Mejor que os lo cuente él.

Ramos le quitó el vendaje de la boca. El chico tosió y babeó. Se le había empezado a meter por la tráquea y estaba medio ahogado.

—Por favor, señor Rojas, por favor. —Suplicó.

—Déjate de leches. —Antonio pateó el camastro—. Responde a la pregunta.

—Yo no quise que esto acabase así, de verdad que no. —Víctor Hugo estaba al borde del llanto—. Me enteré de lo de su hija y quise aprovecharlo.

—¿De qué habla? —dije.

—Cuéntalo despacito. —Ordenó Ramos—. Muy leeento. ¿Me captas?

Víctor Hugo se limpió las lágrimas con la mano libre y pidió agua con la mirada. Antonio le acercó el vaso que había sobre la mesita y bebió a trompicones. Con la garganta clara, empezó:

—Me llamo Víctor Hugo y soy el novio de Martha Cecilia.

—¿Mi asistenta? —Diego estaba perplejo.

—Ella está todo el día en su casa y habla mucho con su mujer, señor Rojas. Me contó que estaban muy preocupados por su hija, que hacía varios días que no aparecía por casa. Dijo que no recibían carta de secuestro, y por eso se me ocurrió fingir que había sido yo quien se la había llevado.

—¿A qué te refieres? —Gritó Diego—. ¿Dónde tenéis a África?

—No lo sé, yo no me la llevé. Solo simulé el rapto. Le di a Martha Cecilia un sobre con las instrucciones y le pedí que inventase que se lo había encontrado en el buzón o lo que ella viese. —En ese instante cambió de tono—. Ella no tiene nada que ver con esto, yo la obligué, lo hizo porque la amenacé. Tiene que creerme, yo…

—¿No te llevaste a la chica?

—Fue todo una farsa para sacar algo de dinero. No sé dónde puede estar. Pensé que era un plan sencillo. Lo cité en el centro comercial y le di dinero al chico retrasado para que le acercase las segundas instrucciones. Luego esperé en el Rico Pérez, y todo se jodió.

El castillo de naipes se colapsó con una simple brisa. Víctor Hugo tenía información privilegiada y decidió montar una gran mentira. Pensó que podía sacar dinero fácil, y casi lo consigue. La obsesión de Diego por la discreción total, hasta el punto de no decirle a su mujer lo que tramaba, hizo que pudiéramos capturar a Víctor Hugo. De lo contrario, si Martha Cecilia se hubiera enterado de que la policía estaba metida en el ajo, se habrían echado atrás y nos habríamos pasado la vida preguntándonos por qué no aparecieron los secuestradores. La desesperación hacía que la gente tomase decisiones imprevisibles. Él no se llevó a África, estaba claro. Aquello no respondía a la pregunta sobre su paradero pero generaba otras nuevas.

—¿Trabajas con alguien más? —preguntó Antonio.

—Solo yo. Por favor, no he hecho nada. No la tengo secuestrada. Solo quería aprovecharme de la situación, nada más.

—¿Qué no has hecho nada? —Ramos lo observó con asco—. ¿Sabes la cantidad de policías que has movilizado? Has provocado accidentes, suplantado identidad, y lo más grave de todo: me has chuleado. Y eso me toca los cojones.

Habíamos seguido una pista falsa. Nos hipnotizó el humo blanco y lo seguimos hasta su origen solo para descubrir que era todo una mentira. África seguía en paradero desconocido, y habíamos desperdiciado un tiempo precioso. Cada segundo que pasaba, África Rojas estaba más lejos de aparecer. Estaba a punto de revivir el infierno de Jaime y era tarde para dar marcha atrás.

—¿Dónde está mi hija? —preguntó Diego de nuevo.

—No la tiene él —contesté—. Hay que replantearse todo lo que tenemos y empezar de cero.

—Esta noche vamos a descansar. —Continuó Ramos—. Mañana haremos esto a mi manera. Buscaremos huellas en su casa, hablaremos con los vecinos. Lo que haga falta, pero ya no perderemos más tiempo en tomaduras de pelo. Por cierto, os tendremos que tomar declaración sobre lo que ha pasado esta noche. Quedaos donde os podamos localizar.

Palmeé la espalda de Diego. Aquello era un jarro de agua fría para un padre. Lo sabía, y también sabía que la rabia te lleva a hacer locuras.

—¿Dónde está mi hija? —Repitió.

—Vamos —dije—. Tenemos que contarle lo sucedido a Clara.

—¿Dónde está mi hija? —Diego sacó un revólver de su chaqueta y apuntó a Víctor Hugo—. ¿Dónde la tienes?

Desarmé a Rojas con un movimiento rápido antes de que disparase. Su obsesiva discreción había llegado hasta el punto de ir armado al intercambio sin contárselo a nadie. Me eché el revólver al bolsillo y Diego se derrumbó entre lágrimas.

—Yo me ocupo —dije antes de que Antonio abriera la boca—. Esto no ha pasado, ¿vale?

Pero sí que había pasado. Diego podía haberle soltado cuatro tiros a Víctor Hugo según bajó del coche, o al chico con síndrome de Down al que utilizó para hacerle llegar las segundas instrucciones. En ese caso, estaríamos hablando de un asesinato, y Diego sería el que estaría esposado a una camilla.

Ramos hizo un gesto y salimos por la puerta. Víctor Hugo dijo algo que no pude oír. Alcanzamos el Jaguar y montamos. Diego seguía llorando.