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El tráfico era fluido. Avanzamos a buen ritmo, siempre a una distancia más que prudencial del Jaguar. Continuamos por Casas Rojas hasta Jiménez Díaz y giramos en la glorieta hacia el centro comercial. El Puerta de Alicante surgió majestuoso, una enorme mole de cristal y cemento con carteles de comida rápida y anuncios de películas recién estrenadas.

Diego pasó la rampa del parking y aparcó en la primera plaza libre que vio. Nosotros le seguimos y conseguimos detenernos a unos ocho turismos de distancia. Rojas descendió del coche. Llevaba un maletín en la mano y se paseó con él por el aparcamiento.

—¿Qué coño hace? —Gruñó Ramos.

—Mostrarse.

—¿No le enseñaron a disimular en la guardería o qué?

El lugar para el intercambio era extraño, con mucha gente alrededor entrando y saliendo del centro comercial. Además, el parking contaba con varias cámaras de seguridad, una de ellas en la rampa que fichaba cada vehículo que entraba o salía. No había dado tiempo a solicitar una orden judicial para acceder a esas imágenes, por lo que vigilábamos casi a ciegas, armados solo con nuestras pupilas.

—No vendrán —dijo Antonio.

Estuve de acuerdo con él, pero permanecí en silencio. Si la operación fracasaba, la policía tomaría el mando, invadiría la casa de Rojas en busca de pruebas y se iría abajo su fachada de discreción. Tal vez se trataba de eso, sacarlo de sus casillas, jugar con el amor de su hija para que cometiese errores en algún negocio o simplemente para que las acciones de sus empresas se desplomasen en bolsa en cuanto se conociera la noticia. Solo había alguien más depravado que un secuestrador: un especulador bursátil.

Los minutos pasaron. Desde la furgoneta informaron que no habían visto a ningún vehículo sospechoso en las horas que llevaban plantados, ni tampoco a nadie que pareciese peligroso. Diego tenía la desesperación esculpida en el rostro. Se movía de un lado a otro, había dejado el Jaguar con las luces puestas, pero seguía sin haber rastro de África. Un todo terreno azul aparcó a su lado y bajó un chaval joven con el pelo rapado. Resultó ser una falsa alarma, ya que se dirigió a la zona de tiendas. Un agente que había apostado en los márgenes de las escaleras mecánicas confirmó que se había introducido en el Zara.

El ascensor se detuvo en la planta del parking y salió una pareja mayor arrastrando un carro y un chico de unos veinte años. Tenía todos los síntomas del Síndrome de Down y un peto de limpieza del centro comercial en el cuerpo. Se acercó a pasos alegres hasta Diego Rojas y le tocó el brazo.

—¿Pero qué mierda es esta? —Rezó Ramos—. Todos alerta. Repito: todos alerta.

Diego se giró al notar contacto. El recién llegado no hizo ningún gesto. Subí el volumen de la emisora. En la planta baja había algo de ruido estático y era vital saber qué ocurría a través del micro de Rojas.

—¿Eres Diego? —preguntó el muchacho, trabándose un poco.

—¿Qué ocurre? —Contestó—. ¿Dónde está mi hija?

—¿No eres Diego?

—Sí, soy yo.

—Toma.

Le pasó algo que no acertamos a ver y se marchó de nuevo en dirección al ascensor. Ramos estaba tan sorprendido como yo. Agarró el micro de la radio y ordenó que alguien lo siguiera. Un par de hombres bajaron de la furgoneta y marcharon tras los pasos del chaval.

—Son instrucciones. —La voz de Diego llegó nítida esta vez—. Quieren que vaya a las inmediaciones del estadio Rico Pérez. A la puerta ocho.

Rojas agarró el maletín y se metió en el coche. Arrancó y se dirigió a la salida.

—Todo era una maniobra de despiste. —Antonio golpeó el salpicadero antes de volver a hablar por radio—. Señoritas, nos han meado en la cara. Vamos a seguir al objetivo hasta el campo del Hércules. Que la furgoneta salga en dos minutos por otra puerta y se quede alguien aquí por si acaso.

Salimos despacio del parking. Había ganas de acelerar y adelantar a Rojas, pero no podíamos perderlo de vista. El testarudo empresario se había negado a ponerse un pinganillo en la oreja por si se le veía, así que no podíamos darle instrucciones directas. Pero yo tenía un as en la manga. Saqué el teléfono móvil y marqué su número.

—¿Qué pasa? —preguntó Antonio.

—Lo tiene apagado.

—¿Pero qué coño le pasa a tu amigo? —Giramos por Santa Pola hacia Novelda—. ¿A qué está jugando?

—No lo sé, pero me da mala espina.

El Rico Pérez estaba bastante cerca del centro comercial, apenas a unos minutos en coche. Habían citado a Diego en el acceso de entrada número ocho del estadio del Hércules. Era una zona bastante desierta, con aparcamiento y descampados junto a zonas de residencias. Ya había anochecido y maldije el momento en el que perdimos el tiempo en el Puerta de Alicante. Algunas farolas estaban rotas y otras apenas alcanzaban a alumbrar el lugar.

Diego giró en redondo y se detuvo en mitad de un solar, junto a un par de coches viejos. Visto allí, en mitad de la oscuridad y del barro, el Jaguar destacaba como un error de diseño. Antonio paró varios metros más adelante, dentro de la calzada pero de espaldas al estadio.

Los retrovisores se convirtieron en nuestros ojos. No había nadie por la calle. Ni gente sacando al perro ni nada. Tan solo Diego Rojas, embutido en un abrigo largo que le daba un aire de los años veinte. Miró en todas direcciones antes de llegar al sitio indicado, y allí se quedó, plantado como un guardia suizo. De lejos no parecía un hombre de negocios, sino un mafioso que había visto demasiadas películas. Recordé las leyendas urbanas de bailes de maletines en los despachos de presidentes de clubs de fútbol, para dejarse perder o como incentivo para ganar a quien sea. Con cien mil euros se pueden ganar muchos partidos.

No hubo tiempo para tonterías. Una moto se acercó a toda velocidad en dirección a Diego y se plantó a su lado. Era un único ocupante, descendió con el motor en marcha y soltó un derechazo a la cara del empresario. Rojas se tambaleó y su espalda fue a chocar contra la pared del edificio.

Antonio arrancó y se saltó la mediana para ir en su rescate. Con una sangre fría que no le recordaba, dio indicaciones por radio del aspecto del tipo: casco rojo, chaqueta de cuero, moto deportiva azul y negra, botas y guantes. Por el micro de Diego apenas llegaban palabras sueltas reconcomidas por las interferencias. Cuando vi que aquel desgraciado volvía a subir a la moto con el maletín en su poder, deseé un trago de ginebra y que Ramos acelerase un poco más.

En una persecución de coche contra moto, teníamos las de perder. Por suerte, el maletín de Diego era lo bastante voluminoso para que el tipo lo tuviera que abrazar mientras conducía, lo que significaba una pequeña ventaja.

—¿Quieres ayudar a tu colega? —preguntó Antonio.

Yo ya sabía que no pensaba detenerse, y él sabía que en ese momento mi prioridad era otra. Cogí el micro de la radio y pedí una ambulancia para Diego. El motorista no tardó demasiado en percatarse de nuestra presencia. En ese momento Antonio puso la guinda en el salpicadero y encendió todas las luces para que los vehículos se apartasen. Ramos pidió refuerzos por radio y me pasó el micro. Echó por la cuesta de Aureliano Ibarra y al final torció hacia avenida de Novelda. Tuvimos problemas con el tráfico y la moto nos sacó delantera.

No dijimos nada porque los dos sabíamos lo que ocurría. Si nos perdía de vista, el rastro de África se enfriaría y la pasta de su padre sería historia. Era posible que nunca apareciese. Si los secuestradores tenían la más mínima sospecha de que la chica los podía reconocer, acabarían con ella. Eran gente de la calle, unos aficionados, y eso los hacía más peligrosos e imprevisibles. Las bandas organizadas sabían cómo hacer un secuestro y lo tenían todo bien cogido. No esperaban cinco días a mandar un mensaje, y menos en un sobre tirado por encima del muro. Y del mismo modo, no mataban a nadie si se sentían amenazados, ya que sería una condena mayor que la de retención de una persona contra su voluntad. Pero un yonki la mataría, un aficionado se la quitaría de encima e intentaría ocultar el cadáver.

Si la moto se esfumaba entre el tráfico, África estaba perdida.

Antonio conducía con los cinco sentidos y la adrenalina puestos en la calzada. Yo daba las instrucciones por radio, confiando en que no hubieran cambiado de códigos desde que dejé la policía. Vi claro que se trataba de una Honda y así lo transmití. El motorista subió la cuesta de Novelda por el carril del transporte público, pero el bus azul que iba a San Vicente le hizo de tapón y giró hacia la izquierda por Gran Vía cuando se sintió amenazado.

Le habíamos recortado distancia, y la mantuvimos en la cuesta abajo. Había tráfico, pero los tres carriles eran mucho mejores que uno solo. Diego, la única persona que tenía el número de móvil, me llamó en ese momento. Abandoné el cacharro en el asiento trasero y presté toda mi atención a lo que tenía delante.

La moto frenó en la rotonda del hospital y casi vuelca. Nosotros no teníamos ese problema y la hicimos recta. Le dimos con el morro en la rueda trasera y a punto estuvo de irse al asfalto. El maletín se le escapó de las manos y cayó al suelo. Entonces el motorista dio un giro en redondo y se colocó en dirección contraria. No quería perder el dinero, estaba claro, y antes que eso prefería morir como conductor suicida. Antonio le imitó, aunque nos costó más dar la vuelta al coche. El tipo se bajó de la Honda y agarró el maletín. Ramos le embistió justo cuando se disponía a subir y la moto se estrelló contra un puesto de castañas asadas.

El secuestrador empezó a correr en dirección al hospital. Bajamos del coche y salimos en su persecución. Mi mala forma logró que Antonio me adelantara. Estaba a punto de alcanzar al tipo cuando este se giró con el casco en la mano y lo lanzó contra él. Acertó a Ramos en la cara y el impacto hizo que se fuera al suelo. Recordé su espíritu de ayuda hacia Diego y proseguí la carrera dejándolo allí tirado.

El motorista era de mi complexión, y contaba con que el peso del dinero del rescate lo lastrase algo. Sentía los latidos en el cráneo y los pulmones a punto de estallar. «Vamos», me decía «ya reventarás cuando mueras». A mi mente vino la imagen de Jaime, y se superpusieron las fotos de África, las que había visto en casa de sus padres y otras que recreaba. Ella no era mi hijo, lo sabía, pero en aquel momento me sentí como si estuviera escapando el secuestrador de Jaime. Aceleré. No sé de dónde saqué las fuerzas, tal vez de las sales minerales que aportaba el alcohol y el descanso acumulado del sedentarismo constante. Conseguí acercarme lo suficiente para darle una patada por detrás. El tipo trastabilló, pero no logré que cayese.

Ya no me quedaba aliento. Sentí que se alejaba, que todo estaba perdido. No había refuerzos, no iba a chocar contra una palmera como en las malas películas cómicas. En la vida real, el malo es más rápido porque está acostumbrado a correr tirando bolsos. Nos quedaba el consuelo de pescarlo por la moto, pero ya sería demasiado tarde para África. Las esperanzas se desvanecían.

En ese momento, el desgraciado se volvió hacia mí y me encaró. De pronto, se había detenido en mitad de la acerca, había dejado el maletín en el suelo y se quitaba la chaqueta. Tal vez fue la patada que le di por detrás, o que se le cruzó algún cable de su maltrecho sistema neuronal. Vi en sus ojos que esto terminaría a puñetazos, como aquella vez que El Mulo me partió la cara en la mili. Mi último combate equilibrado se saldó con una derrota.

Me detuve a unos metros de él. Estaba exhausto. Levanté los puños, como si supiera boxear y me abalancé sobre su cuerpo en el momento que intentó quitarse el cinturón. Lancé un gancho hacia delante y le di en las costillas. El movimiento no fue muy bueno y me hice daño en la muñeca. Yo peleaba a hostia limpia y mi contrincante llevaba guantes de motorista con protecciones para los nudillos.

Me contestó con un directo al estómago. Lo vi venir y trabé mi brazo izquierdo, que se llevó la mayor parte del daño. Dio un segundo puñetazo al aire, que pasó por encima de mi hombro, y le contesté con un manotazo en la oreja. Aquello le dolió y retrocedió unos pasos.

La gente se detuvo en la acera y se alejó de nuestro lado, aunque sin perder de vista la alegre pelea callejera. El villano no contó sus planes para dominar el mundo. Estaba callado, sin siquiera gritar de dolor aunque le había desgraciado un tímpano. Yo sí que me solté el farol:

—Ríndete —dije con más esperanza que convicción—. Tenemos tu moto. Te hemos visto la cara. ¿Dónde está África? Hay refuerzos de camino.

Su respuesta vino en forma de cabezazo. Su frente impactó contra mi pómulo y sentí cómo abría una brecha. Tuve el tiempo justo de engancharlo por el pelo y lanzarme al suelo arrastrando su cuerpo junto al mío. La mala suerte quiso que él cayera sobre mí. Me dejó sin aire un par de segundos que aprovechó para regalarme un par de puñetazos.

Supe que si se ponía en pie y me linchaba a patadas, todo habría acabado, por lo que le apresé el cuello con los antebrazos justo cuando intentó incorporarse. Era una presa ilegal en la policía, ya que podías llegar a asfixiar a la persona. Sin embargo, yo ya no pertenecía al Cuerpo, por lo que podía hacer lo que quisiera. El tipo me machacó el costado a base de codazos, pero mantuve la presión. No supe cuánto tiempo aguantaría así, pero a veces el destino tiene un as en la manga.

El impacto del casco contra su cráneo se escuchó en toda la calle. Antonio estaba ante mí. Tenía un corte en la frente por el que sangraba de forma abundante. Le propinó un segundo golpe con el casco y el motorista quedó semiinconsciente. Cayó a peso muerto sobre mí y allí se quedó. Le solté el cuello y rodé hacia un lado. Observé cómo Ramos le apretaba las esposas hasta cortarle la circulación de las manos. Después se sentó a mi lado y encendió dos cigarrillos. Me pasó uno.

—Mierda de tarde —dijo.

Me recosté contra la pared del hospital. Un par de enfermeros salieron para ver qué pasaba.

—Y aún queda la noche —contesté.